CAPÍTULO 8

La noche tropical cubrió con su manto el destrozado Renown cuando se alejaba de la costa con poco velamen desplegado, el suficiente para mantener la estabilidad y atravesar las grandes olas del Atlántico, que los vientos alisios y el terral hacían pasar con rapidez bajo su proa. Buckland y el nuevo primer oficial hablaban de la situación sentados en la pequeña cabina, que, a pesar del viento, parecía un horno, pues los dos faroles que alumbraban la carta marina que estaba sobre la mesa daban tanto calor que era casi insoportable. Bush sentía correr el sudor por debajo del uniforme, y el corbatín le apretaba tanto el cuello que de vez en cuando metía dos dedos por dentro y lo estiraba, aunque no sentía ningún alivio. Hubiera sido lo más fácil del mundo quitarse la gruesa chaqueta de uniforme y desabrocharse el corbatín, pero no le pasó por la mente hacerlo. En ese mundo donde el trabajo era duro había que soportar el malestar físico sin quejarse, y ayudaban a ello el hábito y el orgullo.

—Entonces, ¿cree usted que deberíamos hacer rumbo a Jamaica? —preguntó Buckland.

—Yo no me atrevo a aconsejárselo, señor —dijo Bush, cautelosamente.

Según las normas de la Armada, era Buckland quien tenía que asumir esa responsabilidad, y a Bush le irritaba que intentara compartirla con él.

—Pero, ¿qué otra cosa podemos hacer? —inquirió Buckland—. ¿Qué sugiere usted?

Bush recordó el plan que Hornblower le había contado, pero no lo propuso porque no lo había examinado lo suficiente; ni siquiera sabía si era practicable.

—Si vamos a Jamaica, iremos con el rabo entre las piernas.

—Es cierto —admitió Buckland, haciendo un gesto de desaliento—. Además, hay que tener en cuenta al capitán.

—Sí, hay que tener en cuenta al capitán —dijo Bush.

Si el oficial al mando del Renown se presentaba al almirante que estaba en Kingston después de haber conseguido una victoria, los sucesos pasados no serían investigados exhaustivamente, pero si llegaba derrotado y con un barco destrozado, era probable que investigaran con más celo por qué el capitán fue encerrado y por qué Buckland leyó las órdenes secretas y asumió la responsabilidad de llevar a cabo el ataque a Samaná.

—El joven Hornblower me dijo lo mismo —dijo Buckland en tono malhumorado—. ¡Ojalá nunca le hubiera escuchado!

—¿Cuándo se lo preguntó, señor? —inquirió Bush.

—En realidad, no le pregunté nada —respondió Bush en el mismo tono—. Hablé con él en el alcázar una tarde cuando estaba encargado de la guardia.

—Lo recuerdo, señor —dijo Bush.

—Sí, hablé con él. Ese mequetrefe me dijo lo que usted acaba de decir. No recuerdo cómo empezó la conversación, pero hablamos de la posibilidad de ir a Antigua, y Hornblower dijo que sería conveniente hacer algo importante antes que nos interrogaran sobre lo que le ocurrió al capitán. Dijo que ésta era mi oportunidad y a mí también me lo pareció. Creí que ésta era mi gran oportunidad. Por la forma en que Hornblower hablaba, creí que me iban a ascender a capitán de navío cualquier día. Sin embargo, ahora…

El gesto de Buckland indicaba que ahora tenía pocas esperanzas de que le ascendieran a capitán de navío.

Bush pensó en el informe que Buckland tendría que hacer y que incluiría que hubo nueve muertos y veinte heridos, que el ataque del Renown fracasó y que Samaná seguía siendo un refugio tan seguro como siempre para los barcos corsarios. Se alegraba de no ser Buckland, pero advirtió que había peligro de que les consideraran cortados por un mismo patrón. Ahora tenía la categoría de primer oficial y era uno de los oficiales que había aprobado, al menos tácitamente, que Sawyer fuera relevado del mando, por lo que tendría que conseguir una victoria para que sus superiores pensaran que tenía algún mérito.

—¡Maldita sea, hicimos lo que pudimos! —dijo Buckland para defenderse a la vez que hacía un gesto patético—. Cualquier barco podría encallar en ese canalizo. No tuvimos la culpa de que el timonel muriera. No creo que ningún barco pueda llegar al fondo de la bahía bajo ese fuego cruzado.

