El Renown, navío de la Armada real, impulsado por el viento del oeste, navegaba con las gavias arrizadas en dirección sur, en dirección a las latitudes donde podría tomar los vientos alisios del noreste, que lo ayudarían a llegar con rapidez a su lugar de destino en las Antillas. El fuerte viento susurraba entre los aparejos de barlovento y producía un ruido horrible alrededor de las orejas de Bush, quien, de pie en el lado de estribor de barlovento del alcázar, se balanceaba al compás del vaivén del navío, provocado por el embate de las olas que el viento lanzaba continuamente contra él. Las olas llegaban por la amura de estribor, la proa se elevaba y el bauprés apuntaba al cielo, pero antes de que el navío terminara de subir, comenzaba a balancearse, y después seguía ascendiendo lentamente y el bauprés continuaba elevándose. Luego la proa comenzaba a bajar, y el navío, rodeado de espuma y balanceándose todavía, descendía por el otro lado de las olas. Regresaba despacio a la posición horizontal, mientras el bauprés bajaba describiendo un arco otra vez, y luego se inclinaba un poco en dirección contraria a la del viento debido al movimiento del agua bajo su quilla. Cuando la ola terminaba de pasar por debajo de la quilla, la popa subía, la proa se sumergía un poco más y el navío terminaba de hacer el movimiento en espiral con la majestuosidad propia de un barco en cuya cubierta había piezas de artillería con un peso de quinientas toneladas. Cabeceo, balanceo, elevación, balanceo… Los movimientos eran suaves, majestuosos y rítmicos, y Bush, que mantenía el equilibrio gracias a que llevaba diez años navegando, sería casi feliz si el aumento de la intensidad del viento no hubiera hecho necesario tomar otro rizo[1], pues, según las reglas establecidas en el navío, eso debía ser comunicado al capitán.
No obstante, Bush todavía disponía de los pocos minutos del período de gracia, durante los cuales podría quedarse en la cubierta balanceándose y reflexionando, aunque no sentía la necesidad de reflexionar y se habría reído si alguien le sugiriese que lo hiciera. Los últimos días los había pasado en medio de un torbellino, pues en el momento en que recibió las nuevas órdenes se despidió de su madre y de sus tres hermanas (había pasado con ellas tres semanas desde que la tripulación del Conqueror fue licenciada) y había ido corriendo a tomar la silla de posta para Plymouth mientras, para asegurarse de que podía pagar el pasaje, contaba el dinero que le quedaba en los bolsillos. Cuando llegó al Renown, había una gran confusión en el navío, ya que estaban terminando de proveerlo de lo necesario para navegar hasta las Antillas, y durante las treinta y seis horas que el navío tardó en zarpar, Bush tuvo muy poco tiempo para sentarse y mucho menos para dormir. La primera vez que durmió toda la noche fue cuando el Renown cruzaba la bahía. Pero casi desde el momento en que había subido a bordo del Renown le molestaron los impresionantes cambios de comportamiento del capitán, que unas veces era muy receloso y otras excesivamente confiado. A Bush no le afectaba la atmósfera de un lugar, pues era un hombre firme en sus convicciones y estaba preparado para hacer su trabajo en todas las circunstancias en que pudiera encontrarse en la mar, por muy difíciles que fueran, pero no podía evitar pensar en la tensión y el miedo que sentían todos en el Renown. Se daba cuenta de que estaba insatisfecho y preocupado, pero no sabía que su tensión y su miedo se manifestaban de esa forma. Después de pasar tres días navegando, apenas conocía a sus compañeros. Le parecía que Buckland, el primer oficial, era un oficial competente y cumplidor; que Roberts, el segundo oficial, era amable y tolerante; que Hornblower era un hombre activo e inteligente, y que Smith era débil; sin embargo, todas esas opiniones eran simplemente deducciones. Todos los hombres que ocupaban la cámara de oficiales (los tenientes, el oficial de derrota, el cirujano y el contador) eran reservados y no parecían inclinados a comunicar a otros lo que pensaban y sentían. Que los oficiales tuvieran esa actitud era lo apropiado, aunque dentro de ciertos límites (el propio Bush no era hablador ni frívolo), pero el tiempo que permanecían en silencio podía considerarse excesivo si en las conversaciones se limitaban a decir media docena de palabras, que, además, hacían referencia a cuestiones profesionales. Si los demás oficiales hubieran comunicado a Bush los resultados obtenidos gracias a su experiencia y a la atenta observación del navío y su tripulación durante el año que llevaban a bordo, el teniente habría llegado a conocerlos rápidamente en buena medida, pero, aparte de la indicación que Hornblower le había hecho cuando subió a bordo, nadie dijo nada; y si Bush fuese un hombre inclinado a fantasear, se habría imaginado que era un fantasma que formaba parte de un grupo de fantasmas que navegaba por un mar infinito, en dirección a un lugar desconocido, y que estaban separados del mundo exterior y unos de otros. Bush pensó que la reserva de los oficiales se debía a los cambios de comportamiento del capitán y entonces se dio cuenta de que el viento seguía aumentando de intensidad y que era necesario tomar otro rizo. Prestó atención al movimiento de la cubierta bajo sus pies y al murmullo de la jarcia, y, muy disgustado, movió la cabeza de un lado a otro. No había elección.
