—Ryu, estás cansado, tienes los ojos nublados. ¿No deberías irte a casa a dormir un poco?
Después de matar la polilla, me había sentido extrañamente hambriento. Me había abalanzado sobre un resto de pollo asado que encontré en el refrigerador. Pero estaba completamente podrido; su sabor agrio se clavó en mi lengua y se extendió por toda mi cabeza. Cuando traté de echar fuera el pegajoso pedazo atascado en la garganta, un estremecimiento sacudió todo mi cuerpo. Fue intenso y repentino, como si me hubieran golpeado. Tenía la piel de gallina y, aunque me friccioné, no podía librarme del frío, y aunque hacía gárgaras una y otra vez, la agria acidez persistía en mi boca, con una sensación viscosa en las encías. Un trozo de piel de pollo quedaba cogido entre mis dientes, y mi lengua no tenía fuerzas para expulsarlo. Acabé por escupir el pedazo de pollo, húmedo de saliva, que quedó flotando remojado en el fregadero. Un pequeño cubo de patata bloqueaba el sumidero, y la grasa formaba círculos en la superficie del agua sucia. Cuando agarré la patata entre mis uñas y la saqué, trazando líneas de babaza, el agua comenzó a irse, el pedazo de pollo se movió en círculo hasta que se lo tragó el agujero.
—¿No deberías ir a tu casa a dormir un poco? ¿Se han ido ya todos esos locos?
Lilly estaba arreglando su cama. Podía ver sus nalgas palpitantes bajo el camisón transparente. La luz roja del techo hacía centellear la pulsera de su mano izquierda.
El pedazo de pollo se había quedado atascado de nuevo en el sumidero. Con un sonido de succión, se había quedado pegado a los cuatro pequeños agujeros de la rejilla. En el pegajoso pedazo, aunque había sido mordido por mis dientes y disuelto en parte por mi saliva, podía ver todavía claramente los agujeros de las plumas arrancadas y algunos erizamientos que parecían de plástico. Tenía las manos impregnadas de una sustancia grasienta y nauseabunda; a pesar de lavarlas y frotarlas, el hedor persistía.
Luego, salí de la cocina y entré en la habitación.
Cuando iba a coger un cigarrillo que había encima de la televisión, me invadió una indecible desazón. Era como si me hubiera abrazado una vieja leprosa.
—¿Se han ido ya todos esos gamberros? Ryu, te voy a preparar algo de café.
La mesa redonda y blanca, hecha por presos finlandeses, de la que Lilly estaba tan orgullosa, reflejaba la luz. Pude distinguir un leve barniz verdoso en ella. Apenas lo advertí, aquel verde particular se hizo cada vez más fuerte; recordaba aquella vibración de verde casi imperceptible que limita con el tembloroso anaranjado, derramado en el mar por el sol poniente.
—¿Por qué no tomas un poco de café? —dijo Lilly—. Te pondré también un poco de coñac, necesitas echarte un buen sueño. Me he sentido también muy rara desde la otra noche, no he ido a trabajar. Y he tenido que llevar el coche a arreglar, está todo rayado, ¿sabes?, pero la pintura está tan cara que no sé qué hacer. Pero me gustaría probarlo una vez más ¿sabes, Ryu?
Lilly estaba de pie junto al sofá. Su voz sonaba apagada. Me sentía como si estuviese viendo una vieja película, como si Lilly estuviese muy lejos y me enviase su voz a través de un largo tubo. Sentí que la Lilly que estaba frente a mí era sólo una muñeca con su forma. Sólo movía la boca y una cinta grabada tiempo atrás sonaba con su voz.
El frío glacial que me había apresado en mi habitación, había resistido a todo. Me puse un jersey y cerré las puertas de la terraza y las cortinas, logré empezar a sudar, pero el frío seguía siempre ahí.
El sonido del viento, en la habitación enteramente cerrada, se oía más débilmente, no era más que una especie de suave zumbido en mis oídos. El hecho de no poder mirar al exterior me hacía sentir como atrapado.
