Después de asegurar los cañones, los sudorosos marineros subieron uno tras otro a la cubierta. Hacía mucho calor en la cubierta inferior, incluso con las portas abiertas para hacer las prácticas de tiro, pues el Renown estaba ahora a 30° de latitud norte, y, además, habían realizado repetidamente la dura tarea el sacar y guardar los cañones. Hornblower había hecho trabajar muy duro a los ciento ochenta hombres de su brigada, y ellos subieron a la cubierta, para ver la luz del sol y refrescarse con los vientos alisios, donde fueron recibidos con inocentes bromas por los demás marineros, que no habían trabajado tan duro pero sabían que pronto les llegaría su turno.
Los marineros que acababan de disparar los cañones se enjugaron el sudor de la frente y respondieron a sus torturadores con bromas tan punzantes como los trozos de pedernal que había en la cubierta de la que salían. Los oficiales estaban contentos de que todos los marineros estuvieran de tan buen humor y de que hubiera armonía entre ellos. En los tres días transcurridos desde que el capitán había sido relevado de su cargo, el ambiente del navío se había vuelto muy agradable, pues desaparecieron la desconfianza y el miedo, y los tripulantes, después de haber estado malhumorados un breve período, se dieron cuenta de que hacer ejercicio y trabajar con regularidad era estimulante y satisfactorio.
Hornblower, chorreando sudor, fue hasta la popa y, tocándose el sombrero con la mano, saludó a Roberts, el oficial de guardia, que estaba hablando con Bush en el saltillo de la toldilla. Entonces hizo una extraña petición y Roberts y Bush se miraron sorprendidos.
—Pero, ¿cómo quedará la cubierta, señor Hornblower? —inquirió Roberts.
—Un marinero puede secarla en dos minutos, señor —respondió Hornblower mientras se enjugaba el sudor de la cara; dirigió la vista fuera de la borda y miró las azules aguas con tal ansia que podía advertirla incluso quien no fuera observador—. Aún faltan quince minutos para que le releve a usted, señor.
—Muy bien, señor Hornblower.
—Gracias, señor —dijo Hornblower y, después de tocarse el sombrero otra vez, se volvió y se alejó rápidamente mientras Roberts y Bush se miraban divertidos y asombrados a la vez.
—¡Encargado del combés! ¡Encargado del combés!
—¿Señor?
—Coloque ahora mismo la bomba de limpiar la cubierta aquí.
—¿Que coloque la bomba de limpiar la cubierta aquí, señor?
—Sí. Y traiga a cuatro marineros para que muevan la palanca y a uno para que sujete la manguera. ¡Deprisa! Volveré dentro de dos minutos.
—Sí, señor.
El encargado del combés obedeció la extraña orden en cuanto le vio volverse y empezar a alejarse. Hornblower, cumpliendo su palabra, regresó dos minutos después, pero no estaba vestido sino envuelto en una toalla que sólo cubría parte de su cuerpo. Eso era muy raro.
—Empiecen —ordenó a los marineros que estaban junto a la palanca.
A los marineros les había extrañado todo eso, pero obedecieron la orden y movieron la palanca alternándose dos y dos. Arriba y abajo… Arriba y abajo… Clic, clic… El marinero que sujetaba la manguera la sentía moverse a medida que subía por ella el agua que llegaba desde el otro lado de la borda. Poco después salió de la manguera un chorro de agua transparente.
—Dirija el chorro hacia mí —ordenó Hornblower.
Entonces tiró la toalla y se quedó desnudo a la luz del sol. El marinero vaciló.
—¡Rápido!
El marinero, más extrañado todavía, dirigió el chorro hacia su superior, que giró hacia un lado y luego hacia otro mientras el agua le caía encima. Un gran número de marineros se habían agrupado a su alrededor y les miraban divertidos.
—¡Bombeen bastardos! —gritó Hornblower.
Los marineros que movían la palanca se apresuraron a obedecerle y, con una amplia sonrisa, la movieron con tanta fuerza que cuando bajaba los pies se les separaban de la cubierta, y un momento después empezó a salir un chorro muy fuerte por la manguera. Hornblower seguía girando hacia un lado y hacia otro sintiendo los pinchazos que el impacto del agua le producía y con el rostro crispado por un doloroso éxtasis.
