CAPÍTULO 1

El teniente William Bush subió a bordo del Renown, que estaba amarrado en el puerto Hamoaze, y se presentó al oficial de guardia, un hombre alto, extremadamente delgado y de mejillas hundidas que tenía una expresión melancólica y llevaba un uniforme que parecía haber estado guardado una buena temporada y no haber sido arreglado a su medida después de todo ese tiempo.

—Me alegro de tenerle a bordo, señor —dijo el oficial de guardia—. Mi apellido es Hornblower. El capitán está en tierra y el primer oficial y el contramaestre se fueron a la proa hace diez minutos.

—Gracias —dijo Bush.

Entonces miró con atención a los hombres que estaban a su alrededor haciendo infinidad de tareas y preparando el barco para navegar durante un largo período en aguas lejanas.

—¡Eh, ustedes, los que mueven los motores! —gritó Hornblower mirando por encima del hombro de Bush—. ¡Cuidado con el estay! ¡Despacio! ¡Despacio! ¡Amarrar! ¡Señor Hobbs, vaya a ver lo que hacen sus hombres allí!

Entonces se oyó una voz responder en tono malhumorado:

—Sí, señor.

—¡Señor Hobbs, venga aquí inmediatamente!

Un hombre barrigón con una larga coleta gris corrió a la popa y se detuvo junto al portalón, donde se encontraban Hornblower y el señor Bush. Entonces miró a Hornblower; el sol iluminó la incipiente barba gris que cubría los pliegues de su papada y le hizo parpadear.

—Señor Hobbs, esa pólvora tiene que estar a bordo antes de que anochezca, y usted lo sabe —dijo Hornblower despacio, pero en un tono enfático que sorprendió a Bush—. No use ese tono malhumorado cuando responda a una orden. La próxima vez conteste en un tono más amable. ¿Cómo puede conseguir que sus hombres trabajen si está usted malhumorado? Váyase a la proa y ocúpese de que terminen el trabajo.

Hornblower dijo esto con el cuerpo y la barbilla un poco echados hacia delante y con las manos cogidas tras la espalda, como si tratara de hacer contrapeso a la barbilla, y su postura se podía considerar natural en comparación con el tono furioso que había usado, aunque había hablado en voz tan baja que sólo ellos tres pudieron oír lo que decía.

—Sí, señor —dijo Hobbs y se volvió para regresar a la proa.

Bush estaba pensando que Hornblower era un hombre feroz cuando su mirada se cruzó con la melancólica mirada de él y, con asombro, advirtió un brillo de alegría en el fondo de sus ojos. Entonces comprendió que el joven teniente no era feroz y que había fingido que hablaba furioso del mismo modo que si estuviera ejercitándose en el uso de una lengua extranjera.

—Si los tripulantes están malhumorados, no se puede lograr que hagan nada —dijo Hornblower—. Y Hobbs es el peor de todos. Ocupa el cargo de condestable temporalmente, pero no es un buen profesional y es perezoso.

—Comprendo —dijo Bush.

Bush desconfió del joven teniente al percibir sus dotes de actor, pues pensó que un hombre que podía fingir que estaba furioso y mostrarse después tranquilo con tanta facilidad no era de fiar. Pero, como una inevitable reacción al brillo que había en los negros ojos de Hornblower, apareció en los azules ojos de Bush un brillo similar, y el teniente sintió simpatía hacia Hornblower; sin embargo, como era cauteloso por naturaleza, ocultó enseguida este sentimiento, y pensó que tendría mucho tiempo para juzgarle con más detenimiento porque ambos debían hacer un largo viaje juntos. Notó que Hornblower escrutaba su rostro y comprendió que quería hacerle una pregunta que inmediatamente adivinó. Un momento después comprobó que tenía razón:

—¿Cuándo le nombraron teniente? —preguntó Hornblower.

—En julio de 1796 —respondió Bush.

—Gracias —dijo Hornblower en un tono que denotaba sentimientos tan ambiguos que Bush tuvo que hacerle la misma pregunta.

