La fortaleza tenía en cada esquina un bastión, que permitía proteger sus flancos con las armas ligeras, y encima del bastión situado al suroeste había una pequeña atalaya donde se encontraba el asta de la bandera. Bush y Hornblower estaban en la torre, con el inmenso Atlántico a sus espaldas y la amplia bahía de Samaria delante. Por encima de ellos ondeaban dos banderas: una blanca arriba y una roja y gualda, la española, abajo. Tal vez los tripulantes del Renown no distinguían los colores de las banderas, pero, sin duda, podían verlas. Era obvio que habían visto cómo las banderas eran arriadas e izadas de nuevo dos veces consecutivas, seguramente porque habían dirigido los telescopios hacia la fortaleza después de oír los tres cañonazos convenidos, y que se habían enterado de que la fortaleza estaba en manos de los ingleses (tres cañonazos seguidos del ascenso y el descenso de las banderas dos veces eran la señal que lo indicaba), pues la sobremesana del Renown había cambiado de orientación y el navío había emprendido el regreso bordeando la península.
Bush y Hornblower disponían de un solo telescopio, que encontraron al registrar superficialmente la fortaleza, y cuando uno miraba por él, el otro apenas podía reprimirse de arrebatárselo de las manos. Ahora Bush lo tenía y miraba la orilla más lejana de la bahía, y Hornblower señalaba con el dedo lo que había estado mirando un momento antes.
—¿Los ve, señor? —preguntó—. Después de la batería de la bahía está la ciudad que llaman Sabana, y más allá de la ciudad están los barcos. Levarán anclas en cualquier momento.
—Los veo —dijo Bush, todavía mirando por el telescopio—. Cuatro pequeños barcos. No tienen izada ninguna vela, así que no se puede saber de qué clase son.
—Pero es fácil de adivinar, señor.
—Sí, eso creo —dijo Bush.
No era necesario que estuvieran fondeados allí grandes barcos de guerra, porque el canal de la Mona estaba muy próximo. El canal, por donde pasaba la mitad de los barcos que hacían el comercio con las islas del Caribe, distaba sólo treinta millas de la bahía de Samaná, así que cualquier barco rápido y fácil de gobernar que tuviera un par de cañones y un buen número de tripulantes podría salir de la bahía, atrapar una presa y enseguida volver a refugiarse allí, donde estaría protegida por las baterías, donde el fuego cruzado impediría entrar a los enemigos, como los sucesos del día anterior habían demostrado. Los barcos que llevaran a cabo esos ataques no tendrían que pasar ni siquiera una noche en alta mar.
—A estas alturas todos los que están a bordo sabrán que hemos tomado la fortaleza y se imaginarán que el Renown viene a atacarlos, así que sacarán los barcos de la bahía en un abrir y cerrar de ojos. Y el viento es favorable para ir del cabo Engaño a Martinica.
—Es muy probable que lo hagan —dijo Bush.
Ambos, pensando lo mismo, volvieron la cabeza para mirar hacia el Renown. El navío, que tenía la popa orientada hacia ellos, avanzaba hacia alta mar con las velas amuradas a estribor y tenía un hermoso aspecto, pues sus blancas velas hacían un agradable contraste con las azules aguas. Pero tardaría mucho en llegar al lugar apropiado para virar y doblar el cabo Samaná. Pasarían horas antes de que pudiera llegar a la bahía y tal vez no lograría impedir que los barcos escaparan. Bush dio media vuelta y miró hacia la resguardada bahía.
—Es mejor que mandemos a algunos hombres a preparar los cañones para dispararles.
—Sí, señor —dijo Hornblower y, después de vacilar unos momentos, añadió—: No estarán al alcance de los cañones mucho tiempo. La marea va a bajar, y podrán navegar más próximos a la otra orilla que el Renown.
—Pero no tardaremos en hundirlos —dijo Bush—. ¡Ah, ya sé lo que está pensando!
—Con balas rojas será diferente, señor —dijo Hornblower.
—Les pagaremos con la misma moneda —dijo Bush, con una sonrisa satisfecha.
El día anterior el Renown había sido alcanzado por las infernales balas rojas, y a Bush le agradaba la idea de tostar a varios españoles.
—Sí, señor —dijo Hornblower.
Pero Hornblower no sonreía, como Bush, sino que tenía un gesto adusto. Le preocupaba que los barcos corsarios escaparan y continuaran haciendo presas en otra parte, y pensaba que debían tratar de disminuir por todos los medios las posibilidades de que lo lograran.
—¿Puede usted prepararlas? —preguntó Bush inesperadamente—. ¿Sabe cómo calentar las balas?
—Lo averiguaré, señor.
—Apuesto a que ninguno de nuestros hombres lo sabe.
Las balas incandescentes sólo podían usarse en las baterías que estaban en tierra, pues era un riesgo mantener encendida una fragua en los barcos mientras sostenían un combate porque estaban construidos con materiales inflamables. Al principio de la revolución, los franceses habían probado a usarlas en sus barcos con el afán de encontrar un medio de acabar con la supremacía de Inglaterra en los mares, pero los resultados habían sido desastrosos, y después que algunos barcos se incendiara, desistieron de hacer pruebas. Ya no se cargaban con balas incandescentes las piezas de artillería de ningún barco sino sólo las que estaban en tierra.