Buckland había permanecido junto al coronamiento mirando la estela del navío y abstraído en sus meditaciones, pero el ruido de la bomba llamó su atención. Entonces avanzó hasta donde estaban Roberts y Bush para ver el extraño espectáculo.
—Hornblower hace cosas raras —dijo, pero sonrió al decirlo, aunque su sonrisa era triste ya que su gesto expresaba la angustia que sentía desde hacía algún tiempo.
—Parece que disfruta con esto —dijo Bush.
Bush miraba atentamente a Hornblower girar bajo el chorro de agua cristalina. De repente sintió picazón por la parte de su cuerpo cubierta por la camisa y la gruesa chaqueta de uniforme, y pensó que sería placentero bañarse con un chorro de agua como ése, aunque no fuera bueno para la salud.
—¡Dejen de bombear! —gritó Hornblower—. ¡Dejen de bombear!
Los marineros dejaron de mover la palanca de la bomba, y el chorro de agua que salía por la manguera se redujo a unas cuantas gotas, y las gotas a nada.
—¡Encargado del combés! Ate la bomba y ordene que sequen la cubierta con los lampazos.
—Sí, señor.
Hornblower cogió la toalla y empezó a correr en dirección a la popa. Miró hacia arriba, hacia el grupo de oficiales, y en su rostro apareció una sonrisa que revelaba su alegría.
—No sé si esto es bueno para la disciplina —dijo Roberts cuando Hornblower desapareció, y luego, con tardía prudencia, añadió—: Pero creo que no la afecta.
—Eso creo yo —dijo Buckland—. Espero que no le haya producido fiebre haberse quitado el sudor así.
—No parecía tener fiebre, señor —dijo Bush.
Bush recordaba la sonrisa de Hornblower y pensó que estaba en concordancia con el entusiasmo que mostró cuando ambos hablaban de lo que Buckland debía hacer en el dilema en que se encontraba.
—Faltan diez minutos para las ocho campanadas, señor —informó el suboficial de guardia.
—Muy bien —dijo Roberts.
La parte de la cubierta que se había mojado ya estaba casi seca, y desde ella subía el vapor porque el sol, todavía ardiente a las cuatro de la tarde, le daba de lleno.
—Llame a los hombres de guardia —ordenó Roberts.
Hornblower llegó corriendo al alcázar con el telescopio. Debía de haberse puesto la ropa con la misma rapidez con que realizaba todas sus acciones. Saludó a los oficiales tocándose el sombrero y se quedó allí de pie para relevar a Roberts.
—¿Le ha refrescado el baño? —preguntó Buckland.
—Sí, señor, gracias.
Bush miró a ambos, al oficial más viejo, el preocupado primer oficial, y al más joven, el teniente que era el quinto de a bordo, y notó que el más viejo envidiaba la juventud del más joven. Estaba aprendiendo algo sobre la personalidad. Nunca sería capaz de hacer una tabla con el resultado de sus observaciones y nunca se le ocurriría hacerla, pero podía aprender sin necesidad de ello. Los conocimientos adquiridos por su capacidad de observación, sumados a los adquiridos por su natural agudeza, le permitían formarse juicios aunque era demasiado discreto para hacer averiguaciones. Ahora sabía que los oficiales de marina (no sabía casi nada de los hombres que no eran marinos) podían dividirse en activos y pasivos, en los que estaban deseosos de entablar un combate y los que sólo lo entablaban cuando se veían obligados a ello. Y antes había aprendido que, según una clasificación más sencilla, podían dividirse en competentes y torpes, y también en inteligentes y estúpidos (esta división no era igual a la anterior, pero era muy parecida). También sabía que había oficiales que siempre actuaban rápido y correctamente en un caso de emergencia y oficiales que no actuaban así (la línea divisoria tampoco coincidía con la que separaba las dos clases anteriores), y que había oficiales discretos e indiscretos, pacientes e impacientes, ecuánimes e impresionables. En algunos casos Bush tenía que luchar por que sus perjuicios no influyeran en su opinión, pues tendía a encontrar en los oficiales defectos como falta de inteligencia, de ideas originales y de combatividad cuando carecían de otras cualidades deseables. Pero la diferencia más notable entre