El teniente Buckland, que estaba provisionalmente al mando del navío de setenta y cuatro cañones Renown, se encontraba en el alcázar mirando por el telescopio las montañas de Santo Domingo. El navío estaba en facha y se balanceaba de una forma inusual que causaba una desagradable impresión, pues las largas olas que los vientos alisios del noreste formaban en el Atlántico pasaban por debajo de la quilla mientras llegaban por la proa las últimas ráfagas del terral, que soplaba desde medianoche y había comenzado a amainar desde que el ardiente sol empezó a calentar la isla otra vez. El Renown oscilaba de tal modo que parecía que iba a volcar, ya que las portas de los costados se sumergían en el agua, y como el viento que soplaba apenas tenía intensidad suficiente para formar las olas, no lograba enderezarla, a pesar de que tenía la sobremesana orientada hacia la parte de donde venía. Se inclinaba hacia un lado hasta que los cabos de los motones que mantenían los cañones en su posición se ponían tan tensos que crujían, hasta que la cubierta estaba tan ladeada que era casi imposible mantener el equilibrio. Se quedaba así varios horribles segundos y luego se enderezaba lentamente, pero no se detenía cuando ya estaba derecha y tenía la cubierta horizontal sino que se inclinaba hacia el otro lado con una rapidez vertiginosa, entre los chasquidos y el sonido metálico de los aparejos, hasta que los cabos de los motones crujían, y después permanecía inmóvil allí hasta que una ola pasaba por debajo de la quilla, y entonces repetía el mismo movimiento. Mientras tanto los tripulantes poco cautelosos resbalaban.
—¡Por amor de Dios! —exclamó Hornblower, agarrándose a una cabilla del cabillero que rodeaba el palo mesana para evitar resbalar por la cubierta e introducirse en un imbornal—. ¿Por qué no se decide ya?
Bush notó algo en la mirada de Hornblower que le hizo mirarle con más atención.
—¿Está mareado? —preguntó con curiosidad.
—¿Quién no? —dijo Hornblower—. ¡Cómo se balancea!
Bush tenía el estómago de piedra y nunca había tenido ni una sola arcada, pero sabía que otros hombres eran menos afortunados y se mareaban incluso después de llevar semanas navegando, sobre todo cuando el movimiento de los navíos cambiaba. Aquel lúgubre balanceo era muy distinto al movimiento que el Renown tenían cuando navegaba.
—Buckland tiene que reconocer la costa —dijo para consolar a Hornblower.
—¿Qué más quiere ver? —preguntó Hornblower, malhumorado—. En esa fortaleza está la bandera española. Ya todos los que están en tierra saben que hay un navío de línea merodeando por aquí, y los españoles no necesitan ser muy inteligentes para saber que no estamos haciendo un viaje de recreo. Los españoles han tenido tiempo, todo el tiempo que necesitaban, para prepararse para recibirnos.
—¿Qué otra cosa podía hacer?
—Podía haber ordenado que el navío se aproximara a la costa en la oscuridad, aprovechando la brisa marina, con varios destacamentos de desembarco preparados, y que los destacamentos desembarcaran al amanecer. Así habría atacado la fortaleza antes que los que están en ella hubieran advertido el peligro. ¡Oh, Dios mío!
Esa exclamación no tenía ninguna relación con lo que Hornblower había dicho antes. Hornblower la había hecho porque se le había revuelto el estómago. Aunque estaba bronceado, las mejillas se le habían puesto verdosas a causa del mareo.
—Mala suerte —dijo Bush.
Buckland trataba de mantener el telescopio dirigido hacia la costa a pesar del balanceo del navío. Aquella era la bahía Escocesa. Al oeste había una playa, y cuando las olas rompían en ella, la espuma color crema llegaba hasta muy lejos y luego regresaba despacio a la orilla del mar; al este, justo a la orilla de las azules aguas, había una cadena de montañas rocosas con árboles en la cima, y cuando la olas rompían en ellas, formaban capas de agua y espuma que las cubrían hasta una gran altura y luego descendían y formaban una franja blanca. Esas montañas se extendían por el litoral a lo largo de treinta millas, casi exactamente de este a oeste, y formaban la península Samaná, que terminaba en el cabo Samaná. Según las cartas marinas, la península sólo tenía diez millas de ancho y al otro lado del cabo se encontraba la bahía Samaná, que estaba muy próxima al canal de la Mona. La bahía era un lugar muy apropiado para que fondearan en él barcos corsarios y pequeños barcos de guerra, pues allí estaban protegidos por la fortaleza de la península Samaná y desde allí podían pasar fácilmente al canal de la Mona para atacar los convoyes que lo cruzaban al llegar o salir de la Antillas. El capitán del Renown había recibido orden de acabar con los barcos que había en aquella guarida antes de seguir navegando hacia sotavento, en dirección a Jamaica, y todos los tripulantes se lo imaginaban, pero ahora que había llegado el momento de enfrentarse a ese problema, Buckland no sabía cómo resolverlo. Todos los oficiales que estaban agrupados en el alcázar del Renown y le miraban atentamente notaban su indecisión.
De repente la gavia mayor empezó a dar gualdrapazos, produciendo un ruido atronador, y el navío comenzó a virar lentamente la proa hacia alta mar. El terral se había extinguido y los vientos alisios, que soplaban eternamente en el Atlántico, volvieron a dominar sobre él. Buckland guardó el telescopio con alivio. Ésa era una excusa para posponer el ataque.
—¡Señor Roberts!
—¿Señor?
—Vire a babor. ¡Rápido!
—Sí, señor.
Los marineros que hacían guardia en la popa se apresuraron a coger las brazas de la verga mesana y el navío escoró a sotavento. El navío viró poco a poco, a medida que las gavias fueron tomando el viento, y enseguida ganó velocidad. La siguiente ola llegó hasta el navío por la amura de babor, y él la atravesó con rapidez envuelto en la espuma. El susurro del viento entre los tensos aparejos de barlovento se convirtió en un sonido vibrante, que armonizaba con el melodioso sonido que producía el navío al surcar el mar. Otra vez el Renown se movía con brío, como si estuviera vivo, no como un cadáver empujado por las olas. Cabeceaba con fuerza y avanzaba con rapidez por la gran presión que ejercían sobre él los vientos alisios, y mientras tanto dejaba tras sí una estela color crema en las azules aguas y las olas pasaban ruidosamente por debajo de su proa.
