CAPÍTULO 13

—¡Tensar! —ordenó Bush, de pie en el borde del acantilado y mirando hacia el lejano lugar donde se encontraba la lancha, que tenía un ancla en la popa para mantenerse en equilibrio y estaba amarrada a una boya.

Por encima de su cabeza pasaban dos cabos ligeramente curvados que se extendían hasta la boya casi en vertical, y su oscura figura se destacaba sobre las azules aguas del Atlántico. A un poeta tal vez le hubieran parecido hermosos esos cabos que atravesaban el aire como hilos de una telaraña, pero a Bush le parecían simplemente un par de cabos, y en ese momento vio que desde la lancha le hacían una señal con una bandera blanca, una señal que indicaba que todo estaba preparado para empezar a subir el cañón. Los marineros comenzaron a tensar los cabos y los motones chirriaron.

—¡Despacio! —gritó Bush, pensando que esa tarea era demasiado importante para delegar la supervisión en el guardiamarina James, que se encontraba a su lado—. ¡Súbanlo despacio!

Los chirridos cambiaron de tono en el momento en que los motones soportaron todo el peso del cañón, y las curvas de los cabos se acentuaron cuando empezó a salir de la armazón situada sobre las bancadas de la lancha y a elevarse. Las suaves y hermosas catenarias casi llegaron a transformarse en ángulos. Bush vio por el telescopio que el cañón subía balanceándose y se iba acercando poco a poco a la vertical hasta que por fin, como había previsto, quedaba suspendido a la altura del motón móvil, muy por encima de la lancha, colgado de las eslingas por el cascabel y los muñones. Así estaba bastante seguro, aunque si las eslingas se rompían o se soltaban, atravesaría el fondo de la lancha. Por otro lado, el cabo que estaba amarrado alrededor de la boca le impedía balancearse con violencia.

—¡Súbanlo más! —gritó Bush.

Entonces el motón móvil subió al cabo con el cañón colgando de él como un estandarte. Ése era un momento crucial, pues la fuerza ejercida sobre el cañón era casi transversal. Pero todo se mantuvo firme.

—¡Súbanlo más!

Cuando el cañón empezaba a subir por el cabo, descendió por detrás de la popa de la lancha hasta que la boca casi llegó al mar porque el cabo se estiró y todas sus curvas desaparecieron. Sin embargo, los marineros siguieron tirando del cabo y el cañón fue separándose poco a poco del agua. Las roldanas susurraban al dar vueltas rítmicamente cuando los marineros movían el cabo. El sol lanzaba sus rayos casi horizontalmente desde el este, aumentando extraordinariamente las sombras de los marineros y los árboles sobre el irregular terreno.

—¡Despacio! —gritó Bush—. ¡Paren!

El cañón había llegado al borde del acantilado.

—¡Muevan esa red dos pies hacia este lado! ¡Ahora bájenlo! ¡Bájenlo más! ¡Bien! ¡Corten esos cabos!

El cañón de bronce de ocho pies de longitud estaba ahora en medio de una red que los marineros habían extendido para que fuera colocado encima. La red estaba hecha con gruesos cabos y alrededor tenía amarrados aproximadamente veinte cabos más, a cierta distancia unos de otros, y todos ellos estaban extendidos sobre la tierra.

—¡Vamos a empezar a moverlo! ¡Cojan los cabos, infantes de marina!

Los treinta infantes de marina que Hornblower había mandado desde la fortaleza rodearon la red y sus jefes les colocaron en las posiciones adecuadas. Entonces Bush fue a comprobar si todos ocupaban su puesto.

—¡Agarren los cabos!

Era mejor molestarse en comprobar al principio si las fuerzas estaban equilibradas que correr el riesgo de que aquella mole de metal se cayera de la red y tuvieran que repetir la ardua tarea de colocarla en su lugar.

—¡Levántenlo todos a la vez cuando yo dé la orden! ¡Arriba!

El cañón se elevó a un pie del suelo cuando los hombres tiraron de los cabos con fuerza.

—¡Adelante! ¡No, sargento!

El sargento había dado a sus hombres la orden de que marcharan, pero como el terreno era irregular y cada uno aguantaba ochenta libras de peso, era mejor que no trataran de llevar el paso.

