CAPÍTULO 3

Era un domingo por la mañana. El Renown había tomado los vientos alisios del noreste y navegaba por el Atlántico a la mayor velocidad que podía alcanzar, con las alas de ambos lados desplegadas. Los vientos alisios lo hacían cabecear y balancearse constantemente, y de vez en cuando la proa hacía subir una cortina de agua en la que se formaba un arco iris momentáneamente. Debido al cabeceo del navío, se oía un conjunto de sonidos agudos como una voz de tiple o de tenor en la jarcia, y graves como la voz de barítono o la de bajo en el casco, una sinfonía del mar. El cielo azul estaba salpicado de blanquísimas nubes, y en medio de ellas brillaba el sol, en cuyos rayos vivificantes se formaban facetas danzantes al ser reflejados por las aguas de color azul oscuro.

El navío era de una exquisita belleza, que se debía en parte a su proa redondeada y a sus filas de cañones, y su entorno tenía también muy buena pinta. Era un magnífico instrumento para combatir y el perfecto amante de las olas entre las que navegaba solitario y con majestad. Era un hecho revelador que estuviera solo. Las flotas de los países enemigos permanecían en los puertos, que estaban bloqueados por numerosas escuadras deseosas de luchar con ellas, y los hombres que iban a bordo del Renown podían navegar con la seguridad de que no tenían nada que temer. Ninguno de los barcos enemigos que violaran el bloqueo sería un peligro, porque ninguno era tan potente como el Renown, y no había en la mar ninguna flota enemiga que pudiera atacarlo. Esos hombres podían burlar cuando quisieran a sus enemigos, llegar a sus costas y atacarlas con sus potentes cañones, pues sus enemigos no podían hacer nada porque sus flotas permanecían en los puertos a causa del bloqueo. Probablemente el Renown atravesaba el océano en dirección a un lugar donde emprenderían uno de esos ataques, según las órdenes de la Junta del Almirantazgo.

En la cubierta superior estaban formados en brigadas todos los tripulantes, los hombres que se ocupaban de las interminables tareas de hacer que aquella construcción fuera siempre muy eficiente y de reparar los constantes daños que le inflingían el mar, los elementos y el paso del tiempo. Las cubiertas blancas como la nieve, la brillante pintura y la perfecta colocación de los cabos y los palos eran pruebas de su diligencia. Cuando llegara el momento de demostrar que el Renown era el soberano de los mares, serían los tripulantes quienes dispararían los cañones (el Renown era un magnífico instrumento para combatir, pero lo era gracias a los frágiles seres humanos que lo manejaban); pero los tripulantes, lo mismo que el propio Renown, eran simples ruedas dentadas del engranaje que constituía la Armada real, y la mayoría de ellos, atrapados entre la rutina regida por el tiempo y la disciplina de la Armada, estaban contentos de ser simples ruedas dentadas, de limpiar las cubiertas, ajustar los aparejos, apuntar los cañones y abordar con hachas un barco enemigo sin preocuparse de si el navío navegaba en dirección norte o sur, o de si el barco que abordaban era francés, holandés o español. Todavía el capitán era el único que conocía la misión que la Junta del Almirantazgo había asignado a los hombres del Renown (probablemente después de consultar a los ministros). Corrió el rumor de que el destino del navío era las Antillas, pero sólo un hombre de los setecientos cuarenta que iban a bordo del Renown sabía a qué lugar del archipiélago se dirigían y qué debían hacer allí.

Ese domingo por la mañana habían formado en la cubierta todos los tripulantes que podían dejar su puesto, no sólo los que integraban los dos grupos que se turnaban para hacer guardia, sino también los que no hacían guardia, los llamados inactivos: los encargados de la bodega (quienes, por trabajar muy por debajo de la cubierta, literalmente pasaban semanas sin ver la luz de sol), el tonelero y sus ayudantes, el armero y sus ayudantes, el velero, el cocinero y los despenseros. Todos estaban vestidos con su mejor ropa, y los oficiales, que estaban colocados al lado de sus respectivas brigadas, llevaban su sombrero de dos picos y su sable. Los únicos que no estaban en las brigadas que se encontraban en el combés en posición de atención, cuyas filas oscilaban debido al movimiento del navío, eran el oficial encargado de la guardia y su ayudante, los timoneles que llevaban el timón en ese momento y media docena de marineros que tenían que desempeñar la función de serviolas y ejecutar maniobras en caso de emergencia.