—¿Se siente mejor? —preguntó Bush a Hornblower.
—Mejor en parte —respondió Hornblower, mirando las distantes montañas de Santo Domingo—. Quisiera que entabláramos un combate en vez de alejarnos para pensar en ello.
—¡Es usted un tragafuegos! —exclamó Bush.
—¿Yo un tragafuegos? —preguntó Hornblower—. ¡Qué va! ¡Todo lo contrario! Quisiera… Me parece que quiero demasiadas cosas.
Bush pensó con resignación que era difícil entender a algunas personas. Estaba contento de estar bajo la cálida luz del sol ahora, pues el paso del navío a través del viento atenuaba el calor. Si el futuro iba a traer la lucha y el peligro, podía esperar por ellos tranquilamente, y se alegraba de no tener la responsabilidad de Buckland, la responsabilidad de llevar un navío de línea y a sus setecientos veinte tripulantes a entablar un combate. Y pensar en entablar un combate al menos le servía para dejar de pensar en que había un capitán demente bajo la cubierta.
Cuando los oficiales se reunieron en la cámara de oficiales para comer, Bush notó que Hornblower estaba muy nervioso. Buckland les comunicó su intención de coger el toro por los cuernos la mañana siguiente, es decir, doblar el cabo Samaná y adentrarse en la bahía, y dijo que el Renown no tendría que disparar muchas andanadas para destruir los barcos que estaban allí fondeados. Bush estaba completamente de acuerdo con su plan. Primero acabarían con los barcos corsarios, quemándolos o hundiéndolos, y luego decidirían lo que iban a hacer después, si creían que debían hacer algo más. Cuando aún estaban reunidos en la cámara de oficiales, Buckland preguntó si algún oficial tenía preguntas que hacer. Smith, sensatamente, pidió información sobre las mareas, y Carberry se la dio. Roberts hizo una o dos preguntas sobre la situación al sur de la bahía. Sin embargo, Hornblower, que estaba sentado en un extremo de la mesa, permaneció en silencio, aunque miraba atentamente a los oficiales que hacían preguntas.
Durante las guardias de cuartillo, Hornblower se paseó de un extremo a otro del alcázar solo, con la cabeza baja como si estuviera meditando y con las manos tras la espalda. Bush advirtió que se retorcía los dedos y dudó de su valor. Se preguntó si era posible que aquel joven y enérgico oficial careciera de valor. Esa frase no era suya, sino que la oyó hacía años en algún lugar cuando alguien había hablado maliciosamente, pero prefería usarla a decir claramente a Hornblower que sospechaba que era un cobarde. Bush no era muy tolerante, y en cuanto descubría que un hombre era cobarde, dejaba de relacionarse con él.
Algún tiempo antes de que llegara la mañana siguiente se oyeron pitidos por toda la cubierta y los infantes de marina tocaron redobles en los tambores.
—¡Zafarrancho de combate! ¡Todos a sus puestos! ¡Zafarrancho de combate!
Bush bajó a la cubierta inferior, que era su puesto en las batallas. Tenía a su cargo los diecisiete cañones de veinticuatro libras de la batería de estribor y a todos los hombres que había en la cubierta inferior, y Hornblower tenía a su cargo la batería de babor y estaba a sus órdenes. Los marineros ya estaban retirando los mamparos y quitando las cosas que estorbaban el paso. Un grupo de ayudantes del cirujano atravesaron la cubierta sosteniendo un tablón al que estaba atado un hombre envuelto en una especie de camisa de fuerza, que se retorcía a pesar de estar atado y envuelto así, y lloraba lastimosamente. Ese hombre era el capitán, y los ayudantes del cirujano le llevaban a un lugar seguro, a una cubierta situada más abajo, donde se encontraban las cadenas del ancla, porque estaban quitando los mamparos de su cabina. Uno o dos marineros volvieron la cabeza hacia el desdichado, pero Bush les reprendió, pues deseaba poder informar dentro de poco tiempo que la cubierta inferior estaba preparada para el combate.
Hornblower apareció entonces, saludó a Bush tocándose el sombrero y se colocó junto a los cañones que estaban a su cargo para inspeccionarlos. Casi toda la cubierta inferior estaba en penumbra, pues los haces de luz que entraban por las escotillas apenas podían hacer más claras las partes más alejadas de ellas, que estaban pintadas de rojo oscuro. En ese momento, llegaron media docena de grumetes con un cubo de arena cada uno y esparcieron la arena por la cubierta. Bush observó con mucha atención cómo la esparcían, ya que de ella dependía que los artilleros pudieran apoyar firmemente los pies en la cubierta. Ya estaban llenos de agua los cubos que había junto a cada cañón, que servían para dos cosas, para mojar los lampazos con que se limpiaban los cañones y para apagar incendios. Alrededor del palo mayor había más cubos de agua para apagar incendios. En unos recipientes metálicos colocados en ambos costados del navío ardían las mechas de combustión lenta, con las que los jefes de las brigadas de artilleros volvían a encender sus botafuegos si era necesario. Fuego y agua. Los infantes de marina, con su chaqueta escarlata y su bandolera blanca, avanzaban ahora por la cubierta mientras sus chacós rozaban los baos que sostenían la cubierta superior. El cabo Greenswood apostó a un infante de marina con un mosquete cargado y con la bayoneta calada junto a cada una de las escotillas. Esos hombres tenían el deber de evitar que personas no autorizadas bajaran a la parte del navío que estaba por debajo de la línea de flotación y se refugiaran allí porque era un lugar más seguro. Hobbs, el condestable interino, y sus ayudantes aparecieron en ese momento y enseguida bajaron a la santabárbara. Todos tenían puestas zapatillas de tela para evitar que explotara la pólvora que probablemente se derramaría en la santabárbara durante el combate.