—Señor Wellard, vaya a decir al capitán que me parece que es necesario tomar otro rizo —ordenó a un guardiamarina que estaba junto a él.
—Sí, señor.
Pocos segundos después Wellard regresó a la cubierta y dijo:
—Ahora viene el capitán, señor.
—Muy bien —respondió Bush.
Mientras decía esas palabras sin importancia, no había mirado a Wellard a la cara porque no quería saber qué expresión tenía ni que él notara la impresión que le había causado la noticia. Poco después se acercó el capitán, dirigiendo su nariz ganchuda a un lado y a otro, como solía hacer, mientras el viento enmarañaba su largo pelo.
—Quiere tomar otro rizo, ¿verdad, señor Bush?
—Sí, señor —respondió Bush y se quedó esperando a que hiciera uno de sus habituales comentarios sarcásticos.
Pero comprendió con asombro que el capitán no tenían intención de hacer ninguno y que estaba casi alegre.
—Muy bien, señor Bush. Llame a todos los marineros. Se oyeron los pitidos por toda la cubierta.
—¡Todos los marineros! ¡Todos los marineros! ¡Todos los marineros a arrizar las gavias! ¡Todos los marineros!
Al oír el grito «¡Todos los marineros!», éstos acudieron a la cubierta y los oficiales salieron rápidamente de las cabinas, la cámara de oficiales y la camareta de guardiamarinas con la lista de los hombres de su brigada en el bolsillo para comprobar si todos los miembros de la tripulación, que acababa de ser reorganizada, estaban en sus puestos. El capitán dio las órdenes tratando que su voz fuera más alta que el rumor del viento. Los marineros movieron los motores para halar los rizos y las drizas. El navío cabeceaba y se balanceaba con tanta violencia en las aguas grises bajo el cielo gris que cualquiera que no fuera marinero pensaría que ningún hombre podía mantener el equilibrio en la cubierta, y mucho menos subir a lo alto de la jarcia. Cuando la maniobra estaba medio hecha, las órdenes del capitán fueron interrumpidas por la aguda y temblorosa voz de un joven.
—¡Dejen de halar! ¡Dejen de halar!
Por el tono enfático en que el joven había hablado, los marineros comprendieron que era urgente cumplir la orden y dejaron de halar. Entonces, desde la toldilla, el capitán gritó:
—¿Quién ha contradicho mis órdenes?
—Yo, señor. Wellard.
El joven guardiamarina se había vuelto hacia la popa y había gritado para que pudieran oírle a pesar del murmullo del viento, y Bush vio que el capitán empezaba a acercarse al pasamanos de la toldilla, temblando de rabia y con su gran nariz dirigida hacia delante como si tratara de encontrar una víctima con ella.
—Lamentará esto, señor Wellard. Lo lamentará de veras.
En ese momento apareció Hornblower junto a Wellard. Aún estaba tan pálido y mareado como cuando el Renown zarpó de Plymouth.
—El extremo de un rizo del lado de barlovento se ha enganchado en la roldana del motón, señor —gritó.
