CAPÍTULO 5

El desayuno se sirvió en la cámara de oficiales. Fue un desayuno más silencioso y menos alegre de lo habitual. El oficial de derrota, el contador y el capitán de Infantería de marina, después de dar los convencionales buenos días, se sentaron a desayunar y no dijeron nada más. Habían oído, como los demás tripulantes del navío, que el capitán había recobrado el conocimiento.

Por los escotillones del costado habían entrado dos haces de luz que daban claridad al abarrotado lugar y se movían hacia delante y hacia atrás con el suave cabeceo del navío; y por la puerta, que estaba sujeta con un gancho para que se mantuviera abierta, entraban los vientos alisios del noreste, que eran frescos y agradables. El café estaba caliente, y las galletas, que sólo llevaban tres semanas a bordo, no debían de haber pasado más de un mes o dos en un almacén, porque apenas tenían gorgojos. El cocinero de la cámara de oficiales, aprovechando que hacía buen tiempo, había frito los restos de la carne de cerdo salada de la noche anterior junto con algunas de las pocas cebollas que había en la bodega. Tomar un desayuno compuesto de tiras de carne de cerdo fritas con cebolla, café caliente y buenas galletas con aire fresco, luz solar y buen tiempo era una razón suficiente para que los oficiales sintieran alegría, y, en cambio, sentían angustia y temor. Bush miró a Hornblower, que se encontraba al otro lado de la mesa, muy serio, con la cara pálida y un gesto de cansancio. Quería decirle muchas cosas, pero no debía decírselas, al menos por el momento, mientras la sombra de la locura del capitán se proyectara sobre el navío iluminado por el sol.

Buckland llegó a la cámara de oficiales seguido del cirujano, todos le miraron inquisitivamente y casi todos se pusieron de pie para escuchar las noticias.

—Está consciente —dijo Buckland y miró a Clive para que añadiera algo a esa afirmación.

—Está débil —dijo Clive.

Bush miró a Hornblower con la esperanza de que hiciera la pregunta cuya respuesta deseaba oír. Hornblower parecía tener puesta una máscara inexpresiva y miraba fijamente a Clive, pero no abrió la boca. Fue Lomax, el contador, quien hizo la pregunta.

—¿Está cuerdo?

—Bueno… —dijo Clive, mirando de reojo a Buckland.

Era evidente que lo que menos deseaba Clive en el mundo era comprometerse dando su opinión sobre el estado mental del capitán.

—Aún está demasiado débil para que se pueda saber si está cuerdo.

Afortunadamente, Lomax era lo bastante curioso y tozudo para que la desgana de Clive no le hiciera desistir de hacer preguntas.

—¿Qué puede decirnos de la conmoción cerebral? —inquirió—. ¿Cómo le ha afectado?

—Su cráneo está intacto —respondió Clive—. Tiene grandes laceraciones en el cuero cabelludo y la nariz, la clavícula, y dos costillas rotas. Probablemente cayó de cabeza por la escotilla al tropezar con el borde.

—Pero, ¿cómo diablos le pasó eso? —preguntó Lomax.

—No lo ha dicho —contestó Clive—. Creo que no se acuerda.

—¿Qué?

—Ése es un estado normal —respondió Clive—. Casi podría decirse que es sintomático. Después de una fuerte conmoción cerebral el paciente pierde parcialmente la memoria y olvida incluso lo que ha ocurrido muchas horas antes de sufrirla.

Bush volvió a mirar a Hornblower, que todavía tenía semblante inexpresivo, y trató de hacer lo mismo que él: evitar que su gesto trasluciera sus sentimientos y dejar que fueran otros los que hicieran las preguntas. Sin embargo, pensaba que esa noticia era buenísima, magnífica, extraordinaria y que por mucho que la ampliaran nunca le parecerían demasiados los detalles.

—¿Dónde cree que está? —continuó Lomax.

—Bueno, sabe que está en este navío —respondió Clive, prudentemente.

Entonces Buckland, ojeroso, sin afeitar y con un gesto de cansancio, se volvió hacia Clive. Había visto al capitán en su cabina y, por tanto, estaba mejor preparado que los demás para forzar a Clive a decidirse.

—¿Opina usted que el capitán se encuentra en condiciones de desempeñar su cargo? —preguntó.

—Bueno… —respondió Clive otra vez.

—¿Y bien?

—Por el momento, tal vez no.

