CAPÍTULO 4

Allí abajo estaba totalmente oscuro, oscuro como boca de lobo, no había ni un solo rayo de luz y, fuera, la noche sin luna cubría el mar. Aquel lugar estaba tres cubiertas por debajo de la superficie del mar, y podían oírse a través de la piel de roble del navío los crujidos de las cuadernas cuando se balanceaba y cabeceaba, el rumor del agua que pasaba por sus costados y el impacto de las olas entre las que se deslizaba. En medio de la oscuridad, Bush estaba agarrado a la barandilla de la empinada escala y buscaba con el pie un lugar donde pararse entre los toneles de agua. Cuando lo encontró, bajó de la escala, se agachó y avanzó hacia la popa a través de la negrura del lugar. Una rata pasó chillando por el lado de Bush, pero como las ratas eran los únicos seres que él esperaba encontrar allí, no se inmutó y siguió avanzando a tientas. Entonces pudo distinguir un lejano sonido sibilante entre los innumerables ruidos del navío y respondió con un sonido sibilante también. No sabía muy bien cómo actuar en una conspiración, pero sabía que era necesario tomar muchas precauciones porque lo que estaba haciendo era muy peligroso.

—¿Bush? —susurró Buckland.

—¡Sí!

—Los demás están aquí.

Diez minutos antes, cuando sonaron las dos campanadas de la guardia de media, Bush y Roberts, cumpliendo la orden del capitán, fueron a presentarse a él en su cabina, y los tres habían planeado este encuentro con un gesto, un guiño y un susurro. Era asombroso que los oficiales de un navío de la Armada real obraran de esa manera, pero ellos tuvieron que hacerlo para evitar que les oyeran los espías y los indiscretos. Después de planear el encuentro, se separaron y llegaron hasta aquí por distintos caminos y a través de distintas escotillas. Hornblower, que había sido relevado por Smith, se anticipó a ellos.

—No debemos permanecer aquí mucho tiempo —murmuró Roberts.

A pesar de que la oscuridad era absoluta, por el tono en que había hablado, todos notaron su nerviosismo. No había duda de que aquélla era una reunión para promover un motín, y, por tanto, todos podrían ser ahorcados por estar reunidos allí.

—¿Qué les parece si le declaramos no apto para el mando y le ponemos esposas y grilletes? —murmuró Buckland.

—Tendríamos que hacerlo muy rápido —susurró Hornblower—, porque llamaría a los marineros y probablemente ellos le seguirían, y entonces…

Hornblower no tenía necesidad de seguir hablando, porque todos los que le escuchaban vieron en su mente a varios cadáveres colgando de los penoles.

—Tenemos que actuar rápido —asintió Buckland—. ¿Y después de ponerle las esposas y los grilletes?

—Iremos a Antigua —dijo Roberts.

—Y seremos juzgados por un consejo de guerra —dijo Bush, pensando en el futuro lejano, por primera vez desde que había empezado la actual crisis.

—Sí —murmuró Buckland.

Tras ese simple monosílabo se ocultaba un complejo estado de ánimo, en el que predominaban la incertidumbre, la angustia y el temor.

—Eso es lo importante —susurró Hornblower—. Él prestará declaración y al tribunal las cosas le parecerán distintas. Hemos recibido varios castigos, como hacer guardia cuatro horas cada cuatro horas, no tomar ron y otros, pero eso podría pasarle a cualquiera y no justifica un motín.

—Pero consiente a los marineros.

—El tribunal pensará que es normal darles doble ración de ron y mandarles a sacar filástica y que no nos corresponde a nosotros juzgar los métodos del capitán.

—Pero el tribunal le verá.

—Es astuto y no está loco de atar. Puede hablar y puede encontrar razones para justificar todo. Ya le han oído. Aducirá razones plausibles.

—Pero nos ha humillado delante de los marineros y ha ordenado a Hobbs que nos espíe.

—Dirá que eso prueba que se encontraba en una situación desesperada por estar rodeado por un grupo de delincuentes como nosotros. Si le arrestamos, seremos considerados culpables hasta que demostremos que somos inocentes. Además, todos los tribunales suelen ponerse de parte del capitán. Amotinarse implica morir ahorcado.

Hornblower expresaba con palabras las mismas dudas que Bush tenía y no era capaz de decir en voz alta.

—Es cierto —murmuró Bush.

—¿Y Wellard? —susurró Roberts—. ¿Le oyeron gritar la última vez?