Bush cambió de posición y pudo ver que era cierto, y comprendió que si los marineros hubieran seguido moviendo el motón, la vela podría haberse roto.
—¿Por qué ha venido a interponerse entre un hombre que me ha desobedecido y yo? —preguntó a gritos el capitán—. Es inútil que trate de protegerle.
—Éste es mi puesto, señor —replicó Hornblower—. El señor Wellard cumplió con su deber.
—¡Esto es una conspiración! —exclamó el capitán—. ¡Ustedes dos están conchabados!
Ante semejante afirmación, lo único que Hornblower podía hacer era quedarse inmóvil y con su pálido rostro vuelto hacia el capitán.
—¡Váyase abajo, señor Wellard! —gritó el capitán cuando se dio cuenta de que no iba a obtener ninguna respuesta—. ¡Y usted también, señor Hornblower! Me ocuparé de este asunto dentro de unos minutos, ¿me han oído? ¡Váyanse abajo! Voy a enseñarles lo que es conspirar.
Era una orden muy precisa, y había que obedecerla. Hornblower y Wellard avanzaron despacio hacia la popa. Era obvio que Hornblower se esforzaba por no mirar al guardiamarina para evitar que el capitán volviera a acusarle de conspirador. Ambos bajaron bajo la atenta mirada del capitán, y cuando se perdieron de vista, el capitán volvió a subir su gran nariz.
—Mande a un marinero a desenganchar el rizo de la roldana —ordenó en un tono de voz casi normal, tan bajo como lo permitía el viento—. ¡Halar!
Ya las gavias tenían el segundo rizo, y los marineros empezaron a bajar de las vergas. El capitán permaneció junto al pasamanos de la toldilla y miró a su alrededor como podría hacerlo cualquier persona normal.
—El viento está rolando hacia la popa —dijo a Buckland—. ¡Atención, ahí arriba! ¡Que un marinero tense las burdas que van de los topes a los costados! ¡Atención, guardia de popa! ¡Marineros, cojan las brazas de barlovento! ¡Tiren de las brazas de la verga mayor! ¡Tiren todos juntos! ¡Giren la verga trinquete! ¡Giren la verga mayor! ¡Anudar hasta la última pulgada!
El capitán dio las órdenes con serenidad y sensatez, y ahora los marineros esperaban la orden de que el grupo al que correspondía descansar se fuera abajo.
—¡Ayudante del contramaestre! Salude de mi parte al señor Lomax y dígale que me gustaría hablar con él en la cubierta.
El señor Lomax era el contador. Era difícil encontrar una razón que justificara que el contador fuera llamado a la cubierta en ese momento, y los oficiales que estaban en el alcázar a duras penas lograron evitar mirarse unos a otros.
—Me mandó llamar, ¿verdad, señor? —preguntó el contador al llegar al alcázar jadeando.
—Sí, señor Lomax. Los marineros han halado las brazas de la verga mayor.
—Sí, señor.
—Ahora brindaremos por eso.
—¿Señor?
—Ya me ha oído. Brindaremos por eso. Dé un trago de ron a todos los marineros. Y también a todos los grumetes.
—¿Señor?
—Ya me ha oído. He dicho que dé un trago de ron a todos. ¿Tengo que repetir las órdenes? Dé un trago de ron a todos. Le concedo sólo cinco minutos de plazo, ni un segundo más, señor Lomax.
El capitán sacó su reloj y le lanzó una significativa mirada.
—Sí, señor —dijo Lomax y no pudo añadir nada más.
No obstante eso, se quedó allí de pie mirando alternativamente al capitán y a los oficiales uno o dos segundos, hasta que el capitán juntó sus espesas cejas y aproximó más a él su gran nariz. Entonces se fue corriendo, pues tenía que cumplir la increíble orden y cinco minutos no le alcanzarían para reunir a sus ayudantes, abrir el pañol donde se guardaba el ron y sacarlo de allí. No más de media docena de personas oyeron la conversación del capitán y el contador, pero todos les vieron hablando y se miraban con asombro unos a otros, algunos de ellos con una sonrisa que a Bush le hubiera gustado hacer desaparecer.