Aquélla era una respuesta insatisfactoria, pero parecía que a Buckland se le habían acabado las fuerzas tratando de obtenerla. Hornblower volvió su cara con aspecto de máscara hacia Clive y le miró a los ojos.

—¿Quiere decir que por el momento es incapaz de ejercer el mando en el navío?

Los otros oficiales murmuraron que también querían saber cuál era la respuesta de esa pregunta y que la respuesta fuera concreta, y Clive, al ver a su alrededor todos aquellos rostros con un gesto desafiante, tuvo que rendirse.

—Por el momento, sí.

—Ahora todos sabemos cuál es la situación —dijo Lomax en tono satisfecho, un tono en el que hablaron también todos los demás oficiales excepto Clive y Buckland.

Quitar a un capitán el mando de su barco era algo muy delicado y de gran importancia. Puesto que el rey y el parlamento se habían unido para dar el mando del Renown al capitán Sawyer, la anulación de su nombramiento olía a traición, y todos los que estuvieran relacionados con ella, ni que fuera remotamente, tendrían el desagradable olor de la insubordinación y de la rebelión impregnados en la piel durante el resto de sus vidas. Muchos años después, incluso el ayudante del oficial de derrota que tenía menos antigüedad, en el momento en que solicitara un nuevo puesto, sería recordado por estar en el Renown cuando Sawyer fue relevado de su mando, y, por tanto, le denegarían la solicitud. Había que hacer todo lo necesario para dar apariencia legal a aquel asunto que, si se analizaba rigurosamente, no podía considerarse legal.

—Aquí está la declaración del cabo Greenswood, señor —dijo Hornblower—, con su marca al pie y la firma del señor Wellard y la mía para atestiguar que es auténtica.

—Gracias —dijo Buckland, cogiendo el documento con un ademán vacilante, como si fuera un petardo que pudiera explotar en cualquier momento.

Hacía apenas unas horas que Buckland era un fugitivo que corría el riesgo de perder la vida y caminaba sigilosamente por la bodega del navío para evitar ser descubierto, y los apellidos Wellard y Greenswood le causaron mucha impresión porque se lo habían recordado. En ese momento, como un demonio que se pudiera conjurar pronunciando su apellido, apareció Wellard en la puerta de la cámara de oficiales.

—El señor Roberts me ha enviado a preguntarle cuáles son sus órdenes, señor —dijo.

Roberts era el oficial de guardia y debía de estar muy preocupado por lo que sucedía bajo la cubierta. Buckland vaciló unos momentos.

—Todos los marineros están en la cubierta, señor dijo Hornblower respetuosamente.

Buckland le lanzó una mirada inquisitiva.

—Podría usted dar la noticia a los marineros, señor —añadió Hornblower.

Había hecho una sugerencia a un superior sin que él se lo pidiera, y eso era un desacato a la autoridad, pero su tono respetuoso indicaba que sólo le había movido a hacerla su deseo de evitar problemas a su superior.

—Gracias —dijo Buckland.

Se podía leer en su cara que sostenía una lucha en su interior: que no quería comprometerse demasiado (como si no estuviera ya bastante comprometido) y que por esa razón no quería hablar a los marineros, aunque se daba cuenta de que era necesario hacerlo. Pero mientras más pensaba en ello, le parecía que la necesidad de hacerlo era mayor. Era probable que corrieran rumores por la cubierta inferior y que los tripulantes, que ya estaban inquietos a causa del comportamiento del capitán, lo estuvieran aún más debido a que no sabían con certeza lo que ocurría actualmente. Era de vital importancia que les hablara claramente y con convicción; sin embargo, mientras mayor era la necesidad de hacerlo, mayor era la responsabilidad que Buckland debía asumir, y, obviamente, estaba atrapado entre esas dos terribles fuerzas.

—¿Quiere que se reúnan todos los marineros, señor? —preguntó Hornblower de repente, en voz baja.

—Sí —respondió Buckland, tomando al fin una decisión.

—Adelante, señor Wellard —dijo Hornblower.

Bush había observado cómo Hornblower miraba a Wellard cuando le habló. Podría pensarse que la expresión de sus ojos indicaba lo mismo que la de cualquier oficial que ordenara a otro hacer algo rápidamente, antes de que su superior cambiara de idea, y eso es lo que pensaría alguien nuevo en la Armada; pero Bush, a quien el cansancio y la preocupación habían vuelto clarividente, pensaba que indicaba otra cosa. Creía que Hornblower había tranquilizado a Wellard, quien tenía la cara pálida y también estaba muy cansado y preocupado. Creía que le habría dicho que cierto secreto estaba bien guardado.

