La brisa marina dejaba de soplar cuando la tierra empezaba a enfriarse, y durante el período de la noche en que no soplaba, la presión ejercida por el aire sobre la isla y la ejercida sobre el océano eran iguales. En alta mar, a pocas millas de allí, los vientos alisios seguían soplando, soplaban eternamente, pero en la playa el aire no se movía y era muy húmedo. Las largas olas del Atlántico chocaban con los lejanos bancos de arena, pero pervivían, como un hombre fuerte debilitado por una enfermedad, y rompían rítmicamente en la parte occidental de la playa. Donde empezaba el acantilado formado por caliza de la península Samaná había un rincón abrigado en el que una corriente de agua había excavado una amplia gruta en el acantilado. El mar y la playa parecían arder, pues en la oscuridad la fosforescencia del agua era más intensa. La fosforescencia era visible en las olas, en la espuma que se formaba en la playa y en las palas de los remos de las lanchas que se acercaban a ella. Las lanchas parecían avanzar entre llamas que se acrecentaban a medida que pasaban por ellas. Cada lancha dejaba una estela de fuego tras ella y dos llamaradas a los lados, donde los remos hendían el agua.
Fue fácil desembarcar y ascender por la playa donde estaba la gruta. Las lanchas apoyaron la proa en la arena y los miembros del destacamento de desembarco sólo tuvieron que bajar de ella y caminar con el agua a las rodillas (metidos hasta la rodilla en fuego líquido) sosteniendo las armas y los cartuchos en alto para que no se mojaran. La intensidad de la fosforescencia había impresionado incluso a los marineros experimentados del destacamento, y el asombro de los novatos era tal que empezaron a hablar de ello con entusiasmo, lo que hizo necesario ordenarles que lo contuvieran inmediatamente. Bush fue uno de los primeros en bajar de su lancha y, seguido de los demás, dio unos pasos por el agua y se detuvo sobre la playa, a cuya firmeza no estaba acostumbrado, con los pantalones chorreando agua.
Una oscura figura se alejó de la otra lancha y se acercó a él.
—Mi brigada ya está en tierra, señor —dijo la figura.
—Muy bien, señor Hornblower.
—¿Quiere que empiece a avanzar por la gruta con la vanguardia del destacamento, señor?
—Sí, señor Hornblower. Cumpla las órdenes que ha recibido.
Bush estaba excitado, en la medida en que le permitían estarlo su flema y el estoicismo que había adquirido. Le habría gustado pasar a la acción enseguida, pero según el plan que había elaborado cuidadosamente con Hornblower, eso no era posible. Se echó a un lado para que su brigada formara en fila y Hornblower llamó a la otra brigada a formar.
—¡Marineros, síganme de cerca! Cada uno de ustedes deberá permanecer en contacto con el que va delante. Recuerden que los mosquetes no están cargados, por tanto, no servirá de nada usarlos si nos encontramos con algún enemigo. Si alguno comete la imprudencia de cargar y disparar el mosquete, mañana será castigado con cuatro docenas de azotes en el portalón, se lo prometo. ¡Woolton!
—¿Señor?
—Guíe a la retaguardia. Ahora síganme, marineros. Avancen primero los de la derecha de la fila.
La brigada de Hornblower avanzó en fila y se perdió en la oscuridad. Ya estaban llegando a la playa los infantes de marina, con sus chaquetas de color escarlata, que parecían más oscuras porque contrastaban con la fosforescencia. Cuando formaron, siguiendo las órdenes que daban en voz baja los suboficiales, pudieron verse imperfectamente sus badanas blancas formando dos filas. Bush, todavía con la mano izquierda apoyada en la empuñadura de su sable, palpó con la mano derecha el cinto para comprobar si las pistolas colgaban de él, y luego el bolsillo para comprobar si tenía dentro los cartuchos. Una oscura figura se detuvo frente a él y juntó los talones al estilo militar con un chasquido.
—Todos presentes y formados, señor —dijo Whiting—. Todos preparados para avanzar.
—Gracias. Empezaremos enseguida. ¡Señor Abbott!
—¿Señor?
—Ya sabe cuáles son las órdenes que debe cumplir. Me iré con la brigada de infantes de marina ahora mismo. Síganos.