—¡Alto! ¡Bájenlo!

El cañón estaba ahora veinte yardas más cerca de la posición que Bush había elegido para colocarlo.

—¡Adelante, sargento! ¡Manténgales en movimiento! ¡No demasiado rápido!

Los infantes de marina tenían mucho en común con las bestias de carga, pero no eran máquinas y podían cansarse; por eso era conveniente evitar que malgastaran fuerzas. Mientras recorrían la milla y media que les separaba de la cima, los marineros sacaron los demás pertrechos de las lanchas con las poleas. Nada fue tan difícil de transportar como el cañón. En comparación con él, la cureña les pareció ligera como una pluma y las mallas que contenían veinte balas de nueve libras muy fáciles de levantar. Luego sacaron los atacadores, las esponjas y las varillas de colocar tacos (dos unidades de cada cosa por si ocurría algo imprevisto), después los tacos y a continuación los cartuchos, que sólo contenían dos libras y media de pólvora y que a Bush le parecieron muy pequeños comparados con los que estaba acostumbrado a ver, los cartuchos de ocho libras de los cañones que se encontraban en la cubierta inferior. Por último sacaron los gruesos tablones destinados a formar una superficie lisa por la que pudieran mover el cañón para dispararlo. Los tablones eran pesados, pero los marineros, sosteniendo cada tablón en los hombros entre cuatro, subieron bastante rápido la cuesta poco empinada y adelantaron a los desafortunados infantes de marina, que, empapados en sudor, alternativamente levantaban el cañón y lo desplazaban mientras ascendían.

Bush se detuvo un momento al borde del acantilado para, con ayuda de James, comprobar si estaban allí todos los pertrechos. Había botafuegos, mechas de combustión lenta, cebadores, barriletes de agua, espeques, martillos, clavos y todo lo que necesitaban. Bush quería asegurarse de eso porque del hecho de no olvidar nada no sólo dependía que los demás siguieran teniendo buena opinión de él como profesional sino también que conservara su dignidad. Agitó la bandera, y desde las lanchas le hicieron señales de respuesta. Los tripulantes de la segunda lancha soltaron las amarras y levaron el ancla, y entonces las dos embarcaciones se alejaron de allí para doblar el cabo Samaná y regresar al Renown, donde quedaban tan pocos marineros que seguramente todos estaban deseando que regresaran los que estaban a bordo de las lanchas. Los cabos que pasaban por encima de su cabeza y que tenían una punta amarrada a unos árboles y la otra a la boya, formaron pliegues junto a ella, pues ya nadie los sujetaba, y así se quedarían hasta que los necesitaran de nuevo. Bush apenas le prestó atención, porque estaba pensando que ahora podía subir a la cima y prepararse para el ataque. Miró al cielo y tuvo la certeza de que hacía menos de tres horas que había salido el sol.

Organizó el último grupo de marineros que transportaban los pertrechos y empezó a subir. Al llegar a la cima pudo ver toda la bahía. Enseguida dirigió el telescopio hacia ella y calculó que las balas que se lanzaran desde donde él se encontraba podían llegar hasta los tres barcos que estaban anclados en ella. Luego movió el telescopio a la izquierda y vio a lo lejos dos puntos que se movían y se dio cuenta de que eran las banderas de la fortaleza (la fortaleza quedaba oculta por una colina). Guardó el telescopio y se puso a buscar una parte del terreno bastante plana para colocar sobre ella los tablones con que construirían la plataforma. Los marineros que tenían las cargas más ligeras ya se encontraban a su alrededor hablando animadamente y señalando hacia abajo, pero de repente un gruñido les hizo callar.

Poco después se oyeron los martillazos de los marineros clavando las crucetas en la plataforma. Tan pronto como acabaron, media docena de ellos pusieron trabajosamente la cureña encima y luego la engancharon a los motones para comprobar si rodaba bien antes de ponerle cuñas para inmovilizarla. Los infantes de marina, jadeantes y sudorosos, llegaron con su enorme carga. Había llegado el momento de hacer el trabajo más difícil de los que tenían que realizar esa mañana. Bush ordenó a los marineros más fuertes que cogieran los cabos que rodeaban la red y a un suboficial fiable que vigilara que el cañón se mantuviera en equilibrio.