—¿Y a usted cuándo le nombraron teniente?

—En agosto de 1797 —respondió Hornblower—. Usted tiene más antigüedad que yo y que Smith, que fue nombrado teniente en enero de 1797.

—Entonces, es usted el teniente de menos antigüedad, ¿verdad?

—Sí —contestó Hornblower.

Por su tono, no parecía que estuviera decepcionado porque el recién llegado fuese un teniente de más antigüedad que él, pero Bush suponía que lo estaba. Bush sabía por experiencia lo que era ser el teniente de menos antigüedad en un navío de línea.

—Usted será el tercero de a bordo —continuó Hornblower—. Smith será el cuarto y yo el quinto.

—¿Yo seré el tercero? —preguntó Bush muy bajo, como si hablara consigo mismo.

Todos los tenientes podían soñar, incluso los tenientes que, como Bush, no tenían imaginación. Al menos en teoría, siempre tenían la posibilidad de conseguir el ascenso, de pasar del estado de larva, que era el grado de teniente, al de mariposa, que era el grado de capitán, en ocasiones sin pasar por la fase de crisálida. Se daban ascensos a los tenientes de vez en cuando, pues la mayoría de ellos tenían amigos en la corte o en el Parlamento o, por pura suerte, caían en gracia a un almirante y estaban bajo sus órdenes en el momento en que había una vacante en el escalafón, y los capitanes que había en la Armada en esos momentos habían sido ascendidos por alguna de estas causas. No obstante, unas veces los tenientes obtenían el ascenso por sus méritos (o al menos por la combinación de méritos y buena suerte) y otras simplemente por casualidad. Cuando la tripulación de un barco se destacaba por participar en una batalla histórica, era probable que el primer oficial fuera ascendido (curiosamente, ese ascenso se consideraba un premio a su capitán), y cuando un capitán moría combatiendo, aunque la batalla no fuera muy importante, era probable que el teniente de más antigüedad que sobreviviese, el que ocupaba su puesto, también fuera ascendido. Además, una importante operación llevada a cabo con las lanchas o una arriesgada incursión en tierra podrían tener como consecuencia que el teniente de más antigüedad a su mando subiera de categoría. En realidad, había muy pocas probabilidades de conseguir un ascenso, pero, al menos, había posibilidades.

El primer oficial de un barco, el teniente de más antigüedad, tenía muchas más posibilidades de conseguirlo que los demás, y el de menos antigüedad, tenía la mitad que él. Por esa razón, cuando un teniente soñaba con tener el grado de capitán, con la categoría, la seguridad y la cantidad de dinero que llevaba aparejadas, también debía pensar en la antigüedad que tenía. Si el Renown, en su actual misión, iba a algún lugar adonde ningún almirante pudiera mandar a bordo a los tenientes que gozaban de su favor, sólo dos personas se interpondrían entre Bush y el cargo de primer oficial, donde tendría más posibilidades de ser ascendido. Naturalmente, Bush reflexionó sobre eso y, naturalmente, no pensó que entre el hombre con quien hablaba y aquel cargo se interpusieran cuatro personas.

—Da igual, porque iremos a las Antillas —dijo Hornblower con resignación—. Nos esperan la fiebre amarilla, el paludismo, los huracanes, las serpientes venenosas, el agua impotable y el calor tropical. Además, tendremos diez veces más posibilidades de entablar combates que si estuviéramos en la escuadra del canal de la Mancha.

—Así es —admitió Bush.

Ambos tenientes tenían, respectivamente, tres y cuatro años de antigüedad, y como eran muy jóvenes (y los jóvenes se consideran inmortales) no temían a los peligros que deberían arrostrar en esa misión en las Antillas.

—Ya viene el capitán, señor —informó el guardiamarina de guardia atropelladamente.

Hornblower se acercó el telescopio al ojo y luego lo dirigió hacia una lancha que se aproximaba.