—Trataré de averiguarlo por mí mismo, señor —dijo Hornblower—. Ahí abajo están la fragua y las herramientas.
A Hornblower le daba de lleno el sol, todavía demasiado caliente para producir una sensación agradable. Le había salido un poco de barba y tenía la cara pálida y sucia, y en ella se reflejaban la ansiedad y el cansancio, lo que rara vez ocurría cuando realizaba una acción de guerra.
—¿Ha desayunado? —preguntó Bush.
—No, señor —respondió Hornblower, volviendo la cabeza hacia él—. Tampoco usted, señor.
—No —dijo Bush, sonriendo.
Bush no había podido dedicar ni siquiera un momento a eso, porque había tenido que organizar a los hombres para la defensa de la fortaleza, pero era capaz de aguantar la fatiga, el hambre y la sed, y dudaba que Hornblower pudiera.
—Voy a beber agua del pozo, señor —dijo Hornblower.
Cuando terminó de decir estas palabras y se dio cuenta de lo que implicaban, puso un gesto diferente y se pasó la lengua por los labios. Bush notó que los tenía resecos y agrietados y que no le aliviaba pasarse la lengua. El joven no había bebido nada durante las doce horas transcurridas desde el desembarco, doce horas de intensa actividad en un clima tropical.
—Beba agua enseguida, señor Hornblower —dijo Bush—. Es una orden.
—Sí, señor.
Bush notó cómo el telescopio pasaba de su mano a la de Hornblower.
—¿Puedo mirar por el telescopio otra vez antes de irme? —preguntó Hornblower—. ¡Dios mío! Eso es lo que me imaginaba. Están sacando el barco de dos mástiles a remolque. En menos de una hora dejará de estar al alcance de los cañones. Mandaré a los marineros a preparar los cañones, señor. Eche un vistazo, señor.
Devolvió el telescopio y empezó a bajar corriendo la escalera de la torre, pero en mitad de ella hizo una pausa.
—No olvide desayunar, señor —dijo, volviendo la cabeza hacia Bush—. Tiene tiempo de sobra.
Bush miró hacia abajo por el telescopio y comprobó que era cierto lo que Hornblower había dicho, que uno de los barcos fondeados en la bahía había empezado a navegar. Se volvió hacia un lado y miró con detenimiento el resto de la península y la bahía antes de entregarle el telescopio a Abbott, que había estado allí durante toda la conversación, pero se había mantenido en silencio por respeto a sus superiores.
—Quédese vigilando —dijo Bush.
Hornblower ya estaba dando órdenes en la parte principal de la fortaleza, y los marineros las cumplían con prontitud. En la plataforma donde se encontraban los cañones, varios hombres estaban destrincando los últimos cañones, y cuando Bush bajó de allí, vio a Hornblower organizando a otros grupos y dando órdenes acompañadas de muchos gestos. El joven le miró como si se sintiera culpable y se dirigió al pozo. Un infante de marina sacaba un cubo de agua en ese momento, y él lo cogió, se lo acercó a los labios al mismo tiempo que se inclinaba hacia atrás para contrarrestar el peso, y bebió y bebió, mientras el agua le caía en la cara y le resbalaba por el pecho, hasta que el cubo se quedó vacío. Entonces lo puso en el suelo y, con un gesto sonriente y la cara chorreando agua todavía, miró a Bush. A Bush le bastó verle para sentir una sed enorme, a pesar de que ya había bebido agua del pozo.
Cuando Bush terminó de beber, ya había a su alrededor, como era habitual, un grupo de hombres que reclamaban su atención, preguntaban cuáles eran las nuevas órdenes o solicitaban información, y cuando terminó de responderles, vio salir el humo de la fragua que estaba en un rincón del patio y oyó crepitar las brasas dentro de ella. Entonces fue hasta el rincón. Un marinero que estaba arrodillado echaba aire al fuego con un fuelle y otros dos traían leña de una pila que había junto a la muralla. Cuando la portezuela de la fragua se abrió, Bush sintió una ráfaga de aire caliente azotarle la cara y retrocedió. Hornblower se acercó con pasos rápidos.
—¿Cómo están las balas, Saddler? —preguntó.
El suboficial cogió unos trapos y, protegiéndose las manos con ellos, agarró dos asas que sobresalían por un lado de la fragua, que estaban a la misma altura de otras dos que sobresalían por el otro lado. Cuando tiró de ellas, Bush se dio cuenta de que eran las asas de una gran parrilla de hierro y de que su parte central estaba en medio de la fragua y justo encima de las llamas. Sobre la parrilla había varias hileras de balas todavía negras, y Saddler puso a un lado de la boca el tabaco que mascaba, acumuló saliva y escupió atinadamente en la más cercana, y aunque la saliva hirvió, no lo hizo inmediatamente.
—No están muy calientes todavía, señor —dijo Saddler.
—¡Vamos a freír a esos demonios! —dijo inesperadamente el hombre que estaba arrodillado y movía el fuelle, levantando la vista, y luego, pensando en que quemaba vivos a sus enemigos, hizo un gesto de satisfacción.
Hornblower, sin prestarle atención, dijo:
—Vamos a ver lo que pueden hacer, marineros.