—Es un guardiamarina que acaba de recibir su nombramiento y no tiene familia ni amigos. ¿Qué van a decir los miembros del consejo de guerra cuando oigan que el capitán mandó dar media docena de azotes a un muchacho? Se reirán. Si nosotros no supiéramos lo que ocurre, nos reiríamos también y diríamos que eso le hace tanto bien a él como nos ha hecho a los demás.

Al final de esa manifestación de algo tan obvio, Buckland murmuró una serie de maldiciones con las que apenas logró expresar su desesperación, y luego se produjo un corto silencio.

—En cuanto nos encontremos con otro navío, hará acusaciones contra nosotros, estoy seguro —susurró Roberts.

—Llevo veintidós años de servicio… —dijo Buckland—. El capitán truncará mi carrera. Y truncará la de ustedes también.

Todos sabían que un oficial a quien su capitán acusara de conspirar contra él ante un consejo de guerra no tendría ninguna posibilidad de continuar en la Armada, y eso contribuía a aumentar su angustia. Además, si el capitán hacía esas acusaciones con la astucia y la malicia con que las había hecho hasta ahora, tal vez la sentencia no sería la expulsión de la Armada, sino la prisión y la muerte en la horca.

—Llegaremos a Antigua dentro de diez días, si el viento sigue soplando tan fuerte —dijo Roberts—. Y estoy seguro de que será así.

—Pero no sabemos si nuestro destino es Antigua —dijo Hornblower—. Eso es lo que nos imaginamos. Tal vez tardemos semanas, o meses…

—¡Dios nos asista! —exclamó Buckland.

En ese momento oyeron en la otra punta de la bodega un ruido metálico, un ruido diferente a los que producía el navío al moverse, y se quedaron perplejos. Bush alzó sus velludas manos y cerró los puños. Pero todos se tranquilizaron al oír que alguien en voz muy baja, llamaba:

—¡Señor Buckland! ¡Señor Hornblower!

—¡Es Wellard! —dijo Roberts.

Todos podían oír a Wellard avanzando a gatas hacia donde ellos estaban.

—¡El capitán! —exclamó Wellard—. ¡Viene el capitán!

—¡Dios santo!

—¿Por dónde? —preguntó Hornblower.

Por la escotilla que está detrás del timón. Yo fui hasta la bañera[2] y de allí vine hasta aquí. Mandó a Hobbs a…

—Váyanse a la proa ustedes tres —dijo Hornblower, interrumpiendo la explicación—. Váyanse a la proa y luego suban a la cubierta y sepárense al llegar allí. ¡Rápido!

Nadie pensó en que Hornblower estaba dando órdenes a oficiales de mucha más antigüedad que él. Cada minuto era de vital importancia, y no debían perder ninguno vacilando ni blasfemando inútilmente. Todos se dieron cuenta de eso al oír hablar a Hornblower. Bush y los demás se volvieron y empezaron a avanzar en la oscuridad. Bush se despellejaba las espinillas al tropezar de vez en cuando con obstáculos que no podía ver. En el momento en que Bush había iniciado la loca carrera con sus dos compañeros, separándose de Hornblower y Wellard, oyó a Hornblower decir:

—¡Venga aquí, Wellard!

El sollado, la escala y por fin un lugar muy seguro: la cubierta inferior donde estaban los cañones. La luz que había allí, en comparación con la oscuridad total de la bodega, parecía a Bush más que suficiente para ver las cosas con nitidez. Bush y Roberts continuaron subiendo hasta la cubierta superior y Bush dio la vuelta para caminar hacia la popa. El grupo de marineros a quienes tocaba descansar llevaban acostados en el coy tiempo suficiente para estar profundamente dormidos. Allí los ruidos del navío se mezclaban con los ronquidos de los marineros dormidos, y todos los coyes, colgados unos junto a otros en largas filas, se mecían exactamente al mismo tiempo con el cabeceo del navío, tan exactamente que parecía que formaban una masa. A lo lejos, entre dos filas, se veía aproximarse una luz. Era la luz de un farol que tenía una gran vela en su interior y estaba sostenido por Hobbs, el condestable interino, que caminaba apresuradamente seguido de dos marineros. Cuando Bush se encontró frente a frente con el grupo, se miraron unos a otros. Hobbs vaciló unos momentos. Era evidente que tenía ganas de preguntarle a Bush qué hacía en aquella cubierta, pero ningún oficial asimilado interino, ni siquiera uno que gozara del favor de su capitán, podía preguntarle eso a un teniente. Hobbs tenía un gesto de disgusto, probablemente porque se había apresurado para impedir la salida a los que estaban en la bodega y Bush se le había escapado. Los marineros que le acompañaban tenían una expresión sorprendida, pues les asombraba que ocurrieran esas cosas en la guardia de media. Por fin Hobbs se echó a un lado para que su superior pasara, y cuando Bush pasó por su lado, se limitó a lanzarle una mirada. Ahora que estaba a salvo, porque se encontraba fuera de la bodega y no estaba en una reunión para promover un motín, se sentía mucho más tranquilo. Decidió irse a su cabina porque faltaba poco para que sonaran las cuatro campanadas y, por tanto, para que se presentara a Buckland otra vez, según las órdenes del capitán. El mensajero que el oficial de guardia mandaría a despertarle le encontraría tumbado en su coy. Pero cuando Bush llegó al palo mayor, vio una curiosa escena que habría visto antes si hubiera sido inocente, y pensó que ahora que la veía tenía que hacer algunas averiguaciones sobre ella, que no podía seguir adelante sin hacer una o dos preguntas. Allí era donde se alojaban los infantes de marina, y ahora todos estaban fuera del coy, unos vistiéndose y otros, los que ya tenían la camisa y el pantalón puestos, poniéndose la bandolera que usaban en los combates.