Era un domingo por la mañana, y todos, sin sombrero, escuchaban al capitán. Pero no se habían quitado el sombrero en señal de respeto al Sumo Hacedor, como hacían cuando se celebraba una ceremonia religiosa. Eso ocurría tres domingos al mes, pero no se registraba el navío para obligar a todos los marineros a que asistieran a la ceremonia, como se había hecho en esta ocasión (además, el Almirantazgo era ahora más tolerante y había decretado recientemente que los católicos, los judíos y los disidentes de la Iglesia anglicana fueran dispensados de la asistencia a las ceremonias religiosas). Ese domingo era el cuarto domingo del mes, el día en que el culto a Dios era sustituido por una ceremonia más sobria y solemne. También los tripulantes tenían que asistir a ella con camisa limpia y escucharla sin sombrero, pero no tenían que mantener la vista fija en el suelo. Ahora, mientras sujetaban su sombrero delante de ellos y el viento alborotaba su pelo, miraban al frente y escuchaban un conjunto de preceptos referidos a tantas maneras de obrar como los diez mandamientos, un código con leyes tan severas como las del Levítico, pues el cuarto domingo de cada mes el capitán tenía la obligación de leer el Código naval a la tripulación para que ninguno, ni siquiera un analfabeto, pudiera disculparse en ninguna ocasión diciendo que no lo conocía. Era posible que los capitanes muy devotos consiguieran que quedara tiempo para que también se celebrara una breve ceremonia religiosa, pero tenían la obligación de leer todo el Código naval.

El capitán volvió una página y leyó:

—Artículo diecinueve: si una persona que pertenezca a la Armada se reúne o intenta reunirse con otras para promover un motín, él y todos los que estén implicados en ese asunto serán juzgados por un consejo de guerra, y si son declarados culpables, serán castigados con la muerte.

Bush, de pie junto a su brigada, escuchaba aquellas palabras que había oído montones de veces. Las había oído con tanta frecuencia que, por lo general, ya no les prestaba atención, y por eso apenas había oído algún fragmento de los dieciocho artículos anteriores. Pero prestó atención al artículo diecinueve, tal vez porque el capitán lo leía con énfasis. Además, levantó los ojos y vio en el alcázar iluminado por el sol a Hornblower, el oficial de guardia, que escuchaba atentamente también. Y la palabra «muerte» le llamó la atención. El sonido de esa palabra le había causado tanta impresión como el de una piedra al caer en un pozo, y eso era extraño, porque había sido incluida a discreción en los demás artículos que el capitán había leído (se daría muerte a quien huyera del peligro, se daría muerte a quien se durmiera cuando estuviera de servicio…).

El capitán siguió leyendo:

—Y si alguna persona incita a otras al amotinamiento, será castigada con la muerte… Y si un oficial, un marinero o un infante de marina faltan al respeto a su superior, serán castigados con la muerte…

Esas palabras tenían otro significado para Bush ahora, pues Hornblower le miraba fijamente. Bush sintió una extraña sensación en su interior. Miró al capitán, que estaba desarreglado y despeinado, y al recordar los hechos ocurridos pocos días antes, pensó que si había algún hombre incapacitado para servir en la Armada ése era el capitán, pero que se mantenía en ese cargo en que tenía ilimitado poder gracias al Código naval que estaba leyendo. Volvió a mirar a Hornblower, que seguía de pie junto al pasamanos del alcázar. Estaba convencido de que sabía lo que pensaba el joven teniente desgarbado y de cara angulosa, y le pareció extraño que sintiera simpatía por él, pues le había tratado muy poco tiempo.

El capitán llegó al artículo veintidós:

—Y si un oficial, un marinero, un infante de marina u otra persona que pertenezca a la Armada se atreve a replicar a cualquiera de sus superiores o desobedece una orden legal, serán castigados con la muerte.

Hasta ahora Bush no se había dado cuenta de que en el Código naval se insistía tanto en ese tema. Siempre observó la disciplina de buena gana y estuvo seguro de que podría soportar la injusticia y una forma inapropiada de mandar, y ahora se había dado cuenta de que había importantes razones por las que tenía que soportarlas. Y como si quisiera apoyar su idea, el capitán leyó el último artículo del Código naval, el que podía llenar cualquier laguna.

—Todas las demás faltas no mencionadas en este código que sean cometidas por cualquier persona o personas pertenecientes a la Armada…

Bush recordaba aquel artículo, gracias al cual un oficial podía buscar la ruina a un subordinado que fuera lo bastante listo para no ser enjuiciado por incumplir cualquiera de los otros.

El capitán leyó en tono solemne las últimas palabras, apartó la vista de la página y miró a los oficiales uno a uno mientras su gran nariz se movía como un cañón intentando apuntar. En la cara, aún sin afeitar, tenía un gesto triunfal. Aparentemente, la lectura del código había disipado sus temores, pues sacó el pecho, aumentando de altura como si se hubiera puesto de puntillas, para decir las palabras con que concluiría su alocución:

—Quiero que todos sepan que los oficiales, como cualquier otra persona, tienen que cumplir estos preceptos.