—¡Levántenlo!

El cañón estaba ahora sobre la plataforma y justo al lado de la cureña.

—¡Levántenlo! ¡Más alto! ¡Aún no está bastante alto! ¡Levántenlo más!

Los marineros jadeaban y daban gruñidos al hacer esfuerzos para levantarlo.

—¡Manténgalo así! ¡Ahora los de la derecha retrocedan y, al mismo tiempo, avancen los de la derecha a la vez para virarlo! ¡Paren!

Con estas indicaciones, Bush hizo que el cañón, que se sostenía precariamente en la red, quedara situado por encima de la cureña.

—¡Ahora retrocedan hacia donde yo estoy! ¡Paren! ¡Bájenlo! ¡Maldita sea! ¡Bájenlo despacio! ¡Paren! ¡Muévanlo un poco hacia delante! ¡Ahora bájenlo de nuevo!

El cañón bajó hasta quedar montado en la cureña, pero los muñones no se introdujeron en los agujeros correspondientes y la base no se apoyó del todo en el lecho.

—¡Sujétenlo! ¡Berry! ¡Chapman! ¡Metan los espeques debajo de los muñones y muévanlo!

Aquella mole de metal de una tonelada de peso se movió hasta el lugar que debía ocupar en la cureña produciendo un chirrido; los cañones se introdujeron en los agujeros correspondientes y la base se apoyó totalmente en el lecho. Cuando dos marineros empezaron a desatar nudos para sacar la red de debajo del cañón, Berry, el ayudante del condestable, ya había asegurado los muñones, y el cañón había dejado de ser una barra de metal para transformarse otra vez en un cañón, en una potente máquina de combate. Otros marineros empezaron a apilar las balas junto a la plataforma.

—¡Pongan esos cartuchos más lejos!

Nadie en su sano juicio permitiría colocar explosivos sin protección más cerca de un cañón de lo que era estrictamente necesario. Berry estaba arrodillado en la plataforma e inclinado hacia delante, golpeando el pedernal con el eslabón para sacar chispas y encender la yesca con la que después prendería la mecha de combustión retardada.

Bush se secó el sudor que le cubría la cara y el cuello. Aunque no había participado en el transporte de los pertrechos, notaba el efecto de los esfuerzos que acababa de realizar. En ese momento volvió a mirar hacia arriba para calcular la hora y pensó que ese no era el momento oportuno para descansar.

—¡Artilleros, a sus puestos! —ordenó—. ¡Carguen el cañón!

Entonces miró hacia abajo por el telescopio.

—¡Apunten a una goleta! —ordenó—. ¡Apunten bien!

La cureña chirrió cuando los artilleros giraron el cañón para apuntarlo.

—El cañón está apuntado, señor —dijo el jefe de la brigada de artilleros.

—¡Entonces, dispare!

Enseguida se oyó el estampido del cañón, que no era tan fuerte como el que producían los enormes cañones de veinticuatro libras. El estampido resonaría en la bahía, y aunque la bala no diera en el blanco, todos los hombres que estaban a bordo de los barcos comprenderían que la siguiente, o alguna de las que siguieran a la siguiente, los alcanzarían. Seguramente mirarían hacia lo alto del acantilado y verían el humo de la pólvora salir lentamente de allí, y eso bastaría para que se diesen cuenta de que estaban perdidos; seguramente Villanueva vería el humo desde el lado de la bahía que estaba al sur y comprendería que ni los hombres que estaban bajo su mando ni las mujeres que estaban bajo su protección podrían salir de allí. Bush seguía mirando hacia abajo por el telescopio, pero no vio caer la bala.

—¡Carguen y disparen el cañón otra vez! ¡Apunten bien!

Bush estuvo mirando por el telescopio las banderas que ondeaban en la fortaleza hasta que los artilleros terminaron de cargar el cañón y el jefe de la brigada le avisó de que habían terminado. El cañón volvió a disparar, y a Bush le pareció ver la fugaz línea negra que la bala dejaba tras de sí en su trayectoria.