—Sí, señor —dijo Wellard y se fue.

Se oyeron pitidos por todo el navío.

—¡Todos los marineros reúnanse detrás del palo mayor! —gritaban los ayudantes del contramaestre—. ¡Todos los marineros! ¡Todos los marineros!

Buckland subió a la cubierta muy nervioso, pero logró serenarse cuando llegó el momento de pasar aquella prueba. Con voz áspera y en un tono que no expresaba nada, dijo a los marineros que el capitán, a consecuencia del accidente que había sufrido y del que seguramente todos habían oído hablar, estaba incapacitado para ejercer el mando en el navío por el momento.

—Pero todos seguiremos cumpliendo con nuestro deber —añadió Buckland, mirando hacia abajo, hacia la fila de rostros vueltos hacia él.

Bush, mirando hacia donde él dirigía la vista, distinguió al condestable interino, el informador del capitán, por su pelo entrecano y su figura rechoncha. Las cosas iban a ser distintas para el señor Hobbs en el futuro, al menos mientras durara la incapacidad del capitán. Bush miró fijamente a Hobbs, preguntándose qué sabía, qué suponía y qué declararía ante un consejo de guerra. Trató de leer el futuro en la cara del viejo marino, pero su clarividencia no le sirvió de nada esta vez. No pudo descubrir nada.

Cuando mandaron a los marineros a dispersarse, hubo ruido y confusión durante unos momentos, mientras los marineros de guardia volvían a sus puestos y los desocupados bajaban a la cubierta inferior. Y en medio de aquella multitud, entre el ruido y la confusión, podía encontrarse el mejor lugar para hablar confidencialmente y sin ser observado por los demás. Bush cortó el paso a Hornblower junto a una bita próxima al palo mesana y le hizo la pregunta que quería hacerle desde hacía horas, la pregunta de la cual dependían tantas cosas.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó Bush.

Los ayudantes del contramaestre gritaban órdenes mientras los marineros caminaban apresuradamente en todas direcciones. Ellos dos estaban aislados de la multitud de personas que les rodeaban y que sólo se preocupaban por sus propios asuntos, bajo la benéfica luz del sol, la cual daba de lleno en la cara de Hornblower, que estaba justo frente a la de su interlocutor.

—¿Cómo pasó qué, señor Bush? —inquirió Hornblower.

—¿Cómo se cayó el capitán por la escotilla?

En cuanto pronunció esas palabras, Bush miró hacia atrás, pues se asustó al pensar que alguien podía oírle. Podrían ahorcarle por haber dicho esas palabras. Cuando volvió la cabeza hacia Hornblower vio que estaba impasible.

—Creo que perdió el equilibrio —respondió en tono inexpresivo, mirando a Bush a los ojos, y luego añadió—: Le ruego que me disculpe, señor, pero tengo que realizar algunas tareas.

Más tarde los oficiales entraron uno a uno en la cabina del capitán para ver con sus propios ojos su maltrecho cuerpo. En la penumbra, Bush sólo pudo ver que en la cabina yacía un enfermo aparentemente muy débil que tenía casi toda la cara cubierta de vendas, apenas podía mover los dedos de una mano y tenía la otra mano metida en un cabestrillo.

—Está bajo los efectos de un narcótico —dijo Clive en la cámara de oficiales—. Tuve que administrarle una gran dosis para poder restablecer la posición del hueso de la nariz, que estaba fracturado.

—Como la nariz es tan grande, pensé que se le había extendido por toda la cara —dijo Lomax rudamente.