Apenas había prestado atención, un poco antes, a lo que pasaba afuera, y sin embargo, como si hubiera estado observando la calle durante largo rato, de golpe, el borracho cruzando la calle, la chica pelirroja corriendo, el bote vacío arrojado desde un coche en marcha, los álamos agitándose sombríos, la masa del hospital por la noche y las estrellas, todo ello se puso a flotar delante de mis ojos, con una misteriosa nitidez. Y al mismo tiempo, bajo mi campana estanca y ciega, me sentí separado, excluido del mundo exterior. La habitación estaba llena de extrañas emanaciones; me resultaba difícil respirar. Flotaba una neblina de humo de mi cigarrillo, y de alguna parte, ignorada, venía un olor de mantequilla derritiéndose.
Al buscar el sitio de donde podría venir el olor, puse el pie sobre el insecto muerto: sus jugos y el polvo fino que recubría sus alas me mancharon los dedos de los pies, oí el aullido de un perro. Cuando puse la radio, sonaba la canción de Van Morrison Domino. Y cuando puse la televisión, salió de repente un primer plano de un hombre frenético con la cabeza afeitada gritando: «¿No os parece que es obvio?». La apagué, la pantalla se oscureció como si hubiera sido chupada y apareció mi propia cara distorsionada. Mi imagen en la oscura pantalla, moviendo los labios, diciéndose algo a sí misma.
—Ryu, estoy leyendo una novela donde hay un tipo igual que tú, exactamente igual que tú.
Lilly se sentó en una silla en la cocina, esperando que hirviera el agua en una cafetera de cristal transparente. Espantó con la mano a un pequeño insecto volador. Yo me hundí en el sofá en el que había estado el cuerpo de Lilly y me pasé la lengua por los labios una y otra vez.
—Bueno, este tío tiene algunas putas trabajando para él en Las Vegas y también organiza orgías para los ricos… ¿Igual que tú, no? Y también es muy joven; como tú, pensé. Tú tienes diecinueve, ¿no?
La superficie del cristal se empañó de blanco y empezó a elevarse vapor. La llama temblorosa de la lámpara de alcohol se reflejaba en la ventana. La sombra gigante de Lilly se desplazaba por la pared. Otras sombras, pequeñas y densas —como las de la bombilla del techo— grandes y ligeras —como las de la lámpara de alcohol— se agitaban y se cabalgaban, dibujando movimientos complicados, como de cosas vivas, igual que amebas dividiéndose sin fin, multiplicándose.
—Ryu, ¿me estás escuchando?
—Uh-uh —respondí. Mi voz, como abrasada al pasar por mi lengua seca y febril, parecía salir de la boca de otra persona. Tuve la sensación inquietante de que ya no me pertenecía, me dio miedo de hablar. Jugando con un sombrero emplumado y entreabriendo de vez en cuando el camisón para rascarse un pecho, Lilly siguió:
—Y este tío, sabes, obliga a hacer de puta a la chica que era su mejor amiga en la escuela.
Okinawa, él último en irse, se había embutido sus malolientes ropas de trabajo y había cerrado la puerta sin decir adiós.
—Y el tío es un hijo bastardo de alguna puta, también, pero su padre era el príncipe heredero de algún pequeño país, es el niño abandonado por este príncipe que vino a Las Vegas de incógnito a divertirse un poco.
¿Qué es lo que estaba contando Lilly?
Mi visión no era normal. Lo veía todo extrañamente brumoso. Era como si el resto de leche pegado a la botella que había en la mesa, junto a Lilly, se extendiera por toda la casa. Parecía incluso pegarse a Lilly mientras se inclinaba. Como eflorescencias que nacieran no en la superficie, sino en carne viva, después de haber despojado de su piel a Lilly.
Me acordé de un amigo que había muerto por culpa del hígado, y de lo que siempre decía: «Sí, decía, quizás sea sólo una idea mía, pero creo que realmente duele siempre, sabes, las veces que no duele es porque te olvidas, simplemente te olvidas de que duele, sabes, y no es que me ocurra sólo a mí porque esté podrido, todo el mundo siente dolor. Así que cuando realmente me empieza a atacar, de alguna forma me siento calmado, porque soy yo otra vez. Es difícil de aceptar, claro, pero en cierta forma me siento calmado. Porque siempre he sentido el dolor desde que nací»…
—Luego el tío se va al desierto, al amanecer, volando con su coche se mete en el desierto de Nevada.
Lilly echó cucharadas de polvo negro, de un bote marrón, en la esfera de cristal donde el agua está hirviendo. El aroma llegó flotando hacia mí. La noche en que Jackson y Ludiana me violaron, había tenido la impresión de ser realmente como una muñeca amarilla. ¿Cómo había sucedido?