unos y otros oficiales, por lo que Bush había podido observar en los diez largos años que llevaban haciendo la guerra, estribaba en que unos eran aptos para dirigir y otros para ser dirigidos, aunque Bush tampoco era capaz de explicar con palabras esta diferencia, ni de manera sucinta como ésta ni con minuciosidad. Bush percibía esta diferencia aunque no podía definirla. En un rincón de su mente apareció el recuerdo de esa diferencia mientras miraba a Buckland y Hornblower, que estaban conversando en el alcázar. Había terminado la guardia de tarde y había empezado la guardia de primer cuartillo, de la que Hornblower estaba encargado. Generalmente, ése era un período de relajación. Como a esa hora el calor del día había disminuido, los marineros se reunían en la proa, algunos para mirar los delfines que saltaban cerca de ella, y los oficiales que habían estado dormitando en su cabina durante las primeras horas de la tarde subían a la cubierta a tomar el aire y paseaban por el alcázar en pequeños grupos, conversando animadamente.
Un navío de guerra que iba a realizar una misión era el lugar más lleno de gente del mundo (más lleno que una de las ruinosas casas del barrio pobre de Seven Dials), pero, con los años, los hombres que iban a bordo de cualquiera de esos navíos se acostumbraban a vivir en esas condiciones, que eran realmente difíciles. En la proa unos marineros contaban historias; otros jugaban a perseguirse en la jarcia; otros, a quienes gustaba estar solos, se habían apropiado de un pedazo de la superficie de la cubierta de una yarda cuadrada, se habían sentado allí con algunos materiales y herramientas y tallaban huesos de ballena o pedazos de madera o bordaban, ajenos a todo lo que pasaba a su alrededor. Entretanto, en la popa, los oficiales que llenaban el alcázar caminaban por él en pequeños grupos mientras conversaban, evitando instintivamente chocar con los demás.
Siguiendo la tradición de la Armada, esos grupos tenían que ceder el lado de barlovento del alcázar a Buckland cuando llegaba a él, y tenían que mantenerse lejos de ese lado mientras permaneciera allí. Esa tarde parecía que Buckland tenía intención de quedarse allí mucho tiempo. Buckland conversaba animadamente con Hornblower mientras ambos iban de una punta a otra de la fila de carronadas del alcázar, avanzando ocho yardas primero y retrocediendo ocho yardas después. Desde hacía tiempo los miembros de la Armada se habían dado cuenta de que a pesar de que el espacio por donde podían caminar era limitado, no era necesario interrumpir su conversación en los frecuentes giros que forzosamente tenían que hacer. Cuando dos oficiales llegaban al límite de ese espacio, se volvían de modo que ambos estaban frente a frente durante unos segundos, y, sin interrumpir en ningún momento su conversación, seguían caminando con las manos cogidas detrás de la espalda, como hacían desde que eran guardiamarinas, pues entonces les enseñaron que no debían ponerse las manos en los bolsillos.
Así caminaban Buckland y Hornblower, y los demás oficiales les miraban con curiosidad, pues, aunque aquélla era una tarde dorada, el mar tenía un intenso color azul y el sol descendía por estribor anunciando un magnífico crepúsculo, todos recordaban que en la cabina que estaba justo bajo sus pies yacía un hombre demente, medio envuelto en una especie de camisa de fuerza, y que Buckland tenía que decidir qué hacer con él. Buckland y Hornblower caminaban de un extremo a otro, de un extremo a otro. Parecía que Hornblower trataba a Buckland con el respeto de siempre y que Buckland le estaba haciendo preguntas y obtenía algunas respuestas inesperadas, pues de vez en cuando se detenía antes de terminar de girar, cuando estaba frente a frente a Hornblower, y, aparentemente, repetía la pregunta. Hornblower parecía tener equilibrio, tanto considerando el sentido propio del término como el sentido figurado. Hablaba con seguridad, pero con respeto a Buckland, observando su rostro pálido y delgado iluminado por el sol.