Poco después subieron corriendo los grumetes servidores de la pólvora, cada uno con un cartucho para cada cañón. Los artilleros soltaron las trincas de los cañones, se colocaron junto a los motones en espera de recibir la orden de abrir las portas y sacar los cañones. Bush miró hacia ambos costados. Todos los jefes de las brigadas de artilleros estaban en sus puestos. Al lado de cada cañón de estribor había diez artilleros, y al lado de cada uno de los de babor, cinco (respectivamente el máximo y el mínimo número de artilleros que manejaban los cañones de veinticuatro libras). Bush tenía la responsabilidad de que cada cañón siempre lo manejara un número de artilleros adecuado, fuera cual fuera la batería que disparara. Si las baterías de ambos costados debían disparar al mismo tiempo, tenía que hacer una división justa, y cuando empezaba a haber bajas y comenzaban a quedar inservibles los cañones, tenía que redistribuir a los artilleros. En ese momento los suboficiales informaron a Bush que sus brigadas ya estaban preparadas para la lucha, y él se volvió hacia el guardiamarina que estaba a su lado, cuya tarea era llevar mensajes.
—Señor Abbott, informe al primer oficial que la cubierta inferior está preparada para el combate y pregúntele si debo sacar los cañones ahora.
—Sí, señor.
Un momento antes, había actividad y ruidos en todo el navío, y ahora en la cubierta inferior había calma y silencio casi absoluto, pues sólo se oía el crujido de las cuadernas cuando el navío subía y bajaba rítmicamente. Bush, que estaba de pie junto al palo mayor, se bamboleaba al ritmo del movimiento del navío. El joven Abbott bajó la escala corriendo.
—El señor Buckland le presenta sus respetos, señor, y dice que no saque los cañones todavía.
—Muy bien.
Hornblower estaba lejos de allí, en la popa, justo al final de la fila de motones. Se había vuelto hacia atrás para oír el mensaje que traía Abbott, y ahora se volvía otra vez hacia delante. Bush vio que separaba las piernas, se ponía las manos tras la espalda y agarraba fuertemente una mano con la otra. Tenía los hombros y la cabeza muy derechos, y eso podría significar cualquier cosa, que estaba deseoso de empezar a luchar o todo lo contrario. El jefe de una brigada de artilleros le hizo una pregunta, y Bush le vio volverse para contestarle. A pesar de que había poca luz en la cubierta, Bush notó que tenía un gesto preocupado y sospechó que su sonrisa era forzada, pero pensó con benevolencia que a menudo los hombres tenían ese gesto antes de empezar un combate.
El navío navegaba silenciosamente. Incluso Bush aguzaba el oído para oír lo que pasaba arriba y deducir de ello cuál era la situación. A través de la escotilla oyeron la voz apenas audible de un marinero.
—El fondo no es lo bastante bajo, señor. El fondo no es lo bastante bajo en este lado.
Sin duda, había un marinero en el pescante midiendo la profundidad del mar con la sonda para acercar el navío a la costa. Todos los hombres que se encontraban en la cubierta inferior llegaron a esa conclusión y empezaron a hablar de ello con los que estaban a su lado.
—¡Silencio! —gritó Bush.
Se oyó otro grito del sondador y luego una orden. Inmediatamente la cubierta inferior se llenó de ruido. Los marineros estaban sacando los cañones de la cubierta superior, y como en el espacio reducido y cerrado que formaba la cubierta inferior los sonidos eran intensificados y prolongados por las cuadernas, el ruido producido por las cureñas al rodar por la cubierta parecía una sucesión de truenos. Todos miraron a Bush para ver si les daba alguna orden, pero él no había recibido ninguna. Entonces un guardiamarina empezó a bajar la escala.
—El señor Buckland le presenta sus respetos, señor, y le pide por favor que saque los cañones.
Había gritado el mensaje sin llegar a bajar a la cubierta, y todos pudieron oírlo. Se oyó un murmullo en la cubierta y los tripulantes más nerviosos se acercaron a las portas para abrirlas.
—¡Quietos! —gritó Bush.
Todos, avergonzados, se detuvieron.
—¡Abran las portas!
La oscura cubierta inferior se llenó de luz y sobre la parte de babor pudieron verse pequeños rectángulos de luz solar que alternativamente aumentaban y disminuían con el movimiento del navío.
—¡Sacar los cañones!
Con las portas abiertas el ruido no era tan intenso. Los artilleros tiraron con todas sus fuerzas de los cabos de los motones, las cureñas se movieron con estrépito hacia delante y las bocas de los cañones salieron por las portas. Bush se acercó al cañón más próximo y agachó la cabeza para mirar por una de las portas. Vio a lo lejos las verdes montañas de la isla y notó que aquella parte de la costa no era tan escarpada y que al pie de las montañas había una franja de terreno con mucha vegetación.
—¡Todos a virar!
Bush reconoció la voz de Roberts, que gritaba desde el alcázar. Notó que la cubierta que tenía bajo los pies se ponía horizontal y le pareció que las lejanas montañas se movían con el navío. Las vergas giraban y los mástiles crujían. Bush pensó que seguramente estaban doblando el cabo Samaná. El movimiento del navío había variado mucho más que si solamente hubiera cambiado de rumbo. No sólo estaba vertical sino que se deslizaba por aguas tranquilas, por las aguas de la bahía. Bush se agachó junto a un cañón y miró hacia la costa. Ahora podía ver el lado sur de la península, cuyo litoral era casi tan escarpado como el del lado más próximo a alta mar. En el extremo, en la cima de un monte, estaba la fortaleza, y en ella ondeaba la bandera española. El guardiamarina, muy excitado, bajó la escala con la agilidad de una ardilla.
—¡Señor! ¡Señor! ¿Puede apuntar los cañones hacia las baterías y hacer un disparo para comprobar si están a su alcance?
Bush, con gesto adusto, le miró fijamente.
—¿Por orden de quién? —preguntó.
—Del señor Buckland, señor.
—Entonces dígalo. Muy bien. Presente mis respetos al señor Buckland y dígale que aún falta mucho tiempo para que las baterías estén al alcance de los cañones.
—Sí, señor.