Fue difícil subir por la gruta. A la arena la sucedieron muy pronto las rocas, bloques planos de caliza, y mucha vegetación, a cuyo crecimiento contribuían las lluvias tropicales, que eran muy abundantes allí en el lado norte de la península. Sólo fue fácil pasar por el cauce de la corriente de agua, que ahora estaba seco porque la caliza había absorbido toda el agua; es decir, fue relativamente fácil, pues en el medio había algunos bloques de caliza puntiagudos que el propio Bush tenía que mover. A los pocos minutos de empezar el ascenso, Bush estaba empapado en sudor, pero siguió subiendo obstinadamente. Los infantes de marina le seguían, moviéndose tan torpemente que sus botas y sus armas daban constantes chasquidos, como si ninguno pensara que el ruido pudiera oírse a una milla de distancia. Uno de ellos se resbaló y profirió una maldición.
—¡Cuiden su lenguaje! —gritó un cabo.
—¡Silencio! —ordenó Whiting en tono malhumorado.
Siguieron avanzando y subiendo. En algunos lugares la vegetación era tan espesa que impedía el paso de la luz de las estrellas y Bush tenía que encontrar el camino palpando las rocas. A pesar de que era un hombre robusto, jadeaba. Las luciérnagas revoloteaban a su alrededor, pero él no les prestaba atención pese a que hacía tiempo que no las veía; sin embargo, habían provocado los comentarios de los infantes de marina que le seguían. Bush se enfureció porque aquellos tontos ponían en peligro todo, sus propias vidas y el éxito de la operación, haciendo absurdos comentarios.
—Yo me ocuparé de ellos, señor —dijo Whiting y se echó a un lado para que la brigada pasara delante de él.
Un poco más arriba una voz chillona, en un tono lo más moderado posible, le llamó desde la oscuridad.
—¡Señor Bush!
—¿Qué?
—Soy el señor Wellard, señor. El señor Hornblower me envió aquí para que le sirviera de guía. Justamente aquí arriba el terreno está cubierto de hierba.
—Muy bien —dijo Bush.
Hizo una pausa y se secó la cara sudorosa con la manga de la chaqueta mientras los hombres de la brigada se apretaban unos contra otros detrás de él. Después de reanudar la marcha, no tuvo que subir por allí mucho más. Wellard le guió hasta un lugar donde había un grupo de frondosos árboles, donde Bush sintió que tenía hierba bajo los pies y pudo caminar más rápidamente. Todavía tenían que subir, pero por un terreno con una pequeña inclinación comparada con la de la gruta. No podía considerarse un reto recorrer el camino que tenían delante.
—¡Amigo! —exclamó Wellard—. ¡Aquí está el señor Bush!
—Me alegro de verle —dijo otra voz, la voz de Hornblower.
Entonces Hornblower salió de la oscuridad y dio unos pasos hacia delante para informar a su superior.
—Mi brigada está formada en fila justo ahí delante. He enviado a Saddler y a otros dos hombres fiables a explorar la zona.
—Muy bien —dijo Bush con franqueza.
El sargento de Infantería de marina informó a Whiting.
—Todos presentes excepto Chapman, señor. Se ha torcido un tobillo, o al menos eso dice, señor. Le dejamos allí atrás, señor.
—Deje descansar a sus hombres, capitán Whiting —ordenó Bush.
La vida en un navío de línea no servía de adiestramiento para subir por un acantilado en los trópicos, y mucho menos después de un día agotador. Los infantes de marina se sentaron, algunos de ellos dando suspiros de alivio, lo que provocó que el sargento les reprendiera pegándoles fuertemente con la punta del pie.
—Estamos en la cima ahora, señor —dijo Hornblower—. Desde ese lado se puede ver la bahía.
—La fortaleza está a unas tres millas, ¿no le parece?
Bush no tenía intención de hacer una pregunta, puesto que era quien tenía el mando, pero Hornblower estaba tan bien informado que él no pudo evitar hacerla.
—Es posible. Pero, indudablemente, está a menos de cuatro, señor. Faltan cuatro horas para el amanecer, y la luna saldrá dentro de media hora.
—Sí.
—Hay un sendero que atraviesa la cima, como era de esperar. Seguramente llevará a la fortaleza.
—Sí.
Obviamente, Hornblower era un buen subordinado. Ahora a Bush le parecía que era lógico que hubiera un sendero en la cima del monte, que era lo normal, pero no se le había ocurrido que era probable que lo hubiera hasta ese momento.
—Si me lo permite, señor, dejaré afames al mando de mi brigada y me adelantaré con Saddler y Wellard para observar la costa —dijo Hornblower.
—Muy bien, señor Hornblower.