Tal vez había sido la fortuna la que había hecho a Hornblower tomar la decisión de bañarse con el chorro de agua de la bomba de limpiar la cubierta, pues esta conversación empezó a propósito de ese acontecimiento.
—¿Qué es esto, una reunión para hacer una declaración de guerra? —preguntó Smith a Bush mientras miraba a los dos tenientes.
—No creo —respondió Bush.
El primer oficial nunca consultaría directamente a un oficial de mucha menos antigüedad sobre ningún asunto, pero podría hacerlo indirectamente, conversando sobre diferentes temas.
—No me diga que están hablando de la emancipación de los católicos —dijo Lomax.
Bush, sintiéndose culpable de estar cometiendo una falta, pensó que tal vez estaban hablando de otra cosa, de cómo se había caído el capitán por la escotilla, y automáticamente buscó a Wellard a su alrededor con la vista. Wellard estaba jugando a perseguirse en la jarcia con los otros guardiamarinas y los ayudantes del oficial de derrota y no parecía preocuparle nada en el mundo. Pero tal vez Buckland y Hornblower no estaban hablando de eso. Por sus ademanes, parecía que hablaban de conocimientos teóricos, no de hechos.
—Bueno, ya han terminado —dijo Smith.
Hornblower saludaba a Buckland tocándose el sombrero y Buckland se volvió para bajar a la cabina otra vez. Algunos curiosos clavaron sus ojos en Hornblower cuando se quedó solo, y en cuanto él se dio cuenta de que le miraban, se acercó a ellos.
—¿Asuntos de estado? —preguntó Lomax.
Ésa era la pregunta que todos querían hacer.
—No —respondió Hornblower mirándole a los ojos y sonriendo.
—Parecía que hablaban de asuntos importantes —dijo Smith.
—Depende de lo que entienda por eso —dijo Hornblower.
Todavía estaba sonriendo, pero su gesto no traslucía lo que pensaba. Sería una falta de cortesía seguir presionándole. Era posible que hubiera estado hablando de asuntos privados con Buckland. Nadie podía saberlo por su gesto.
—¡Bajen de la batayola! —gritó Hornblower.
Los guardiamarinas que jugaban a perseguirse no habían infringido ninguna de las normas por las que se regían en el navío, pero en ese momento era conveniente desviar la conversación.
Sonaron tres campanadas. Habían transcurrido tres cuartas partes de la guardia de primer cuartillo.
—¡Señor Roberts! —gritó el centinela que vigilaba la mecha de combustión lenta cerca de la escotilla—. ¡Llaman al señor Roberts!
Roberts se volvió.
—¿Quién me llama? —preguntó, aunque, puesto que el capitán estaba enfermo, solamente había un hombre que podía llamar al segundo oficial.
—¡El señor Buckland, señor! ¡Le llama el señor Buckland!
—Muy bien —dijo Roberts y bajó rápidamente la escala de toldilla.
Los otros oficiales se miraron unos a otros. Ése podría ser el momento decisivo. Pero, por otra parte, era posible que le hubieran llamado por una cuestión rutinaria. Hornblower aprovechó que los demás estaban distraídos para separarse de ellos y seguir dando paseos por el lado de barlovento del navío. Caminaba con la barbilla casi pegada al pecho, como si tratara de contrarrestar con la cabeza la fuerza de las manos, que tenía tras la espalda. A Bush le pareció que estaba muy cansado.
Entonces se oyó otro grito abajo y el centinela que estaba junto a la escotilla lo repitió:
—¡Señor Clive! ¡Llamen al señor Clive! ¡El señor Buckland llama al señor Clive!
—¡Oh, oh! —exclamó Lomax en tono enfático cuando el cirujano se apresuró a bajar.
—Algo pasa —dijo Carberry, el oficial de derrota.