Varios hombres le habían seguido hasta allí en doble fila, y cada pareja sostenía un objeto de hierro formado por dos barras unidas por crucetas. Los dos primeros hombres se acercaron, y Saddler cogió una de las balas calientes con una pinza y la colocó en la rejilla.
—Apártense ustedes dos —dijo—. ¡Los siguientes!
Cuando en cada rejilla ya estaba colocada una bala, Hornblower se llevó a sus hombres.
—Ahora tendrán que meterlas en los cañones —dijo.
Bush, muerto de curiosidad, les siguió. La procesión subió por la rampa hasta la plataforma donde estaban los cañones, junto a los cuales se encontraban ya los marineros que iban a manejarlos, y que inmediatamente los echaron hacia atrás y separaron bastante las bocas de las troneras. Entre un cañón y otro había una tina con agua.
—¿Ya han metido los tacos secos? —preguntó Hornblower a los encargados de atacar la carga—. Entonces pongan los mojados.
Varios hombres sacaron de las tinas algunas placas circulares de asbesto chorreando agua.
—Pongan dos en cada cañón —ordenó Hornblower.
Entonces los hombres introdujeron los tacos mojados en los cañones y los empujaron hacia el fondo con los atacadores.
—Empújenlos hasta el fondo —ordenó Hornblower—. Ahora acérquense los que tienen las balas.
No era fácil meterlas, pues había que pegar la rejilla a la boca del cañón e inclinarla para que la bala bajara rodando y entrara en el cañón.
—Por el modo en que los españoles nos dispararon ayer, me parece que tenían más destreza para manejar estos cañones que lo que pensábamos —dijo Hornblower a Bush—. ¡Ataquen la carga!
Varios marineros empujaron las balas con los atacadores de modo que apretaran la carga, y se oyó un siseo cuando cada bala hizo presión sobre un taco mojado.
—¡Saquen los cañones!
Los artilleros halaron los cabos de las poleas, y los pesados cañones rodaron lentamente hacia delante hasta que las bocas salieron por las troneras.
—Apunten hacia aquel cabo y disparen.
Las brigadas de artilleros, cumpliendo las órdenes de sus jefes, dirigieron los cañones hacia el blanco metiendo los espeques por debajo del eje trasero de las cureñas, y como el cebo ya estaba colocado en el fogón, en cuanto terminaron, sus jefes los dispararon. Todos notaron que el estampido de esos cañones, que estaban sobre una plataforma de piedra, era diferente al de los cañones que estaban sobre una superficie de madera en el interior de un barco. El moderado viento dispersó el humo.
—¡Buena puntería! —exclamó Hornblower, que había hecho sombra sobre los ojos con la mano para ver dónde caían las balas, y se volvió hacia Bush—. Esto habrá desconcertado a esos caballeros. Se preguntarán a qué diablos estamos disparando.
Bush había seguido todo el proceso con una mezcla de asombro y horror.
—¿Cuánto tiempo tarda una bala en quemar los tacos y hacer que el cañón se dispare solo?
—Ésa es una de las cosas que no sé, señor —respondió Hornblower, sonriendo—. No me extrañaría que la averiguáramos hoy.
—Es posible —dijo Bush.
Hornblower se volvió hacia un marinero que había subido corriendo a la plataforma.
—Pero, ¿qué hace?
—Traigo cartuchos nuevos, señor —respondió el marinero, mirándole con asombro e indicando el cartucho que tenía en la mano con un gesto.
—¡Baje y espere mis órdenes! ¡Bajen todos ustedes!
Los marineros que traían los cartuchos, impresionados por su furor, retrocedieron.
—¡Limpien los cañones! —ordenó Hornblower.
Mientras los artilleros introducían los lampazos mojados en los cañones, Hornblower se volvió hacia Bush otra vez y dijo:
—Tenemos que obrar con mucha cautela, señor. Tenemos que evitar que se junten las cargas con las balas rojas en la plataforma.
—¡Por supuesto! —exclamó Bush, que estaba satisfecho e irritado a la vez porque Hornblower había organizado tan bien a los marineros para la utilización de la batería.
—¡Traigan los cartuchos nuevos! —gritó Hornblower, y los marineros que los traían volvieron a subir por la rampa—. Estos cartuchos son ingleses, señor.
—¿Por qué lo dice?
—Esta sarga es como la del oeste de Inglaterra y la costura y el remate son como los nuestros. Supongo que proceden de presas inglesas.
Eso era muy probable. Las fuerzas españolas que aún dominaban esa parte de la isla, a pesar de la lucha de los insurrectos, probablemente reponían sus pertrechos con los de los barcos ingleses que capturaban en el canal de la Mona. Entre las numerosas preocupaciones que bullían en la mente de Bush, que estaba de pie juntó a los cañones, con las manos tras la espalda y de cara al sol, se abrió paso la idea de que si tenían suerte, los españoles no harían más presas, y la idea le produjo ansiedad. Los españoles tendrían dificultades cuando ellos les impidieran el acceso a esa fuente de pertrechos. No podrían soportar mucho tiempo el ataque de los negros, que ya les habían obligado a retirarse allí, al extremo oriental de la isla de Santo Domingo.
—Coloque esos tacos con cuidado, Cray —dijo Hornblower—. Y asegúrese de que no haya pólvora dentro del cañón, porque si no, habrá que escribir en el rol: Cray, baja por defunción.