—¡Las balas caen más allá de la goleta! ¡Pongan las cuñas y disminuyan el grado de elevación! ¡Prueben otra vez!

Bush volvió a mirar hacia las banderas y vio que bajaron lentamente hasta desaparecer de su vista, subieron despacio de nuevo y, después de ondear unos instantes arriba, volvieron a bajar. Luego subieron de nuevo y permanecieron en lo alto. Ésa era la señal convenida: bajar la bandera dos veces significaba que en la fortaleza se había oído el cañonazo. Ahora Bush tenía que seguir disparando diez balas seguidas. Bush seguía atentamente con la vista cada una de las balas de nueve libras lanzadas por el cañón y dedujo que algunas habían caído en la goleta, pues muchas atravesaron la frágil jarcia, causando roturas y haciendo saltar por el aire infinidad de astillas.

Cuando el cañón disparó por octava vez, Bush oyó un sonido terrorífico y vio algo pasando dos yardas por encima de su cabeza y cayendo a cierta distancia por detrás de él.

—¿Qué diablos fue eso? —inquirió Bush.

—Se cayó el tapón del fogón, señor —respondió Berry.

—¡Dios! —exclamó Bush antes de ponerse demasiado nervioso y soltar un torrente de blasfemias.

Habían llegado al clímax de la operación, después de esforzarse durante días y noches, y ahora ocurría lo peor que podía pasar: el triunfo se les escapaba de las manos cuando estaban a punto de conseguirlo. Después de las terribles maldiciones Bush recuperó la serenidad y pensó que no era bueno que los marineros vieran al oficial que les mandaba desanimado. En cuanto se tranquilizó, se aguantó las ganas de seguir blasfemando y enseguida se acercó al cañón para echarle un vistazo.

El daño que había sufrido era obvio. El fogón de un cañón, especialmente el de uno de bronce, era su punto débil. Cada vez que el cañón disparaba, pasaba por el fogón una pequeña parte de los elementos que intervenían o se producían en la explosión, algunos granos de pólvora sin explotar y gas caliente, que lo agrandaban cada vez más porque erosionaban sus bordes. Después de cierto tiempo, había que poner un tapón con un reborde en la base y un agujero central en el fogón, y colocarlo desde el interior del cañón, introduciendo primero la parte más pequeña. El agujero central se transformaba en el nuevo fogón, y las explosiones contribuían a que el tapón se encajara cada vez más en el anterior. Pero el tapón también se deterioraba por el calor producido por las explosiones y atravesaba el antiguo fogón cuando el reborde se desgastaba, como había ocurrido ahora.

Bush observó el enorme agujero de la recámara, que casi tenía una pulgada de diámetro. Si el cañón se disparaba en estas condiciones, la mitad de la pólvora de la carga pasaría a través del agujero y el alcance se reduciría a la mitad, y en cada disparo el agujero se haría un poco más grande.

—¿Tienen algún tapón? —inquirió Bush.

—Bueno, señor… —dijo Berry registrándose los bolsillos, donde guardaba muchas cosas, mientras miraba distraídamente hacia el cielo y Bush se consumía de impaciencia—. Sí, señor.

Berry, después de unos momentos que a Bush le parecieron eternos, sacó del bolsillo el tan deseado tapón de hierro colado.

—Ha tenido suerte —dijo con gesto grave—. Póngalo sin perder tiempo.

—Sí, señor. Lo limaré para que tenga el mismo tamaño del agujero, señor, y luego lo encajaré en él.

—Deje de hablar y empiece a trabajar. ¡Señor James!

—¿Señor?

—Vaya corriendo a la fortaleza —dijo mientras se separaba del cañón para que los marineros no oyeran lo que iba a ordenar—. Comunique al señor Hornblower que al cañón se le cayó el tapón y que tardaré una hora en volver a disparar. Además dígale que haré fuego tres veces en cuanto el cañón esté listo y que haga la misma señal que antes para indicar que los ha oído.

—Sí, señor.

Bush recordó algo en el último momento.

—¡Señor James! Dé el mensaje donde nadie pueda escucharle. Y si quiere proteger su espalda, no deje que ese español, como se llame, se entere de esto.

—Sí, señor.

—Ahora eche a correr.