—Hornblower sugirió hacer un desembarco en el lado de la península más próximo a alta mar, en la bahía Escocesa —dijo Bush tan cautelosamente como pudo.

—¿Otra sugerencia de Hornblower? —preguntó Buckland.

—Me parece que eso era lo que tenía pensado desde el principio, señor: hacer un desembarco y atacar por sorpresa.

Tal vez porque el ataque había fracasado, Bush comprendía ahora que era descabellado poner un navío, un objeto de madera, en una situación tal que pudiera ser alcanzado por balas rojas.

—¿Y usted qué piensa?

—Bueno, señor…

Bush no podía expresar con claridad su opinión porque aún no estaba seguro de lo que era mejor hacer. Pensaba que si un hombre fracasaba una vez, podría fracasar dos, pero también que podría ser ahorcado tanto por robar un cordero como por robar un carnero. Era un hombre determinado y que no cedía fácilmente ante las dificultades, y ahora estaba molesto porque se habían retirado mansamente en cuanto fueron rechazados. Lo difícil era elaborar otro plan de ataque. Decidió decir todo eso a Buckland y se extendió lo bastante para resultar imprudente.

—Comprendo —dijo Buckland.

Los oscilantes faroles daban alternativamente luz y sombra al rostro de Buckland, acentuando su rictus de amargura. De repente Buckland tomó una decisión.

—Vamos a ver lo que dice.

—Sí, señor. Smith está de guardia ahora y a Hornblower le corresponde hacer la guardia de media. Supongo que habrá decidido estar acostado hasta que le llamen a hacerla.

Buckland estaba tan cansado como cualquier otro de los hombres que estaban a bordo del navío o incluso más que la mayoría. La idea de que Hornblower estaba cómodamente acostado en su coy mientras sus superiores estaban allí sentados cavilando hizo que Buckland tomara una decisión más rápido de lo que la hubiera tomado en otras circunstancias, la decisión de actuar inmediatamente en vez de esperar al día siguiente.

—Dígale que venga —ordenó.

Hornblower llegó a la cabina bastante rápido, con el pelo alborotado y la ropa no muy bien puesta. Al entrar en la cabina, miró a su alrededor con expresión preocupada, pues, como era lógico, se preguntaba por qué había recibido la orden de presentarse a sus superiores.

—¿Cuál es ese plan del que he oído hablar? —preguntó Buckland—. Según tengo entendido, usted tenía un plan para tomar la fortaleza, señor Hornblower.

Hornblower no contestó inmediatamente, pues estaba poniendo en orden sus ideas y examinado el plan, teniendo en cuenta la actual situación. A Bush no le parecía justo que Hornblower tuviera que hablar de su plan ahora, después que el Renown había intentado realizar un ataque y había fallado y había perdido la ventaja de atacar por sorpresa. Pero Bush advirtió que ordenaba sus ideas.

—Pensé que habría más posibilidades de ganar haciendo un desembarco, señor —dijo—. Pero eso fue antes que los españoles supieran que había un navío de línea en las inmediaciones de la isla.

—¿Y ahora no lo piensa?

Buckland hizo la pregunta en un tono que denotaba alivio y decepción a la vez (sentía alivio porque probablemente no tendría que tomar más decisiones y, por otra parte, había sufrido una decepción porque no le habían propuesto un medio de conseguir el éxito fácilmente). Pero a Hornblower en seguida se le notó en la cara que había terminado de poner en orden sus ideas y de calcular períodos de tiempo y distancias.

—Creo que podríamos intentar algo, señor, pero tendríamos que intentarlo inmediatamente.

—¿Inmediatamente? —preguntó Buckland, asombrado de que el joven sugiriera hacer algo enseguida, pues era de noche y los tripulantes estaban fatigados—. No querrá decir esta noche, ¿verdad?

—Creo que esta noche sería el mejor momento, señor. Los españoles nos han visto salir con el rabo entre las piernas, es decir, creen que hemos salido así. Cuando dejaron de vernos, al anochecer, salíamos de la bahía Samaná. Seguramente están orgullosos de sí mismos. Ya sabe usted cómo son, señor. Lo último que esperan es un ataque por otro flanco, por tierra y al alba.

Bush pensó que eso era sensato y emitió un sonido inarticulado para mostrar su conformidad, que era lo único que se atrevía a hacer para participar en la discusión.

—¿Cómo haría ese ataque, señor Hornblower?

Ahora Hornblower tenía en orden sus ideas. Su gesto de cansancio desapareció y el entusiasmo se reflejó en su semblante.