Ahora, inclinada, con su pelo rojizo cayéndole por la espalda, era Lilly quien parecía una muñeca. Una vieja muñeca mecánica, con olor a moho, una de esas muñecas que repiten eternamente las mismas palabras cuando tiras de un bramante, y cuyos ojos se iluminan cuando habla, gracias a las pequeñas pilas plateadas que se descubren al desatornillar una plaquita sobre su pecho. Una muñeca cuyos mechones de pelo rojizo han sido implantados uno por uno. Una muñeca a la que si echas leche por su boca, el fluido pegajoso saldrá por un agujero de su culo. Incluso si la golpeas contra el suelo, mientras no se rompa la cinta grabada, la muñeca seguirá hablando. Ryu, buenos días, yo soy Lilly. Ryu ¿cómo estás? Yo soy Lilly, buenos días. Ryu ¿cómo estás? Yo soy Lilly, buenos días…
—Y el tío, en el desierto de Nevada, ve dónde tienen guardadas las bombas «H», sabes, bombas H tan grandes como edificios, alineadas en una base al amanecer.
En mi habitación, el frío, lentamente, se había ido haciendo más intenso. Me había puesto más ropa, me había envuelto entre las colchas, bebí whisky. Abrí y luego cerré la puerta, intenté dormir. Al no conseguirlo, tomé café fuerte, hice algunos ejercicios gimnásticos, me fumé no sé cuántos cigarrillos. Leí un libro, apagué todas las luces y las volví a encender. Abrí los ojos y contemplé durante largo rato las manchas del techo, luego cerré los ojos y las conté. Recordé los argumentos de películas que había visto hacía mucho tiempo, y el diente que le faltaba a Macho, la polla de Jackson, los ojos de Okinawa, el culo de Moko, el vello púbico de Ludiana.
Al otro lado de las puertas cerradas de la terraza, pasaban algunos borrachos, cantando a gritos una vieja melodía. Parecía un coro de cautivos encadenados, o una canción de guerra cantada por soldados japoneses, demasiado malheridos para seguir luchando, antes de arrojarse por un acantilado, con las caras llenas de vendajes, mirando al mar, con heridas abiertas supurando pus y pululantes de gusanos en sus cuerpos casi esqueléticos, a ojos ciegos inclinándose hacia Oriente, para una última salutación a su emperador… así sonaba su triste canción.
Esta canción siniestra, unida a mi imagen distorsionada que reflejaba oscuramente en el televisor, me daba la sensación de sumergirme en un sueño profundo del que no podía salir a pesar de todos mis esfuerzos. Mi reflejo en el televisor se superponía a los soldados japoneses que desfilaban bajo mis párpados. Y los puntos negros que componían las imágenes superpuestas y se aglutinaban para que emergieran de la nada y darles existencia y densidad, estos puntos negros se agitaban en mi cabeza como enjambres, como las innumerables orugas que pululan sobre los melocotoneros. De toda esta miríada negra, cabalgándose y atropellándose, hacía una forma informe e inquietante, y me di cuenta, de súbito, que mi cuerpo estaba cubierto de piel de gallina. En la oscura pantalla, mis ojos turbios se reblandecieron como metal a punto de derretirse, y en voz baja le dije a aquel yo al borde de la licuefacción: «¿Quién eres tú? ¿De qué estás hecho?».
—Estos misiles, eh, sabes, estos misiles intercontinentales, estaban todos alineados en el enorme y vacío desierto de Nevada. Un desierto en el que las gentes parecen insectos. Estos misiles estaban allí plantados, misiles altos como casas.
El interior de la esfera de cristal seguía hirviendo. El líquido negro burbujeaba. Lilly mató de una palmada a un insecto volador. Se limpió los restos del insecto, que se había convertido en una mínima línea oscura en la palma de su mano, y lo echó en el cenicero. El humo púrpura se mezcló con el vapor que salía de la cafetera. Los finos dedos de Lilly sostenían un cigarrillo; tapó la lámpara de alcohol para apagarla. La sombra gigante de la pared se extendió por un momento por toda la habitación y luego se reabsorbió y desapareció como un globo pinchado con un alfiler. Las sombras más pequeñas y densas proyectadas por la bombilla del techo se la tragaron.
