CAPÍTULO 12

Tres oficiales estaban sentados en el antiguo despacho del comandante de la fortaleza de Samaná, aunque, ahora que Bush era el oficial al mando de la fortaleza, todavía se le podía llamar así. A un lado, en un rincón, había una cama con un mosquitero, y al otro había varias sillas de piel, en las que estaban sentados Buckland, Bush y Hornblower. Un farol que colgaba de una viga del techo iluminaba sus caras sudorosas y propagaba por la habitación un olor acre. Allí en la fortaleza hacía más calor y el aire estaba más cargado que en el navío, pero al menos no les atormentaba la idea de que al otro lado del mamparo había un capitán loco.

—No tengo duda de que cuando Villanueva mandó a Ortega aquí para entablar negociaciones le dijo que tratara de averiguar cautelosamente lo que pensábamos sobre la evacuación.

—No puede estar seguro de eso —dijo Buckland.

—Póngase usted en el lugar de Ortega, señor. ¿Aludiría a un asunto tan importante como éste sin estar autorizado, sin recibir una orden expresa al respecto, señor?

—No —respondió Buckland.

Eso no podía dudarlo nadie que conociera a Buckland, y por eso él consideraba el argumento convincente.

—Villanueva pensó en capitular en cuanto supo que tomamos la fortaleza y, por tanto, que el Renown podría anclar en la bahía. Eso es evidente, señor.

—Sí, lo es —admitió Buckland con desgana.

—Y si desea negociar la capitulación es porque está en grave peligro o porque es un cobarde, señor.

—Bueno…

—Para negociar con él nos da igual cuál de las dos cosas sea cierta, y que el peligro sea real o imaginario, señor.

—Habla como un leguleyo —dijo Buckland.

Como Buckland se veía obligado a tomar una decisión rápida y no quería, demostró su oposición usando una de las palabras más ofensivas que figuraban en su vocabulario.

—Lo siento, señor —dijo Hornblower—. No era mi intención faltarle al respeto. No pude contener mi lengua. Naturalmente, usted sabe cuál es su deber, señor.

Bush notó que Buckland había puesto una expresión grave al oír la palabra «deber».

—Entonces, ¿qué cree usted que hay detrás de todo esto? —preguntó Buckland.

Tal vez Buckland había hecho la pregunta para ganar tiempo, pero con ella dio a Hornblower la ocasión de seguir diciendo lo que pensaba sobre el asunto.

—Hace meses que Villanueva lucha contra los insurgentes para seguir dominando este extremo de la isla, señor. No sabemos si el territorio que domina es extenso o no, pero parece que no lo es. Seguramente sólo llega hasta esa cordillera que hay al otro lado de la bahía. Es probable que necesite pedernal, pólvora, municiones y zapatos.

—Eso es cierto, a juzgar por los soldados que apresamos en la fortaleza —dijo Bush.

Era difícil determinar los motivos que impulsaron a Bush a intervenir en la conversación, aunque era probable que lo único que le interesara fuera decir la verdad.

—Probablemente —dijo Buckland.

—Pero ya ha llegado usted, señor, y ahora él no puede salir a alta mar. Por otro lado, no sabe cuánto tiempo vamos a permanecer aquí ni cuáles son sus órdenes.

Bush pensó que Hornblower tampoco sabía cuáles eran y Buckland se puso nervioso al oír la alusión.

—Eso no importa —dijo.

—Está aislado y tiene cada vez menos provisiones, y si esta situación se prolonga, tendrá que rendirse. Prefiere negociar ahora, cuando todavía domina este territorio y tiene algo que ofrecer, a esperar al último momento, porque entonces tendría que rendirse incondicionalmente.

—Entiendo —dijo Buckland.

—Y prefiere rendirse a nosotros que a los negros, señor —concluyó Hornblower.

—Sí, claro —dijo Bush.

Todos habían oído hablar de los horrores cometidos por los esclavos que llevaban ocho años sublevados en la isla provocando baños de sangre y devastadores incendios. Los tres oficiales permanecieron silenciosos unos momentos, pensando en las implicaciones del último comentario de Hornblower.