El tiempo pasaba, pero ni el segundo oficial ni el cirujano regresaban. Smith, que tenía bajo el brazo el telescopio, el signo que indicaba el puesto que iba a ocupar temporalmente, saludó a Hornblower tocándose el sombrero y se preparó para relevarle, pues era el oficial encargado de la guardia de segundo cuartillo. Por el este el cielo se oscurecía y por la aleta de babor se ponía el sol, rodeado de un hermoso halo rojo y dorado. La superficie del mar desde el navío hasta donde estaba el sol tenía reflejos dorados, salvo la parte más próxima al costado, que se había puesto de color púrpura. Un pez volador atravesó la superficie y luego siguió nadando por ella mientras dejaba tras sí una momentánea estela, como una hendidura en una capa de esmalte.
—¡Mire! —dijo Hornblower a Bush.
—Es un pez volador —dijo Bush en tono indiferente.
—¡Sí! ¡Y ahí hay otro!
Hornblower se inclinó sobre la borda para verlos mejor.
—Podrá ver muchos antes que acabe el viaje —dijo Bush.
—¡Pero yo nunca había visto uno!
Fue curioso el cambio de expresión de Hornblower. Tenía una expresión de asombro y puso una expresión indiferente un momento después, con la rapidez con que un hombre se pone un guante. Aunque había navegado por varios mares desde que era miembro de la Armada, sólo lo había hecho por mares europeos. Había pasado varios años a bordo de una fragata realizando peligrosas tareas cerca de las costas de España y Francia, dos años a bordo del Renown junto con la escuadra en el canal de la Mancha, y estaba deseoso de ver las cosas nuevas que encontraría en aguas tropicales. Pero ahora hablaba con un hombre para el que esas cosas no eran nuevas y que no sentía emoción al ver el primer pez volador que aparecía durante el viaje. Hornblower estaba decidido a que nadie le superara en capacidad de conservar la serenidad y dominarse. Si Bush no se emocionaba al ver las maravillas de los mares, tampoco Hornblower iba a entusiasmarse como un niño con ellas, o al menos evitaría demostrarlo si podía. Hornblower era un veterano de la Armada y no quería parecer un novato.
En la penumbra, Bush pudo ver que Roberts y Clive terminaban de subir la escala y se volvió hacia ellos. De todas partes del alcázar se les acercaron oficiales para oír lo que iban a contar.
—¿Y bien, señor? —preguntó Lomax.
—Lo ha hecho —dijo Roberts.
—¿Ha leído las órdenes secretas, señor? —inquirió Smith.
—Pues… sí.
—¡Oh!
Hubo una pausa antes de que alguien hiciera la inevitable y estúpida pregunta.
—¿En qué consisten?
—Son órdenes secretas —dijo Roberts, usando un tono pomposo, posiblemente para compensar el hecho de que no sabía cuáles eran o porque ahora, como segundo de a bordo, tenía más categoría—. Aunque el señor Buckland me las hubiera confiado, no podría decirle cuáles son.
—Es cierto —dijo Carberry.
—¿Qué hizo el capitán? —inquirió Lomax.
—¡Pobre hombre! —exclamó Clive, y al ver que todos le prestaban atención, habló abiertamente—: ¡Parecía que en vez de vernos a nosotros veía a un grupo de demonios! ¡Quisiera que hubieran visto cómo se asustó cuando entramos! El miedo que siente es morboso y cada vez más intenso.
Clive esperaba que le pidieran más información, y a pesar de que no le hicieron ninguna pregunta, siguió contando lo que había pasado.
—Tuvimos que buscar la llave de su escritorio. Por el modo en que lloraba y trataba de ocultarse de nosotros, cualquiera habría pensado que íbamos a cortarle el cuello. Ese pobre hombre está torturado por una gran pena y un miedo terrible.
—¿Pero encontraron la llave? —preguntó Lomax.
—La encontramos y enseguida abrimos el escritorio.
—¿Y después?
—El señor Buckland encontró las órdenes. Estaban, como suelen estar, en un sobre de lino con el sello del Almirantazgo. Pero el sobre ya había sido abierto.
—¡Naturalmente! —exclamó Lomax—. ¿Y bien?
—Ahora… —dijo Clive, consciente de que había llegado al anticlímax—. Ahora supongo que las estará leyendo.
—Y nosotros no sabemos más que antes.