Lilly me tendió una taza de café.
Cuando miré dentro, vi mi reflejo temblando en la superficie.
—Y entonces este tío empieza a gritar a los misiles desde lo alto de una colina. Le han ocurrido tantas cosas y él no comprende por qué ni cómo. No comprende qué ha estado haciendo hasta ese momento, ni quién era realmente, ni qué va a hacer a partir de ese momento, y no tiene a nadie con quien hablar, y se siente rabioso y solo. Así que se vuelve hacia los misiles y grita, en el interior de su cabeza: «¡Explotad! ¡Y que todo explote! ¡Quiero ver como todo explota!».
Noté algo creciendo en la superficie del café. Cuando yo estaba en el colegio, a mi abuela la habían llevado al hospital con cáncer.
El analgésico que el doctor le daba le había producido una alergia, se le llenó todo el cuerpo de sarpullido, y el sarpullido le deformó la cara. Cuando fui a verla me dijo, rascándose las costras: «Pequeño Ryu, tu abuelita se va a morir, tengo esta cosa que me va a llevar al otro mundo, tu abuelita se va a morir». Lo que flotaba en la superficie del café era exactamente igual que aquel sarpullido.
A instancias de Lilly lo bebí. Cuando el líquido caliente entró en mi garganta, sentí que el frío de mi interior se mezclaba a este sarpullido que flotaba en la superficie de las cosas.
—Ryu, se parece mucho a ti, lo pensé desde un principio, desde que lo empecé a leer, me pareció igual que tú.
Lilly hablaba sentada en el sofá. Una de sus piernas hacía una extraña curva para ser tragada por una pantufla roja.
Una vez que había comido ácido en un parque, me había sentido igual. Podía ver los árboles escalar el cielo nocturno y una ciudad extranjera se extendía entre ellos; me dirigí hacia allí. En aquella ciudad de ensueño nadie se cruzó en mi camino, las puertas estaban cerradas; caminé en solitario. Cuando llegué a las afueras de la ciudad, un hombre extenuado me paró y me dijo que no continuara más lejos. Cuando seguí avanzando, a pesar de ello, mi cuerpo empezó a enfriarse y pensé que estaba muerto. Con la cara empalidecida, mi ser muerto se sentó en un banco y se volvió hacia mi ser real, que estaba contemplando esta alucinación en la pantalla de la noche. Mi ser muerto se acercó más, como si quisiera estrechar la mano de mi ser real. Fue entonces cuando me invadió el pánico y traté de correr. Pero mi ser muerto me persiguió hasta lograr al final capturarme, entrando en mi ser real y posesionándose de él.
Sentía ahora aquella misma sensación. Como si se me hubiera abierto un hueco en la cabeza, por el que se escaparan mi conciencia y mi memoria, reemplazada de inmediato por un gran sarpullido y por un frío que evocaba a pollo asado podrido.
Pero aquella vez, temblando en el húmedo banco, me había dicho a mí mismo: «Eh, mira bien. ¿No está el mundo todavía bajo tus pies? Estoy pisando este suelo, y en este mismo suelo hay árboles, hierba y hormigas arrastrando arena a su hormiguero, niñas jugando con pelotas y perritos corriendo. Este suelo pasa bajo innumerables casas y montañas y ríos y mares, por debajo de todo. Y tú estás sobre él. No te asustes, me dije, el mundo está todavía debajo tuyo».
—Pensé en ti, Ryu, mientras leía la novela. Me preguntaba qué harías a partir de ahora. No sé lo que hará este tío, todavía no he acabado la novela.
Cuando era niño, cuando, corriendo, tropezaba y me caía, y la piel levantada me producía un dolor agudo, me gustaba que me la pintaran luego con una tintura que emanaba un fuerte olor y me escocía. En la herida ensangrentada siempre quedaba algo pegado: tierra, barro, restos de hierba, insectos aplastados, y me gustaba el dolor de la medicina que penetraba en la herida haciendo burbujitas. Acabado el juego, a la caída del sol soplaba en mi herida y sentía una agradable sensación de paz, como si me fundiera con el paisaje crepuscular. Al revés de las sensaciones que se tiene con la heroína o el disolverse en los juegos amorosos de una mujer, el dolor me singularizaba, el dolor me daba la impresión de estar rodeado por un aura brillante. Y pensaba que esta aura, este yo refulgente, combinaba admirablemente con la hermosa luz anaranjada del ocaso. En mi habitación, mientras recordaba esto, seguía intentando luchar contra el frío insoportable que me invadía, me había puesto en la boca el ala de la polilla muerta que había sobre la alfombra. La polilla estaba rígida, el líquido verdoso que había salido de su vientre se había coagulado ligeramente. El polvo dorado de sus alas brillaba en la punta de mi dedo, las minúsculas esferas negras de ojos, expulsadas de la cabeza, seguían aún unidas a ella por una especie de filamentos. Cuando puse sobre mi lengua el ala que había arrancado, la fina pelusa que la recubría me raspó en las papilas.