—Está bien —dijo Buckland por fin—. Oigamos lo que ese tipo tiene que decirnos.

—¿Le hago pasar aquí, señor? Lleva mucho tiempo esperando. Puedo vendarle los ojos.

—Haga lo que quiera —dijo Buckland con resignación.

Cuando Hornblower quitó el pañuelo al coronel Ortega, los demás vieron que era más joven de lo que pensaron al verle de lejos. Era alto y delgado, tenía un tic nervioso en el lado izquierdo de la cara y conservaba cierta elegancia pese a llevar un uniforme raído.

Buckland y Bush se levantaron lentamente para saludarle cuando Hornblower se lo presentó.

—El coronel Ortega dice que no sabe hablar inglés —dijo Hornblower.

Hornblower había pronunciado la palabra «dice» con un ligerísimo énfasis y abriendo un poquito más los ojos, y de ese modo pretendía advertir a sus dos superiores.

—Pregúntele qué quiere —dijo Buckland.

El tono de la conversación en español fue formal. Obviamente, los dos interlocutores hablaron con mucha precaución al principio, cada uno tratando de descubrir los puntos débiles del otro y de ocultar los propios. Pero incluso Bush advirtió cuándo terminaban las frases imprecisas y empezaban las propuestas concretas. Ortega adoptó la actitud de un hombre que hacía un favor, y Hornblower la de uno a quien le daba igual que se lo hicieran o no. Al final Hornblower se volvió hacia Buckland y explicó en inglés:

—Las condiciones que pone para rendirse son bastante buenas, señor.

—¿Cuáles?

—Por favor, señor, no deje que se trasluzca su pensamiento. Él sugiere que dejemos salir a todos los soldados, los civiles y los barcos. En otras palabras, pide pasavantes para que los barcos puedan llevárselos a todos a una de las posesiones españolas, como Cuba o Puerto Rico, sin dificultades. A cambio nos entregará intactas todas las cosas: los arsenales y la batería del otro lado de la bahía.

—Pero… —dijo Buckland, esforzándose por no revelar sus sentimientos.

—Hasta ahora no le he dicho nada que valga la pena mencionar, señor —dijo Hornblower.

Ortega observó atentamente a los dos oficiales mientras hablaban y en ese momento volvió a dirigirse a Hornblower. Tenía los hombros echados hacia atrás y la cabeza erguida y hablaba con apasionamiento, pero acompañó una de las frases con un gesto que no estaba acorde con su tono solemne, un brusco movimiento de mano que hacía pensar en una persona vomitando.

—Dice que luchará hasta morir si no lo consigue —dijo Hornblower—. También dice que está seguro de que todos los soldados españoles prefieren la muerte a una rendición deshonrosa. Afirma que ya no podemos causarles más daños que los que les hemos causado, en otras palabras, que ya no podemos tratarles con más dureza, señor, y que si queremos quedarnos en la isla para forzarle a rendirse por falta de suministros, recordemos la fiebre amarilla o, como dicen algunos, el vómito negro.

La agitación que Bush había sentido los últimos días le había hecho olvidar la posibilidad de contraer la fiebre amarilla, y ahora, al oírla mencionar, puso una expresión preocupada, pero se apresuró a cambiarla y mostrarse indiferente. Enseguida miró a Buckland y vio la misma transición en su rostro.

—Entiendo —dijo Buckland.

Esa idea era aterradora. Si se declaraba una epidemia de fiebre amarilla, en menos de una semana el Renown podría quedarse con un número de tripulantes insuficiente para maniobrar las velas.

Ortega volvió a hablar con apasionamiento y Hornblower tradujo lo que dijo.

—Cuenta que sus soldados han vivido aquí toda su vida y que por eso no se contagian de fiebre amarilla tan fácilmente como nuestros hombres. Además dice que muchos de ellos la han tenido y que él también.

Bush recordó con qué fuerza Ortega se había golpeado el pecho cuando hablaba.