Pero Bush se puso rabioso tan pronto como Hornblower se fue. No toleraba que intentaran socavar su autoridad y le parecía que Hornblower se arrogaba demasiadas atribuciones. Dejó de pensar en eso cuando los marineros que integraban la segunda brigada, sudorosos y jadeantes, terminaron de subir y se unieron al grueso del destacamento. Entonces recordó lo cansado que estaba cuando había llegado allí y permitió que los marineros descansaran un rato antes de empezar a avanzar con todos sus hombres. A pesar de la oscuridad, un enjambre de insectos descubrió a los sudorosos hombres, y muchos rodearon a Bush, acercándose tanto a sus orejas que él oía claramente sus zumbidos, y le picaron con ensañamiento. Parecía que encontraban a los tripulantes del Renown tiernos y, en consecuencia, apetecibles, porque habían estado en la mar mucho tiempo. Bush se dio palmadas a sí mismo blasfemando y sus hombres hicieron lo mismo.
—¡Señor Bush! —dijo Hornblower, que acababa de regresar.
—¿Qué?
—El sendero es practicable, señor. Pasa por una gruta un poco más adelante, pero eso no es un obstáculo insalvable.
—Gracias, señor Hornblower. Empezaremos a avanzar ahora. Comience usted con su brigada, por favor.
—Sí, señor.
El avance empezó. La cima del monte de caliza que se encontraba en el extremo de la península estaba cubierto de hierba alta y algunos árboles. Andar por fuera del sendero no era fácil, porque el terreno era irregular y la hierba muy alta y tupida, pero andar por él sí lo era. Los hombres caminaban muy juntos y seguían el camino sin dificultad porque podían verlo a la tenue luz de las estrellas, ya que se habían acostumbrado a ver en la penumbra. La gruta de la que Hornblower había hablado era una pequeña concavidad con los lados ligeramente inclinados, y no les fue difícil atravesarla.
Bush avanzaba trabajosamente al frente de la brigada de infantes de marina, y Whiting iba a su lado. La oscuridad les envolvía como un negro manto. A Bush le parecía que aquella marcha era un sueño, tal vez porque llevaba veinticuatro horas sin dormir y porque los esfuerzos que había hecho durante ese tiempo le habían agotado tanto que se le había embotado la mente. El sendero era ascendente, naturalmente, pues llevaba a la parte más alta de la península, donde se encontraba la fortaleza.
—¡Ah! —exclamó Whiting de repente.
El sendero doblaba hacia la derecha, hacia la bahía, y se alejaba del mar. Enseguida los hombres pasaron por el eje de la península y la bahía apareció ante ellos. A la derecha pudieron ver la bahía hasta donde se unía al mar, pues la oscuridad no era total allí, debido a que algunos rayos de luna pasaban por entre las nubes situadas en la parte más baja del cielo.
—¡Señor Bush! —dijo Wellard, ahora en un tono todavía más moderado.
—¡Aquí estoy!
—El señor Hornblower me mandó venir otra vez. El sendero atraviesa otra gruta más adelante. Encontramos algunas vacas dormidas, pero se despertaron y ahora deambulan por el monte.
—Comprendo —dijo Bush—. Gracias.
Bush tenía muy mala opinión de muchos de los hombres que integraban el destacamento. Sabía perfectamente bien que si por casualidad se encontraban con vacas en el sendero, pensarían que eran enemigos, y que a pesar de que no les dispararan, se pondrían nerviosos y harían mucho ruido.
—Dígale al señor Hornblower que descansaremos quince minutos.
—Sí, señor.
Era conveniente que los fatigados hombres descansaran y, al mismo tiempo, tuvieran la oportunidad de reunirse; y disponían de tiempo para hacerlo. Y mientras descansaban, los suboficiales podían advertir uno a uno de la posibilidad de que encontraran vacas. Bush sabía que sería vano el intento de que se pasaran la información unos a otros de una punta a otra de la fila, pues eran torpes y estaban extenuados. Dio la orden de que la brigada se detuviera, y algunos hombres medio dormidos chocaron con estrépito con el que tenían delante, provocando murmullos que los suboficiales trataron de acallar profiriendo blasfemias. Los suboficiales hicieron la advertencia a los hombres mientras estaban tumbados en la hierba, y cuando terminaron, uno de ellos le planteó otro problema a Bush.
—El marinero Black está borracho, señor.
—¿Borracho?
—Su aliento huele a alcohol, señor. Debía de tener ron en la cantimplora, señor. No sé cómo lo consiguió, señor.
En un destacamento formado por ciento ochenta hombres que eran marineros o infantes de marina era de esperar que al menos uno se emborrachara. La habilidad de los marineros británicos para conseguir ron y su inclinación a beberlo eran algo tan natural en ellos como sus orejas o sus ojos.