—El viento es favorable para entrar en la bahía Escocesa, señor, y podríamos llegar allí en menos de dos horas, antes de medianoche. Cuando lleguemos, ya estará preparado un destacamento de desembarco formado por cien marineros y todos los infantes de marina. Allí hay una playa donde es fácil desembarcar. La vimos ayer. El terreno debe de ser pantanoso hasta que las montañas de la península vuelven a empezar, pero se puede desembarcar en un lugar que no es pantanoso. Marqué el lugar ayer, señor.

—¿Y bien?

Hornblower ocultó su asombro al percatarse de que había un hombre que no podía saber cómo continuaba el plan a partir de ese punto usando su propia imaginación.

—Los hombres del destacamento de desembarco pueden subir a la cima de la montaña sin dificultad, señor. No es posible que se pierdan, pues tendrán el mar a un lado y la bahía de Samaná al otro. Luego pueden rodear la cumbre y atacar de repente la fortaleza al amanecer. Supongo que los españoles casi no vigilan ese lado porque está formado en su mayor parte por un acantilado y pantanos.

—Por cómo lo dice, señor Hornblower, parece que es muy fácil. Pero, ¿le parecen suficientes ciento ochenta hombres?

—Suficientes, señor.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Puesto que nos disparaban seis cañones desde la fortaleza, habrá allí noventa artilleros como máximo, aunque es más probable que sólo haya sesenta. Además, habrá algunos hombres que traen las municiones y otros que trabajan en las fraguas. Supongo que hay en total ciento cincuenta hombres, o tal vez apenas cien.

—Pero, ¿por qué piensa que sólo hay esos hombres allí?

—Los españoles no temen que les ataquen por ese lado de la isla y muchos están combatiendo con los negros, los franceses y quizá también con los ingleses que están en Jamaica. No temen que los negros atraviesen los pantanos para atacarles. Creen que el peligro está al sur de la bahía Samaná y tienen apostados en ese lado a todos los hombres que pueden disparar un mosquete. Las ciudades están en ese lado, y por allí es por donde ese tal Toussaint o como se llame puede atacarles, señor.

Las últimas palabras de la larga explicación de Hornblower fueron una feliz ocurrencia. Era evidente que procuraba no parecer pedante cuando explicaba esas cosas obvias a su superior. Bush advirtió que Buckland se había inquietado al oír a Hornblower mencionar a los negros y a los franceses, y pensó que en las órdenes secretas, que no había sido autorizado a leer, debía hacerse referencia a la difícil situación política de Santo Domingo, donde los esclavos insurrectos, los franceses y los españoles (los dos últimos nominalmente aliados en otras partes del mundo) se disputaban el dominio de la isla.

—Dejaremos de lado a los negros y a los franceses —dijo Buckland, confirmando la sospecha de Bush.

—Sí, señor —dijo Hornblower, y sin reparo añadió—: Pero los españoles no. Temen más a los negros que a nosotros, en la actualidad.

—Entonces usted cree que este ataque puede tener éxito, ¿verdad? —preguntó Buckland, tratando desesperadamente de cambiar de tema.

—Creo que sí, señor. Pero se hace tarde.

Buckland estaba indeciso y miró a sus dos subordinados con tristeza. Bush se compadeció de él. Otro rechazo (posiblemente sumado a algo peor: la rendición del destacamento de desembarco) sería la ruina de Buckland.

—Si nos apoderamos de la fortaleza, podremos acabar con los barcos corsarios que se encuentran en la bahía. Conseguiremos que los barcos corsarios nunca vuelvan a fondear en ella.

—Eso es cierto —admitió Buckland, pensando que eso significaría cumplir sus órdenes fácilmente y recuperar su prestigio.

Se oía el rítmico crujido de las cuadernas mientras el Renown pasaba por entre las olas. Los vientos alisios llegaban hasta la cabina, le refrescaban a Bush la cara sudorosa y se llevaban consigo parte del aire viciado.

—¡Maldita sea! —exclamó Buckland y de repente, en tono decidido, dijo—: ¡Vamos a hacerlo!

—Muy bien, señor —dijo Hornblower.

Bush tuvo que reprimirse para no decir algo que expresara su satisfacción. Hornblower había hablado en tono neutro, porque si hubiera animado a Buckland a actuar, sus palabras habrían tenido el efecto contrario o podrían haberle hecho revocar su decisión ahora.