Muchos se rieron al oírle, pero Bush no le había prestado atención porque había subido a una almena de la muralla para observar la bahía desde allí.
—Están atravesando la bahía —dijo—. Espere un momento, señor Hornblower.
—Sí, señor.
Bush se esforzó por ver la mayor cantidad posible de detalles de los cuatro barcos que avanzaban lentamente por el canalizo. En ese momento vio que en el primero desplegaban velas en los dos mástiles. Aparentemente, su capitán quería aprovechar las débiles ráfagas de viento que había en aquella resguardada bahía de cálidas aguas y recorrer cuanto antes la distancia que separaba el barco de alta mar, donde estaría a salvo.
—¡Señor Abbott, traiga el telescopio! —gritó Hornblower.
Cuando Abbott bajaba la escalera, Hornblower volvió a dirigirse a Bush.
—Si han intentado escapar en cuanto se han enterado de que tomamos la fortaleza, no se sienten seguros allí, señor.
—Supongo que no.
—Era de suponer que tratarían de recuperar la fortaleza por un medio u otro. Podrían haber desembarcado tropas en aquella parte de la península y atacarnos. Me pregunto por qué no lo intentaron, señor. ¿Por qué simplemente zarparon y emprendieron la huida?
—Es que son españoles —respondió Bush, pero no quiso hablar de otros posibles motivos del enemigo para obrar así porque tenían que atacarlo de inmediato, y arrebató el telescopio a Abbott.
Por el telescopio pudo ver muchos más detalles de los barcos. Vio que uno de ellos era un lugre grande y que dos eran goletas con varios cañones en cada costado, pero no pudo saber de qué tipo era la otra, pues estaba más lejos que las demás y, como la estaban remolcando sus lanchas, no tenía desplegada ninguna vela.
—Están en el punto de máximo alcance, señor Hornblower —dijo Bush.
—Sí, señor, pero ellos dispararon ayer al navío con estos mismos cañones y las balas le dieron.
—Apunte con cuidado. Recuerde que no estarán mucho tiempo al alcance de los cañones.
—Sí, señor.
Los barcos no avanzaban juntos. Si lo hubieran hecho, habrían tenido más posibilidades de salvarse, pues con la batería de la fortaleza sólo se podía disparar a uno cada vez. Pero el pánico y el deseo de salvarse probablemente habían impulsado a los capitanes de los barcos a zarpar cuanto antes, sin esperar a los demás, porque el canalizo, a pesar de ser profundo, era demasiado estrecho para que lo atravesaran varios barcos juntos. En la goleta que iba delante, arriaron las velas otra vez, porque después que virara a babor en esa parte del canalizo, el viento ya no sería favorable. Enseguida sus lanchas fueron lanzadas al agua y empezaron a remolcarla. Bush vio por el telescopio cómo ocurría todo.
—Todavía falta algún tiempo para que esté al alcance de los cañones, señor —dijo Hornblower—. Echaré un vistazo a la fragua, con su permiso.
—Iré con usted —dijo Bush.
Todavía el marinero que echaba aire al fuego con el fuelle seguía echándolo, y hacía un calor tremendo, que aumentó más aún cuando Saddler sacó la parrilla donde estaban las balas calientes. El brillo de las balas podía percibirse a pesar de que estaban bajo el sol, y despedían tanto calor que el aire que estaba por encima de ellas hacía ondas y a través de él las cosas se veían distorsionadas y no se distinguían con claridad. Parecía una escena de las que ocurrían en el infierno. Saddler escupió en una bala, y se oyó un siseo y de inmediato la saliva fue rechazada por la superficie. Luego la saliva cayó sobre la parrilla y estuvo saltando y danzando sobre ella hasta que desapareció. Saddler volvió a escupir y el resultado fue el mismo.
—¿Están bastante calientes, señor? —preguntó Saddler.
—Sí —respondió Hornblower.
Bush recordó que cuando era guardiamarina había calentado muchas veces una plancha de hierro en la cocina para planchar una camisa o un corbatín y que había calculado de esa misma manera la temperatura de la plancha. El hecho de que la superficie rechazara la saliva indicaba que la plancha estaba muy caliente, y, de acuerdo con eso, las balas estaban muchísimo más calientes que la plancha, infinitamente más calientes.
Saddler volvió a poner la parrilla en la fragua y se secó la cara sudorosa con los trapos con que se había protegido las manos.
—Esperen aquí hasta que tengan que llevar las balas —ordenó Hornblower—. Pronto estarán ocupados.
Miró a Bush como si pidiera permiso con la mirada y regresó adonde se encontraba la batería con pasos largos y rápidos. Bush le siguió caminando más lentamente, porque estaba cansado a causa de los esfuerzos que había hecho en el ataque, y, mientras miraba a Hornblower subir corriendo por la rampa, pensaba que probablemente el joven no tenía la misma fortaleza física que él, que había hecho más esfuerzos. Cuando llegó arriba, Hornblower estaba observando la goleta que iba delante.
—Parece que las cuadernas de la goleta no son muy gruesas —dijo Hornblower—. Las balas de veinticuatro libras de estos cañones podrán atravesarla fácilmente, aunque se encuentre en el punto de alcance máximo.