—¿Está bueno el café? Di algo, Ryu. ¿Qué te pasa? ¿En qué estás pensando?
El cuerpo de Lilly, hecho de metal. Si se le quitara la blanca piel, aparecería una aleación centelleante.
—Sí, ejem, está bueno, Lilly, muy bueno —contesté.
Mi mano izquierda temblaba. Aspiré una profunda bocanada de aire. En la pared había un poster de una niña que se había cortado el pie con un cristal mientras saltaba a la comba en un solar vacío. En la habitación reinaba un extraño olor. Dejé caer la taza de líquido negro e hirviente.
—¿Qué haces, Ryu? ¿Qué es lo que te pasa?
Lilly se acercó con un trapo blanco. La taza blanca se había roto, y la alfombra absorbió el líquido. Se elevó un poco de humo. Entre los dedos de mis pies, el líquido parecía caliente y pegajoso.
—¿Estás temblando? ¿Por qué? ¿Qué es lo que te ocurre?
Toqué el cuerpo de Lilly. Parecía duro y áspero como pan viejo. Su mano estaba en mi rodilla.
—Vete a lavar los pies, la ducha todavía funciona, ve a lavártelos, deprisa.
Lilly tenía la cara torcida. Se inclinó a recoger los pedazos de la taza, los puso sobre la cara de una sonriente chica extranjera, en la portada de una revista. Quedaba algo de café en uno de los pedazos, lo escurrió en un cenicero. Una colilla, aún encendida, chisporroteó al caerle encima el líquido.
Lilly vio que me había levantado. Su cara relucía con la crema de belleza.
—En seguida me di cuenta que estabas raro —dijo—. ¿Con qué te has drogado? Bueno, no quiero saberlo, ve a lavarte los pies, no quiero que sigas manchando mi alfombra.
Comencé a andar desde el sofá. La frente me hervía, tuve vértigo, toda la habitación daba vueltas a mi alrededor.
—Ve a lavarte, rápido. ¿Qué estás mirando? Ve a lavarte.
Las cortinas de la ducha estaban frías y me recordó a una cabina de ejecución americana, con su silla eléctrica, que había visto alguna vez en una foto. Había ropa interior con manchas de sangre en la lavadora, una araña corría por la pared amarilla fabricando su tela. Sin hacer ruido, dejé caer el agua por las plantas de mis pies. La rejilla del desagüe estaba atascada por un pedazo de papel.
Al llegar allí, desde mi casa, había atravesado el jardín del hospital, que tenía las luces apagadas; yo apretaba todavía en mi mano el cadáver de la polilla, y al pasar la había tirado entre los arbustos. El sol de la mañana secaría el líquido verde, y quizás unos cuantos insectos hambrientos darían buena cuenta de él, pensé.
—¿Qué estás haciendo? Oye, Ryu, vete a casa, no puedo contigo.
Lilly me miró. Apoyada en la puerta, arrojó el trapo blanco que llevaba en la mano al cesto de la ropa. Tenía manchas de café. Como un recién nacido abriendo sus ojos por vez primera, observé a Lilly en su blanco y luminoso camisón. ¿Qué es esta cosa difuminada e hilachosa? ¿Qué son esos globos, giratorios y brillantes, que hay debajo de ella?, ¿y, más abajo, esta prominencia con dos agujeros debajo de todo esto, qué es ese hueco negro rodeado por esos dos blandos ribetes de carne? ¿Y los huesecillos blancos, ahí dentro? ¿Y esto, ese delgado pedazo de carne roja y húmeda?