—¡Ayudante del contramaestre! Corra a decirle al señor Lomax que ya han pasado dos minutos. Señor Buckland, ordene a los marineros reunirse aquí en la popa, por favor.
Los marineros atravesaron el combés como un enjambre, y a Bush, tal vez porque su imaginación estaba sobreexcitada, le pareció que tenían una actitud displicente y despreocupada. El capitán se acercó al pasamanos del alcázar con un gesto sonriente que contrastaba con el gesto de enfado que tenía un momento antes.
—Sé dónde puedo encontrar lealtad, marineros —gritó—. La he visto. La veo ahora. La veo en sus corazones. También he visto sus constantes esfuerzos. Los he visto como veo todo lo que pasa en este barco, absolutamente todo. Los traidores recibirán su merecido y los leales su recompensa. Den un viva ahora, marineros.
Los hombres dieron un viva, algunos con mucho entusiasmo y otros sin él. En ese momento apareció el señor Lomax en la escotilla principal y luego aparecieron cuatro hombres con un barrilete de dos galones cada uno.
—¡Justo a tiempo, señor Lomax! Se habría encontrado en una difícil situación si hubiera llegado tarde. Asegúrese de que el reparto es equitativo, no como el que hacen en algunos barcos. ¡Señor Booth, venga aquí!
El corpulento contramaestre fue hasta allí rápidamente, tambaleándose sobre sus cortas piernas.
—Ha traído su bastón de caña de Indias, ¿verdad?
—Sí, señor.
Booth le mostró su largo bastón con empuñadura de plata, que tenía un abultado nudo cada dos pulgadas. Los tripulantes más lentos conocían bien el bastón, aunque no eran los únicos, pues cuando el señor Booth estaba furioso pegaba con él a todos los que estuvieran a su alcance.
—Escoja a los dos hombres más fuertes de su brigada. Hay que hacer justicia.
Ahora el capitán no tenía una expresión alegre ni adusta. Sus gruesos labios se habían curvado formando una sonrisa, pero esa sonrisa parecía forzada, ya que sus ojos no tenían una expresión nada alegre.
—Síganme —dijo el capitán a Booth y a sus ayudantes.
Volvió a dejar a Bush encargado de las tareas que se realizaban en cubierta, y Bush vio con pena cómo aquel capricho alteraba la rutina del navío y relajaba la disciplina.
Cuando se terminó de repartir el ron y los tripulantes se lo bebieron, Bush mandó abajo al grupo al que correspondía descansar y mandó a los marineros de guardia a volver a su trabajo, tratando de contrarrestar la indiferencia de unos y el malhumor de otros con duras palabras. Ahora no le parecía agradable permanecer de pie en la oscilante cubierta ni observar el movimiento en espiral del navío, las rápidas olas del Atlántico, la posición de las velas y las vueltas que daba el timón. Todavía no se había dado cuenta de que ya no volverían a producirle placer las cosas de la vida cotidiana, pero sabía que algo había desaparecido de su vida.
Poco después vio a Booth y a sus ayudantes regresar a la proa y a Wellard llegar al alcázar.
—Listo para incorporarme al trabajo, señor —dijo Wellard.
El joven estaba pálido y tenía los músculos de la cara tensos, y Bush, después de mirarle atentamente unos momentos, notó que las lágrimas asomaban a sus ojos. También tenía el cuerpo tenso y caminaba como si no tuviera flexibilidad. Era posible que la causa de que mantuviera los hombros erguidos y la cabeza alta fuera el orgullo, pero la causa de que no moviera las piernas a la altura de las caderas era otra.
—Muy bien, señor Wellard —dijo Bush.
Recordó los nudos del bastón de Booth. Había visto cometer injusticias con frecuencia y pegar sin motivo no sólo a niños sino también a adultos, y cuando lo veía asentía con la cabeza pensando que, en un mundo injusto, ver injusticias formaba parte de la educación de todos. Los adultos se miraban sonrientes cuando alguno de ellos pegaba a los niños porque pensaban que eso hacía bien a todos. Habían pegado a los niños desde el comienzo de la historia y creían que ocurriría una catástrofe en el mundo si algún día dejaban de hacerlo. Aunque Bush pensaba que eso era cierto, tenía lástima de Wellard. Afortunadamente, había que hacer un trabajo apropiado para alguien que se encontraba en las condiciones y el estado de ánimo de Wellard.