Aunque Buckland había tomado esa decisión, tenía que tomar otra casi tan importante enseguida.

—¿Quién estará al mando de la operación? —preguntó Buckland.

Ésa era una pregunta retórica, porque sólo Buckland podía responderla. Bush y Hornblower sabían muy bien eso y se limitaron a esperar.

—Roberts tendría que estar al mando, si viviera —dijo Buckland y luego miró hacia Bush—. Señor Bush, ¿tomará usted el mando?

—Sí, señor.

Bush se puso de pie e inclinó la cabeza bajo los baos que sostenían la cubierta superior.

—¿A quién quiere llevar con usted?

Hornblower había permanecido de pie durante toda la entrevista y en ese momento pasó discretamente el peso del cuerpo de un pie al otro.

—¿Ya no me necesita, señor? —preguntó a Buckland.

Bush le miró, pero advirtió que su gesto no traslucía sus sentimientos sino un profundo respeto, el respeto de un oficial a su superior. Bush pensó en Smith, el otro teniente del navío. Luego pensó en Whiting, el capitán de Infantería de marina, quien, indudablemente, tendría que participar en el desembarco. Podría llevar a algunos ayudantes del oficial de derrota y a algunos guardiamarinas entre sus subordinados. Iba a ser el responsable de una operación militar arriesgada y ahora no sólo el prestigio de Buckland sino también el suyo estaban en juego. Se preguntaba a quién sería mejor tener a su lado en ese momento, uno de los momentos más importantes de su carrera. Si pedía que le acompañara otro teniente, ese teniente sería el segundo al mando y participaría en la toma de decisiones.

—Necesitamos al señor Hornblower todavía, señor Bush? —inquirió Buckland.

Bush pensó que Hornblower sería un subordinado muy activo, casi incansable, y que podría hacer críticas, al menos con el pensamiento, y no le gustaba la idea de ejercer el mando con Hornblower a su lado, oyendo todas y cada una de sus órdenes. Pero el debate interno de Bush no tomó una forma definida, de argumentos a favor y en contra, sino que fue simplemente un conflicto entre el instinto y los prejuicios, que era el resultado de sus años de experiencia en la Armada y que nunca sería capaz de expresar con palabras. Llegó al convencimiento de que no necesitaba a Hornblower ni a Smith antes de volver a mirar a Hornblower. El joven trataba de mostrarse impasible, pero Bush se percató de que estaba ansioso de ser invitado a participar en la operación. Naturalmente, todos los oficiales desearían participar en ella porque eso les ofrecería la oportunidad de destacar, pero Hornblower tenía otros motivos. Hornblower estaba en posición de atención, con los brazos a los lados del cuerpo, pero Bush notó que de vez en cuando sus largos dedos daban ligeros golpes en sus muslos, luego él hacía un esfuerzo para que no le se movieran y al final se le movían involuntariamente. Bush tomó una decisión, pero no le indujo a ellos un sereno razonamiento sino algo muy diferente, que podría llamarse amabilidad o afecto. Sentía gran simpatía por aquel joven polifacético y voluble y ahora ya no dudaba de su valentía.

—Me gustaría que Hornblower viniera conmigo, señor —dijo de tal modo que parecía que las palabras habían salido de su boca sin que interviniera su voluntad. Parecían las palabras de un hermano mayor bondadoso que cargaba con la responsabilidad de llevar con él a un hermano mucho menor a hacer algo agradable.

Y mientras Bush hablaba, Hornblower le había mirado de tal modo que había borrado el arrepentimiento que empezaba a sentir por haber permitido que sus sentimientos intervinieran en su decisión. En la mirada de Hornblower se reflejaban el alivio y la gratitud, lo que hizo a Bush pensar de sí mismo que era magnánimo y que se había convertido en un hombre mejor y de mayor altura moral por lo que había hecho. Naturalmente, no le parecía una incongruencia que Hornblower mostrara gratitud hacia él por una decisión que ponía en peligro su vida.

—Muy bien, señor Bush —dijo Buckland y, como siempre, vaciló después de llegar a un acuerdo—. Pero me deja usted a un solo teniente.

—Carberry podría encargarse de las guardias, señor —dijo Bush—. Y algunos ayudantes del oficial de derrota también están preparados para encargarse de las guardias.

Para Bush era tan natural dar argumentos para vencer la oposición cuando ya se había comprometido a hacer algo como para un pez intentar morder el cebo del anzuelo.