—¿Qué ocurre? —inquirió Bush, intentando que su tono no revelara que sabía que en el navío pasaba algo extraño, además de aquello.

—No lo sé, señor —contestó el infante de marina a quien había preguntado—. Acaban de ordenarnos que nos levantemos y cojamos los mosquetes, las balas y los sables.

Un sargento de Infantería de marina salió de detrás del mamparo que separaba el lugar donde se alojaban los oficiales de baja graduación del resto de la cubierta.

—Son órdenes del capitán, señor —dijo y luego se volvió hacia sus hombres y gritó—: ¡Vamos! ¡Deprisa!

—¿Dónde está el capitán? —preguntó Bush haciendo todo lo posible por parecer inocente.

—En algún lugar de la popa, señor. Mandó a buscar al cabo encargado de la guardia al mismo tiempo que nos mandó a decir que cogiéramos las armas.

En la puerta de la cabina del capitán había un centinela de día y de noche, y un cabo de Infantería de marina y cuatro de sus hombres eran los encargados de apostarlo allí. Una simple orden bastaba para que fuera retirado y para que el capitán dispusiera del apoyo de al menos un pequeño grupo de hombres disciplinados y armados, de hombres preparados para luchar.

—Muy bien, sargento —dijo Bush, aparentando que estaba atónito y pensando que era lógico que fuera enseguida a la popa para averiguar lo que ocurría.

Pero tenía miedo y se dio cuenta de que podría hacer cualquier cosa excepto seguir andando para ver lo que le esperaba al final del camino. En ese momento apareció Whiting, el capitán de Infantería de marina. Estaba soñoliento y sin afeitar y se abrochaba el cinturón con su sable colgado.

—¿Qué demonios…? —empezó a decir cuando vio a Bush.

—No me pregunte a —dijo Bush, esforzándose por hablar con naturalidad.

Estaba tan nervioso y angustiado que su mente, generalmente en reposo, ahora estaba muy activa. Imaginó que estaba frente al consejo de guerra y que, en medio de la engañosa calma de la sala, oía al fiscal preguntar «¿Le pareció que el señor Bush estaba como siempre, señor Whiting?», y pensó que era necesario que el señor Whiting pudiera contestar «Sí». Incluso llegó a imaginarse la sensación que le produciría el roce de una cuerda colocada alrededor del cuello. Pero un minuto más tarde ya no tuvo necesidad de fingir que estaba asombrado ni que no sabía nada, y las reacciones que tuvo eran auténticas.

—¡Avisen al doctor! —gritó alguien—. ¡Avisen al doctor!

Entonces llegó corriendo Wellard, muy pálido.

—¡Avisen al doctor! ¡Avisen al doctor Clive!

—¿Quién se ha hecho daño, Wellard? —preguntó Bush.

—El capitán, señor —respondió Wellard, que temblaba y parecía muy turbado.

Un momento después apareció Hornblower al lado de Wellard. También estaba pálido y jadeaba, pero parecía tener dominio de sí mismo. Miró a su alrededor, a la tenue luz de los faroles, y pasó la vista por encima de Bush sin dar muestras de que le había reconocido.

—¡Avise al doctor Clive! —ordenó a un guardiamarina que había asomado la cabeza por la puerta de la camareta de guardiamarinas; miró a otro y gritó—: ¡Eh, usted, corra a buscar al primer oficial! ¡Dígale que baje! ¡Corra!