—¿Dónde está?
—Estaba haciendo ruido, señor, así que le tiré de una oreja. Ahora está tranquilo, señor.
Bush pensó que el suboficial no había dicho en esas breves frases todo lo que tenía que decir, pero no necesitaba preguntar nada más para decidir lo que iba a hacer.
—Escoja a un hombre sensato y ordénele que se quede con Black mientras nosotros seguimos avanzando.
—Sí señor.
Así pues, ahora el destacamento de desembarco tenía menos potencia porque ya no prestaban sus servicios en él ni Black, el marinero borracho, ni el hombre que tenía que quedarse allí acompañándole para evitar que se comportara insensatamente. Por suerte, Bush no había tenido que dejar atrás a nadie más hasta ahora.
Poco después que la brigada reanudara la marcha, apareció delante de ella una figura desgarbada, la inconfundible figura de Hornblower, que se recortaba sobre el cielo débilmente iluminado por la luna. Hornblower se aproximó a la brigada para informar a Bush.
—He divisado la fortaleza, señor.
—¿Ah, sí?
—Sí, señor. Más o menos a una milla de aquí hay otra gruta, y la fortaleza está al otro lado. Se perfila sobre la luna, señor. Se encuentra a media milla o menos de la gruta. Allí dejé a Wellard y a Saddler y les ordené que hicieran detenerse a la brigada.
—Gracias.
Bush siguió avanzando trabajosamente por el accidentado terreno. La fatiga no le impidió tensar los músculos como lo hubiera hecho un tigre que se preparara para saltar sobre su presa al olerla. Era un hombre combativo, y le estimulaba la idea de que el momento de luchar estaba próximo. Faltaban dos horas para el amanecer, así que tenían tiempo de sobra para prepararse.
—Entonces, ¿cree que hay media milla de la gruta a la fortaleza? —preguntó.
—Creo que hay menos, señor.
—Muy bien. Me detendré al llegar a la gruta y esperaré allí a que amanezca.
—Sí, señor. ¿Puedo reunirme de nuevo con mi brigada?
—Sí, señor Hornblower.
Bush y Whiting habían conseguido que en todo momento los hombres marcharan a un ritmo lento, a un ritmo adaptado al del hombre más torpe y más lento de la brigada. Ahora Bush intentaba reprimir los deseos de dar pasos más largos que había sentido al pensar en la proximidad de la lucha. Bush vio que Hornblower avanzaba rápidamente y pensó que su forma de andar era desgarbada, pero no pudo dejar de admirar su gran vitalidad. Entonces se puso a preparar planes para hacer el asalto final.
Cerca de la gruta había un suboficial esperándoles. Bush mandó a decir a todos los hombres de la brigada que se prepararan para detenerse y poco después mandó que se detuvieran. Se adelantó para examinar detenidamente la posición enemiga. Con Whiting y Hornblower junto a él, contempló la silueta de la fortaleza recortándose sobre el cielo. Podía ver incluso el asta de la bandera, que parecía una fina raya negra. En ese momento se relajó, y el gesto adusto que tenía en las últimas fases del avance se tornó alegre, pero no duró en esas circunstancias.
Acordaron enseguida los pasos que iban a dar, murmuraron las órdenes e hicieron las últimas advertencias. Ése era el momento más peligroso de todos hasta ahora, pues había que introducir a los hombres en la gruta y hacer que se prepararan para atacar allí dentro. Whiting susurró algo que dio que pensar a Bush.
—¿Doy permiso a los hombres para que carguen los mosquetes?
—No —respondió Bush después de un largo intervalo.
Sería peligroso que los hombres cargaran los mosquetes en la oscuridad, pues las baquetas harían mucho ruido y, además, algún tonto podría apretar el gatillo. Hornblower se sentó en el suelo a la izquierda, Whiting, con los infantes de marina, a la derecha, y Bush, con sus hombres, en el centro. A Bush le dolían las piernas, porque había hecho más ejercicio del que estaba acostumbrado a hacer. Se tumbó y estuvo a punto de dormirse debido al cansancio y la falta de sueño, pero enseguida se sentó para poder dominarse otra vez. No le era difícil esperar, aunque soportar el cansancio, sí. Durante el largo tiempo que había pasado en la mar, las incontables guardias en que no pasaba nada y los interminables períodos aburridos durante los años de guerra le habían permitido acostumbrarse a esperar. Algunos de los marineros que estaban tumbados en el suelo rocoso de la gruta se durmieron, y Bush oyó más de una vez que alguno empezaba a roncar e inmediatamente era interrumpido con codazos por los marineros que estaban junto a él.
