El sol de mediodía daba de lleno en la fortaleza de Samaná y las murallas despedían tanto calor que dentro de ellas la atmósfera era asfixiante e incluso en las esquinas, donde había sombra, la temperatura era extremadamente alta. Puesto que la brisa marina todavía no había empezado a soplar, la bandera blanca caía fláccida a lo largo del asta, ocultando a medias la bandera española, que también estaba en reposo. Sin embargo, todavía había disciplina en la fortaleza. En cada bastión, bajo el sol abrasador, estaba apostado un vigía para evitar que les atacaran por sorpresa. Los infantes de marina que estaban de centinelas caminaban de un lado a otro del puesto que tenían asignado con marcialidad y acompasadamente, y con la chaqueta escarlata abotonada hasta el cuello, la badana colocada en la posición correcta y el mosquete apoyado en el hombro, como disponía el reglamento. Cuando llegaban a uno de los extremos del sitio desde el que debían vigilar, juntaban los talones produciendo un chasquido, bajaban el mosquete en tres rápidos movimientos y luego se colocaban en posición de descanso, sujetándolo con la mano derecha y separando los pies, y así permanecían hasta que el calor y las moscas les forzaban a moverse de nuevo, y entonces volvían a juntar los talones, a apoyarse el mosquete en el hombro y caminaban hasta el otro extremo. Casi todos los artilleros dormitaban sobre la ardiente plataforma de piedra donde estaba la batería, los más afortunados a la sombra de los cañones, el resto donde proyectaba su sombra la parte superior de la muralla, una estrecha franja; sin embargo, dos de ellos, hacían el esfuerzo de mantenerse despiertos y cada cinco minutos comprobaban si las mechas de combustión retardada que estaban dentro de recipientes de metal seguían encendidas, lo que era imprescindible para inflamar la carga de los cañones rápidamente si tuvieran que disparar hacia los barcos de la bahía o repeler un ataque por tierra. En las inmediaciones del cabo Samaná, el Renown estaba esperando a que empezara a soplar la brisa marina para entrar en la bahía y comunicarse con el destacamento de desembarco.
El teniente Bush estaba sentado en un banco junto al almacén principal y trataba de mantenerse despierto mientras maldecía el calor y su propia bondad, que le había impulsado a quedarse de guardia para que los oficiales que estaban a sus órdenes descansaran antes que él, y envidiaba a los infantes de marina que dormían y roncaban a su alrededor. De vez en cuando estiraba las piernas, que le dolían por los esfuerzos que había hecho, y se secaba la sudorosa frente. Ahora estaba pensando en aflojarse el corbatín.
Por una esquina apareció un mensajero que andaba apresuradamente.
—Señor Bush, con su permiso. Una lancha ha zarpado de la otra orilla de la bahía, del lugar donde se encuentra la batería.
Bush le miró con asombro.
—¿Hacia dónde se dirige?
—Hacia aquí, señor. Lleva una bandera, aparentemente una bandera blanca.
—Voy a ver —dijo Bush—. No siempre es posible la paz.
Se puso en pie y sintió dolor en todas las articulaciones. Luego, andando trabajosamente, llegó a la rampa y subió a la plataforma en la que estaba la batería.
El suboficial que estaba de guardia había bajado de la atalaya y le esperaba allí con el telescopio. Bush miró por él hacia la bahía. La lancha, que parecía un punto negro en las azules aguas, tenía seis remos y avanzaba en dirección a la fortaleza, como anunció el mensajero. Del asta de la proa colgaba una bandera, que probablemente fuera blanca, aunque eso no era seguro porque no estaba extendida por falta de viento. A bordo habría, a lo más, diez hombres, así que no eran un peligro para la fortaleza. Tenían que navegar todavía mucho tiempo por las brillantes aguas de la bahía para llegar a cruzarla. Bush observó cómo la lancha se acercaba y luego miró hacia el acantilado de ese lado de la península de Samaná, que en las inmediaciones de la fortaleza no descendía hasta el mar en dirección vertical sino oblicua. En el acantilado había un sendero que iba hasta el muelle, y Bush notó que estaba al alcance de los dos últimos cañones de la derecha de la batería, pero pensó que no era necesario ordenar a los artilleros que los dispararan porque no habría ataque. Y esto se confirmó enseguida porque una ráfaga de viento movió la bandera: era una bandera blanca.