Hornblower miró hacia Whiting y luego hacia delante de él, donde estaban los infantes de marina cogiendo los mosquetes.

—¿Por qué se están armando sus hombres, capitán Whiting?

—Órdenes del capitán, señor.

—Entonces puede usted formarles en filas, aunque no creo que haya una emergencia.

Fue en ese momento cuando Hornblower aparentó que reconocía a Bush:

—¡Ah, señor Bush! Puesto que está usted aquí, señor, ¿podría tomar el mando del navío momentáneamente? Ya he mandado a buscar al primer oficial. El capitán está herido, señor, y creo que sus heridas son graves.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó Bush.

—Se cayó por la escotilla, señor —respondió Hornblower.

A pesar de la tenue luz, la mirada de Hornblower se cruzó con la de Bush, pero Bush no logró saber si Hornblower intentaba transmitirle algún mensaje a través de ella. Ahora, aquella parte de la cubierta inferior estaba abarrotada, y lo que había contado Hornblower, que todos habían oído contar por primera vez, causó agitación, por lo que se oía un ruido confuso de voces. Hablar de esa manera era una falta de indisciplina que ponía furioso a Bush y, quizá por suerte, le hizo reaccionar de la forma en que solía hacerlo en estos casos.

—¡Silencio! —gritó Bush—. ¡Cada uno a su trabajo!

Bush pasó la vista por el grupo de hombres que le rodeaban y todos se callaron.

—Con su permiso, me iré abajo otra vez, señor —dijo Hornblower—. Tengo que cuidar del capitán.

—Muy bien, señor Hornblower —dijo Bush.

Esa frase estereotipada se había usado tantas veces que la forma en que se decía nunca parecía afectada.

—Venga conmigo, señor Wellard —dijo Hornblower y se volvió y empezó a alejarse de allí.

Mientras se alejaba, llegaron varios hombres más. Primero llegó Buckland, pálido y con una expresión hierática, acompañado de Roberts, y luego Clive, medio dormido todavía, pero ya vestido con camisa y pantalón. Todos ellos se asombraron al ver a los infantes de marina formados en filas en la cubierta, con sus mosquetes brillando a la débil luz de los faroles.

—¿Puede venir enseguida, señor? —preguntó Hornblower a Buckland, a quien había visto al volverse hacia atrás.

—Voy inmediatamente —respondió Buckland.

—¿Qué diablos ocurre? —inquirió Clive.

—El capitán está herido —respondió Hornblower secamente—. Venga enseguida. Necesitará un farol.

—¿El capitán? —preguntó Clive, parpadeando, y por fin terminó de despertarse—. ¿Dónde está? ¡Déme ese farol! ¿Dónde están sus ayudantes? ¡Eh, ustedes, corran a despertar a mis ayudantes! ¡Tienen sus coyes colgados en la enfermería!

Finalmente seis hombres se acercaron a la escala para bajar por ella con los faroles: los cuatro tenientes, Clive y Wellard. Mientras Bush esperaba al principio de la escala, miró de soslayo a Buckland con ansiedad. Preferiría mil veces estar caminando bajo una lluvia de metralla por una cubierta agujereada por las balas que estar allí. Buckland miró a Bush inquisitivamente, pero Bush no dijo nada, en parte porque Clive estaba cerca y podía oírle, y en parte porque sabía lo mismo que Buckland. No sabían qué era lo que les esperaba al pie de la escala, no sabían si era la cárcel, la ruina, la desgracia o la muerte.

A la débil luz de un farol pudieron ver la chaqueta escarlata y la bandolera blanca de un infante de marina que estaba al lado de la escotilla. Tenía los galones que correspondían a la graduación de cabo.

—¿Tiene algo nuevo de que informarnos? —preguntó Hornblower.

—No, señor. Nada, señor.

—El capitán está inconsciente allí abajo —dijo Hornblower a Clive, señalando hacia abajo por la escotilla—. Dos infantes de marina le custodian.

Clive pasó trabajosamente su voluminoso cuerpo a través de la escotilla y empezó a descender.

—Bien, cabo, cuéntele al primer oficial lo que sabe de esto.

El cabo permaneció en posición de atención. Estaba nervioso porque se encontraba delante de nada menos que cuatro tenientes y probablemente estaba muy preocupado porque, después de haber servido muchos años en la Armada, sabía por experiencia que si los oficiales de alto rango tenían problemas, había muchas probabilidades de que un simple cabo que, por desgracia, involuntariamente, estaba relacionado con un asunto como ése, tuviera también problemas. Permaneció con el cuerpo rígido, procurando no mirar a los ojos a nadie.