—Dice que los negros nos consideran sus enemigos por lo que ocurrió en Dominica, señor, y que él puede aliarse con ellos para luchar contra nosotros. Afirma que mañana mismo podrían mandar un batallón a atacar la fortaleza si fuese necesario. Pero, por favor, aunque le crea, trate de que él no lo note.

—¡Maldita sea! —exclamó Buckland, exasperado.

Bush sentía curiosidad por saber lo que había pasado en Dominica. La historia (incluida la contemporánea) no era su fuerte.

Ortega volvió a hablar.

—Dice que ésa es su última palabra, señor. Cree que es una propuesta honrosa y afirma que no la cambiará ni un ápice. Como ya lo ha oído todo, señor, puede decirle que se vaya y que le dará la respuesta mañana.

—Muy bien.

Todavía tenían que intercambiar algunas frases protocolarias. Luego Ortega hizo unas reverencias tan profundas que Buckland y Bush se vieron obligados a ponerse de pie y esforzarse por responderle del mismo modo. Hornblower volvió a vendar los ojos a Ortega y lo sacó de allí.

—¿Qué piensa de esto? —preguntó Buckland a Bush.

—Me gustaría reflexionar sobre ello, señor —respondió Bush.

Hornblower regresó cuando ambos todavía estaban pensando en la cuestión. Lanzó una mirada a cada uno de ellos y luego se dirigió a Buckland:

—¿No me necesita más esta noche, señor?

—¡Oh, sí! Es mejor que se quede, porque usted conoce mejor a los españoles que nosotros. ¿Qué piensa de todo esto?

—Algunos de sus argumentos me parecieron convincentes, señor.

—A mí también —dijo Buckland con evidente alivio.

—¿No podemos apretarle los tornillos, señor? —inquirió Bush.

Aunque Bush no podía hacer sugerencias, era demasiado cauteloso para aceptar fácilmente la propuesta hecha por un extranjero, aunque fuera tan tentadora como ésa.

—Podríamos traer el Renown a la bahía —dijo Buckland—. Pero el canalizo está erizado de dificultades, como usted mismo comprobó ayer.

«¡Dios mío!», pensó Bush. Apenas había transcurrido un día desde que el Renown intentó atravesar el canalizo bajo las balas rojas. Como Buckland había pasado un día comparativamente tranquilo, no le resultó extraño decir que habían estado allí.

—Aunque esta batería está en nuestras manos, estaríamos expuestos a los disparos de la que está al otro lado de la bahía —dijo Buckland.

—Podríamos sobrepasarla, señor —dijo Bush—. Podríamos avanzar manteniéndonos cerca de este lado.

—¿Y si la sobrepasamos? Han vuelto a llevar sus barcos justo al fondo de la bahía. Los barcos tienen seis pies menos de calado que el nuestro, y si sus capitanes son inteligentes, disminuirán la carga para poder llevarlos a una zona menos profunda. Haríamos el ridículo si entráramos en la bahía y tuviéramos que volver a salir bajo una lluvia de balas porque los barcos se encontraran fuera del alcance de nuestros cañones. Eso haría que los españoles se envalentonaran y se opusieran a las condiciones de la rendición que ese tipo acaba de proponer.

Buckland temblaba al pensar que tal vez tendría que dar cuenta de dos ataques frustrados.

—Comprendo —dijo Bush con desaliento.

—Si aceptamos la propuesta, los negros se apoderarán de esta parte de la isla y los barcos corsarios ya no podrán refugiarse en la bahía —dijo Buckland, tratando de ampliar el tema—. Por otro lado, los negros no tienen barcos, y aunque los tuvieran, no les sería posible dotarlos de tripulación. Y al conseguir esto habremos cumplido las órdenes, ¿no le parece, señor Hornblower?

Bush miró hacia Hornblower. El joven, que desde esa mañana parecía muy cansado, no había reposado en todo el día, y ahora tenía los músculos de la cara tensos y estaba ojeroso.

—Podríamos apretarles los tornillos, señor —dijo.