Salía humo de la fortaleza, pero no era humo producido por la explosión de la pólvora. Bush sintió un escalofrío al pensar que probablemente fuera humo de una fragua en que ponían al rojo vivo las balas. Era probable que muy pronto la fortaleza empezara a lanzar balas rojas[4], y puesto que se encontraba en lo alto del monte, las balas podrían alcanzar el navío fácilmente, pero Bush no podría causar daño a la fortaleza como respuesta, no podría elevar los cañones lo bastante para que las balas la alcanzaran. Se irguió y fue hasta el costado de babor, donde Hornblower, junto a un cañón en la misma posición que él tenía, miraba hacia afuera.
—Ahí está el otro cabo —dijo Hornblower—. ¿Ve esos bancos de arena? Seguramente este canalizo los bordea. Hay una batería en el cabo… ¡Mire, está saliendo humo! ¡Están calentando balas!
—Eso creo —dijo Bush.
Muy pronto estarían bajo el fuego cruzado de las baterías de ambos cabos. Bush tenía esperanzas de que no tendrían que estar bajo ese fuego demasiado tiempo. Oyó gritar órdenes en la cubierta superior y luego, cuando las vergas giraban, el crujido de los mástiles. El Renown estaba virando en redondo.
—La fortaleza ha empezado a disparar, señor —informó el ayudante del oficial de derrota, que se encargaba de los cañones de proa de estribor.
—Está bien, señor Purvis —dijo y fue hasta el otro costado para mirar hacia afuera—. ¿Ha visto dónde cayó la bala?
—No, señor.
—Están disparando por este lado también, señor —dijo Hornblower.
—Está bien.
Bush vio salir humo blanco de los cañones de la fortaleza, y en el campo visual que iba de su ojo a ella, a unas cincuenta yardas del costado del navío, vio elevarse un chorro de agua desde la superficie dorada del mar. Un instante después algo chocó con el casco justo por encima de su cabeza, y pensó que una bala había rebotado en la superficie del mar y se había incrustado en algún lugar del conjunto de cuadernas de roble de dieciocho pulgadas de grosor que formaban el costado del navío. Luego se oyó una serie de impactos, pues muchos cañonazos dieron en el blanco.
—Creo que los cañones podrían alcanzar la batería este lado, señor —dijo Hornblower.
—Entonces trate de alcanzarla.
El propio Buckland se asomó a la escotilla y gritó:
—¿No puede abrir fuego todavía, señor Bush?
—Ahora mismo, señor.
Hornblower estaba junto al cañón de veinticuatro libras del centro. El jefe de la brigada que lo manejaba metió el espeque bajo la cureña y lo movió hacia arriba con todas sus fuerzas. A cada lado tenía a dos hombres que, siguiendo sus instrucciones, movieron los motones para apuntar el cañón, que ya tenía las retrancas desatadas. Luego lo inclinaron lo más posible poniéndole un calzo. El jefe de la brigada levantó un poco la tapa de la recámara y comprobó que estaba llena de pólvora y, al tiempo que metía el botafuego en el fogón, gritó: «¡Apártense!».
El rugido del cañón retumbó en aquel espacio cerrado y parte del humo retrocedió hacia el costado de babor.
—Justo debajo, señor —informó Hornblower, de pie junto a la porta de al lado—. Cuando los cañones se calienten, la alcanzarán.
—Entonces continúe.
—¡Primera brigada, fuego! —gritó.
Los cuatro cañones de proa dispararon casi al mismo tiempo.
—¡Segunda brigada!
Bush sentía inclinarse la cubierta bajo sus pies debido a la potencia de la descarga y al retroceso del cañón. El humo acre seguía propagándose por aquel espacio cerrado y el ruido era ensordecedor.
—¡Prueben otra vez, marineros! —gritó Hornblower—. ¡Apunten bien, jefes de brigada!
Bush sintió un horrible estrépito cerca de él y luego vio una bala pasar silbando por su lado y chocar contra el bao que estaba cerca de su cabeza. La bala entró por una porta y rompió las retrancas de un cañón; dos hombres cayeron junto a él, uno estaba inmóvil y el otro se retorcía de dolor. Bush estaba a punto de dar la orden de que les recogieran cuando otra cosa llamó poderosamente su atención: había un profundo agujero en el bao que estaba cerca de su cabeza y salía humo de él. La bala que había roto las retrancas era una bala roja y, aparentemente, se había dividido en varios pedazos que habían saltado por el aire. Un pedazo grande, el más grande, se había introducido en el bao y ahora el bao ardía sin llama.
—¡Traigan cubos de agua! —gritó Bush.
Puesto que los baos eran de madera seca, un pedazo de una bala roja de diez libras de peso incrustado en uno de ellos podía provocar un incendio en cualquier momento. En la cubierta superior se oían pasos apresurados y el clic-clic de las bombas. Bush dedujo que allí también estaban apagando incendios. Los cañones que estaban a cargo de Hornblower, los del costado de babor, seguían disparando con estrépito, y sus cureñas producían un ruido atronador al rodar por la cubierta. Aquello era un infierno, y en medio del humo del infierno estaba Hornblower.
Los mástiles volvieron a crujir cuando las vergas giraron. A pesar de todo, había que hacer avanzar el navío por el tortuoso canalizo. Bush miró hacia afuera por una porta y, con tranquilidad, calculó con la vista la distancia de allí a la fortaleza. Se dio cuenta de que todavía no estaba al alcance de los cañones y pensó que no tenía sentido desperdiciar municiones. Entonces se irguió y miró a su alrededor a través del humo que llenaba la cubierta. Notó algo raro en la cubierta que tenía bajo los pies. Se puso de puntillas para comprobar si era cierto lo que se imaginaba. La cubierta estaba ligeramente inclinada, pero esa inclinación era permanente. «¡Oh, Dios mío!», pensó. Hornblower se volvió hacia él y, señalando hacia abajo con la cabeza, confirmó su sospecha: el Renown había encallado. Seguramente se había deslizado por un banco de cieno tan despacio que había perdido velocidad sin dar sacudidas apreciables, pero su inclinación indicaba que la proa había penetrado bastante en el banco. Se oyeron los impactos de otras balas que alcanzaron el navío y luego los pasos apresurados de los marineros que trataban de apagar el fuego y reparar los daños. El navío estaba encallado y condenado a desmoronarse a consecuencia de los disparos de las malditas fortalezas, si antes esos disparos no le prendían fuego y provocaban que sus tripulantes se quemaran vivos allí, en el banco de cieno. Hornblower se acercó a él con el reloj en la mano.