Allí estaba el sofá, tapizado de flores rojas, las paredes grises, los cepillos del pelo en los que estaban atrapados cabellos rojizos, la alfombra rosa, techo de color crema todo manchado y del que cuelgan flores artificiales, el cordón de tisú alrededor de un cable eléctrico que cae del techo, el resplandor de la bombilla que se bambolea al final de ese cordón, y algo así como una torre de cristal dentro de la bombilla. La torre giraba y giraba a tremenda velocidad, mis ojos me dolían como si se abrasasen, cuando los cerraba veía decenas de caras como descuartizados por una risa burlona; apenas podía respirar:
—¿Oye, qué te ocurre, por qué estás tan nervioso, es que te estás volviendo loco?
El reflejo rojizo de la bombilla acarició la cara de Lilly. El reflejo se extendía y ondulaba como cristal fundido, luego se rompía y desmenuzaba en multitud de puntitos, inundando todo mi campo de visión. Con la cara moteada de puntos rojos, Lilly se me acercó hasta tocar mi mejilla.
—Di, ¿por qué tiemblas? ¡Di algo, responde!
Recordé la cara de un hombre, también tenía puntos rojos. Era la cara de un médico americano que había alquilado la casa de mi tía en el campo.
—Ryu, tienes la carne de gallina, ¡te pasa algo, seguro! Di algo, estoy asustada.
Cuando iba yo a cobrar el alquiler para mi tía, el médico me dejaba siempre ver el coño peludo de una flaca japonesa con cara de mono que vivía con él.
—Estoy bien, Lilly, sí, estoy bien, no es nada. Sólo que no consigo calmarme todavía, siempre me pasa lo mismo después de una fiesta.
En la habitación del médico, en aquella habitación decorada con lanzas de Nueva Guinea, con las puntas envenenadas, me enseñaba el coño de aquella mujer, muy maquillada, con sus piernas levantadas en el aire.
—¿Estás pirado, no? ¿Es eso?
Sentí como si fuera aspirado por los ojos de Lilly, como si me estuviera tragando.
Una vez, el médico había abierto la boca de la mujer para que yo la viera. «Se le han disuelto los dientes», me dijo en japonés, y luego se rió.
Lilly sacó algo de coñac.
—No estás bien. ¿Quieres que te lleve al hospital?
La mujer, con la boca abierta semejante a un hoyo, pegó un chillido.
—Lilly, no sé lo que me pasa, quizás si tuvieses algo de Philopon me podrías chutar, necesito calmarme.
Lilly intentó que bebiera un poco de coñac. Mordí muy fuerte el mojado borde de la copa, y, a través de esta transparencia húmeda, vi la luz del techo. Con este amasijo de manchas, mi mareo empeoró y sentí náuseas.
—Ya no queda nada, Ryu. La última vez, después de la mescalina, me lo chuté todo.
El médico le metió a la mujer varias cosas por el culo, en mi presencia. La mujer frotaba sus labios pintados con las sábanas, gimiendo, me miró, se volvió hacia el médico, que bebía whisky y se reía como un loco, y le chilló con voz ceceante:
—Dámmeme, damme mázz.
Lilly me obligó a sentar en el sofá.
—Lilly, de verdad que no he tomado nada, es diferente que la primera vez, es completamente distinto a lo de aquella vez con el jet. Aquella vez, sabes, había aspirado mucho keroseno, estaba muy asustado, también, pero esta vez es diferente, estoy vacío, no hay nada. Mi cabeza está tan caliente que no lo puedo soportar, pero estoy frío, no puedo liberarme del frío. Y no consigo hacer lo que quiero, me resulta extraño incluso el verme hablar, es como si estuviera hablando en un sueño.
»Como si estuviera hablando en una pesadilla de la que no pudiera escapar, siento miedo. Y aunque esté hablando de esto, estoy pensando en otra cosa enteramente distinta, sobre una idiota mujer japonesa, no tú, Lilly, sino otra. He tenido a esa mujer y a un médico del ejército americano en mi mente todo el rato.
»Sin embargo, sé muy bien que no estoy soñando. Sé que mis ojos están abiertos y que estoy aquí, por eso estoy asustado. Estoy tan asustado que tengo ganas de morirme, de que me mates. Te lo juro, quiero que me mates, me asusto sólo de estar aquí, sin moverme.