—¡Hable, hombre! —insistió Buckland.

También él estaba nervioso, pero eso era comprensible, pues era un primer oficial cuyo capitán había sufrido un grave accidente.

—Yo era el cabo encargado de la guardia, señor. Cuando sonaron las dos campanadas, llevé a un centinela a relevar al que estaba en la puerta del capitán.

—¿Y…?

—E…, entonces me fui a dormir otra vez.

—¡Maldita sea! —gritó Roberts—. ¡Termine el relato!

—Luego me despertó un oficial, señor —continuó el cabo—. Me parece que era el condestable.

—¿El señor Hobbs?

—Me parece que ése es su nombre, señor. Me dijo: «El capitán ha ordenado que retire al centinela». Entonces fui a retirarlo, señor, y junto a Wade, el centinela que yo había apostado allí, estaba el capitán. Tenía una pistola en cada mano, señor.

—¿Quién? ¿Wade?

—No, señor. El capitán, señor.

—¿Cómo era su comportamiento? —preguntó Hornblower.

—Bueno, señor…

El cabo no quería hacer críticas a un capitán, y mucho menos delante de un teniente.

—Está bien. Continúe.

—El capitán dijo… Nos dijo: «Síganme». Después se volvió hacia el oficial y dijo: «Cumpla con su deber, señor Hobbs». Entonces el señor Hobbs se fue por un lado, señor, y nosotros y el capitán por otro, señor, y luego bajamos hasta aquí. El capitán decía: «Están planeando un motín, un sangriento motín. Tenemos que apresar a los amotinados. Tenemos que cogerles con las manos en la masa».

El cirujano asomó la cabeza por la escotilla y dijo:

—Denme otro farol.

—¿Cómo está el capitán? —preguntó Buckland.

—Ha sufrido una conmoción cerebral y tiene varias fracturas.

—¿Son graves, las heridas?

—Todavía no lo sé. ¿Dónde están mis ayudantes? ¡Ah, está usted ahí, Coleman! ¡Traiga tablillas y vendas tan rápido como pueda! ¡Y un tablón y un gran trozo de lona y cabos! ¡Rápido! ¡Y usted, Pierce, venga a ayudarme!

Los dos ayudantes del cirujano tuvieron que irse de allí apenas unos instantes después de llegar.

—Continúe, cabo —dijo Buckland.

—No me acuerdo de lo que estaba diciendo, señor.

—Decía que el capitán le había traído aquí abajo.

—Sí, señor. Tenía una pistola en cada mano, como le dije, señor. Entonces mandó a uno de mis hombres a la proa y le dijo: «Deténgase en todos los escondites». Luego me dijo: «Cabo, baje con estos dos hombres al sollado y regístrelo». Estaba gritando, señor. Y tenía una pistola en cada mano, señor.

El cabo había mirado con ansiedad a Buckland mientras hablaba.

—Está bien, cabo —dijo Buckland—. Limítese a decir exactamente lo que ocurrió.

El hecho de saber que el capitán estaba inconsciente le había tranquilizado, igual que a Bush.

—Entonces bajé la escala con los otros hombres, señor —dijo el cabo—. Yo iba delante con el farol, señor, pues no llevaba mosquete. Cuando llegamos al pie de la escala, nos detuvimos entre esas cajas que están ahí, señor. El capitán permaneció junto a la escotilla y en ese momento nos gritó: «¡Rápido! ¡No les dejen escapar! ¡Rápido!». Entonces empezamos a avanzar hacia la proa esquivando las cajas, señor.

El cabo estaba llegando al clímax de la historia y vaciló unos momentos. Tal vez intentaba hacerlo más dramático para que causara mayor efecto, pero era más probable que todavía creyera que estar relacionado con ese suceso, a pesar de no ser culpable, podía perjudicarle.

—¿Y qué pasó? —preguntó Buckland.

—Bueno, señor… Entonces llegó Coleman, cargado con varias cosas, entre ellas un tablón de seis pies de largo que tenía apoyado en el hombro. Miró a Buckland como si con la mirada le pidiera permiso para continuar, y cuando le vio asentir con la cabeza, puso el tablón, el trozo de lona y los cabos sobre la cubierta y bajó la escala con las restantes cosas.

—¿Y bien? —preguntó Buckland al cabo.

—No sé lo que pasó, señor.

—Díganos lo que sabe.

—Oí un grito y un estruendo cuando apenas había avanzado seis yardas y retrocedí con el farol.

—¿Y qué vio?