—Hay que comprobar la sincronización de uno de esos relojes con el otro, señor Wellard —dijo Bush, señalando la bitácora con la cabeza—. En cuanto suenen las siete campanadas, compruebe la precisión del reloj de media hora con el de un minuto.
—Sí, señor.
—Marque cada minuto en la tablilla, pues, si no, perderá la cuenta —añadió Bush.
—Sí, señor.
Wellard no tendría que hacer ningún esfuerzo físico y olvidaría sus problemas observando el reloj de un minuto para darle vuelta rápidamente y hacer una marca en la tablilla cuando la arena terminara de caer. Bush no estaba seguro de que el reloj de arena de media hora fuese exacto, y creía que era conveniente comprobar su precisión con el otro. Wellard avanzó hacia la bitácora con el cuerpo rígido y se preparó para hacer la comprobación.
El capitán regresó dirigiendo su gran nariz a un lado y a otro. Su estado de ánimo había vuelto a cambiar; su excitación se había evaporado y ahora parecía un hombre que había comido bien. Entonces Bush, cumpliendo las normas, se alejó del pasamanos de barlovento, y el capitán empezó a caminar de un extremo al otro del lado de barlovento del alcázar, con pasos lentos pero seguros, pues desde hacía mucho tiempo estaba acostumbrado al cabeceo y el balanceo de los barcos. Wellard le lanzó una mirada y luego dedicó toda su atención a los relojes de arena. Hacía unos instantes que habían sonado las siete campanadas y que él había dado vuelta al reloj de arena de media hora. El capitán caminó de un extremo a otro del alcázar unos momentos y entonces se detuvo y, mientras el viento azotaba sus mejillas, miró hacia barlovento tratando de averiguar qué tiempo iba a hacer, observó el cataviento y luego alzó la vista hacia las gavias para asegurarse de que las vergas estaban colocadas correctamente; después avanzó hasta la bitácora para ver qué rumbo seguía el timonel. Tenía un comportamiento normal, pues hacía lo que el capitán de cualquier barco hubiera hecho al subir a la cubierta. Wellard se dio cuenta de que tenía muy cerca al capitán e intentó que no se le notara que estaba inquieto. En ese momento dio vuelta al reloj de un minuto e hizo otra marca en la tablilla.
—Así que está trabajando, señor Wellard —dijo el capitán.
Habló en voz baja y poco clara, y en un tono áspero que contrastaba con el tono enfático que había usado antes. Wellard no apartó la vista de los relojes y vaciló antes de contestar. Bush supuso que estaba pensando qué podía responder que fuera correcto y no le causara problemas.
—Sí, señor.
En la Armada, nadie cometía un error al decir eso a un superior.
—Sí, señor —repitió el capitán—. ¿El señor Wellard ha aprendido ya que no se debe conspirar contra el capitán, contra un superior a quien le ha sido otorgada la autoridad según una ley aprobada por su graciosa majestad, el rey Jorge II?
Aquella pregunta no era fácil de responder. Tanto un «sí» como un «no» tendrían malas consecuencias. Los últimos granos de arena salían de la ampolleta, y Wellard estaba esperando a que terminaran de caer.
—El señor Wellard está enfadado —dijo el capitán O tal vez esté pensando en lo que ha hecho, sí, en lo que ha hecho: «Nos sentamos junto al río que bordea Babilonia y lloramos…». Pero el señor Wellard no llora porque es demasiado orgulloso, y tampoco se sienta. El señor Wellard procurará no sentarse. La parte deshonesta de su cuerpo ha recibido el castigo por su deshonestidad. A los adultos que cometen actos deshonestos se les azota en la espalda, pero a los niños, sobre todo a los niños malos y repelentes, se les trata de forma diferente, ¿verdad, señor Wellard?
—Sí, señor —murmuró Wellard.
No podía decir otra cosa, y era necesario responder.
—El bastón del señor Booth era adecuado para la ocasión y prestó un buen servicio. Cuando los transgresores están doblados encima de un cañón reflexionan sobre sus faltas.