—La marea todavía está subiendo —dijo—. Falta una hora para la pleamar. Pero me parece que el navío está metido en el cieno muy profundamente.
Bush le miró y sólo fue capaz de decir blasfemias. Echar palabras sucias por la boca era el único medio que tenía para atemperar su ira.
—¡Quieto, Duff! —gritó Hornblower, desviando la vista de su rostro y volviéndola hacia unos artilleros que rodeaban el cañón que tenían que manejar—. ¡Limpie bien eso! ¿Acaso quiere que una explosión le arranque las manos cuando ponga la carga?
Cuando Hornblower volvió a mirar a Bush, éste ya había recuperado el dominio de sí mismo.
—¿Y dice usted que falta una hora para la pleamar? —preguntó.
—Sí, señor, de acuerdo con los cálculos de Carberry. —¡Dios nos asista!
—Ahora los cañones que tengo a mi cargo pueden alcanzar la batería de ese cabo, señor. Si puedo hacer que las balas lleguen justamente a las troneras, lograré que el ritmo de los disparos de la batería disminuya, aunque no logre que deje de disparar.
Se oyó el impacto de otra bala que alcanzó el navío, y luego el de otra.
—Pero no pueden alcanzar la que está al otro lado del canalizo.
—No —dijo Hornblower.
Los grumetes servidores de pólvora corrían por la abarrotada cubierta con nuevos cartuchos para los cañones. El guardiamarina encargado de llevar los mensajes se abrió paso entre ellos.
—Señor Bush, el señor Buckland dice que se presente a él. Hemos encallado y estamos bajo el fuego enemigo, señor.
—¡Cállese! Señor Hornblower, le dejo a cargo de todo.
—Sí, señor.
En el alcázar la luz era cegadora. Buckland estaba cerca del coronamiento sin sombrero e intentaba que su gesto no trasluciera ningún sentimiento. Se oyó un estrépito, y después se vio un chorro de vapor cuando alguien echó agua con una manguera al lugar de la amurada donde se había incrustado un fragmento de hierro incandescente. Había varios muertos junto a los imbornales. Algunos marineros retiraban a los heridos de la cubierta. Una bala o los trozos de madera que la bala había hecho saltar por los aires habían causado la muerte del timonel, y debido a que el navío había estado temporalmente sin control, había encallado.
—Tenemos que desencallarlo —dijo Buckland.
—Sí, señor.
Eso significaba echar un ancla a cierta distancia y recoger la cadena con el cabrestante de modo que tirara del navío y le hiciera salir del banco de cieno. Bush miró a su alrededor para confirmar que la posición del navío era la que había calculado cuando estaba en aquel lugar de observación de limitada visibilidad. Como la proa estaba en el banco, habría que tirar de él por la popa. Bush vio una bala pasar cerca de su cabeza y tuvo que hacer un esfuerzo para no saltar.
—Tendrá que sacar una cadena por una porta de estribor.
—Sí señor.
—Roberts llevará el ancla en la lancha.
—Sí, señor.
—Diré a mis hombres que dejen de ocuparse de los cañones y me ayuden.
—Muy bien.
El hecho de que Buckland no hubiera usado un tratamiento formal, de que no hubiera dicho la palabra «señor», reflejaba la tensión en que se encontraba y la gravedad de la situación.
Había llegado el momento de que los marineros observaran rigurosamente la disciplina y demostraran su destreza. Afortunadamente, más de la mitad de la tripulación del Renown estaba formada por marineros que habían adquirido mucha experiencia haciendo el bloqueo a Brest. En Plymouth la tripulación había sido completada con sólo unos pocos hombres reclutados forzosamente para la Armada. Lo que los marineros habían hecho como parte de su adiestramiento cuando el Renown estaba en la escuadra del canal ahora era algo de lo que dependía la supervivencia del navío, no una competición entre todos los navíos de la escuadra por llevar a cabo la operación primero. Bush reunió a los artilleros y juntos empezaron a arrastrar una cadena hasta la popa para sacarla por una porta. En la cubierta superior Roberts y sus hombres estaban preparando los motones para bajar la lancha.
En la cubierta inferior el calor era más intenso que en la superior, a pesar de que a ésta le daba el sol de lleno. El humo de los cañones que Hornblower tenía a su cargo ya había formado una espesa capa bajo los baos. Hornblower tenía el sombrero en la mano y se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo. Cuando vio aparecer a Bush le había saludado con una inclinación de cabeza. No fue necesario que Bush le dijera qué tarea le habían encomendado. Enseguida Bush y sus hombres empezaron a arrastrar una cadena a la popa entre el estruendo de los cañones, las volutas de humo, los grumetes servidores de pólvora que corrían con los cartuchos y los marineros que iban de un lado a otro con los cubos de agua para apagar incendios. La cadena medía cien brazas y pesaba más de dos toneladas, y había que tener mucho cuidado al llevarla hasta la popa, pero Bush hacía mejor los trabajos en que tenía que atender a una sola cosa. Ya tenía la cadena doblada en la popa cuando el cúter se situó debajo de ella para coger la punta, y permaneció allí observándola mientras pasaba a través de la porta y bajaba despacio hasta el cúter. Luego miró hacia el mar y enseguida apareció en su campo visual la lancha, que llevaba colgada de la popa la pesada ancla, y sintió un gran alivio al ver que los marineros habían podido realizar la difícil tarea de bajarla hasta ella. El otro cúter llevaba a bordo una cadena que habían sacado por un escobén. Roberts estaba al mando de la operación, y Bush oyó cómo gritaba órdenes al cúter cuando las tres embarcaciones se alejaban de la popa. En ese momento un chorro de agua se elevó entre las embarcaciones, lo que indicaba que alguna de las baterías o tal vez las dos habían cambiado el blanco. La caída de una bala en la lancha sería una catástrofe, y la caída de una en el cúter, un contratiempo.
—Disculpe, señor —dijo Hornblower, que ahora estaba a su lado.