—Al capitán, señor. Yacía al pie de la escala. Parecía que estaba muerto. Se había caído por la escotilla.

—¿Y qué hizo?

—Le di media vuelta. Tenía la cara cubierta de sangre y estaba inconsciente, señor. Pensé que estaba muerto, pero noté que su corazón latía.

—¿Y…?

—No sabía qué hacer, señor. Tampoco sabía nada sobre esa reunión, señor.

—Pero, ¿qué hizo al final?

—Dejé a mis dos hombres custodiando al capitán, señor, y subí para dar la noticia. No sabía en quién podía confiar, señor.

Esa situación era paradójica, pues el cabo temía recibir una simple reprimenda por haber ido él mismo a dar la noticia en vez de haber enviado a un mensajero, mientras que los cuatro tenientes que le escrutaban temían ser ahorcados.

—¿Y bien?

—Entonces vi al señor Hornblower, señor —dijo el cabo en un tono del que se deducía que había sentido alivio al encontrar a alguien que le eximiera de aquella gran responsabilidad—. Le acompañaba el señor Wellard… Creo que ése es su nombre. El señor Hornblower me ordenó que me quedara aquí vigilando cuando le conté lo que le había ocurrido al capitán.

—Me parece que actuó bien, cabo —dijo Buckland.

—Gracias, señor. Gracias, señor.

En ese momento reapareció Coleman, que terminaba de subir la escala, y después de mirar otra vez a Buckland como si le pidiera permiso con la mirada, entregó las cosas que había dejado allí a otra persona que estaba debajo de la escotilla y volvió a bajar. Bush miraba ahora al cabo, quien, después de contar la historia, había vuelto a ponerse nervioso porque los cuatro tenientes no dejaban de mirarle fijamente.

—Entonces, cabo, ¿no tiene idea de cómo el capitán se cayó por la escotilla? —preguntó inesperadamente Hornblower con intención.

—No, señor. No tengo ni la más remota idea, señor.

Hornblower se limitó a echar una rápida mirada a sus compañeros. Las palabras del cabo y la mirada de Hornblower eran tranquilizadoras.

—Estaba excitado, ¿verdad? Vamos, hombre, conteste.

—Pues sí, señor —asintió el cabo, recordando la indiscreción que había cometido antes, y, como si de repente se hubiera vuelto locuaz, dijo—: Nos gritaba desde la escotilla, señor. Creo que estaba asomado a la escotilla. Probablemente estaba asomado cuando el navío cabeceó, señor. Probablemente tropezó con el borde y cayó de cabeza, señor.

—Seguramente eso fue lo que ocurrió.

Clive subió la escala y pasó los pies por encima del borde trabajosamente.

—Voy a subir al capitán ahora —dijo, mirando a los cuatro tenientes, y se metió la mano dentro de la camisa y sacó una pistola—. Esto estaba a su lado.

—Yo me haré cargo de ella —dijo Buckland.

—Por lo que acabamos de oír, tiene que haber forzosamente otra pistola ahí abajo —dijo Roberts, que hablaba por primera vez.

Habló excesivamente alto, pues estaba muy excitado, y eso podría parecer sospechoso a cualquiera que tuviera razones para sospechar de él. Bush se llevó un disgusto y sintió miedo.

—Podrán buscarla cuando hayamos subido al capitán —dijo Clive y se asomó a la escotilla y gritó—: ¡Suban!

Primero apareció Coleman, que subía la escala con un par de cabos en la mano, y luego un infante de marina, que subía en una extraña postura, agarrándose con una mano a la barandilla y sosteniendo con la otra una pesada carga detrás suyo.

—¡Despacio! —dijo Clive—. ¡Despacio!

Coleman y el infante de marina salieron por la escotilla y sacaron detrás de ellos el extremo del tablón, y atado a él estaba el capitán, envuelto en el trozo de lona como una momia. Ésa era la mejor forma de subir a un hombre con los huesos rotos por una escala. Pierce, el otro ayudante del cirujano, llegó arriba poco después, sosteniendo el otro extremo del tablón. Los tenientes se agruparon en torno a él cuando terminaban de pasarlo por encima del borde de la escotilla. A la luz de los faroles, Bush vio el rostro del capitán por encima del trozo de lona, y aunque sólo podía ver una parte porque las vendas le cubrían la nariz y un ojo, notó que estaba impasible y que, a pesar de que el cirujano le había limpiado la sangre, aún quedaban restos de ella en una de sus sienes.

—Llévenle a su cabina —ordenó Buckland.