Wellard dio vuelta al reloj otra vez; el capitán, aparentemente satisfecho, recorrió el alcázar un par de veces, y Bush sintió un gran alivio. Pero después, en mitad del recorrido, el capitán se detuvo justo al lado de Wellard y continuó hablando. Ahora alzaba mucho más la voz.
—¿Verdad que ha conspirado contra mí? —preguntó—. ¿Verdad que quería ponerme en ridículo delante de los marineros?
—No, señor —respondió Wellard, alarmado—. No, señor, le aseguro que no.
—Usted y ese novato, el señor Hornblower, tramaron realizar esta acción para socavar mi autoridad.
—No, señor.
—En este barco, los únicos que me son leales son los marineros. Los demás hombres conspiran contra mí. Y usted, astutamente, trató de acabar con la influencia que tengo sobre los marineros poniéndome en ridículo delante de ellos. ¡Confiéselo!
—No, señor.
—¿Por qué lo niega? Es evidente. Es lógico. ¿Quién fue el que planeó enganchar el extremo del rizo en la roldana del motón?
—Nadie, señor.
—¿Quién fue el que contradijo mis órdenes? ¿Quién fue el que intentó humillarme delante de todos los marineros aprovechando que se habían reunido en la cubierta? Era un plan muy bien preparado, sin duda. Muchas cosas lo prueban.
El capitán tenía las manos tras la espalda y se movía de un lado a otro al ritmo del balanceo de la cubierta. El viento agitaba los faldones de su chaqueta y movía sus cabellos hacia delante de modo que las mejillas quedaban ocultas por ellos. Bush notó que estaba temblando otra vez, posiblemente de rabia o de miedo. Wellard volvió a dar vuelta al reloj de un minuto y a hacer una marca en la tablilla.
—Esconde la cara porque su culpa se refleja en ella, ¿no es cierto? —gritó el capitán—. Simula que está ocupado porque quiere engañarme. ¡Hipócrita!
—Mandé al señor Wellard a comprobar la precisión de un reloj con el otro, señor —dijo Bush.
Había decidido intervenir en el asunto a pesar de no tener deseos de hacerlo, pues eso era menos doloroso que permanecer allí como un testigo mudo. El capitán le miró como si acabara de subir a la cubierta.
—¿Usted, señor Bush? Si cree que hay algo bueno en este joven, se engaña, a menos que…
Entonces, mirándole con temor, continuó:
—A menos que haya participado en esta infamia. Pero usted no ha tomado parte en ella, ¿verdad, señor Bush? Usted no. Tengo un gran concepto de usted, señor Bush.
Su gesto de temor se transformó en afectuoso.
—Sí, señor.
—Cuando todo el mundo estaba en contra de mí, el único en quien podía confiar era usted, señor Bush —dijo el capitán, frunciendo las cejas y lanzando miradas a su alrededor—. Se alegrará usted cuando este joven, que es la personificación del mal, reciba su merecido. Le sacaremos la verdad.
Bush pensó que si fuera un hombre que reaccionara rápido y tuviera facilidad de palabra, habría aprovechado la actitud que el capitán tenía ahora para librar a Wellard del peligro. Entonces se le ocurrió que si representaba el papel de fiel compañero del capitán y, al mismo tiempo, le convencía de que la idea de que conspiraban contra él era absurda, lograría ahuyentar sus temores. Creía que debía hacerlo, pero no confiaba en sí mismo.
—Él no sabe nada, señor —dijo y sonrió forzadamente—. No distingue el barbiquejo de bauprés de la botavara.
—¿Eso es lo que piensa? —preguntó el capitán, desconcertado, oscilando sobre sus talones debido al balanceo del barco.
Parecía convencido, pero de repente se le ocurrieron nuevos argumentos.
—No, señor Bush. Es usted demasiado bueno. Lo supe desde que le vi por primera vez. Ignora usted cuánta maldad hay en el mundo. Este salvaje le ha engañado. ¡Le ha engañado!
El capitán había vuelto a alzar la voz tremendamente. Wellard palideció de miedo y volvió la cabeza hacia Bush.
—Señor, la verdad es que… —empezó a decir Bush, todavía sonriendo forzadamente.