Notó que el cielo, justamente detrás de la fortaleza, estaba un poco más claro por fin, pero pensó que eso tal vez se debía a que la luna asomaba por encima de alguna nube. El resto del cielo parecía cubierto de terciopelo de color púrpura y todavía estaba salpicado de estrellas. Pero Bush no tenía duda de que allí, en aquella parte del cielo, había claridad desde hacía apenas un instante. Se movió y las pistolas que tenía colgadas en la cintura volvieron a molestarle. Recordó que no estaban montadas y que tenía que echar hacia atrás los percutores. En el horizonte el color púrpura del cielo se volvió rojizo.
—Que todos los hombres se preparen para el ataque —dijo Bush.
Se quedó esperando a que el mensaje fuera transmitido a todos, pero antes de que llegara al final de las filas, empezaron a oírse ruidos en la gruta. Entre ellos, como en cualquier grupo de hombres, había algunos tontos, y se habían puesto de pie apenas habían recibido el mensaje, probablemente sin preocuparse de transmitirlo a otros. Esos hombres sirvieron de ejemplo a los demás, y muchos empezaron a levantarse, primero los de las filas que estaban a los lados y luego los de las filas centrales, de modo que formaron a cada lado una ola que avanzaba hacia el centro, donde estaba Bush. En ese momento Bush se puso de pie también. Luego desenvainó el sable, le dio vueltas en la mano y cuando lo agarró de una forma que le pareció satisfactoria, desenfundó una pistola con la mano izquierda y echó el percutor hacia atrás. De repente Bush oyó a su derecha un ruido metálico, el ruido que producían las bayonetas cuando los infantes de marina las calaban. Ahora podía ver las caras de los hombres que estaban a su derecha y a su izquierda.
—¡Adelante! —dijo, y los hombres empezaron a salir de la gruta—. ¡Quietos!
La última palabra la había dicho casi gritando. Tarde o temprano los hombres impulsivos de la brigada empezarían a correr, y cuanto más tarde empezaran, mejor. Quería que sus hombres llegaran a la fortaleza como una oleada, no separados y jadeantes. A su izquierda oyó que Hornblower también decía: «¡Quietos!». El ruido que hacían al avanzar ya podía oírse en la fortaleza y llamar la atención de los centinelas españoles, aunque estuvieran soñolientos y descuidados. Muy pronto un centinela llamaría a un sargento, y el sargento miraría hacia afuera y, después de vacilar unos momentos, daría la alarma. En ese momento Bush vio frente a él la mole de la fortaleza, una mole cuadrada y negruzca que se recortaba sobre el cielo enrojecido, y no pudo reprimirse de acelerar el paso. Sus hombres apresuraron la marcha también. Alguien dio un grito, y enseguida varios hombres impulsivos gritaron. Luego todas las brigadas echaron a correr, y Bush corrió también.
Como por arte de magia, llegaron al borde del foso excavado en la caliza, que tenía una profundidad de seis pies y las paredes en forma de rampas casi verticales.
—¡Vamos! —gritó Bush.
Aunque llevaba el sable y la pistola en las manos, pudo bajar al foso apoyándose con los codos en el borde, de espaldas a la fortaleza, y deslizándose por la rampa. El foso estaba seco, y aunque el fondo era irregular y resbaladizo, Bush pudo llegar a la rampa del otro lado. A lo largo de la rampa había numerosos hombres que gritaban y trataban de subir por ella.
—¡Ayúdenme a subir! —gritó Bush a los hombres que se encontraban a ambos lados de él.
Los dos hombres se agacharon para que él se sentara en sus hombros y le subieron de una vez. Bush se encontró de repente tumbado boca abajo en el estrecho reborde del foso, justo al pie de la muralla. A pocas yardas de él un marinero lanzó un rezón a la parte superior de la muralla para engancharlo, pero el rezón volvió a bajar con estrépito y cayó apenas a una yarda de Bush. El marinero, sin mirarle, recogió el rezón, se colocó en la posición adecuada y volvió a lanzarlo hacia arriba. Esta vez el rezón se enganchó, y el marinero se agarró a la cuerda, apoyó los pies en la muralla y subió por ella como un loco. Antes de que llegara a la mitad de la cuerda, otro marinero se agarró a ella y también empezó a subir por la muralla. Luego un enorme grupo de marineros excitados rodearon la cuerda dando gritos y empezaron a pelear por quién subiría a continuación. A cierta distancia de allí, otro rezón se enganchó en la muralla y otro gran grupo de marineros rodearon la cuerda dando gritos. En ese momento se oyó un tiro de mosquete, seguido de comentarios en voz muy alta, y Bush sintió que entraba en su nariz el humo de la pólvora, cuyo olor hacía un marcado contraste con el aire que respiraba, con el aire puro de la noche.