La decepción dio lugar a una pausa.
—¡Maldita sea! —exclamó Carberry—. Estamos en guerra desde 1793, desde hace casi diez años… ¿De verdad creen que podemos saber lo que nos espera? Hoy vamos a las Antillas, mañana a Halifax… Obedecemos órdenes: ¡Timón a estribor! ¡Largar las velas y bracear! Y a veces nos llenamos las barrigas con vino o champán en un barco capturado. ¿Qué importa lo que hagamos? Pase lo que pase, ganamos cuatro chelines diarios.
—¡Señor Carberry! —gritó alguien bajo la cubierta—. ¡El señor Buckland llama al señor Carberry!
—¡Maldita sea! —exclamó otra vez el señor Carberry.
—Ahora va usted a ganar los cuatro chelines de hoy —dijo Lomax.
Pero cuando habló, Carberry ya estaba de espaldas a él y empezaba a bajar la escala.
—Habrá cambio de rumbo, por supuesto —dijo Smith—. Me apuesto la paga de una semana a que lo hay.
—No acepto la apuesta —dijo Roberts.
Eso era muy probable, pues Carberry era el oficial de derrota, el encargado de trazar la ruta del navío.
Era casi de noche, y ya había tan poca luz que los rasgos de los oficiales que estaban conversando no se distinguían con claridad, aunque por el oeste aún se veía sobre el horizonte una franja de color rojo intenso y sobre las negras aguas otra de color rojo claro, que parecía moverse hacia el navío. Ya estaban encendidas las luces de la bitácora y podían verse en lo alto del oscuro cielo las estrellas más brillantes, que los topes de los mástiles parecían rozar cuando el navío cabeceaba. Sonó la campana del navío, pero, aparentemente, los oficiales que formaban aquel grupo no tenían intención de dispersarse. Poco después su curiosidad aumentó, pues vieron que Buckland y Carberry llegaban a la parte superior de la escala. Entonces se echaron a un lado para dejarles pasar.
—¡Oficial de guardia! —gritó Buckland.
—¡Señor! —dijo Smith, avanzando en la oscuridad.
—Cambiaremos el rumbo treinta grados. Navegaremos con rumbo sureste.
—Sí, señor. Rumbo sureste. Señor Abbott, ordene a los marineros tirar de las brazas.
El Renown viró para tomar el nuevo rumbo, hacia el que se dirigiría con el viento por la aleta de babor y las velas amuradas hacia ese costado. Carberry se acercó a la bitácora y miró hacia el interior para comprobar si el timonel cumplía rigurosamente sus órdenes.
—¡Otro tirón a la braza de barlovento de la trinquete! —gritó Smith—. ¡Amarrar!
El ruido que iba aparejado al cambio de rumbo cesó.
—Rumbo sureste, señor —informó Smith.
—Muy bien, señor Smith —dijo Buckland, que estaba cerca del coronamiento.
—Perdone, señor, pero, ¿podría decirnos cuál es nuestra misión? —se atrevió a preguntar Roberts a Buckland, mirando su silueta en la oscuridad.
—No, señor Roberts. Todavía tengo que mantener en secreto nuestra misión.
—Muy bien, señor.
—Pero puedo decirle adónde nos dirigimos. El señor Carberry ya lo sabe.
—¿Adónde, señor?
—A la isla de Santo Domingo, y concretamente a la bahía Escocesa.
Hubo una pausa en la que pensaron detenidamente en la información recibida.
—Santo Domingo —dijo alguien en actitud pensativa.
—Española —dijo Carberry, por si eso servía de aclaración.
—Haití —dijo Hornblower.
—Santo Domingo o Española o Haití —dijo Carberry—. Tres nombres para la misma isla.
—¡Haití! —exclamó Roberts como si de repente hubiera recordado algo—. ¡Ahí es donde los negros se han rebelado!
—Sí —dijo Buckland.
Todos se dieron cuenta de que Buckland había hablado con desgana y pensaron que el motivo podía ser que aún persistía la difícil situación política provocada por los negros, o que tenía miedo de que el capitán aún tuviera fuerzas suficientes para volver a mandar en el navío.