Casi sin desviarse del rumbo, la lancha puso proa al muelle y finalmente se atracó en él. En la lancha se vio un brillo metálico y después el sonido fuerte y agudo de una trompeta se propagó por el aire caliente y llegó a los oídos de muchos de los que estaban en la fortaleza. Luego dos hombres uniformados de azul y blanco pasaron de la lancha al muelle. Uno llevaba un sable colgado en la cintura y el otro sostenía la brillante trompeta. Este último se llevó la trompeta a los labios y volvió a tocarla. El dulce e intenso sonido retumbó en el acantilado, y los pájaros que estaban allí amodorrados a causa del calor echaron a volar dando graznidos, pues el sonido de la trompeta les había molestado tanto como los ensordecedores cañonazos disparados esa mañana. El hombre que llevaba el sable, un oficial, desenrolló una bandera blanca y empezó a subir por el sendero que iba hasta la fortaleza en compañía del trompeta. Este acto, según las normas de guerra, significaba la petición de una reunión para parlamentar. El penetrante sonido de la trompeta era la prueba de que esos hombres no pretendían coger por sorpresa a sus adversarios, y la bandera blanca, la prueba de que venían en son de paz.
Mientras Bush les miraba subir con lentitud por el camino, reflexionó sobre la autoridad que tenía para entablar negociaciones con el enemigo y las dificultades que indudablemente tendrían ambos bandos para negociar debido a que sus lenguas eran diferentes.
—Despierte a los hombres del otro turno de guardia —ordenó al suboficial, y luego miró al mensajero y dijo—: Presente mis respetos al señor Hornblower y dígale que venga tan pronto como pueda.
En el sendero volvió a oírse el sonido de la trompeta. Muchos de los que aún dormían se despertaron al oírlo, pero algunos siguieron durmiendo, lo que demostraba hasta qué punto estaban fatigados. Al final del patio se oyeron fuertes pisadas y enérgicas órdenes, que indicaban que los infantes de marina ya estaban formando. Cuando la bandera blanca ya estaba casi al borde del foso, el oficial que la sostenía se detuvo y miró hacia las almenas de la muralla. Entonces el trompeta tocó la última fanfarria, y sus agudas notas despertaron a todos los hombres que aún dormían en la fortaleza.
—Aquí estoy, señor —dijo Hornblower, tocándose el sombrero.
Llevaba el sombrero de lado y tenía el uniforme tan estropeado que parecía un espantapájaros. Tenía la cara limpia, pero bastante barba.
—¿Conoce el español lo suficiente para negociar con él? —preguntó Bush, señalando con el dedo al oficial español.
—Bueno, señor… Sí.
Hornblower dijo la última palabra en contra de su voluntad. Le habría gustado tener más tiempo para pensar antes de dar la respuesta concreta que toda pregunta relacionada con asuntos militares requería.
—Entonces hable.
—Sí, señor.
Hornblower subió a una almena de la muralla. El oficial español, que estaba mirando hacia allí desde el borde del foso, se quitó el sombrero y le saludó cortésmente con una inclinación de cabeza. Hornblower hizo lo mismo. Después de intercambiar algunas frases corteses, Hornblower se volvió hacia donde estaba Bush.
—¿Le permitirá entrar en la fortaleza, señor? —inquirió—. Dice que tiene muchas cosas que decirle.
—No —respondió Bush sin vacilar—. No quiero que nos espíe.
Bush no sabía muy bien qué cosas podría descubrir el español, pero era receloso y cauteloso por naturaleza.
—Muy bien, señor.
—Tendrá que salir a hablar con él, señor Hornblower. Yo le cubriré desde aquí con los infantes de marina.
—Sí, señor.