A Bush le costaba creer que había oído semejantes palabras. Era inconcebible que un capitán dijera eso delante de la tripulación; si algunas palabras incitaban a la indisciplina, eran ésas. El capitán se limitó a continuar la ceremonia según la rutina:

—Adelante, señor Buckland.

—Sí, señor —dijo Buckland, dando un paso al frente, también según la rutina—. ¡Pónganse el sombrero!

La ceremonia había terminado, y los oficiales y los marineros se pusieron el sombrero.

—¡Oficiales, manden a sus brigadas a romper filas! —añadió.

Los componentes de la banda del cuerpo de Infantería de marina estaban esperando ese momento. El sargento que dirigía la banda hizo una señal con la batuta y los tamborileros empezaron a tocar un redoble. A los tamboriles se unieron los pífanos, con su sonido dulce y agudo, y juntos tocaron con brío La lavandera irlandesa. Mientras tanto, los infantes de marina subieron los mosquetes y se los apoyaron en el hombro entre chasquidos. Entonces Whiting, el capitán de Infantería de marina, dio las órdenes necesarias para que aquellos hombres con chaquetas escarlatas marcharan hacia un lado y hacia otro en el reducido espacio del alcázar, bajo el sol.

El capitán había permanecido allí mirando cómo los hombres hacían todo en orden y según la rutina.

—¡Señor Buckland! —dijo, alzando la voz.

—¡Señor!

El capitán subió dos escalones de la escala del alcázar para que todos pudieran verle bien y, alzando la voz de modo que pudieran oírle el mayor número posible de tripulantes, dijo:

—Dedicaremos el domingo a sacar filástica.

—Sí, señor.

—Y dé doble ración de ron a estos hombres intachables.

—Sí, señor.

Buckland había hecho todo lo posible para que su tono no revelara su descontento. Era el colmo que el capitán dijera eso, después de lo que había dicho antes. Dedicar el domingo a sacar filástica suponía que los marineros se pasarían el resto del día inactivos, y, muy probablemente, darles doble ración de ron suponía que discutirían y se pegarían. Bush, al avanzar por la cubierta superior en dirección a la popa, pudo darse cuenta de que la tripulación, mimada por el capitán, empezaba a alborotarse. Era imposible mantener la disciplina cuando un capitán no prestaba atención a los informes negativos de los oficiales. Los marineros pendencieros y vagos no eran castigados, los diligentes empezaban a irritarse y los rebeldes expresaban cada vez más abiertamente su rebeldía. El capitán había llamado a los marineros hombres intachables, a pesar de que esa semana se habían comportado pésimamente, como muy bien sabían ellos, y eso hacía suponer que la semana siguiente se comportarían peor. Además, era muy probable que los marineros se hubieran enterado de cómo el capitán había tratado a los oficiales, de la brutal azotaina que les había dado como castigo, pues era sabido por todos que las cosas que ocurrían en la popa se contaban muy pronto en la proa, pero distorsionadas, y los marineros no obedecerían a ningún oficial que fuera tratado con desprecio por su capitán. Cuando Bush subió al alcázar, estaba muy preocupado.

El capitán había cruzado la entrecubierta para ir hasta su cabina. Buckland y Roberts estaban conversando apoyados en la batayola, y Bush se aproximó a ellos.

—Así que los oficiales tienen que cumplir estos preceptos —dijo Buckland cuando Bush se acercaba.

—Sacar filástica el domingo y recibir doble ración de ron —dijo Roberts—. Todo para estos hombres intachables.

Buckland miró a un lado y a otro del alcázar antes de volver a hablar. Era lamentable que el primer oficial de un navío de línea tuviera que tomar precauciones para que no le oyeran. Pero Hornblower y Wellard estaban al otro lado del timón y el oficial de derrota estaba en la toldilla con los guardiamarinas a quienes daba clase de navegación, preparándose para hacer las mediciones de mediodía con el sextante.

—Está loco —dijo Buckland tan bajo como lo permitían los vientos alisios del noreste.

—Todos lo sabemos —dijo Roberts.

Bush no dijo nada, porque era muy cauto y no deseaba comprometerse por el momento.

—Clive no moverá un dedo —dijo Buckland—. Es un estúpido como hay pocos.

Clive era el cirujano.

—¿Le has preguntado? —inquirió Roberts.

—Indirectamente. Pero no dijo nada porque tiene miedo.

—¡No se muevan de donde están! —gritó alguien con voz áspera, una voz que todos conocían muy bien.

Era el capitán y, aparentemente, hablaba desde debajo de donde ellos se encontraban. Los tres oficiales dieron un respingo.

—Eso indica que son culpables —dijo el capitán—. Usted es testigo de ello, señor Hobbs.