—¿Cómo?

—Sería arriesgado traer el Renown al fondo de la bahía, pero también podríamos atacar los barcos desde la base de la península, señor, si usted diera las órdenes oportunas.

—¡Dios santo! —exclamó Bush involuntariamente.

—¿Qué órdenes? —preguntó Buckland.

—Si pusiéramos un cañón en la base de la península, sus disparos alcanzarían el fondo de la bahía, señor. No necesitaríamos balas rojas, porque podríamos dispararles durante todo el día y los destrozaríamos aunque anclaran en diferentes sitios.

—¡Por supuesto! —exclamó Buckland con una mirada viva—. ¿Sería posible llevar uno de estos cañones hasta allí?

—He estado pensando en eso, señor, y creo que no, o al menos no sin dificultades. Un cañón de veinticuatro libras pesa dos toneladas y media, y tendríamos que llevarlo en una cureña, pero no disponemos de caballos. Ni cien hombres serían capaces de moverlo por esa franja de terreno de más de cuatro millas y llena de barrancos.

—Entonces, ¿qué sentido tiene hablar de esto? —inquirió Buckland.

—No tenemos por qué llevar un cañón de aquí hasta allí, señor —respondió Hornblower—. Podemos coger uno del navío, uno de los cañones largos de nueve libras que están colocados en la proa. Esos cañones tienen un alcance parecido al de los de veinticuatro libras, señor.

—Pero, ¿cómo vamos a llevarlo hasta allí?

Bush se imaginó cuál sería la respuesta antes que Hornblower contestara.

—Habría que mandarlo en la lancha, con cabos y motones, al otro lado del cabo, al mismo lugar donde desembarcamos ayer. En esa parte el acantilado está inclinado y hay grandes árboles a los que se pueden atar los cabos. Se puede subir fácilmente un cañón de nueve libras, ya que pesa solamente una tonelada.

—Lo sé —dijo Buckland ásperamente.

Una cosa era hacer sugerencias y otra muy distinta era decir a un veterano oficial de marina lo que sabía perfectamente.

—Sí, desde luego, señor. Si subimos el cañón de nueve libras a lo alto del acantilado, no será difícil hacerlo avanzar por la península hasta que sus disparos puedan alcanzar el fondo de la bahía. Para lograrlo no tendríamos que atravesar ningún barranco, sino solamente recorrer media milla por una cuesta, aunque no muy empinada, señor.

—¿Y qué cree que pasará entonces?

—Todos esos barcos estarán al alcance del cañón, señor. Ya sé que no es más que un cañón de nueve libras, pero no se construyó para servir de adorno. Podríamos destrozar los barcos si les disparáramos constantemente durante doce horas, o quizá menos. Si quisiéramos, podríamos calentar las balas, pero no hará falta. Creo que sólo será necesario disparar una vez.

—¿Por qué?

—Los españoles no pueden arriesgarse a perder esos barcos, señor. Ortega dice que puede formar una alianza con los negros, pero eso es una fanfarronería, señor. Los negros cortarán el cuello a todos los blancos que puedan en cuanto se presente la ocasión. Y no les culpo, señor, y le ruego que me perdone por decirlo.

—¿Y bien?

—Esos barcos son el único medio de escapar que los españoles tienen. Se asustarán cuando se den cuenta de que los barcos van a ser destruidos, porque eso significaría que tendrían que rendirse a los negros o perecer todos, hombres y mujeres. No vacilarán en rendirse a nosotros.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Bush.

—¿Cree realmente que se rendirán?

—Sí, creo que sí, señor. Entonces usted podrá estipular los términos de la capitulación; podrá exigir la rendición incondicional de los soldados.

—Eso es lo que habíamos dicho al principio —dijo Bush—, que prefieren rendirse a nosotros que a los negros, si se ven obligados a hacerlo.

—Podría aceptar algunas de las condiciones ya propuestas para que conserven el honor, señor —dijo Hornblower—, como llevar a las mujeres a Cuba o Puerto Rico, si ellos aún lo desean, pero ninguna importante. Esos barcos serán nuestras presas, señor.