Después de otro intercambio de frases corteses Hornblower bajó de la almena y descendió por una rampa mientras los infantes de marina de guardia, a quienes Bush había llamado, subían por la otra. Bush, desde la tronera tras la cual se encontraba, vio la expresión que puso el español cuando aparecieron en las otras los chacós, las chaquetas escarlata y los mosquetes de los infantes de marina. Hornblower no tardó en aparecer cerca de la esquina de la fortaleza, al terminar de cruzar el foso por el sendero que partía de la entrada principal. Bush vio cómo el joven y el oficial español volvían a quitarse el sombrero y se saludaban de una manera ridícula, como solía hacerse en el continente europeo, moviendo la cabeza con fuerza hacia abajo y hacia arriba varias veces. El español, haciendo una inclinación de cabeza, entregó a Hornblower unos papeles, probablemente sus credenciales. Hornblower los leyó y se los devolvió. Luego señaló a Bush, lo que equivalía a mostrar sus propias credenciales y éste vio que el español empezaba a hacer preguntas a Hornblower. El joven respondía a todas, y Bush sabía que sus respuestas eran afirmativas porque movía la cabeza verticalmente. Entonces tuvo la sospecha de que Hornblower se atribuía más autoridad de la que tenía, pero, a pesar de todo, necesitar a otra persona para hacer las negociaciones no le irritaba, pues creía que no era capaz de aprender español y se había resignado a depender de un intérprete del mismo modo que a depender de las cadenas para levar un ancla y del viento para llegar a su destino.
Observó con atención cómo negociaban, con tanta atención que podía darse cuenta de cuándo cambiaban de tema. En una ocasión Hornblower señaló con el dedo la bahía y el español volvió la cabeza hacia allí y vio al Renown acercándose al cabo. El español estuvo observando el navío durante un largo rato antes de reanudar la discusión. Era un hombre alto y muy delgado y su rostro cetrino estaba dividido por un fino bigote negro. Los dos hombres permanecieron un buen rato al sol (el trompeta se había separado de ellos para no oírles) hasta que Hornblower dio media vuelta y miró hacia Bush.
—¡Con su permiso, señor, iré a informarle enseguida! —gritó Hornblower.
—¡Muy bien, señor Hornblower! —gritó Bush.
Bush bajó al patio para encontrarse allí con Hornblower. Al llegar, el joven se tocó el sombrero, pero esperó a dar la información a Bush hasta que éste se la pidió.
—Ese hombre es el coronel Ortega —respondió Hornblower al ser preguntado—. El capitán general Villanueva le dio las credenciales. El capitán está justo al otro lado de la bahía.
—¿Qué quiere? —inquirió Bush, tratando de asimilar la información que le acababa de dar, que no le parecía muy clara.
—Lo primero que quería saber era cómo estaban los prisioneros —respondió Hornblower—, especialmente las mujeres.
—¿Le dijo que no estaban heridas?
—Sí, señor. Estaba muy preocupado por ellas. Le dije que le pediría a usted en su nombre que le permitiera llevarse a las mujeres.
—Entiendo —dijo Bush.
—Creí que eso contribuiría a que todo fuera más fácil aquí, señor. Además, como él tenía tantas cosas que decir, pensé que hablaría abiertamente si me mostraba amable.
—Bien —dijo Bush.
—También estaba preocupado por los otros prisioneros, los hombres. Además, quería saber si hubo muertos, y cuando le contesté que sí me preguntó quiénes eran. No pude responderle, señor, porque no lo sabía, pero le dije que estaba seguro de que usted le daría la lista. Añadió que las esposas de la mayoría de los soldados se encuentran allí —dijo, señalando el otro lado de la bahía— y que están muy angustiadas.
—Se la daré —dijo Bush.
—Pensé que podría llevarse a los heridos con las mujeres, señor. Eso nos quitaría una preocupación. Además, aquí no podemos atenderles como es debido.
—Tengo que pensar detenidamente sobre esto —dijo Bush.