Bush pensó que seguramente los infantes de marina ya estarían intentando entrar por las troneras del lado de la fortaleza que estaba a su derecha y se volvió hacia la izquierda para ver qué podían hacer en aquel lado. Casi inmediatamente fue recompensado. Allí cerca del pequeño bastión de la esquina de la fortaleza estaba la poterna, una gran puerta de madera con goznes de hierro. Dos marineros estúpidos estaban disparando con sus mosquetes a los hombres que asomaban la cabeza por encima de la muralla y no habían pensado en abrir la puerta. En general, no se podía confiar en los marineros cuando empuñaban un mosquete. En ese momento la voz de Bush se oyó tan claramente entre el ruido como el sonido de una trompeta.
—¡Que vengan los marineros con las hachas! ¡Los marineros con las hachas!
En el foso todavía quedaban muchos hombres porque no habían tenido tiempo de subir por la rampa, y uno de ellos, blandiendo un hacha, se abrió paso entre la multitud y empezó a subir. Pero Silk, el fornido ayudante del oficial de derrota, que estaba al mando de una sección de la brigada de Bush, avanzó corriendo por el reborde del foso, le arrebató el hacha y empezó a romper la puerta dándole rítmicos hachazos. Asestaba los golpes con el hacha con todas sus fuerzas, y la hoja hacía profundos cortes en la madera. En ese momento llegó otro marinero blandiendo un hacha, apartó a Bush con el codo y empezó a dar hachazos a la puerta también, pero no tenía tanta práctica ni era tan fuerte como el otro marinero. Los fuertes golpes resonaban en el bastión de la esquina. El postigo con barras de hierro que había en la puerta se abrió, y pudo verse un brillo metálico tras las barras. Bush apuntó su pistola hacia allí y disparó. El hacha de Silk traspasó la puerta por fin, y él la echó hacia atrás enseguida. Entonces cambió de objetivo y empezó a dar hachazos horizontalmente en el centro de la puerta. Tras asestar tres golpes terribles, hizo una pausa para indicar al otro marinero dónde debía golpear, y enseguida continuó. Después de dar un gran número de hachazos, echó a un lado el hacha, agarró el borde dentado del agujero que se había abierto, apoyó un pie en la puerta y, haciendo un esfuerzo capaz de provocar el desgarramiento de un músculo, arrancó un enorme trozo de la puerta. Silk vio que un listón atravesaba el agujero que acababa de abrir y clavó en él la hoja de su hacha una y otra vez. Finalmente, emitiendo un sonido gutural, pasó por el agujero de bordes dentados con el hacha en la mano.
—¡Síganme todos! —gritó Bush con todas sus fuerzas antes de pasar por el agujero detrás de Silk.
Entraron a un patio de la fortaleza. Bush tropezó con un cadáver. Enseguida miró a su alrededor y vio delante a varios hombres de piel cetrina y largo bigote, unos con camisa y otros medio desnudos, armados con sables y pistolas. Silk arremetió contra ellos con furia, blandiendo el hacha. Dio un hachazo a un español que intentó en vano defenderse, y cuando el hacha cayó sobre él, Bush vio un dedo caer al suelo. Se oyeron tiros de pistola, y el humo empezó a propagarse por el patio cuando Bush dio los primeros pasos hacia delante seguido por un enjambre de hombres. Dio un sablazo en el hombro a un hombre sin camisa que trataba de huir y vio cómo salía sangre de la herida y oyó al hombre gritar. El hombre que perseguía desapareció como un fantasma y él siguió corriendo para buscar a otros enemigos. De repente se encontró con un infante de marina que había perdido su sombrero, tenía el pelo alborotado y los ojos brillantes y gritaba como un endemoniado. El infante de marina le atacó con la bayoneta y él tuvo que parar el golpe.
—¡Quieto, estúpido! —gritó Bush, dándose cuenta de que estaba gritando con todas sus fuerzas cuando las palabras estaban terminando de salir de sus labios.