Los oficiales miraron a su alrededor. La claraboya de la cabina tenía una abertura de unas dos pulgadas, y el capitán estaba mirando por ella. Todos podían ver sus ojos y su nariz. El capitán era un hombre alto y si se subía en cualquier objeto bajo, como un libro o un taburete, podía ver la cubierta por encima del borde de la claraboya. Los oficiales permanecieron inmóviles mientras esperaban a que aparecieran otros ojos al lado de los del capitán en la abertura de la claraboya, los ojos de Hobbs, el condestable interino.

—Esperen a que yo llegue, caballeros —ordenó el capitán, y en su rostro apareció una sonrisa burlona cuando dijo la palabra «caballeros»—. Muy bien, señor Hobbs.

Las dos caras desaparecieron de la abertura de la claraboya, y los oficiales apenas tuvieron tiempo de mirarse unos a otros con desesperación antes de que el capitán terminara de subir la escala.

—Me parece que ésta es una reunión para promover un motín —dijo.

—No, señor —dijo Buckland.

Decir cualquier frase que no fuera una negación sería como admitir que había cometido un delito grave, un delito por cuya realización podrían ponerle una soga al cuello.

—¿Cómo se atreve a mentir en mi propio alcázar? —rugió el capitán—. Tenía yo razón al desconfiar de mis oficiales. Murmuran, intrigan, conspiran… Y ahora, además, me faltan al respeto. Haré que lamente esto desde ahora mismo, señor Buckland.

—No era mi intención faltarle al respeto, señor —dijo Buckland.

—¿Cómo se atreve a mentirme otra vez? ¡Y ustedes dos le apoyan y le animan! Hasta ahora pensaba que usted era mejor, señor Bush.

Bush pensó que lo más prudente era no decir nada.

—¡Qué insolencia! —exclamó el capitán—. ¡Se ponen a hablar de mí en cuando creen que no les estoy mirando!

El capitán, enfurecido, miró a un lado y a otro del alcázar.

—Y usted, señor Hornblower, no estimó conveniente informarme que había esta reunión, ¿verdad? —preguntó—. ¡Vaya manera de hacer guardia! Y por supuesto, el señor Wellard también está implicado en el asunto. Eso era de esperar. Pero me parece que tendrá problemas con estos caballeros, señor Wellard, porque no vigiló bien y no les protegió. En realidad, señor Wellard, ahora se encuentra usted en una situación muy difícil, porque en el navío no le queda más que un amigo: un cañón. Y pronto tendrá que abrazarlo otra vez.

El capitán estaba en el centro del alcázar, mirando fijamente al señor Wellard, que había retrocedido unos pasos como si quisiera ocultarse de él. Abrazar un cañón significaba doblarse sobre él para ser azotado.

—Pero luego tendré tiempo más que suficiente para ocuparme de usted, señor Wellard. Los tenientes primero, como exige su alta categoría.

El capitán miró hacia los tenientes e hizo un extraño gesto, un gesto triunfal y temeroso a la vez.

—Al estar el señor Hornblower haciendo guardia cuatro horas cada cuatro horas desde hace días —dijo—, ustedes han estado desocupados mucho tiempo, y el diablo dio a sus ociosas manos algo que hacer. El señor Buckland, el importante, poderoso y ambicioso primer oficial no hace guardia.

—Señor… —empezó a decir Buckland, pero se tragó las palabras que iba a decir a continuación.

Con la palabra «ambicioso», el capitán daba a entender, indudablemente, que él planeaba tomar el mando del navío; sin embargo, un consejo de guerra no pensaría que era eso lo que insinuaba y tampoco consideraría esa palabra un insulto, ya que se suponía que todos los tenientes tenían que ser ambiciosos.

—¡Señor! —dijo en tono de burla el capitán—. ¡Señor! Así que todavía tiene usted suficiente amor propio para morderse la lengua. Es usted astuto, no digo que no, pero no se librará de sufrir las consecuencias de sus actos. El señor Hornblower seguirá haciendo guardia cuatro horas cada cuatro horas y estos dos caballeros se presentarán a usted cada vez que cambie la guardia y cada vez que se toquen dos campanadas, cuatro campanadas y seis campanadas en cada guardia. Y deberán presentarse a usted vestidos de completo uniforme, y usted les recibirá completamente despierto. ¿Está claro?

Ninguno de los tres asombrados tenientes pudo hablar en ese momento.

—¡Contéstenme!

—Sí, señor —respondió Buckland.

—Sí, señor —contestaron Bush y Roberts a la vez cuando el capitán se volvió hacia ellos.

—Quiero que cumplan estrictamente mis órdenes —dijo el capitán—. Tengo medios de enterarme de si me obedecen ustedes o no.

—Sí, señor —dijo Buckland.

La sentencia que el capitán acababa de dictar contra él, Bush y Roberts implicaba que serían llamados o despertados para reunirse cada hora, de día y de noche.