Ese momento fue muy importante porque ésa era una orden trascendental. Puesto que el capitán estaba incapacitado para ejercer el mando, el primer oficial tenía el deber de tomarlo, y esas cuatro palabras indicaron que lo había hecho. Estar al mando del navío le permitiría incluso dictar órdenes para acabar con los desmanes del capitán. Sin embargo, aunque ése era un paso gigantesco, era rutinario, pues Buckland había tomado el mando del navío muchas veces en ausencia del capitán. La rutina le había permitido resistir la crisis actual. Gracias a las costumbres adquiridas a lo largo de treinta y cinco años de servicio en la Armada como guardiamarina y como teniente, podía portarse siempre igual con sus subalternos, podía obrar de manera normal aunque no supiera qué suerte le esperaba en el futuro inmediato.

Bush le miró en ese momento, cuando acababa de tomar el mando, y dudó que el efecto de esas costumbres durara. Buckland estaba visiblemente turbado. Tal vez eso podía considerarse el efecto normal que a un oficial le producía tener que asumir mucha más responsabilidad de repente y en circunstancias difíciles. Eso es lo que pensaría alguien que no sospechara de él, alguien que no supiera lo que había hecho secretamente. Bush sintió miedo al pensar en lo que haría el capitán cuando recobrara el conocimiento y se dio cuenta de que Buckland también sentía miedo. Buckland no dejaba de pensar en las esposas, la soga de la horca, el consejo de guerra y otras cosas parecidas. Y el futuro, e incluso la vida, de los oficiales del navío dependía de lo que hiciera Buckland.

—Con su permiso, señor —dijo Hornblower.

—¿Qué? —preguntó Buckland y luego, haciendo un esfuerzo volvió a preguntar—: ¿Qué, señor Hornblower?

—¿Podría poner por escrito la declaración del cabo ahora, cuando todavía se acuerda bien de lo ocurrido?

—Muy buena idea, señor Hornblower.

—Gracias, señor —dijo Hornblower con una expresión en la que no podía verse otra cosa que el celo con que cumplía con su deber, y luego miró al cabo y ordenó—: Preséntese en mi cabina cuando haya apostado de nuevo al centinela.

—Sí, señor.

El doctor y sus ayudantes ya se habían llevado al capitán. Parecía que Buckland estaba paralizado o que no hacía ningún esfuerzo por moverse de allí.

—Aún hay que encontrar la otra pistola del capitán, señor —dijo Hornblower con el respeto de siempre.

—¡Ah, sí! —exclamó Buckland, mirando a su alrededor.

—Aquí está Wellard, señor.

—¡Ah, sí! Él podría ocuparse de eso.

—Señor Wellard —dijo Hornblower—, baje con un farol y busque la otra pistola. Luego llévesela al primer oficial al alcázar.

—Sí, señor.

Wellard, que ya había recobrado la serenidad, miraba fijamente a Hornblower desde hacía rato. Inmediatamente cogió el farol y bajó la escala. Buckland empezó a alejarse de allí, seguido de los demás, pensando en la forma en que Hornblower había hablado del alcázar. Cuando llegaron a la cubierta inferior donde estaban los cañones, el capitán Whiting saludó a Buckland.

—¿Alguna orden, señor? —preguntó.

Indudablemente, la noticia de que el capitán estaba incapacitado para ejercer el mando se había propagado por el navío como el fuego. Buckland, por el hecho de tener la mente embotada, tardó varios segundos en reaccionar.

—No, capitán —dijo por fin y luego añadió—: Ordene a sus hombres que rompan filas.

Cuando llegaron al alcázar, observaron que los vientos alisios eran muy fuertes y llegaban por la aleta de estribor, y que el Renown seguía navegando a toda vela por hermosas y misteriosas aguas. Por encima de sus cabezas se elevaban grandes pirámides de velas que casi alcanzaban las innumerables estrellas, y, debido al rápido movimiento del navío, los mastelerillos describían grandes círculos muy cerca del cielo. Por la aleta de babor se veía la luna en cuarto creciente, que acababa de separarse del mar y, por milagro, se había colgado del cielo, justo por encima del horizonte, y formaba una larga franja de luz plateada que llegaba hasta el navío. Las oscuras figuras de los hombres que estaban en la cubierta contrastaban con la blancura de las tablas alumbradas por su luz.