—¡Presas! —exclamó Buckland.

Hacer presas significaba conseguir dinero, y cuando lo repartieran, Buckland obtendría la parte más grande por ser el oficial al mando del navío. Pero las presas también eran importantes (tal vez el dinero era lo menos importante) porque un navío entrando triunfalmente a un puerto acompañado de ellas impresionaba más a las autoridades que los barcos hundidos por el navío fuera de su vista. Por otro lado, la rendición incondicional sería otro aspecto relevante de la victoria que iban a conseguir, lo que la convertiría en una victoria absoluta.

—¿Qué opina usted, señor Bush? —inquirió Buckland.

—Creo que vale la pena intentarlo, señor —respondió Bush.

Ahora Bush, como un fatalista, se sometía a la voluntad de Hornblower. La irritación que le producían su diligencia y su ingenio había desaparecido de repente al llegar a la desmesura. Pero el comportamiento de Bush no respondía sólo a la resignación sino también a la admiración. Era un hombre generoso, incapaz de experimentar sentimientos mezquinos y no le había pasado desapercibida la forma en que Hornblower manejó a su superior; y admiraba su tacto. En su interior admitió que a pesar de que le exasperaba la idea de aceptar las condiciones de Ortega, no se le había ocurrido cómo cambiarlas, mientras que a Hornblower sí. Llegó a la conclusión de que Hornblower era un hombre muy brillante y desistió de pretender emularlo. Entonces dio el último paso para acabar con esa pretensión: se obligó a dejar a un lado su cautela y dar su opinión abiertamente.

—Creo que el señor Hornblower merece nuestra confianza —dijo.

—¡Por supuesto! —exclamó Buckland, en un tono sorprendido que indicaba que no lo creía realmente, y luego cambió de tema—: Empezaremos mañana. Ordenaré que los marineros saquen las lanchas en cuanto terminen de desayunar. A mediodía… ¿Qué le ocurre, señor Hornblower?

—Bueno, señor…

—Vamos, dígalo.

—Ortega volverá mañana para saber cuáles son nuestras condiciones, señor. Supongo que se levantará al amanecer o poco después, desayunará, se entrevistará con Villanueva y luego atravesará la bahía; así que probablemente llegará aquí a las ocho o un poco más tarde.

—¿A quién le importa a qué hora desayuna Ortega? ¿A qué viene esta sarta de disparates?

—Ortega llegará cuando suenen las dos campanadas de la guardia de mañana. Si hasta entonces no hemos perdido un minuto, además de decirle que usted no acepta sus condiciones, podré enseñarle el cañón que habremos colocado y decirle que haremos fuego al cabo de una hora si él y sus hombres no se rinden incondicionalmente, y eso le impresionará mucho.

—Es cierto, señor —dijo Bush.

—Si no, no será tan fácil convencerle, señor. Tendrá usted que entretenerle mientras colocan el cañón o amenazarle: si no acepta lo que le dice, empezaremos a subir un cañón. En cualquier caso, usted le dará tiempo, señor, y es posible que se le ocurra otra forma de salir de esta situación. Podría hacer mal tiempo e incluso formarse un huracán, pero si él está convencido de que no bromeamos, señor…

—Así es como hay que tratarles —dijo Bush.

—Pero, aunque empezáramos al amanecer… —dijo Buckland, y cuando terminó de decir eso se dio cuenta de cuál era la alternativa—. ¿Quiere decir que podemos empezar a trabajar ahora?

—Tenemos toda la noche por delante, señor. Puede usted ordenar que saquen las lanchas, que pongan en una de ellas el cañón, eslingas y cabos, y que hagan una armazón para transportarlo. Los marineros pueden prepararse para…

—Y empezar al amanecer.

—Las lanchas podrían llegar al otro lado de la península antes del amanecer y esperarlo allí. Sería conveniente que mandara aquí a algunos marineros con cientos de brazas[6] de un cabo grueso para que lo extendieran por el sendero. Podrían empezar antes del amanecer para ganar tiempo.