—¡No, no, no! —gritó el capitán—. ¡Hay que hacer justicia! ¡Hay que averiguar la verdad! ¡Yo le sacaré la verdad! ¡Suboficial, corra a decirle al señor Booth que venga y que traiga a sus ayudantes!
El capitán dio la vuelta y empezó a caminar por el alcázar como si hubiera encontrado una válvula por donde pudiera eliminar su tensión, pero se volvió inmediatamente.
—¡Él dirá la verdad o tendrá que saltar por la borda! ¡Ya me ha oído! ¿Dónde está el contramaestre?
—El señor Wellard no ha terminado de comprobar la precisión de un reloj con el otro, señor.
—Ni va a terminar —dijo el capitán.
El contramaestre llegó corriendo y tambaleándose sobre sus cortas piernas, y los ayudantes le seguían, avanzando a grandes pasos.
—¡Señor Booth, llévese a este bellaco! —ordenó el capitán. Su estado de ánimo había cambiado otra vez y en su rostro reapareció la triste sonrisa—. Para obrar con justicia, es preciso aplicarle un castigo mayor: una docena de azotes dados con su bastón en el lugar adecuado. Una docena de azotes más y arrullará como una paloma.
—Sí, señor —dijo el contramaestre, pero vaciló.
Aquel conjunto, rodeado por el cielo gris y las aguas grises y turbulentas que se extendían hasta el horizonte, parecía una pintura. Allí estaba el capitán, con los faldones de la chaqueta agitados por el viento; el contra maestre miraba inquisitivamente a Bush; los dos robustos ayudantes del contramaestre estaban inmóviles como estatuas detrás de él: el timonel, que aparentemente no había perdido la calma por lo que ocurría a su alrededor, seguía moviendo el timón y mirando de vez en cuando hacia las gavias; y el infeliz muchacho permanecía junto a la bitácora.
—Llévele a la cubierta superior, señor Booth —ordenó el capitán.
El castigo era inevitable. Tras las palabras del capitán, estaban la autoridad del Parlamento y el peso de siglos de tradición. Nadie podía hacer nada por evitarlo. Wellard estaba agarrado a la bitácora, como si intentara asegurarse de que tendrían que apartarle de allí a la fuerza, pero al fin puso los brazos a los lados del cuerpo y siguió al contramaestre mientras el capitán le miraba sonriente.
Fue una oportuna distracción para Bush que el suboficial encargado de observar los instrumentos de navegación y los relojes le informara:
—Faltan diez minutos para las ocho campanadas, señor.
—Muy bien. Ordene al grupo al que corresponde descansar que se vaya abajo.
En ese momento Hornblower apareció en el alcázar y avanzó hacia Bush.
—No es usted quien tiene que relevarme —dijo Bush.
—Sí. Me lo ha ordenado el capitán.
Hornblower habló en un tono inexpresivo; Bush ya estaba acostumbrado a la actitud reservada de los oficiales del navío y sabía por qué la tenían, pero sintió curiosidad y preguntó:
—¿Por qué?
—Tendré que hacer guardia cuatro horas cada cuatro horas hasta nueva orden —respondió Hornblower secamente. Lo dijo mirando al horizonte y con una expresión que no denotaba ningún sentimiento.
—Mala suerte —dijo Bush.
Inmediatamente pensó que tal vez había sido un atrevimiento mostrar su compasión, pero notó que no había nadie lo bastante cerca para haberle oído.
—No podré tomar ron del barril de la cámara de oficiales hasta nueva orden —añadió Hornblower—. Ni yo ni ningún otro oficial.
Para algunos oficiales eso era peor que hacer guardia cuatro horas cada cuatro horas, día y noche, pero Bush no conocía tan bien a Hornblower como para saber si era uno de ellos. Iba a decir «mala suerte» otra vez cuando pudo oírse un terrible grito de dolor entre el sonido sibilante del viento. Un momento después se oyó otro aún más fuerte. Hornblower seguía mirando hacia el horizonte y su expresión no había cambiado. Bush escrutó su rostro y luego decidió no prestar atención a los gritos.
—Mala suerte —dijo.
—Podía haber sido peor —dijo Hornblower.