—Es cierto —dijo—. Corra a la proa y dígaselo al señor Buckland. ¡Ayudantes del contramaestre! ¡Grumetes! ¡Rápido!

El capitán Sawyer entró por el portalón, saludó a los oficiales tocándose el sombrero y miró a su alrededor con recelo. En el navío había mucho desorden, como el que siempre había cuando se preparaba para realizar una misión en el extranjero, pero eso no justificaba que Sawyer mirara de soslayo y con suspicacia a los que le rodeaban. Sawyer llegó al alcázar, volvió a un lado y a otro su ancha cara, en la que se destacaba su nariz aguileña, y advirtió la presencia de Bush, quien avanzó y se presentó a él.

—Subió usted a bordo durante mi ausencia, ¿verdad? —preguntó Sawyer.

—Sí, señor —respondió Bush, sorprendido.

—¿Quién le dijo que yo estaba en tierra?

—Nadie, señor.

—Entonces, ¿cómo lo adivinó?

—No lo adiviné, señor. No supe que usted estaba en tierra hasta que el señor Hornblower me lo dijo.

—¿El señor Hornblower? Así que ya se conocían ustedes, ¿eh?

—No, señor. Me presenté a él cuando subí a bordo.

—Para poder hablar en privado con él sin que yo me enterara, ¿verdad?

—No, señor.

Bush se tragó las palabras «por supuesto que no», que estaba a punto de añadir. Fue educado según una estricta disciplina y aprendió a no decir palabras innecesarias cuando hablaba con un superior extremadamente susceptible, como era de esperar que fueran los oficiales de alto rango. Sin embargo, le parecía que había menos razones que justificaban su susceptibilidad que las que normalmente justificaban la de otros.

—Quiero que sepa que no tolero que nadie conspire contra mí, señor… Bush —dijo el capitán.

—Sí, señor —dijo Bush.

Miró al capitán con una expresión cándida, pero haciendo lo posible porque el asombro no se reflejara en su rostro, y como era un mal actor, seguramente esa lucha se notaba.

—En su rostro se refleja su culpa, señor Bush —dijo el capitán—. No olvidaré esto.

Entonces el capitán se fue abajo y Bush abandonó la posición de atención y, con una expresión de asombro, se volvió hacia Hornblower. Quería hacerle muchas preguntas sobre aquel extraño comportamiento, pero cuando vio que Hornblower estaba impasible, evitó que las preguntas salieran de sus labios. Estaba desconcertado y un poco molesto, y pensó que Hornblower era uno de los oficiales que adulaban al capitán o estaba loco también, pero en ese momento, por el rabillo del ojo, pudo ver que la cabeza del capitán asomaba por encima de la cubierta. Seguramente Sawyer había vuelto a subir la escala al llegar al final con el único propósito de sorprender a sus oficiales cuando estuvieran hablando de él. Era obvio que Hornblower conocía las costumbres del capitán mejor que Bush. Entonces Bush trató de hablar con naturalidad.

—¿Puede proporcionarme un par de marineros para llevar mi baúl abajo? —inquirió, confiando en que su tono no parecería tan afectado a los demás como se lo parecía a él.

—¡Por supuesto, señor Bush! —contestó Hornblower en tono formal—. Por favor, señor James, ocúpese de eso.

—¡Ja! —exclamó el capitán y volvió a bajar la escala de toldilla.

Hornblower miró a Bush y enarcó una ceja, y eso fue lo único que hizo para indicar que el comportamiento del capitán era inusual. Mientras Bush bajaba a su cabina siguiendo de cerca a su baúl, se dio cuenta de que en aquel navío nadie se atrevía a dar su opinión. Pero los marineros estaban terminando de preparar el Renown para que se hiciera a la mar, en medio de una gran actividad y una gran confusión, y Bush estaba a bordo del navío y era uno de sus oficiales, así que no tenía más remedio que conformarse con su suerte. Tendría que participar en aquella misión hasta el final, a menos que alguna de las cosas que Hornblower había mencionado al principio de su conversación se lo impidiera.