—¡Ya lo creo! —exclamó Bush, a quien no le era difícil percatarse por anticipado de los problemas que plantearía subir un cañón por un acantilado.

—En el navío no quedan muchos marineros, así que tendré que despertarlos a todos —dijo Buckland.

—Eso no les hará ningún daño, señor —dijo Bush, que ya había pasado dos noches sin dormir y posiblemente pasaría otra más.

—¿A quién voy a mandar? Quiero que el oficial que esté al mando de la operación sea competente y, además, un buen marino.

—Puedo ir yo, si usted quiere, señor —dijo Hornblower.

—No. Usted se quedará aquí para hablar con Ortega. Si mando a Smith, no quedará ningún teniente a bordo del navío.

—Puede mandarme a mí, señor, si deja que Hornblower tome el mando aquí —dijo Bush.

—Mmm… Bueno, no sé qué otra cosa se puede hacer —dijo Buckland—. Puedo fiarme de usted, ¿verdad, señor Hornblower?

—Sí, señor.

—Vamos a ver… —dijo Buckland.

—Podría regresar al navío en el esquife con usted, señor —dijo Bush—. Así no perderíamos tiempo.

Aunque instar a un superior a actuar era algo nuevo para Bush, estaba aprendiendo rápido cómo hacerlo, y a ello contribuía el hecho de que entre los tres habían tramado una intriga no hacía mucho. Además, desde que se rompió el hielo y Buckland toleró por primera vez que los oficiales de menos antigüedad le dieran consejos, el aprendizaje había sido fácil debido a las repeticiones.

—Sí, creo que es mejor que vaya conmigo —asintió Buckland.

Bush se puso de pie bruscamente con la intención de que Buckland hiciera lo mismo y luego miró a Hornblower, que parecía extenuado.

—Mire, señor Hornblower, le recomiendo que duerma un poco porque creo que lo necesita —dijo Bush.

—Tengo que relevar a Whiting, el oficial de guardia, a medianoche, señor; tengo que hacer la ronda —dijo Hornblower.

—Está bien, pero faltan dos horas para medianoche. Acuéstese hasta entonces y diga a Whiting que le releve a las ocho.

—Sí, señor.

Al pensar que podría abandonarse al sueño, algo que ansiaba desde hacía mucho tiempo, Hornblower se tambaleó como si estuviera rendido de fatiga.

—Tal vez usted podría convertir esto en una orden, señor —sugirió Bush a Buckland.

—¿Qué? ¡Oh, sí! Descanse todo lo que pueda, señor Hornblower.

—Sí, señor.

Bush bajó por el sendero que llevaba al muelle detrás de Buckland y se sentó junto a él en la bancada de popa del esquife.

—No acabo de entender a Hornblower —comentó Bush en tono irritado cuando se dirigían adonde estaba anclado el Renown.

—Es un buen oficial, señor —dijo Bush.

Pero Bush dijo eso distraídamente porque tenía la mente ocupada con los problemas que plantearía subir un cañón largo de nueve libras por un acantilado, y en el equipo y las órdenes necesarias para lograrlo. Pensó que tendrían que emplear dos anclas en vez de un rezón para que la boya quedara bien sujeta al fondo, reforzar las bancadas de la lancha donde iban a transportar el cañón para que soportaran su peso y usar eslingas y motones móviles y fijos. Además pensó que para sacar el cañón era mejor colgarlo por el cascabel y los muñones.

Bush no era el tipo de persona a la que le gusta examinar las cosas desde el punto de vista teórico. No tenía capacidad para planear una operación, pues era incapaz de ponerse en el lugar del enemigo y pensar cómo formaría sus líneas de batalla ni idear estratagemas; sin embargo, podía solucionar un problema concreto relacionado con la náutica, una simple cuestión que tenía que ver con cabos, motones y la neutralización de la tensión, y la experiencia que había adquirido a lo largo de su vida acentuaba su tendencia natural a esa clase de razonamiento.