—Tal vez traspasen el fondo —dijo Bush.
—Tal vez… señor —dijo Hornblower, tardando en añadir la última palabra, pues a pesar de los numerosos años que había servido en la Armada, solía olvidarla cuando estaba pensativo.
—¡En la goleta están izando otra vez las velas! —exclamó Bush—. ¡La goleta está virando!
—Y las lanchas han soltado los cabos con que la remolcaban —dijo Hornblower—. Ya falta poco.
Entonces miró hacia la fila de cañones, donde ya estaban colocados la carga y el cebo. Les habían quitado las cuñas para que pudieran elevarse lo más posible, y sus bocas, dirigidas hacia arriba, parecían estar esperando las balas que iban a pasar por ellas. La goleta avanzaba perceptiblemente por el canalizo en dirección a ellos. Hornblower estaba impaciente, se volvió hacia los cañones y avanzó hasta el extremo de la fila mientras se retorcía las manos tras la espalda. Regresó y fue otra vez hasta ese extremo con pasos rápidos. Parecía que no podía estarse quieto, pero cuando su mirada se encontró con la de Bush, puso un gesto como si se sintiera culpable y, haciendo un evidente esfuerzo, se quedó inmóvil, como su superior. La goleta se encontraba ya a media milla de distancia del segundo barco del grupo y seguía avanzando lentamente.
—Podría usted hacer un disparo de prueba —dijo Bush por fin.
—Sí, señor —asintió Hornblower con la misma rapidez con que el agua de un río pasa por encima de un dique roto, como si hubiera estado esperando con impaciencia a que Bush acabara de hablar.
—¡Fragua! —gritó—. ¡Saddler, envíe una bala!
Los marineros que traían la bala incandescente subieron con cuidado por la rampa. La luz roja y el calor que despedía se podían percibir claramente. Los artilleros metieron los tacos mojados en el cañón y los marineros pegaron la rejilla a la boca y la empujaron con la varilla de colocar los tacos y con el atacador. Por fin la bala fue rodando hasta la boca del cañón y entró en él. En cuanto la bala se puso en contacto con un taco mojado, se oyó un siseo y salió vapor del cañón. Bush volvió a preguntarse cuánto tiempo pasaría antes de que los tacos se quemaran y la carga explotara, y pensó que cuando el cañón retrocediera podría hacer daño a quien estuviera apuntándolo.
—¡Saquen el cañón! —ordenó Hornblower.
Los artilleros halaron los cabos de las poleas y el cañón se movió hacia delante. Hornblower se puso detrás, se agachó y miró hacia afuera por encima de él.
—¡Muévanlo un poco a la derecha!
Los artilleros hicieron girar el cañón con las poleas y los espeques.
—¡Un poco más! ¡Paren! ¡No, muévanlo un poco a la izquierda! ¡Paren!
Bush vio con alivio que Hornblower se erguía y se apartaba del cañón. El joven subió a una almena de la muralla con la agilidad de siempre e hizo sombra sobre sus ojos con la mano. Bush estaba a su lado con el telescopio dirigido hacia la goleta.
—¡Fuego! —gritó Hornblower.
El cebo dio algunos chasquidos, que un instante después fueron ahogados por el rugido del cañón. Bush vio el rastro que la bala dejaba al ascender y luego volver a descender por el cielo azul. Era una raya negra de aproximadamente una pulgada de longitud que parecía alargarse por delante y disminuir por detrás constantemente y que se movía en dirección a la goleta. Se movía en esa dirección todavía y casi estaba en contacto con la goleta cuando Bush vio brotar chorros de agua de la superficie del mar, justo delante de la proa (eso indicaba que la velocidad de la bala era muy superior a la de la señal que la retina mandaba al cerebro). Bajó el telescopio y dejó de ver los chorros de agua. Entonces se dio cuenta de que Hornblower le miraba.
—Cayó a un cable de distancia de la goleta —dijo.
Hornblower asintió con la cabeza y luego preguntó:
—¿Podemos empezar a disparar ya, señor?
—Sí, adelante, señor Hornblower.
Apenas Bush había acabado de pronunciar esas palabras cuando Hornblower gritó:
—¡Fragua! ¡Cinco balas más!
Bush tardó unos momentos en entender la orden. Al fin comprendió que no era conveniente subir balas y cartuchos a la vez, y que, por tanto, el cañón que acababa de disparar no se podría cargar de nuevo hasta que los otros cinco dispararan. Hornblower regresó adonde estaba Bush.
—Ayer no entendía por qué los españoles solamente nos disparaban andanadas si de esa forma el ritmo de los disparos tenía que ajustarse al de los disparos del cañón más lento. Pero ahora lo comprendo.
—Yo también —dijo Bush.
—¿Ya han metido tacos mojados en todos los cañones? ¿Seguro? Entonces, adelante.
Los marineros empujaron las balas para que entraran en los cañones y se oyó un siseo cuando las balas se pusieron en contacto con los tacos.
—¡Saquen los cañones! ¡Apunten con cuidado!
Seguía oyéndose el siseo mientras los artilleros apuntaban los cañones.
—¡Disparen en cuanto lo hayan apuntado!