La mañana siguiente se oyeron gritos en la cabina del capitán, gritos de dolor y también de horror, y poco después Clive y sus ayudantes salieron de ella sudando y con gesto preocupado. Inmediatamente Clive fue a dar un informe confidencial a Buckland, pero todos los que iban a bordo del navío sabían que el capitán había dado gritos, unos porque los habían oído y otros porque se lo habían dicho quienes los habían oído. Además, los suboficiales hicieron preguntas a los ayudantes del cirujano, y ellos no mantuvieron el hermetismo que Clive intentaba conservar en la cámara de oficiales. No había duda de que el pobre enfermo estaba loco. Llegó al paroxismo de terror cuando trataban de examinar su nariz rota y empezó a dar sacudidas con la fuerza de un loco, y para evitar que eso pudiera afectar a los demás huesos rotos, le envolvieron en un gran pedazo de lona que hacía de camisa de fuerza, dejando fuera solamente su brazo izquierdo. Con el láudano y la extracción de gran cantidad de sangre lograron que perdiera el conocimiento, pero cuando Bush fue a verle un poco más tarde, estaba consciente otra vez y gemía tanto que inspiraba lástima. Se asustaba cada vez que veía una cara diferente y escondía la suya y se encogía lloriqueando (daba horror ver a un hombre tan corpulento lloriquear como un niño). Le torturaba la idea de que en el mundo que le rodeaba no tenía amigos sino sólo crueles enemigos que le perseguían constantemente, y por eso trataba de aislarse.

—Con frecuencia ocurre que una herida, una quemadura, un golpe o una fractura provocan que un paciente un poco desequilibrado sufra un trastorno mental grave —dijo Clive en tono sentencioso, pensando que mientras más durara la enfermedad del capitán más detalles de ella tendría que dar.

—¿Un poco desequilibrado? —preguntó Lomax—. ¿Acaso no hizo levantarse a los infantes de marina en la guardia de media para buscar a unos amotinados en la bodega? Pregunte aquí, al señor Hornblower y al señor Bush, si piensan que estaba un poco desequilibrado. Obligaba a Hornblower a hacer guardia cuatro horas cada cuatro horas, y a Bush, a Roberts y a Buckland a reunirse cada hora durante todo el día, aunque tuvieran que levantarse periódicamente durante la noche. Estaba más loco que una cabra.

Era asombroso ver que muchos hablaban abiertamente en el navío ahora, pues ya no tenían miedo de que alguien contara al capitán lo que decían.

—Al menos ahora podremos hacer trabajar a los tripulantes como buenos marineros —dijo Carberry, el oficial de derrota, en un tono que expresaba satisfacción, una satisfacción compartida por todos los oficiales.

Maniobrar las velas, hacer prácticas de tiro con los cañones, trabajar duro y observar rigurosamente la disciplina contribuirían a que aquellos marineros, que habían adquirido malos hábitos, formaran una excelente tripulación. Era obvio que a Buckland le encantaría conseguirlo y que lo había deseado desde que dejaron atrás Eddystone. Además, enseñar a la tripulación le ayudaba a apartar su mente de los otros problemas que tenía.

Ahora Buckland tenía que asumir otra responsabilidad, y los demás oficiales hablaban de ella abiertamente en su ausencia (Buckland ya estaba tras la barrera de soledad que aislaba al capitán de un barco de guerra). Sólo a Buckland correspondía asumir esa responsabilidad, y los oficiales miraban cómo luchaba por tomar una resolución como si miraran a un boxeador en el cuadrilátero e incluso apostaban sumas a que la lucha tendría un resultado u otro, unos a que Buckland tomaría al fin la decisión más importante de todas, a que declararía al capitán incurable y daría así el último paso para proclamarse capitán del Renown, y otros a que no lo haría.

En el escritorio del capitán, guardados bajo llave, se encontraban los papeles donde estaban escritas las órdenes que le había dado la Junta de Jefes del Almirantazgo. Hasta ahora, los ojos del capitán era los únicos que habían visto las órdenes, y ninguno de los demás hombres que iban a bordo del navío podían deducir en qué consistían. Era posible que fueran órdenes de rutina, por las cuales el Renown era enviado a reunirse con la escuadra del almirante Bickerton, pero también era posible que contuvieran algún secreto diplomático que no podía confiarse a un simple teniente. Buckland podía dejar que el navío siguiera navegando con rumbo a Antigua y, cuando llegara allí, descargar la responsabilidad que había asumido en el oficial de más antigüedad que estuviera en la isla. Probablemente habría allí algún capitán de poca antigüedad que pudiera ser autorizado a tomar el mando del Renown, leer las órdenes y realizar la misión encomendada al capitán del navío. Pero Buckland también podía leer las órdenes ahora para ver si consistían en resolver algún asunto urgente. Antigua era un lugar apropiado para que hicieran escala los barcos que venían de Inglaterra, pero no lo era desde el punto de vista militar, ya que se encontraba a sotavento de la mayoría de los lugares estratégicos de la zona.