Con el borde del vaso, Lilly me obligó a aflojar los dientes para que bebiera coñac. La quemazón del alcohol me desplazó la lengua y pudo infiltrarse por mi garganta. El zumbido de mis oídos me hacía sentir como con la cabeza llena de abejas. Las venas de las palmas de mis manos se hincharon como si fueran a explotar, su color era gris, de un gris que palpitaban al ritmo del pulso. El sudor me corrió helado por el cuello, y Lilly me lo secó.
—Sólo estás cansado, estarás bien después de una noche de descanso.
—Lilly, quizás debería volver, sí, debo volver. No sé adónde pero quiero volver allí, me he debido perder. Quiero ir a algún lugar más fresco, allí estaba antes, quiero volver. ¿Lo entiendes, Lilly? Un lugar bajo grandes árboles que huelen muy bien. ¿Dónde estoy ahora? ¿Dónde estoy?
Mi garganta parecía estar lo bastante seca como para arder en llamas. Lilly meneó la cabeza, se bebió el coñac que quedaba y murmuró:
—Este rollo no tiene gracia.
Me acordé de aquel tipo, Ojos Verdes. «¿Has visto al pájaro negro? Tú serás capaz de ver al pájaro negro», me había dicho.
Fuera de la habitación, al otro lado de la ventana, un gran pájaro negro podía estar volando. Un pájaro tan grande y negro como la noche misma, un pájaro negro danzando en el aire igual que los pájaros grises que siempre veía picoteando migajas, pero como era tan grande, lo único que podía ver era el agujero de su pico, como, una caverna llena de noche más allá de la ventana, supuse que nunca podría verlo entero. La polilla que había matado había muerto sin poderme ver entero.
Sí, simplemente, una especie de cosa enorme había aplastado aquel blando vientre lleno de fluidos verdes, y la polilla había muerto sin saber que aquello sólo era una parte de mí. Ahora yo era igual que la polilla, a punto de ser aplastado por el pájaro negro. Supuse que Ojos Verdes había venido a avisarme, había tratado de decírmelo.
—¿Lilly, puedes ver el pájaro? ¿Ahora hay un pájaro volando afuera, no? ¿No lo ves? Yo sé que la polilla no lo sabía, pero yo lo sé. El pájaro, el gran pájaro negro, Lilly, ¿lo entiendes?
—¡Ryu, te estás volviendo loco! ¡Contrólate un poco! ¿No lo entiendes? ¡Te estás volviendo loco!
—Lilly, no te burles, yo lo sé. Nadie me va a engañar nunca más. Lo sé, sé dónde estoy. Éste es el lugar más cercano al pájaro, tengo que poder verlo desde aquí… Lo sé, lo he sabido durante mucho tiempo, finalmente he comprendido. El pájaro está volando como debe, mira, está allí volando, más allá de la ventana, el pájaro que destruyó mi ciudad.
Llorando, Lilly me dio una bofetada.
—Ryu, te estás volviendo loco. ¿No lo entiendes?
Supuse que Lilly no podía ver el pájaro, abrió la ventana. Sollozando, la dejó abierta por completo, la ciudad nocturna se extendió ante nosotros.
—Dime dónde está volando tu pájaro, mira bien. ¡No hay ningún pájaro!
Estrellé la copa de coñac contra el suelo. Lilly lanzó un grito. El cristal estalló volando en piezas. Los fragmentos brillaron en el suelo.
—Lilly, ése es el pájaro, mira bien, esa ciudad es el pájaro, no es una ciudad ni nada por el estilo, no hay gente ni cosa que viva allí. Es el pájaro ¿no lo ves? ¿De verdad que no lo ves? Cuando ese tío les gritó a los misiles que explotaran en el desierto, estaba tratando de matar al pájaro. Tenemos que matar al pájaro, si no lo matamos no sé que será de mí. El pájaro se interpone en mi camino, está ocultando lo que yo quiero ver. Mataré al pájaro, Lilly, si no lo mato, me matará a mí. Lilly, dónde estás, ven y ayúdame a matar al pájaro, Lilly, no puedo ver, Lilly, no veo nada.
Rodé por el suelo. Oí como Lilly salía corriendo. Luego el ruido de un coche arrancando.
La bombilla giró locamente. El pájaro estaba volando fuera. Lilly se había ido, el gran pájaro negro estaba acercándose. Recogí un pedazo de cristal de la alfombra, lo apreté firmemente con la mano y me lo clavé en mi brazo tembloroso.