—Muy bien —repitió Buckland y dio un suspiro—. ¿Qué le preocupa a usted, señor Hornblower?

—Nada, señor.

—Quería decir algo, ¿no? Pues dígalo.

—No es nada importante, señor. Puede esperar. Pero estaba pensando que tal vez podríamos cambiar el rumbo, señor. No perderíamos tiempo si hiciéramos rumbo a la bahía Escocesa ahora.

—Creo que podríamos cambiarlo —dijo Buckland, quien sabía tan bien como cualquier oficial de la Armada que los cambios del viento y el tiempo eran imprevisibles y que no debía retrasarse ningún combate naval cuando se tomaba la decisión de entablarlo, pero lo habría pasado por alto si no le hubieran hecho pensar en ello—. Muy bien. Entonces vamos a virar el navío. ¿Qué rumbo va a seguir?

Cuando cesó el bullicio que había mientras el navío viraba en redondo, Buckland, agotado, regresó a su cabina y volvió a sentarse. Puso una expresión indefinida para ocultar la ansiedad que le consumía.

—Hemos satisfecho al señor Hornblower por el momento —dijo—. Ahora, señor Bush, diga usted qué necesita.

Por los procedimientos habituales establecieron los acuerdos respecto a la operación propuesta, tales como el número de hombres que participarían en ella, las armas que llevarían y el lugar donde se reunirían con ellos la mañana siguiente. Hornblower permaneció apartado de ellos en un rincón mientras tomaban esos acuerdos.

—¿Tiene alguna sugerencia, señor Hornblower? —preguntó Bush al cabo de un rato, guiado por la cortesía y quizá también por la política.

—Sólo una, señor. Creo que deberíamos llevar algunos cabos con rezones. Nos serán útiles si tenemos que escalar muros.

—Está bien —dijo Bush—. Ocúpese de llevarlas.

—Sí, señor.

—¿Necesita a algún mensajero, señor Hornblower?

—Sería conveniente que llevara uno, señor.

—¿A alguien en particular?

—Preferiría llevar a Wellard, señor, si no tiene usted nada que objetar. Es ecuánime y discurre con rapidez.

—Muy bien —dijo Buckland, que miraba con fijeza a Hornblower desde que había mencionado el nombre de Wellard, pero no dijo nada más sobre el asunto—. ¿Algo más? ¿No? ¿Y usted, señor Bush? ¿Está todo claro?

—Sí, señor.

Buckland tamborileó con los dedos sobre la mesa. El hecho de haber cambiado de rumbo no era un paso decisivo, no le comprometía a nada, pero la orden que iba a dar ahora sí le iba a comprometer. Cuando ordenara a los marineros levantarse y les diera armas e instrucciones para hacer un desembarco, sería casi imposible volverse atrás. Otro intento y quizá otro fracaso, quizá una derrota grave… No podía conseguir el éxito a voluntad, pero podía evitar el fracaso simplemente no arriesgándose a él. Alzó la vista y vio que sus subordinados le miraban fijamente. Comprendió que era demasiado tarde, que se había equivocado al pensar que podía echarse atrás. Ya no podía.

—Entonces sólo falta dar las órdenes —dijo—. ¿Quiere ocuparse de eso, por favor?

—Sí, señor —respondió Bush.

Hornblower y él estaban a punto de salir de la cabina cuando Buckland preguntó lo que deseaba preguntar desde hacía mucho tiempo. La curiosidad que le impulsaba a hacer la pregunta se había reavivado cuando Hornblower mencionó a Wellard, pero hacerla significaba cambiar bruscamente de tema. No obstante, la alegría de haber tomado una decisión le daba ánimos para hacer la pregunta. Además, en ese momento ellos estaban exaltados y era posible que se hicieran confidencias.

—A propósito, señor Hornblower, ¿cómo se cayó el capitán por la escotilla? —preguntó.

Hornblower se detuvo junto a la puerta. Bush vio que la máscara inexpresiva sustituía a la expresión alegre de su rostro. La respuesta llegó al cabo de uno o dos segundos.

—Creo que perdió el equilibrio, señor —dijo Hornblower con seriedad y en un tono que no expresaba ningún sentimiento—. Como usted recordará, señor, el navío se balanceaba fuertemente, aquella noche.

—Sí —dijo Buckland en un tono que traslucía su decepción y su perplejidad, y escrutó el rostro de Hornblower, pero no pudo descubrir lo que pensaba—. Muy bien. Pro siga.

—Sí, señor.