Si Buckland llevaba el navío hasta Antigua y luego tenía que retroceder navegando hacia sotavento, la junta de jefes del Almirantazgo le reprendería, pero si leía las órdenes secretas con la intención de evitar eso, sería reprendido por su atrevimiento. Los otros oficiales sabían que Buckland se encontraba en una situación difícil y se preguntaban cómo la resolvería, pero se alegraban de no estar en su lugar.

Bush y Hornblower estaban uno junto al otro en la toldilla, con las piernas separadas para no perder el equilibrio cuando la cubierta se inclinaba, y miraban hacia el horizonte por el anteojo de sus sextantes. A través de la oscura lente, Bush podía ver la imagen del sol en el espejo. Con mucho cuidado movió el brazo a un lado y a otro, tratando de acercar la imagen al horizonte. Aunque el cabeceo del navío al pasar sobre las grandes olas azules dificultaba su tarea, perseveró y, cuando le pareció que la imagen del sol estaba justamente sobre el horizonte y fijó la parte móvil del sextante. Luego leyó la medición y la anotó. Entonces decidió hacer una concesión a las ideas modernas y, siguiendo el ejemplo de Hornblower, midió la distancia angular desde un punto situado en el lado contrario del horizonte. Se volvió e hizo la medición, y cuando la anotaba, trató de recordar qué tenía que hacer con la mitad de la diferencia entre las dos lecturas y cuál era el error accidental. Miró a su alrededor y vio que Hornblower ya había acabado de hacer las mediciones y esperaba por él.

—Esta altitud es la mayor que he calculado en mi vida —dijo Hornblower—. Nunca había llegado a un punto tan cercano al sur como éste. ¿Qué resultado ha obtenido?

Ambos compararon las lecturas.

—Son casi exactas —dijo Hornblower—. ¿Qué problemas tuvo?

—Bueno, puedo medir la altura del sol sin dificultad —dijo Bush—, pero me es difícil hacer los cálculos y esas malditas correcciones.

Hornblower enarcó una ceja. Estaba acostumbrado a hacer esas mediciones y a calcular la posición del navío cada mediodía, y lo hacía para no perder la práctica. Sabía que era difícil medir con precisión la distancia angular en un barco en movimiento y que también podía serlo en muchas otras circunstancias, pero le costaba creer que a alguien le fueran difíciles las operaciones matemáticas subsiguientes. Le parecían tan simples que cuando Bush le había pedido que hiciera las mediciones de mediodía con él para conseguir realizarlas mejor, supuso que sólo le era difícil la parte mecánica del procedimiento, el uso del sextante. No obstante, ocultó su asombro para no ser descortés.

—Son muy fáciles… —dijo y enseguida añadió—: Señor.

Era un hombre inteligente y no quería demostrar a un oficial de más antigüedad que era más hábil que él. Pensó muy bien lo que iba a decir a continuación.

—Si me acompaña a mi cabina, señor, podría comprobar mis cálculos.

Bush escuchó atentamente las explicaciones de Hornblower. Por el momento entendía el problema perfectamente bien, pero sabía por experiencia que al día siguiente volvería a confundirse (había logrado aprobar el examen de teniente gracias a algunas lecturas de última hora y a sus dotes de marino, no por sus conocimientos de náutica).

—Ahora podemos indicar aquí la posición del navío —dijo Hornblower, inclinándose sobre la carta marina.

Bush observó cómo los hábiles dedos de Hornblower movían las reglas paralelamente por la carta marina. Las manos de Hornblower eran huesudas, pero tenían cierta gracia, y era asombroso verlas hacer un trabajo con tanta agilidad. Un momento después cogió un lápiz entre sus fuertes dedos y trazó una línea recta.

—Éste es el punto de intercepción —dijo Hornblower—. Ahora podemos comprobar la estima[3].

Para indicar la posición del navío, según la estima basada en datos obtenidos el día anterior al mediodía, era necesario dar unos pasos muy sencillos, que incluso Bush podía seguir. El lápiz sostenido por los fuertes dedos de Hornblower hizo una pequeña x en la carta marina.

—Todavía navegamos con rumbo sur, como puede ver —dijo Hornblower—. Todavía no hemos avanzado hacia el este lo bastante para que la corriente del golfo nos empuje hacia el norte.

—¿No dijo usted que nunca había navegado por estas aguas? —preguntó Bush.

—Sí.