El señor James sentiría mucho calor durante la larga carrera que tenía que hacer. Bush le miró unos momentos mientras se alejaba y luego volvió a acercarse al cañón. Berry había escogido una lima entre sus herramientas y estaba sentado detrás del cañón limando el tapón. Bush se sentó al borde de la plataforma. El malhumor que le produjo la rotura del cañón desapareció cuando se percató con satisfacción de sus dotes diplomáticas. Estaba satisfecho de haberse acordado de decir a James que evitara que Ortega se enterara del secreto. Notó que los marineros hablaban mucho y empezaban a distraerse y pensó que si seguían así, dentro de pocos minutos andarían por toda la península. Entonces levantó la cabeza y gritó:

—¡Silencio! ¡Sargento!

—¿Señor?

—Ponga cuatro centinelas alrededor, de modo que entre los cuatro delimiten un espacio, y no permita que nadie salga de él por ninguna razón.

—Sí, señor.

—Mande al resto de sus hombres a sentarse. ¡Y ustedes, artilleros, siéntense y dejen de parlotear como marineros portugueses!

El sol era abrasador, y el chirrido de la lima resultaba relajante. Apenas Bush dejó de hablar sucumbió al sueño y la fatiga; cerró los ojos y hundió la barbilla en el pecho. No tardó ni un segundo en quedarse dormido, pero volvió a despertarse tres segundos después. Cuando intentó despabilarse le pareció que todo daba vueltas a su alrededor, que el mundo que le rodeaba era irreal, y parpadeó, pero inmediatamente se adormeció de nuevo. Justo antes de desplomarse volvió a despertarse, y en ese momento pensó que daría cualquier cosa de este mundo o del otro por poder dejarse caer a un lado y entregarse al sueño. Pero tenía que resistir la tentación porque era el único oficial que había en el grupo y debía estar alerta por si ocurría algo imprevisto. Enderezó la espalda con rabia, pero volvió a adormecerse a pesar de tener la espalda derecha. Sólo le quedaba por hacer una cosa… Se puso de pie, provocando el crujido de sus doloridas articulaciones, y empezó a dar paseos junto a la plataforma. Mientras caminaba a un lado y a otro, bajo el sol, sudando copiosamente, oía el chirrido de la lima con que Berry estaba reduciendo el tapón y miraba con envidia a los artilleros, que se habían entregado al sueño tan pronto como él deseó hacerlo (estaban tumbados por todas partes, como los cerdos en una pocilga). Los minutos pasaban y el sol ascendía cada vez más en el cielo. Berry interrumpió el trabajo para comprobar si el tapón encajaba en el fogón, luego lo reanudó y poco después volvió a detenerse para limpiar la lima. Bush le había mirado con interés cuando dejó de limar, pero las dos veces se sintió decepcionado y volvió a pensar en cuándo podría dormir.

—Ya encaja, señor —dijo Berry por fin.

—¡Entonces colóquelo! —exclamó Bush—. ¡Despierten, artilleros! ¡Arriba! ¡Despierten!

Mientras Bush intentaba despertar a puntapiés a los artilleros, que daban fuertes ronquidos, Berry se registró los bolsillos y sacó una cuerda delgada. Con una paciencia que exasperó a Bush, Berry hizo un lazo con una punta, lo pasó a través del fogón y después, agachado delante de la boca del cañón, intentó cogerlo con el gancho de la varilla de colocar tacos, que introdujo hasta el final del cilindro de ocho pies de largo. Movió el gancho y tiró de la varilla varias veces sin poder coger el lazo que colgaba del fogón, pero por fin logró engancharlo. A medida que subía el gancho, la cuerda pasaba por el fogón, y cuando terminó de sacar la varilla del cañón, el lazo, enganchado a ella, asomó por la boca. Luego, con muchísima calma, deshizo el lazo, pasó la punta de la cuerda por el agujero del tapón y después la amarró a una anilla que sacó del bolsillo. Entonces metió el tapón por la boca del cañón, fue a colocarse detrás de él otra vez, tiró de la cuerda, y el tapón bajó por el cilindro con estrépito hasta que llegó al fondo con un chasquido que todos oyeron. Después de moverlo en varias direcciones durante unos minutos, consiguió introducir la parte más estrecha en el fogón, y luego hizo una señal al jefe de la brigada de artilleros para que sujetara la cuerda. Cogió el atacador, lo metió con cuidado por la boca del cañón y, en cuanto logró colocar el extremo sobre la anilla, hizo presión sobre el mango. Inmediatamente hizo una señal, y un marinero se acercó al cañón con un martillo y dio martillazos al mango mientras él lo sujetaba fuertemente. Con cada martillazo el tapón se introdujo un poco más en el fogón, un octavo de pulgada, hasta que quedó encajado.