Bush apartó la vista de las brillantes aguas.
—¿Y bien?
—Podría llevar algunos de los cañones de proa a la popa, señor —dijo Hornblower—. Creo que es conveniente desplazar el peso.
—Lo es —admitió Bush y entonces, mirando fijamente a Hornblower, que tenía la cara sucia y tiznada por haber estado disparando los cañones, pensó que tal vez no tenía suficiente autoridad para darle permiso—. Es mejor que pida permiso a Buckland. O si lo prefiere, pídale permiso en mi nombre.
Los cañones de veinticuatro libras de la cubierta inferior pesaban más de dos toneladas cada uno, y pasar algunos de la proa a la popa contribuiría en gran medida a que el navío sacara la proa del banco de cieno. Bush volvió a mirar por la porta. James, el guardiamarina que iba en el primer cúter, miró hacia atrás para comprobar si la cadena que uniría el cabrestante con el ancla estaba recta, ya que si formaba un ángulo con los costados, la fuerza de la tracción sería menor. El cúter y la lancha se estaban acercando para hacer los preparativos para echar el ancla. De repente las aguas que rodeaban a ambos se agitaron, pues cayeron en ellas las balas de una andanada que habían disparado desde la costa. Los chorros de agua que hicieron brotar las balas al caer indicaban que les disparaban desde la fortaleza que estaba en la cima del monte, y con mucha precisión a pesar de que estaba muy distante. En la popa de la lancha Bush vio brillar al sol la hoja de un hacha que un marinero levantaba en el aire. El marinero iba a cortar el cabo con que el ancla estaba colgada de la popa. Bush dio gracias a Dios.
Los cañones que estaban a cargo de Hornblower continuaban disparando estrepitosamente y haciendo estremecer al navío al retroceder. De repente Hornblower vio cómo saltaban astillas cerca de su cabeza por el impacto de una bala y comprendió que la otra batería aún estaba disparando al navío, y con precisión. Todos los trabajos continuaban. Los marineros de una de las brigadas de Hornblower movían hacia la popa los primeros cañones de veinticuatro libras de la proa (un trabajo difícil porque se hacía metiendo un espeque bajo la telera de la cureña y moviéndolo hacia arriba). Los marineros movían con dificultad los pesados cañones por la abarrotada cubierta, y las cureñas rodaban haciendo horribles chirridos. Bush simplemente lanzó una mirada a Hornblower y subió corriendo para ver por sí mismo lo que hacían en el cabrestante.
Los marineros ya se estaban alineando detrás de las barras del cabrestante bajo la supervisión de Smith y Booth. Para que hubiera allí suficientes marineros, habían sido llamados los últimos artilleros de las brigadas encargadas de los cañones de la cubierta superior. Los marineros, desnudos de la cintura para arriba, se escupían las manos y apoyaban firmemente los pies. No era necesario decirles lo grave que era la situación, y tampoco era necesario que Booth usara su bastón de caña de Indias.
—¡Empujen! —gritó Buckland desde el alcázar.
—¡Empujen! —gritó Booth—. ¡Empujen con fuerza!
Los marineros empujaron las barras hacia delante y el cabrestante empezó a girar y la cadena a tensarse. El sonido metálico producido por los trinquetes al rozar la rueda se repetía con frecuencia, pues el cabrestante giraba muy rápido, tan rápido que los grumetes que amarraban la cadena al virador con las badernas tenían que darse mucha prisa para seguir su ritmo. Poco después disminuyó la frecuencia con que se repetía el sonido metálico, porque el movimiento del cabrestante se hizo más lento. Más lento… Clic-clic-clic. La tensión aumentó. Las barras crujían y la cadena estaba cada vez más tensa. Clic-clic-clic. La cadena podía tensarse aún un poco más, porque era nueva.
En ese momento una bala cayó con estrépito allí. Todos se preguntaron por qué el destino la había dirigido allí en vez de a otro lugar del navío. Muchas astillas saltaron por los aires y muchos hombres fueron derribados. La bala había dado de lleno en aquella masa humana. La sangre corría por todas partes, brillando a la luz del sol. Hubo una justificable agitación, y los marineros intentaron huir de aquel lugar ensangrentado.
—¡Permanezcan en sus puestos! —gritó Smith—. ¡Eh, grumetes, quiten a esos hombres del medio! ¡Pongan otra barra al cabrestante! ¡Rápido!
La bala que había causado el espantoso desastre no había perdido toda su fuerza al derribar a seres humanos, sino que después había arrancado un trozo de una cureña y finalmente se había alojado en el costado del barco. Además, parecía que no se había saciado con la sangre humana, porque ahora el humo salía del lugar donde estaba alojada. Bush cogió un cubo de agua y arrojó el contenido a la bala incandescente. Se oyó un siseo, el agua rebotó y el vapor se mezcló con el humo. Un solo cubo de agua no bastaba para apagar una bala roja de veinticuatro libras, pero enseguida vino una brigada con cubos para echar abundante agua a la amenazadora bala.
Se habían llevado a los muertos y a los heridos, y los demás marineros estaban alineados detrás de las barras del cabrestante otra vez.
—¡Empujen! —gritó Booth.
Clic-clic-clic. El cabrestante giraba lentamente, cada vez más lentamente. Por fin se detuvo y las barras crujieron.
—¡Empujar! ¡Empujar!