—Incluso podríamos deshacernos de todos los prisioneros, señor. Creo que no será difícil conseguir que a cambio de eso prometa que sus hombres no atacarán el Renown cuando vuelva a estas aguas.
—No me fío de ellos —dijo Bush, que desconfiaba de todos los extranjeros.
—Creo que mantendrá su palabra, señor. Es un caballero español. Si se van los prisioneros, no tendremos que vigilarles ni que alimentarles. ¿Y qué haremos con ellos cuando evacuemos esta plaza? ¿Les embarcaremos en el Renown?
Sería horrible tener que llevar a cien prisioneros a bordo del Renown, habría que vigilarlos constantemente y se beberían veinte galones de agua diarios, pero a Bush no le gustaba tomar decisiones precipitadamente y tampoco que Hornblower pensara que eran obvias ciertas cuestiones de las que él no se percataba hasta después de unos momentos de reflexión.
—También tengo que pensar detenidamente en eso —dijo Bush.
—Habló como de pasada de algo más, señor. No hizo ninguna propuesta concreta respecto a ello, y pensé que era mejor no preguntarle nada.
—¿De qué?
Como Hornblower hizo una pausa antes de contestar, Bush dedujo que era algo complicado.
—Es un asunto mucho más importante que la liberación de prisioneros.
—¿Qué?
—Es posible que se produzca la capitulación, señor.
—¿Qué quiere decir con eso?
—La rendición, señor. Los españoles tienen la intención de evacuar esta parte de la isla.
—¡Dios mío!
Ésa era una revelación asombrosa. Bush empezó a recorrer mentalmente el camino lleno de posibilidades que abría un acontecimiento como ése. Tendría repercusión internacional y sería un triunfo tan importante que en la Gazette le dedicarían no sólo un párrafo sino una página entera, y quizá le haría merecedor de premios, condecoraciones e incluso del ascenso. Pero entonces Bush sintió un miedo atroz, como si hubiera llegado a un precipicio por el camino que seguía. Cuanto más importante era un acontecimiento, más detenidamente se examinaban las circunstancias que lo rodeaban y más duramente criticaban a los responsables las personas a quienes no gustaba. En Santo Domingo la situación política era delicada, y Bush lo sabía, a pesar de que nunca intentó conocer muchos pormenores ni la había analizado con calma. Sabía que allí los franceses y los españoles tenían un conflicto de intereses y que la rebelión de los negros, que estaba en vías de triunfar, era una oposición a ambos. Pero también estaba enterado de la existencia de una corriente antiesclavista en el parlamento, aunque no conocía muchos detalles de ella, y de que sus representantes pedían constantemente que se prestara atención a la situación de la isla. Sintió horror al pensar que el parlamento, el consejo de ministros e incluso el rey examinarían sus informes. Los premios en que había pensado le parecieron insignificantes comparados con el peligro al que se expondría, pues si participaba en negociaciones que el gobierno no deseaba entablar, sería como un chivo expiatorio, y nadie movería un dedo para ayudar a un teniente sin dinero y sin influencias. Recordó el gesto de temor de Buckland cuando alguien aludió a ese asunto y supuso que las órdenes secretas advertían algo al respecto.
—No hable sobre este tema —ordenó Bush—. No diga absolutamente nada de él.
—Está bien, señor. Pero ¿debo prestarle atención si me habla del asunto?
—Bueno… Eso significaría faltar al deber. Pero es Buckland quien tiene que ocuparse de estas cuestiones.
—Sí, señor. Quisiera hacer algunas sugerencias, señor.
—¿Cuáles?
Bush dudaba si estaba irritado o complacido porque Hornblower tenía otra sugerencia que hacer, pero estaba seguro de que no tenía habilidad para negociar y tampoco sabía mentir ni disimular.