El infante de marina lanzó una mirada a Bush que indicaba que le había reconocido, y luego se volvió hacia un lado y echó a correr con la bayoneta dirigida hacia delante. En el fondo había otros infantes de marina, que seguramente habían entrado por las troneras. Todos gritaban y estaban embargados por la emoción de luchar. En ese momento llegaron otros muchos marineros que habían acabado de subir por las rampas. Al fondo había algunas construcciones de madera, que ahora estaban rodeadas por los hombres de Bush, y se oían allí disparos y gritos. Probablemente ésas eran las barracas y los almacenes de la fortaleza, y los soldados se habían refugiado allí para protegerse de la furia de los atacantes.
Entonces apareció Whiting, con su chaqueta de color escarlata sucia y el sable al cinto. Tenía un gesto de cansancio y los ojos enrojecidos.
—Ordene a los hombres que se detengan —dijo Bush haciendo un esfuerzo por obrar con sensatez.
Whiting tardó un momento en reconocerle y en entender la orden.
—Sí, señor —dijo.
Otro grupo de marineros salieron de atrás de las construcciones de madera: eran Hornblower y sus hombres, que habían entrado en la fortaleza por el lado opuesto. Bush les miró y luego volvió la vista hacia un grupo de hombres de su brigada que se acercaban.
—¡Síganme! —ordenó echando a andar.
Una rampa poco inclinada permitía subir a la muralla. En el centro de ella había un muerto, pero Bush no le prestó más atención de la que merecía. En lo alto de la muralla estaba la batería principal, formada por seis enormes cañones que asomaban por las troneras, y más allá se veía el cielo, que el amanecer había teñido de color rojo sangre. De la parte comprendida entre el horizonte y su punto más alto, un tercio tenía ese color, pero cuando Bush se detuvo para contemplarlo, un dorado rayo de sol se filtró por una masa de nubes y el color rojo se volvió mucho más claro, y finalmente dejó paso al azul, que llegó acompañado de nubes blancas y el brillante sol. El tiempo en que eso había ocurrido equivalía al que había durado el ataque: los pocos minutos que transcurrían en el trópico desde que aparecía la luz del día hasta que salía el sol. Bush se asombró al darse cuenta de eso, pues le parecía que había durado desde el amanecer al atardecer.
Desde la plataforma donde estaban los cañones pudo ver la bahía e incluso la orilla opuesta, cerca de la cual estaban los bancos de arena donde el Renown había encallado (le parecía increíble que hubiera ocurrido apenas un día antes). También pudo ver las montañas que se alzaban muy próximas a la orilla y la batería al borde del cabo. A la izquierda, el litoral de la península estaba formado por una serie de puntiagudos salientes que parecían dedos extendidos sobre las azules aguas, y al otro lado estaba la bahía Escocesa, con sus aguas de color zafiro. Allí estaba en facha el Renown, con la sobremesana iluminada por el sol naciente. Al verlo, Bush pensó que parecía un juguete a esa distancia y suspiró, pero no porque le hubiera impresionado su belleza sino porque había sentido alivio. La contemplación del navío y los recuerdos que trajo a su mente le hicieron recobrar la sensatez, y se dio cuenta de que había mil cosas que hacer ahora.
Hornblower subió por la otra rampa. Tenía la ropa tan ajada y mal puesta que parecía un espantapájaros, y llevaba un sable en una mano y una pistola en la otra, como Bush. A su lado caminaba Wellard, que tenía colgado en la cintura un sable demasiado grande para él, y detrás unos veinte marineros que, observando aún la disciplina, llevaban el mosquete con la bayoneta hacia delante, en actitud de acometer con ella.
—Buenos días, señor —dijo Hornblower e hizo ademán de tocarse el sombrero, que aún llevaba puesto a pesar de que estaba maltrecho; pero se detuvo al percatarse de que tenía el sable en la mano.
—Buenos días —dijo Bush.
—Felicidades, señor —dijo Hornblower.
Tenía la cara pálida y su sonrisa parecía la sonrisa de un cadáver. Su incipiente barba despuntaba encima del labio superior y en la barbilla.
—Gracias —dijo Bush.
Hornblower se colgó la pistola del cinturón y envainó el sable.
—He tomado posesión de aquella parte, señor —dijo, señalando hacia atrás—. ¿Puedo continuar?
—Sí, continúe, señor Hornblower.
—Muy bien, señor.
Hornblower pudo tocarse el sombrero esta vez. Luego ordenó a un suboficial que apostara varios marineros junto a los cañones.
—Mire, señor, algunos se escaparon —dijo Hornblower señalando hacia abajo.
Bush miró hacia la falda de la empinada montaña que descendía hasta la bahía y pudo ver algunas figuras en la parte más baja.