Clic. Luego, después de un largo intervalo, otro clic. Después ninguno más. El despiadado sol daba de lleno en la espalda de los marineros, que estaban encorvados por el esfuerzo y trataban de apoyar sus callosos pies en las cornamusas de la cubierta para empujar con más fuerza las barras. Mientras ellos seguían empujando, Bush volvió a bajar a la cubierta inferior. Podía mandar a muchos de los artilleros que estaban allí a mover las barras del cabrestante, y eso fue lo que hizo. Así se triplicaría la fuerza con que eran empujadas las barras. Algunos marineros todavía estaban moviendo trabajosamente los últimos cañones de la proa a la popa entre la oscura humareda, pero Hornblower estaba otra vez junto a los cañones que tenía a su cargo y cuidaba de que los apuntaran bien. Bush puso el pie sobre la cadena del ancla y notó que estaba tan rígida que más parecía un palo que una cuerda tensa. En ese momento los marineros empezaron a empujar las barras del cabrestante con triple fuerza y Bush sintió un ligerísimo estremecimiento a través de la suela de su zapato. Entre los dientes de la rueda se metió otro trinquete más, produciendo un sonido metálico que fue intensificado por las cuadernas. La cadena se estremeció más fuertemente y luego volvió a ponerse rígida. Bush sintió que apenas se movía un octavo de pulgada bajo su pie, a pesar de que, como sabía muy bien, ciento cincuenta hombres empujaban con todas sus fuerzas las barras del cabrestante. Uno de los cañones que Hornblower tenía a su cargo disparó y Bush sintió, a través de la cadena, el estremecimiento que provocó al retroceder. Por la escotilla se oía a Smith y a Booth animando a los marineros que estaban en el cabrestante, pero la cadena no se movió ni una pulgada. Hornblower se acercó a Bush y le saludó tocándose el sombrero.
—¿Ha notado algún movimiento cuando un cañón dispara, señor?
Al hacer esta pregunta Hornblower se volvió e hizo una señal con la mano al jefe de la brigada de uno de los cañones del centro que ya estaba cargado y con la boca fuera de la porta. El jefe de la brigada introdujo el botafuego en el fogón, el cañón disparó y luego retrocedió entre la humareda. Bush sintió la cadena estremecerse bajo su pie a consecuencia de ello.
—Sólo un estremecimiento… No… —dijo y de repente se percató de una cosa y supo de antemano lo que Hornblower iba a responder a su pregunta—: ¿Qué está pensando?
—Si todos los cañones de la batería dispararan al mismo tiempo contrarrestarían la succión, señor.
Era cierto. El cieno donde el Renown estaba metido aprisionaba el casco, y si era posible hacer que el navío diera una fuerte sacudida mientras se mantenía tensa la cadena, se podía contrarrestar la fuerza con que estaba sujeto.
—Creo que vale la pena intentarlo —dijo Bush.
—Muy bien, señor. Tendré los cañones cargados y preparados para disparar dentro de tres minutos, señor.
Entonces Hornblower se volvió hacia la batería que estaba a su cargo y se puso las manos alrededor de la boca a modo de bocina para gritar:
—¡Dejen de disparar! ¡Dejen de disparar todos!
—Se lo diré a los que están en el cabrestante —dijo Bush.
—Muy bien, señor.
Hornblower siguió dando órdenes:
—¡Ceben y carguen los cañones con dos balas! ¡Sáquenlos por las portas!
Eso fue lo último que Bush oyó antes de subir a la cubierta superior, donde contó el plan a Smith, quien hizo enseguida una inclinación de cabeza para mostrar que lo aprobaba.
—¡Dejen de empujar! —gritó Smith.
Los sudorosos marineros que empujaban las barras se relajaron y enderezaron la espalda.
Era necesario ir a dar una explicación a Buckland, que aún se encontraba en el alcázar. A Buckland le pareció que los argumentos que adujeron eran de peso. El pobre hombre, apenado porque la primera operación en la que estaba al mando había fracasado y su navío estaba en peligro, estaba agarrado con fuerza a la borda y movía las manos por ella como si estuviera retorciéndola. A pesar de todo, Smith tuvo que darle una mala noticia.
—Roberts ha muerto —dijo en voz baja.
—¡No!
—Está muerto. Una bala le partió en dos al caer en la lancha.
—¡Dios mío!
Bush lamentó la muerte de Roberts antes de pensar que él era ahora el primer oficial de un navío de línea, y eso le honraba. Pero ahora no había tiempo para lamentarse ni regocijarse porque el Renown estaba encallado y bajo el fuego enemigo. Bush gritó desde la escotilla:
—¡Eh, señor Hornblower!
—¡Señor!
—¿Están preparados los cañones?
—Dentro de un minuto, señor.
—Conviene empezar a tensar la cadena —dijo Bush a Smith y luego, inclinándose hacia la escotilla, gritó—: ¡Espere mi orden, señor Hornblower!
—¡Sí, señor!
Los marineros volvieron a agarrar las barras del cabrestante, colocaron los pies en una posición adecuada y empujaron.
—¡Empujen! —gritó Booth—. ¡Empujar!
Las barras se quedaron inmóviles después de desplazarse una pulgada, y el efecto de la fuerza ejercida por los marineros sobre ellas era el mismo que hubiera producido sobre la pared de una iglesia.
—¡Empujen!
Bush fue corriendo a la cubierta inferior y, poniendo un pie sobre la rígida cadena, hizo una señal a Hornblower con la cabeza. Los quince cañones (dos habían sido llevados a la popa) tenían la boca fuera de la porta y estaban preparados para disparar. Los artilleros esperaban las órdenes.
—¡Jefes de brigada, cojan los botafuegos! —gritó Hornblower—. ¡Apártense todos los demás! ¡Cuando cuente tres, bajen los botafuegos! ¿Entendido?
Hubo un murmullo de aprobación.
—¿Están todos preparados? ¿Están todos los botafuegos encendidos?
Los jefes de las brigadas movieron los botafuegos en el aire para que brillaran lo más posible.
—¡Uno, dos, tres!
Los botafuegos fueron introducidos en los fogones, y los cañones dispararon casi al mismo tiempo. A pesar de que la cantidad de pólvora que había en los fogones, inevitablemente, variaba un poco de un cañón a otro, no pasó ni un segundo desde que disparó el primero hasta que disparó el quinto. Bush, que aún tenía el pie sobre la cadena, sintió el estremecimiento del navío cuando retrocedían los cañones, que era más fuerte porque los habían cargado con dos balas. El calor era asfixiante y el humo formaba remolinos, pero Bush no prestó atención a eso. Notó que la cadena se movía bajo su pie. La cadena se movía por fin. Tuvo que cambiar la posición del pie. Todos pudieron oír el sonido metálico de un trinquete, de otro trinquete más, al meterse entre los dientes de la rueda. Clic-clic. Alguien empezó a dar vivas en medio de la humareda y otros le siguieron.
—¡Silencio! —gritó Hornblower.