—¿Listo? —preguntó Bush cuando Berry hacía un gesto para indicar al marinero que se fuera.

—Todavía no, señor.

Berry sacó el atacador y, muy despacio, volvió a colocarse detrás del cañón. Miró el tapón con la cabeza inclinada hacia un lado primero y hacia el otro después, como si fuera un foxterrier mirando una ratonera. Parecía satisfecho, y sin embargo, volvió a ponerse frente a la boca y a coger la varilla de colocar tacos. Bush miró a lo lejos para mitigar su ansiedad y muy cerca de la fortaleza divisó una diminuta figura caminando en dirección a ellos. Al mirar por el telescopio vio que era un hombre vestido con un pantalón blanco que agitaba la mano como si quisiera llamar la atención y a ratos corría y otros caminaba; tuvo casi la certeza de que era Wellard. Mientras, Berry cogió otra vez la cuerda con el gancho de la varilla, la sacó del cañón y, después de cortar el pedazo atado a la anilla con su afilado cuchillo, se guardó la anilla en el bolsillo. Luego, como si tuviera todo el tiempo del mundo, volvió a ponerse detrás del cañón y recogió la cuerda.

—Ahora convendría disparar dos veces con un tercio de la carga, señor —dijo—. Eso ajustaría…

—Eso puede esperar unos minutos más —dijo Bush y sintió una gran satisfacción al interrumpir al orgulloso y experto marinero y demostrarle que era él quien llevaba las riendas.

Ahora todos podían ver claramente a Wellard, corriendo irregularmente y tropezando a causa de las irregularidades del terreno. Por fin Wellard, jadeante y empapado en sudor, llegó adonde estaba el cañón.

—Por favor, señor… —empezó a decir.

Bush iba a reprenderle por haberse dirigido a él irrespetuosamente, pero Wellard, anticipándose, se arregló la chaqueta, se caló su ridículo sombrero y, tan erguido como su respiración entrecortada le permitía, dio un paso al frente.

—El señor Hornblower le presenta sus respetos, señor —dijo, tocándose el ala del sombrero.

—¿Y qué más, señor Wellard?

—Le ruega que no vuelva a hacer fuego, señor.

Wellard no pudo decir más que esas palabras antes de coger aire, pues su pecho palpitaba. Las gotas de sudor que resbalaban por su frente le hacían parpadear, pero no les hacía caso y valientemente se mantenía en posición de atención.

—¿Por qué no, señor Wellard?

Aunque Bush se imaginaba la respuesta, hizo la pregunta para demostrar al joven que le prestaba la atención que merecía.

—Los españoles han capitulado, señor.

—¡Muy bien! ¿Y los barcos?

—Son nuestras presas, señor.

—¡Hurra! —gritó Berry, agitando los brazos en el aire.

Buckland obtendría un botín de quinientas libras y Berry uno de cinco chelines, pero obtener un botín, fuera el que fuera, siempre era un buen motivo para dar gritos de alegría; Además de eso, habían conseguido la victoria en la lucha contra el enemigo, al destruir un nido de barcos corsarios, lo que significaba que ahora los convoyes que atravesaran el canal de la Mona estarían seguros, y habían capturado a un regimiento español. Lo único que habían tenido que hacer para que los españoles entraran en razón fue montar un cañón de modo que el fondeadero estuviera a su alcance.

—Muy bien, señor Wellard —dijo Bush—. Muchas gracias.

Entonces Wellard pudo dar un paso atrás y quitarse el sudor que cubría sus ojos, y Bush se preguntó si alguno de los términos estipulados en la capitulación impediría que durmiera plácidamente esa noche.