El cielo estaba lleno de nubes que me envolvían, con el dormido hospital, como un suave ropaje blanquecino. Una ráfaga de viento refrescó mis mejillas, todavía ardientes, se oía el sonido de las hojas de los árboles, frotándose. El viento arrastraba humedad, traía el olor de las plantas que respiraban dulcemente en la noche. En el hospital había las luces rojas de emergencia en la entrada y en el vestíbulo, el resto estaba sumido en la oscuridad. Innumerables ventanas, delimitadas por estrechos marcos de aluminio, reflejaban el cielo, aguardando el amanecer.
Miraba la línea púrpura que ribeteaba el horizonte, parecía una grieta en las nubes.
De vez en cuando, las luces de un coche iluminaban los arbustos, con formas como de gorro de niño. La polilla que había arrojado no había llegado hasta allí, yacía sobre el suelo, entre la gravilla y las briznas de hierba seca. La recogí. El rocío de la mañana había empapado la pelusa que la recubre. Parecía bañada de sudor frío, sudor de muerte.
Momentos antes, cuando había salido corriendo del apartamento de Lilly, había sentido mi brazo izquierdo ensangrentado como la única parte con vida de mi ser. Metí el pequeño fragmento de cristal, manchado de sangre, en mi bolsillo y salí corriendo por la carretera neblinosa. Las puertas y ventanas de las casas estaban cerradas, nada se movía. Pensé que me había tragado un enorme monstruo, y yo estaba dando vueltas y más vueltas en su vientre, como el héroe de un cuento para niños.
No sé cuántas veces me caí, el pedazo de vaso que llevaba en el bolsillo se rompió en mil trocitos.
Al cruzar un espacio vacío, caí sobre la hierba. Me di de bruces con las húmedas hojas de hierba. Su sabor amargo me picó la lengua y un escarabajo que descansaba allí acabó en mi boca.
El bicho luchó por escapar, con sus ásperas patitas.
Lo busqué con el dedo dentro y el bicho, con un extraño dibujo en el lomo, salió arrastrándose, mojado con mi saliva. Resbalando con sus patas húmedas, volvió a la hierba. Mientras sentía los lugares en los que el bicho me había arañado la lengua, él rocío de la hierba enfrió mi cuerpo. El olor de la hierba me envolvió completamente, y noté que la fiebre que me había invadido iba escapando lentamente hacia la tierra.
Acostado en la hierba, pensaba que, desde siempre, vivía encantado con cosas que no entendía. E incluso ahora, incluso en el jardín de este agradable hospital nocturno, todo seguía igual. El gran pájaro negro continuaba volando también ahora, y yo, al igual que la hierba amarga y el bicho redondo, estaba metido en su vientre.
Aunque mi cuerpo se secara como las polillas que se quedan como piedras, no podría escapar del pájaro.
Saqué de mi bolsillo un fragmento de cristal del tamaño aproximado de una uña y limpié la sangre que tenía pegada. Su suave concavidad reflejó el cielo luminoso que empezaba a surgir de la noche. Bajo el cielo se extendía el hospital y, más lejos aún, la calle bordeada de árboles y la ciudad.
El recorte de esta sombra de ciudad reflejada tomaba una curva de una extrema delicadeza —el mismo género de curva que la del relámpago que me había iluminado, aquella noche que casi mato a Lilly en la pista del reactor, bajo la lluvia— aquel delgado arabesco blanco que me había quemado los ojos por un instante, el tiempo de un relámpago. Como el neblinoso y oleado horizonte del mar, como el blanco brazo de una mujer —la dulzura misma.
Todo el tiempo, desde una eternidad, había estado rodeado por esta curva blanquecina.
El fragmento de cristal, aún manchado de sangre en el borde, bañado por el aire del amanecer, era casi transparente.
Era de un azul inerme, casi transparente, sí.
Me levanté, y mientras me dirigía a mi apartamento, pensé: «Quiero ser como este cristal, para reflejar a mi vez la dulzura de esta curva blanca. Quiero mostrar a los otros su apacible esplendor, reflejado en mí».
El borde del cielo se empañó de luz, y el fragmento de cristal perdió de pronto su limpidez. A los primeros cantos de los pájaros, nada se reflejaba en el cristal, absolutamente nada.
El ananás que había tirado la víspera seguía allí, junto al álamo, frente a mi apartamento. Su húmedo borde seguía desprendiendo el mismo olor nauseabundo.
Me agaché en la hierba para esperar a los pájaros.
Cuando los pájaros bajen a posarse y la luz y el calor del día lleguen aquí, imagino que mi larga sombra se extenderá por encima de los pájaros grises y el ananás, y lo cubrirá todo.