Hornblower volvió a subirse a una almena de la muralla. Bush veía perfectamente bien el exterior por la tronera del cañón que no iban a usar. Los otros cinco cañones dispararon sucesivamente, a intervalos de uno o dos segundos. En la parte del cielo que Bush veía por el telescopio aparecieron las rayas negras que las balas dejaban tras sí.
—¡Limpien los cañones! —ordenó Hornblower y luego gritó—: ¡Seis cartuchos!
Entonces bajó adonde estaba Bush.
—Una cayó muy cerca —dijo Bush.
—Dos cayeron muy cerca —le corrigió Hornblower—. Pero una llegó demasiado lejos a la derecha, y sé quién la disparó. Me ocuparé de hablar con él, señor.
—Pero no pude ver dónde caía una de ellas.
—Yo tampoco, señor. Tal vez fue a parar al otro lado de la goleta o la haya alcanzado.
Los marineros que traían los cartuchos subieron corriendo a la plataforma, y los diligentes artilleros las cogieron, las metieron en los cañones y les pusieron los tacos secos encima.
—¡Seis balas! —ordenó Hornblower a Saddler y luego, mirando a los jefes de las brigadas de artilleros, gritó—: ¡Pongan el cebo! ¡Metan los tacos mojados!
—Ha cambiado el rumbo —dijo Bush—, pero la distancia entre ella y la fortaleza no puede haber variado mucho.
—No, señor. ¡Carguen y saquen los cañones! Discúlpeme, señor.
Se colocó rápidamente junto al cañón del extremo izquierdo que, aparentemente, era el que antes estaba mal apuntado.
—¡Apunten con cuidado! —gritó desde su nueva posición—. ¡Disparen cuando estén seguros de que han apuntado bien!
Bush vio cómo se agachaba detrás del cañón, pero enseguida prestó atención a la caída de las balas.
El ciclo se repitió: los cañones dispararon, unos marineros subieron corriendo con cartuchos nuevos, otros marineros trajeron las balas rojas, y los cañones volvieron a disparar. Entonces Hornblower se acercó a Bush.
—Creo que algunas han dado en el blanco —dijo antes de volverse para mirar por el telescopio otra vez—. Creo que sí… ¡Oh, sí! ¡Humo! ¡Humo!
Le pareció ver una negra nube de humo entre los mástiles de la goleta, pero como desapareció enseguida, no estaba seguro de haberla visto. El cañón más próximo a él disparó, y una ráfaga de viento arrastró el humo de la pólvora hasta donde estaban ellos mirando la goleta.
—¡Maldita sea! —gritó Bush, moviéndose a un lado y a otro para encontrar un punto desde donde pudiera ver mejor.
Los otros cañones dispararon casi simultáneamente y el humo se hizo más denso.
—¡Traigan cartuchos nuevos! —gritó Hornblower, envuelto en el humo—. ¡Limpien bien los cañones!
El humo se dispersó, y entonces pudo verse con claridad la goleta, aparentemente intacta, deslizándose por la bahía. Bush, decepcionado, profirió una maldición.
—Los cañones ya están calientes y cada vez la goleta está más cerca —dijo Hornblower y luego gritó—: ¡Jefes de brigada, metan las cuñas!
Fue corriendo a supervisar la elevación de los cañones, y después de transcurridos unos segundos, volvió a ordenar que trajeran balas rojas. Durante ese tiempo Bush notó que las lanchas de la goleta, que hasta entonces la habían seguido, se colocaban a su lado. Eso significaba que el capitán pensaba que el viento era lo bastante fuerte para que la goleta virara en redondo y pudiera llegar pronto a la boca de la bahía. Los cañones dispararon otra vez a intervalos irregulares, y Bush vio tres penachos de agua salir de la superficie del mar, cerca del costado derecho de la goleta.
—¡Cartuchos nuevos! —gritó Hornblower.
Bush vio que la goleta viraba, se situaba con la popa frente a la batería y se dirigía a los bancos de arena cercanos a la otra orilla de la bahía. «¿Qué demonios hace?», se preguntó. Enseguida vio una negra columna de humo saliendo del alcázar de la goleta y se quedó unos momentos mirándola con satisfacción. Entonces vio cómo la goleta chocaba con un banco de arena y cómo sus palos se estremecían por el impacto. La goleta se estaba quemando, y su capitán la había encallado deliberadamente. Ahora el humo que rodeaba el casco era muy denso. Bush siguió mirándola por el telescopio y vio por encima del humo cómo las llamas destruían la enorme y blanquísima vela mayor. Bajó el telescopio y miró hacia Hornblower, que se había subido a una almena de la muralla otra vez. El joven sonrió, y sus blancos dientes contrastaban con su cara, que estaba oscurecida por la barba y tiznada por el humo de la pólvora. Los artilleros empezaron a dar vivas y los demás miembros del destacamento de desembarco se unieron a sus gritos.
Hornblower les indicaba con gestos que guardaran silencio, pues quería que pudieran oírle en la parte baja de la fortaleza cuando revocara la orden de traer más balas.
—¡Espere para cumplir esa orden, Saddler! ¡Esperen, marineros!
Bajó de un salto y se acercó a Bush.
—¡Hemos vencido! —exclamó Bush.
—Pero sólo al primer barco —dijo Hornblower.