—Es evidente que cualquier acuerdo que se tome sobre la liberación de los prisioneros tardará en cumplirse. Con respecto a la libertad bajo palabra, mi opinión es que debería concedérsela. El transporte de los prisioneros al otro lado de la bahía llevará cierto tiempo, y debería usted exigir que haya solamente una lancha en el muelle en todo momento, como precaución y para dar tiempo a que el Renown regrese a la bahía antes de que eso acabe. Creo que debería anclar justo al límite del máximo alcance de la otra batería, señor, donde podría bloquear la bahía. Como en ese momento todavía estaremos en contacto con los españoles, el señor Buckland podrá entablar negociaciones si lo desea.
—Lo que dice tiene lógica —dijo Bush, pensando que eso le eximiría de responsabilidad en el asunto y que convenía alargar aquel proceso de modo que el Renown regresara antes que terminara, sólo así el navío podría incorporarse a la lucha con sus potentes armas.
—Entonces, ¿me autoriza a negociar la liberación de los prisioneros bajo palabra? —inquirió Hornblower.
—Sí —respondió Bush con decisión—. Pero a nada más, señor Hornblower, ¿entendido? No negocie nada más si valora su posición en la Armada.
—Sí, señor. Pero, ¿podría negociar también la suspensión de la lucha temporalmente, mientras se transporta a los prisioneros?
—Sí —respondió Bush con desgana, pues aunque ésa era una consecuencia lógica de lo anterior, le inspiró recelo por llevar implícita la posibilidad de entablar otras negociaciones.
Siguió transcurriendo el día y llegó la tarde. Las negociaciones para establecer los términos del acuerdo sobre la liberación de los prisioneros duraron una hora. Eran las dos cuando ambas partes llegaron a un acuerdo, y poco después Bush se colocó junto a la puerta principal y vio salir a las mujeres con sus hatillos. Obviamente, no cabían todas en la lancha. Tendrían que hacer dos viajes para llevárselas a todas. Y después comenzarían a trasladar a los prisioneros, empezando por los heridos. En ese momento Bush tuvo una gran alegría, pues vio que el Renown doblaba el cabo por fin y se acercaba a la bahía impulsado por la brisa marina que empezaba a soplar.
Otra vez se le acercó Hornblower, cuyo cansancio era evidente porque arrastraba los pies al caminar, y le saludó tocándose el sombrero.
—Los que se encuentran en el Renown no están enterados de la suspensión temporal de la lucha, señor —dijo—. No me cabe duda de que si ven una lancha llena de soldados españoles cruzando la bahía, le dispararán.
—¿Cómo vamos a avisarles?
—He hablado de eso con el coronel Ortega, señor. Nos prestará la lancha para que podamos mandarles un mensaje.
—Se lo mandaremos…
Bush se había vuelto irritable y tenía la mente embotada debido a la falta de sueño y al cansancio, y esa sugerencia fue la gota de agua que colmó el vaso.
—Se arroga usted demasiadas atribuciones, señor Hornblower —dijo—. ¡Maldita sea! ¡Aquí mando yo!
—Sí, señor —dijo Hornblower, colocándose en posición de atención.
Bush le miraba fijamente mientras intentaba recuperar la serenidad después de aquella salida de tono. No podía negar que había que informar a los hombres que estaban en el Renown, porque si el navío hacía fuego, violaría un acuerdo, un acuerdo que él mismo contribuyó a establecer.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Haga las cosas como le parezca. ¿A quién va mandar?
—Puedo ir yo mismo, señor. De ese modo podría decirle a Buckland lo necesario.
—¿Quiere decir lo necesario acerca de… de…?
Bush no se atrevía a mencionar el delicado asunto.
—¿Acerca de las posibles negociaciones para resolver esa otra cuestión? —preguntó Hornblower en tono inexpresivo—. Tiene que enterarse tarde o temprano, y, además, mientras el coronel Ortega se encuentre aquí…
Lo que eso implicaba era obvio y la sugerencia era razonable.
—Está bien. Creo que debería irse ya, señor Hornblower. Pero recuerde que debe hacer énfasis en que yo no he autorizado las negociaciones a que ha aludido usted, no he dicho una palabra respecto a ellas, ni me corresponde ninguna responsabilidad en ellas ¿entendido?
—Sí, señor.