Clic-clic-clic. El sonido era repetido con desgana, pero el navío se movía. La cadena se movía despacio hacia el interior del navío, como un monstruo herido de muerte. Si podían lograr que siguiera moviéndose así… Clic-clic-clic. Cada vez el sonido se repetía a intervalos más cortos, e incluso Bush admitió que era así. La cadena se enrollaba cada vez más rápido.
—Hágase cargo de la cubierta inferior, señor Hornblower —dijo Bush y subió corriendo a la superior, pensando que si el navío se desencallaba el primer oficial tendría que ocuparse de muchos asuntos urgentes.
Ahora la sucesión de sonidos producidos por los trinquetes cuando el cabrestante se movía era muy rápida y parecía una alegre melodía.
Era indudable que había que tomar decisiones inmediatamente.
—¿Alguna orden, señor? —preguntó Bush, saludando a Buckland tocándose el sombrero.
Buckland le miró con tristeza.
—Hemos desaprovechado la marea —dijo.
Probablemente en ese momento la marea había llegado al nivel más alto, y si el navío volvía a rozar el banco sería muy difícil desencallarlo.
—Sí, señor —dijo Bush.
Era Buckland quien tenía que tomar una decisión. Nadie podía compartir esa responsabilidad con él. Pero era muy duro para un hombre que por primera vez estaba al mando de una operación admitir que había sido derrotado. Buckland, como si buscara inspiración, miró hacia la bahía, en cuya orilla se veía ondear, por encima del humo de las baterías, la bandera roja y gualda, la bandera española.
—Sólo podremos salir con el terral —dijo Buckland.
—Sí, señor.
Pero Bush pensó que el terral pronto dejaría de soplar. Buckland sabía eso tan bien como él. En ese momento una bala lanzada por la fortaleza dio en el pescante central, provocando una fuerte sacudida y haciendo saltar innumerables astillas. Ambos oyeron llamar a la brigada que apagaba incendios, y entonces Buckland tomó una amarga decisión.
—Recojan la cadena de la proa para hacer rumbo a alta mar —ordenó.
—Sí, señor.
Retirada y derrota. Ése era el significado de la orden. Pero además de soportar la derrota había que hacer muchas maniobras para alejar el navío de la peligrosa situación en que se encontraba. Bush se volvió para dar las órdenes.
—¡Dejen de girar el cabrestante!
El sonido metálico cesó y el Renown empezó a deslizarse por las turbias aguas de la bahía. Para que el navío pudiera retirarse de allí tenía que virar en redondo en aquel reducido espacio para dirigirse a alta mar. Afortunadamente, tenían a su alcance los medios para lograrlo, pues si recogían la cadena que se extendía desde la proa hasta el ancla, que hasta ahora no habían movido, el navío viraría enseguida.
—¡Corten la cadena de popa!
Las órdenes se sucedieron rápidamente. La maniobra era rutinaria, pero tenía que ser realizada bajo balas rojas. Los cúteres y la lancha todavía estaban en el mar y podrían alejar el navío del peligro remolcándolo en caso de que el viento dejara de soplar. En cuanto empezaron a enrollar la cadena de proa con el cabrestante, la proa del navío empezó a virar. Era evidente que el viento iba a encalmarse dentro de poco, pero muchos pensaban más en la derrota y en las malditas baterías. Mientras el cabrestante seguía acercando la proa del navío al ancla, a Bush se le ocurrió que sería necesario hacer algo para que el navío siguiera en movimiento.
—¿Quiere que remolque el navío por la bahía, señor?
Desde hacía rato Buckland estaba de pie junto a la bitácora mirando hacia la fortaleza. No estaba acobardado, eso era obvio, pero el abatimiento que le había producido la derrota y la preocupación por el futuro no le permitían razonar. Al oír la pregunta de Bush recordó cuál era la situación actual.
—Sí —respondió Buckland.
Bush, alegrándose de tener que hacer algo útil y que sabía hacer muy bien, se alejó de él.
Había que colocar un ancla en el pescante de babor de la proa y sacar otra cadena por la proa. Bush dio un grito para llamar la atención de James, el guardiamarina que estaba al mando de los cúteres y la lancha desde que Roberts había muerto; le explicó cuál era la maniobra que iban a realizar y le ordenó que situara la lancha junto a la proa para que el ancla fuera bajada hasta ella (lo más peligroso de esa maniobra). Poco después los tripulantes de la lancha, remando con fuerza, hicieron avanzar la lancha con su pesada carga colgando de la popa y la cadena enganchada a ella. Yarda a yarda el Renown se movía hacia la otra ancla con los monótonos giros del cabrestante. Cuando la lancha ya estaba muy lejos, la cadena que estiraba se tenso y James vio que le hacían una señal para que dejara caer el ancla que colgaba de la popa y llevara la lancha hasta donde estaba la otra, que iba a ser izada. Tenían que desenganchar y recoger la cadena de la popa, que ya no se necesitaba, y usar el cabrestante para recoger la otra. Además, habían atado un cabo a cada uno de los cúteres para que ayudaran a conseguir el resultado esperado, remolcar el pesado navío y hacerle ganar velocidad, aunque fuera muy poca, para que se pusiera cuanto antes fuera del alcance de los cañonazos.
En la cubierta inferior, Hornblower arrastraba hacia la proa los cañones que antes había llevado a la popa, y el ruido que producían las cureñas al rodar por la cubierta se oía por todo el navío junto con el monótono sonido metálico del cabrestante. El inclemente sol brillaba en lo alto del cielo y sus rayos derretían la brea de las juntas mientras el navío avanzaba trabajosamente por la bahía, yarda a yarda, cable[5] a cable, para ponerse fuera del alcance de las balas rojas. El navío fue remolcado por las brillantes y tranquilas aguas de la bahía de Samaná hasta que por fin estuvo a salvo de las balas rojas, y entonces los tripulantes hicieron una pausa, en la que tomaron media pinta de agua, y luego continuaron su trabajo, continuaron sepultando a los muertos y reparando los daños, y trataron de acostumbrarse a la idea de la derrota. Quizá se preguntaban si el capitán, a pesar de estar loco e incapacitado para mandar, seguía ejerciendo una nefasta influencia en el navío.