Ambos vieron cómo salía un chorro de humo de la goleta que se quemaba y cómo subía entre los mástiles. Mientras lo observaban vieron caer el palo mayor y oyeron una distante explosión, que indicaba que el fuego había llegado a la santabárbara. Cuando el humo se disipó, vieron que la goleta se había partido por la mitad y notaron que el palo trinquete todavía estaba erguido en la primera de ellas, pero lo vieron caer un momento después. Había grandes llamas en la proa y en la popa, y las lanchas en que iban los tripulantes avanzaban por entre los bancos de arena.
—¡Qué horrible espectáculo! —exclamó Hornblower.
Pero a Bush no le desagradaba ver cómo ardía un barco enemigo. Estaba realmente contento.
—Seguramente el capitán no disponía de bastantes hombres para apagar los fuegos porque la mitad de los tripulantes estaban a bordo de las lanchas.
—Quizá una bala atravesó la cubierta y se alojó en la bodega —dijo Hornblower.
Bush miró hacia él porque le llamó la atención su tono de voz. El joven había hablado con voz pastosa y chillona, como un borracho. Pero no era posible que estuviera ebrio, aunque al tener la cara sucia y barbuda y los ojos inyectados de sangre pudiese parecerlo. Era obvio que estaba fatigado. Pero una vez más su gesto inexpresivo se volvió animado, y cuando volvió a hablar, su voz recuperó su tono habitual.
—Ahí viene la otra. Creo que está casi al alcance de los cañones.
La segunda goleta avanzaba por el canal con las velas desplegadas y acompañada de las lanchas, igual que la anterior. Hornblower miró hacia la batería.
—¿Ven la otra goleta a la que tienen que apuntar? —preguntó, y oyó fuertes gritos de asentimiento antes de volverse hacia Saddler y gritar—: ¡Que traigan las balas!
La procesión de marineros con balas incandescentes subió por la rampa de nuevo. Las balas estaban extremadamente calientes, y el calor que despedían formaba ondas en el aire al pasar. Poco después los marineros emprendieron la rutinaria tarea de meter las balas en los cañones, pero enseguida algunos hicieron comentarios en voz alta, una bala cayó con estrépito sobre la plataforma de piedra y se quedó allí. Aún faltaba meter las balas en dos cañones.
—¿Qué pasa ahí? —preguntó Hornblower.
—Por favor, señor…
Hornblower se acercó enseguida para ver por sí mismo qué pasaba. En el interior de los tres cañones se oía el siseo producido por las balas que estaban en contacto con los tacos mojados, y por la boca de uno de ellos salían el vapor en espiral.
—¡Saquen los cañones, apunten y disparen! —ordenó Hornblower—. ¿Qué pasa con los otros? ¡Quiten esa bala de en medio!
—Las balas no caben, señor —dijeron varios artilleros mientras otro empujaba la bala que se había caído con la varilla de colocar los tacos para que rodara hacia la muralla. Los marineros que sostenían las otras dos balas, empapados de sudor, permanecían junto a los cañones. Hornblower no llegó a decir lo que pensaba, pues en ese momento se oyó el estampido de uno de los cañones, que se disparó solo mientras los marineros lo movían con las poleas para sacarlo. Un artillero, a quien el cañón le había pasado por encima del pie al retroceder, se sentó dando gritos de dolor, y enseguida la sangre empezó a correr por el empedrado. Los jefes de las brigadas que manejaban los otros dos cañones cargados ni siquiera simularon que los apuntaban antes de dispararlos. En cuanto los sacaron, gritaron «¡apártense!» e hicieron fuego.
—Llévenlo adonde está el señor Pierce —dijo Hornblower, refiriéndose al artillero herido—. Ahora solucionaremos el problema de las balas.
Hornblower regresó adonde estaba Bush, y en su rostro vio reflejadas la tristeza y la vergüenza.
—¿Qué ocurre? —preguntó Bush.
—Las balas estaban demasiado calientes —respondió Hornblower—. ¡Maldita sea! No me di cuenta de eso. Algunas empezaron a derretirse en la fragua y se deformaron, y por eso no caben por la boca del cañón. ¡No pensé en eso! ¡Qué estúpido soy!
Bush no reconoció que él tampoco lo había pensado, aunque, por ser su superior, debería haberlo hecho, y no dijo nada.
—Incluso las que no se deformaron se calentaron en exceso —continuó Hornblower—. Soy el hombre más estúpido del mundo. Estoy loco de remate. ¿Vio cómo se disparó ese cañón? Ahora los hombres tienen miedo y no apuntarán los cañones correctamente porque querrán dispararlos cuanto antes para evitar que retrocedan solos y les causen daño. Soy un imprudente y un tonto de capirote.
—¡Calma! —dijo Bush, que experimentaba sentimientos contradictorios.
Le hizo gracia ver a Hornblower golpearse la palma de la mano izquierda con el puño de la otra y no pudo evitar reírse en su interior. Pero sabía perfectamente que el joven había conseguido algo extraordinario, realmente extraordinario: en breve tiempo casi había llegado a dominar la técnica para disparar balas rojas. Por otra parte, en el curso de esa operación, la disposición de Hornblower para hacerse responsable de las cosas le produjo irritación en muchas ocasiones, y la causa era que sentía envidia de él porque tenía dotes de mando (si se hubiera dado cuenta de que la causa era ese sentimiento mezquino, se habría sorprendido y habría rechazado esa idea). Sin embargo, ésa era la causa de que le hiciera gracia ver a Hornblower tan desanimado.