Smith, que era el oficial de guardia, se acercó rápidamente a ellos cuando subían la escala de toldilla. Durante más de una hora había estado caminando de un lado a otro con desesperación, porque oía los ruidos y el bullicio que había bajo la cubierta y los rumores que corrían por el navío, pero no podía abandonar su puesto para averiguar lo que sucedía.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Smith no había estado en la reunión secreta con los otros tenientes. Tampoco había sido tratado tan mal como ellos por el capitán, pero no ignoraba el descontento de sus compañeros y seguramente sabía que el capitán estaba loco. Buckland no estaba preparado para responder a esa pregunta, y al final fue Hornblower quien respondió.

—El capitán se cayó a la bodega —dijo en tono inexpresivo—. Acaban de llevarle inconsciente a su cabina.

—Pero, ¿cómo demonios se cayó en la bodega? —preguntó Smith asombrado.

—Estaba buscando a unos amotinados —respondió Hornblower en el mismo tono.

—Comprendo —dijo Smith—. Pero…

Entonces se interrumpió. El tono indiferente de Hornblower le hizo comprender que aquél era un asunto sumamente delicado, y que si seguía preguntando tendría que hablar de la salud mental del capitán y dar su opinión sobre ella, y por eso no quiso hacer más preguntas.

—Seis campanadas, señor —le dijo el suboficial de guardia.

—Muy bien —dijo Smith mecánicamente.

—Debo poner por escrito la declaración del cabo, señor —dijo Hornblower—. Tendré que hacer guardia cuando suenen las ocho campanadas.

Puesto que Buckland estaba al mando del navío, podía revocar las ridículas órdenes de que Hornblower hiciera guardia cuatro horas cada cuatro horas y de que Bush y Roberts se presentaran a él cada hora. Hubo una pausa embarazosa. Nadie sabía cuánto tiempo permanecería inconsciente el capitán ni en qué condiciones estaría cuando recobrara el conocimiento. Wellard llegó corriendo al alcázar en ese momento.

—Aquí está la otra pistola, señor —dijo, entregándosela a Buckland.

Buckland la cogió, sacó la otra de su bolsillo, y se quedó unos momentos con ellas en las manos sin saber qué hacer.

—Permítame quitarle esta carga, señor —dijo Hornblower, cogiendo las pistolas—. Wellard podría ayudarme a tomar declaración al infante de marina. ¿Puedo llevarlo conmigo, señor?

—Sí —respondió Buckland.

Hornblower se volvió para irse abajo y Wellard le siguió.

—¡Señor Hornblower! —dijo Buckland.

—Dígame, señor.

—Nada —dijo Buckland en un tono que revelaba su indecisión.

—Discúlpeme, señor, pero si yo fuera usted, descansaría un poco —dijo Hornblower desde la parte superior de la escala—. Ha pasado una noche agotadora.

Bush estaba de acuerdo con Hornblower, pero no porque le importara que Buckland hubiera pasado una noche agotadora, sino porque pensaba que si se iba a su cabina no tendría ninguna posibilidad de cometer una indiscreción y, por tanto, comprometerse y comprometer a sus compañeros. Entonces cayó en la cuenta de que era precisamente eso lo que Hornblower pensaba. Al mismo tiempo, notó que le disgustaba que Hornblower se marchara y advirtió que a Buckland también le disgustaba. Hornblower conservaba la sensatez y era capaz de pensar con rapidez fuera cual fuera el peligro que le amenazara, y su comportamiento aparentemente normal había servido de ejemplo a todos ellos desde que ocurrió el accidente. Tal vez Hornblower guardaba algún secreto que no compartía con ellos; tal vez sabía más que ellos acerca de la caída del capitán en la bodega. Bush estaba desconcertado y ansiaba saber si eso era cierto, pero Hornblower no había dado ninguna señal de que lo fuera.

—¿Cuándo diablos va a dar el parte médico ese maldito doctor? —preguntó Buckland sin dirigirse a nadie en particular.

—¿Por qué no se acuesta hasta que lo dé, señor? —inquirió Bush.

—Sí, eso haré —dijo Buckland después de vacilar unos momentos—. Es conveniente que ustedes sigan presentándose a mí cada hora, como ordenó el capitán.

—Sí, señor —dijeron Bush y Roberts.

Bush sabía que eso significaba que Buckland no quería correr ningún riesgo, pues el capitán podría enterarse de que había revocado su orden cuando recobrara el conocimiento. Bush estaba angustiado, casi desesperado, cuando bajó para descansar al menos media hora hasta que tuviera que presentarse a Buckland otra vez. No tenía esperanzas de que pudiera dormir, ya que a través de uno de los finos mamparos de su cabina oía un ruido confuso de voces en la cabina contigua, donde Hornblower tomaba declaración al cabo de Infantería de marina.