—No han escapado tantos como para preocuparnos —dijo, notando que tenía la mente más clara ahora.
—No, señor. En la entrada principal hay un grupo de cuarenta prisioneros que están vigilados por mis hombres. Y Whiting está agrupando a los demás. Si me lo permite, continuaré mi trabajo, señor.
—Muy bien, señor Hornblower.
Bush, pensando que al menos alguien había conservado la sensatez en el torbellino de la lucha, bajó por la otra rampa. A poca distancia encontró a un suboficial y a dos marineros de guardia, que se pusieron en posición de atención al verle.
—¿Qué hacen aquí? —inquirió.
—Éste es el arsenal, señor —dijo el suboficial, que era Ambrose, el encargado de la cofa del trinquete, un hombre que a pesar de llevar muchos años en la Armada no había perdido el acento propio del condado de Devon, donde había pasado su infancia—. Lo estamos vigilando.
—¿Por orden del señor Hornblower?
—Sí, señor.
Bush vio acuclillados en la entrada principal a los taciturnos prisioneros de quienes Hornblower le había hablado, pero luego vio a algunos centinelas que no había mencionado: varios junto al portón, uno junto el pozo y Woolton, el suboficial más corpulento, y seis marineros al lado de una larga construcción de madera próxima al portón.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Bush al suboficial.
—Vigilamos el almacén de las provisiones, señor. Hay ron dentro.
—Muy bien.
Si los hombres que estaban trastornados cuando estaban luchando (por ejemplo, el infante de marina que había atacado a Bush con la bayoneta) hubieran bebido del ron que había allí, serían incontrolables.
Abbott, el guardiamarina que era el segundo al mando de la brigada de Bush, se acercó a él corriendo.
—¿Qué diablos ha estado haciendo? —inquirió Bush en tono malhumorado—. Dejé de verle apenas empezó el ataque.
—Disculpe, señor —dijo Abbott.
Era cierto que el torbellino de la lucha le había arrastrado, pero eso no servía de excusa, pues el joven Wellard, como Bush recordaba muy bien, aún estaba junto a Hornblower y cumpliendo con su deber.
—Prepare todo para hacer la señal al navío —ordenó Bush—. Debería haber tenido todo preparado hace cinco minutos. Destrinque tres cañones. ¿Quién traía la bandera? Búsquele e ice la bandera encima de la española. ¡Rápido, maldita sea!
La victoria era dulce, pero cuando Bush se acostumbró a la idea de que la había conseguido, dejó de influir en su comportamiento. Bush no había dormido ni desayunado, y aunque apenas habían transcurrido diez minutos desde que él y sus hombres tomaron la fortaleza, se reprendía a sí mismo por no haber hecho lo que tenía que hacer en esos diez minutos. Fue un consuelo para él dejar de pensar en sus errores y discutir con Whiting la custodia de los prisioneros. Ya habían sacado de las barracas a todos: un centenar de hombres medio desnudos y una veintena de mujeres con poca ropa (que sujetaban fuertemente) y el pelo sobre los hombros. En un momento en que hubiera estado más tranquilo, Bush se habría fijado en las mujeres por su belleza, pero le había irritado verlas allí porque su presencia era una complicación, y las consideraba como tal.
Entre los hombres había algunos negros y mulatos de la isla, pero la mayoría eran españoles. Casi todos los muertos que yacían en diferentes partes de la fortaleza llevaban puesto el uniforme (chaqueta blanca con vueltas azules y pantalón blanco), y eso indicaba que eran los centinelas y los hombres de guardia, que habían pagado caro su descuido.
Bush no sabía hablar ninguna otra lengua aparte del inglés, y por el gesto apesadumbrado de Whiting, parecía que él tampoco.
—Por favor, escúcheme, señor —dijo Pierce, el ayudante del cirujano para llamar su atención—. ¿Es posible que un grupo de hombres me ayuden a poner a los heridos en la sombra?
Antes que Bush pudiera responder, Abbott le llamó desde la plataforma donde se encontraban los cañones.
—¡Los cañones ya están destrincados, señor! ¿Mando traer los cartuchos del arsenal?
Y antes que Bush pudiera darle permiso llegó Wellard y trató de apartar a Pierce con el codo para llamar la atención de Bush.
—Con su permiso, señor… Con su permiso, señor… El señor Hornblower le presenta sus respetos, señor, y dice que si puede hacer el favor de subir a aquella torre, señor. El señor Hornblower dice que es urgente que vaya, señor.
En ese momento Bush pensó que enloquecería si tenía una preocupación más.