—No se lo tome tan a pecho —dijo Bush, sonriendo.
—Me da mucha rabia que haya sido tan…
Hornblower se interrumpió. Bush notó que hacía un esfuerzo para dominarse y que estaba molesto por haber dejado que aflorara su estado de ánimo, y enseguida vio que la máscara de hombre estoico y acostumbrado a luchar ocultó de nuevo sus sentimientos.
—¿Podría hacerse cargo de la batería, señor? —preguntó de tal modo que parecía que era otra persona la que hablaba—. Si me lo permite, iré a echar un vistazo a la fragua. Los marineros tendrán que echar menos aire al fuego con el fuelle.
—Está bien, señor Hornblower. Ordene que traigan la munición y yo dirigiré el ataque a la goleta.
—Sí, señor. Mandaré que traigan las últimas balas que se metieron en la fragua, pues esas todavía no estarán demasiado calientes.
Hornblower bajó la rampa corriendo y Bush se colocó detrás de los cañones para dirigir el ataque. En cuanto llegaron los cartuchos nuevos, los artilleros los metieron en los cañones y colocaron encima los tacos secos primero y los mojados después. Entonces empezaron a llegar los marineros con las balas.
—Tengan calma, artilleros —dijo Bush—. Estas balas no están tan calientes como las del último grupo. Apunten con cuidado.
Pero cuando Bush subió a una almena de la muralla y dirigió el telescopio hacia la segunda goleta, vio que empezaba a virar. Los tripulantes habían cargado la trinquete y arriado los foques, y las lanchas, que estaban muy próximas a la proa y formaban un ángulo con ella, tiraban de la goleta con fuerza, moviéndose de tal modo que parecían escarabajos aleteando. La goleta iba a virar en redondo. Seguramente regresaría al fondo de la bahía porque el capitán se habría asustado al ver los restos humeantes de la primera y habría decidido no exponerla al riesgo de que las balas rojas la destruyeran.
—¡Va a virar en redondo! —gritó Bush—. ¡Dispárenle mientras esté al alcance de los cañones!
Observó cómo las balas viajaban por el aire describiendo una parábola y caían al mar, haciendo salir penachos de agua de la superficie. Entonces recordó que el día anterior había visto cómo una bala disparada por uno de esos cañones rebotó y alcanzó el costado del Renown, y pensó que uno de los penachos había caído muy cerca de la goleta y tal vez le había dado.
—¡Cartuchos nuevos! —gritó, volviéndose para que pudieran oírle en la santabárbara—. ¡Limpien los cañones!
Pero cuando los artilleros terminaron de meter los cartuchos en los cañones, la goleta ya había terminado de virar y sus tripulantes volvían a desplegar la trinquete. La goleta empezó a avanzar lentamente hacia el fondo de la bahía, y a juzgar por la distancia a la que habían caído las últimas balas, estaría fuera del alcance de los cañones antes de que pudieran volver a disparar.
—¡Señor Hornblower!
—¿Señor?
—¡No mande más balas!
—Sí, señor.
Cuando Hornblower volvió a la plataforma donde estaba la batería, Bush le indicó con el dedo la goleta que se retiraba.
—El capitán se lo pensó dos veces, ¿no cree? —dijo Hornblower—. Y parece que los otros dos barcos han anclado.
De nuevo sintió ganas de arrebatar a Bush el único telescopio que había, y en ese momento Bush se lo dio.
—Los otros dos no se mueven —dijo Hornblower, y luego dio media vuelta y dirigió el telescopio a alta mar—. El Renown está doblando el cabo y sus velas han tomado el viento. Navega a unas seis o siete millas, así que tardará una hora en doblarlo.
Ahora correspondía a Bush coger el telescopio. Observó el Renown y el inequívoco modo en que estaban colocadas las gavias. Luego miró la orilla opuesta de la bahía, donde estaba la otra batería, y por encima de ella se veía la bandera española, que a veces estaba en reposo y otras se movía formando pequeñas ondas por el impulso del suave viento de la costa. Bush no vio ningún signo de actividad allí y, haciendo un gesto de alivio, bajó el telescopio y miró a su subordinado.
—Todo está en calma —dijo—. No hay nada que hacer hasta que llegue el Renown.
—Así es —asintió Hornblower.
Entonces ocurrió algo curioso: la animación de Hornblower desapareció y el cansancio se reflejó en su rostro en cuanto se relajó.
—Ahora podemos dar de comer a los hombres —dijo Bush—. Y me gustaría ver a los heridos. Además, hay que agrupar a los prisioneros atendiendo a varios aspectos, pues Whiting encerró en la casamata a todos, hombres y mujeres, capitanes y soldados. No sabemos qué provisiones hay aquí. Tendremos que averiguarlo. Luego nos organizaremos para hacer guardia por turnos, pues de ese modo algunos de nosotros podremos descansar mientras otros vigilan.
—Sí, así algunos podremos descansar —dijo Hornblower, pero se dio cuenta de que faltaban muchas cosas por hacer y volvió a poner una expresión hierática—. ¿Quiere que empiece a ocuparme de estas tareas, señor?