—Entonces, ¿cómo…? ¡Ah, seguramente ha estudiado eso!

A Bush le parecía tan extraño que a través de la lectura un hombre pudiera prepararse de antemano para enfrentarse a algo desconocido como a Hornblower que un hombres tuviera dificultades con las matemáticas.

—El caso es que estamos aquí —dijo Hornblower, dando ligeros golpes con el lápiz en la carta marina.

—Sí —dijo Bush.

Ambos miraron la carta marina pensando lo mismo.

—¿Qué cree usted que hará el primer oficial? —inquirió Bush.

Legalmente, Buckland estaba al mando del navío, pero era demasiado pronto para llamarle capitán. El capitán seguía siendo aquel hombre que yacía en el coy de su cabina envuelto en un gran pedazo de lona y lloriqueando.

—No sé —contestó Hornblower—, pero o se decide ahora o nunca. A partir de ahora la proa del navío se acercará cada día más a sotavento, ¿sabe?

—¿Qué haría usted?

Bush tenía curiosidad por saber lo que pensaba aquel teniente de menos antigüedad que él que había demostrado ser muy listo y discreto.

—Yo leería las órdenes —respondió Hornblower inmediatamente—. Prefiero tener problemas por hacer algo que por no hacer nada.

—Yo no sé lo que haría —dijo Bush, pensando que era más probable que un oficial fuera juzgado por un consejo de guerra si realizaba una acción que si dejaba de hacerla.

—Tal vez por esas órdenes podríamos llevar a cabo una misión independiente —dijo Hornblower—. ¡Y Buckland tendrá una excelente ocasión de destacar!

—Sí —dijo Bush.

Era evidente el entusiasmo de Hornblower. Si alguien deseaba con vehemencia realizar una misión independientemente de otros y, por tanto, tener la ocasión de destacar, ese era Hornblower. Bush, después de reflexionar unos momentos, comprendió que no deseaba contraer la responsabilidad de tener el mando de un navío de guerra en aguas turbulentas. Miró a Hornblower con curiosidad y se dio cuenta de que su curiosidad por conocerle era cada vez mayor. Hornblower era un hombre que siempre estaba preparado para dar un paso atrevido, que prefería la acción a la inacción, que tenía muchos conocimientos teóricos de su profesión, pero también mucha práctica en navegar, como Bush había podido observar muchas veces. Era un estudioso y a la vez un hombre de acción; era impetuoso y a la vez discreto. Bush recordaba con qué tacto obró durante la crisis posterior al accidente del capitán y con qué habilidad guió a Buckland.

Pero ¿cuál era la verdadera causa del accidente del capitán? Bush miró inquisitivamente a Hornblower cuando pensó eso. Aunque por su mente pasó una serie de vagas ideas encadenadas por las que se llegaba a conclusiones equiparables a los significados de las palabras «motivo» y «oportunidad», esas palabras no llegaron a formarse (en el tipo de mente que tenía esto no solía ocurrir). Deseaba preguntarle de nuevo lo que le había preguntado una vez, pero si lo hacía, la respuesta que probablemente recibirla y que merecía recibir sería la denegación de una respuesta. Hornblower se encontraba en una posición segura, y Bush tenía la certeza de que no la abandonaría por falta de paciencia o de discreción. Bush observó su rostro delgado y alegre y sus largos dedos, que daban ligeros golpes en la carta marina. Era ilógico e inusual que un oficial como Bush profesara admiración o guardara respeto a Hornblower, que no sólo tenía dos años menos que él, algo que no tenía importancia, sino que también era un teniente de menos antigüedad, es decir, que la fecha de su nombramiento era distinta a la del suyo, algo que sí tenía importancia, pues según la tradición de la Armada, un oficial no debía guardar respeto a otro de categoría inferior. Si lo hacía, su comportamiento sería muy distinto de lo acostumbrado y parecería provocado por las ideas igualitarias de los franceses, contra las que debía luchar. Bush pensó que se había contagiado de ideas revolucionarias, sintió una gran angustia y se movió nerviosamente en el asiento tratando de apartarlas de su mente, pero no lo consiguió.

—Voy a quitar estas cosas de aquí —dijo Hornblower, poniéndose de pie—. Tengo que reunirme con los marineros de mi brigada cuando acaben de comer para hacer prácticas de tiro con los cañones de la cubierta inferior y después tengo que hacer guardia. Estoy encargado de la guardia de primer cuartillo.