La habitación estaba en penumbra. Sólo un poco de luz entraba desde la cocina. Lilly seguía dormida, con su pequeña mano sobre mi pecho. Se había quitado la pintura de uñas. Su fresco aliento me acariciaba la axila. El espejo oval del techo reflejaba nuestra desnudez.
La noche antes, después de hacer el amor, Lilly se había chutado otra vez, y esto producía un ronco gemido que se escapaba de su blanca garganta.
—Cada vez me pico más, sin importar lo que sea, tengo que cortar bien pronto o me quedaré atrapada ¿verdad? —había dicho, examinando lo que quedaba.
Mientras había estado meneándose encima mío, yo había recordado el sueño que me había contado, y también la cara muy precisa de otra mujer. Mientras, contemplaba las rítmicas sacudidas de sus caderas…
… La cara de una mujer muy delgada cavando un hoyo justo al lado de una alambrada de espino que cercaba una gran finca. El sol se estaba poniendo. La cara de la mujer se inclinó para meter la pala en la tierra, junto a un capazo lleno de uvas, mientras un joven soldado la amenazaba con su bayoneta. La cara de la mujer limpiándose el sudor con el dorso de la mano, con el pelo cayéndole por encima. Mientras contemplaba a Lilly gozando, la cara de la mujer flotaba en mi mente.
De pronto nos llegó una corriente de aire húmedo procedente de la cocina.
«¿Está lloviendo?» me pregunté. El paisaje desde la ventana era nublado, como lechoso. Vi que la puerta principal estaba abierta. La noche anterior, como estábamos borrachos los dos, nos debíamos haber olvidado de cerrarla. Un zapato de agudo tacón estaba caído, de lado, en el suelo de la cocina. Asomaba el tacón, y la curva de recio cuero negro era tan lisa como la ingle de una mujer.
Afuera, en el estrecho espacio que podía ver a través de la puerta entreabierta, estaba el Volkswagen amarillo de Lilly. Las gotas de lluvia chocaban contra la carrocería; algunas, las más pesadas, caían deslizándose lentamente, como los insectos adormilados por el invierno.
La gente pasaba, como sombras. Un cartero con un Uniforme azul empujando una bicicleta, algunos escolares con bolsas de libros, una americana alta con un dogo, todos cruzando fugazmente aquel estrecho espacio.
Lilly respiró profundamente y se dio media vuelta. Dejó escapar un débil gemido y la ligera manta que la cubría cayó al suelo. Su larga cabellera estaba pegada a su espalda en forma de una gran «S». Un poco de sudor relucía alrededor de sus riñones.
Su ropa interior estaba desparramada por el suelo. Apartadas y enrolladas en pequeños bultos, las prendas parecían pequeñas quemaduras o manchas en la alfombra.
Una mujer japonesa con una bolsa negra se asomó por la puerta y miró en la habitación. Llevaba una gorra con una insignia, y las hombreras de su chaqueta de la marina estaban mojadas. Supuse que debía venir a examinar el contador del gas o del agua. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, me vio, comenzó a hablar, pero pareció pensárselo mejor y se marchó. Me volvió a mirar una vez más, desnudo y fumando un cigarrillo, y luego se fue a la calle, meneando la cabeza.
Frente a la puerta, ahora un poco más abierta, pasaron dos universitarias, hablando, gesticulando, con botas de goma rojas. Un soldado negro en uniforme pasó corriendo, sorteando los charcos como un jugador de baloncesto esquivando defensas para encestar. Más allá del coche de Lilly, cruzada la calle, se levantaba un pequeño edificio negro. En algunas partes se le estaba pelando la pintura; pintado en naranja, ponía «U-37».
Con aquella negra pared de fondo, pude ver con claridad caer la fina lluvia. Sobre el tejado habían espesos nubarrones, parecía como si alguien hubiese estado aplicando capas y más capas de pigmento gris. El cielo en el estrecho rectángulo para mí visible era la parte más brillante.
Gruesas nubes se movían febrilmente. Humedecían el aire y nos hacían sudar a Lilly y a mí; las arrugadas sábanas estaban empapadas.
Una fina línea negra atravesaba aquella porción de cielo.
Tal vez sea un cable eléctrico, pensé, o la rama de un árbol, pero arreció la lluvia y al poco tiempo ya no podía verse nada.
La gente que andaba por la calle se apresuró a abrir los paraguas y empezaron a correr.
Los charcos se extendieron en la calle embarrada, enganchándose en caprichosos meandros. Tapado por una cortina de agua, un gran coche blanco atravesó lentamente la calle, casi llenándola por completo. Dentro iban dos mujeres extranjeras, una arreglándose el peinado en el retrovisor, y la otra, la conductora, guiando con tanta precaución que casi llevaba la nariz pegada al parabrisas. Las dos iban muy maquilladas; sus secas pieles parecían tener una costra de polvos.
Pasó una chica lamiendo un polo, luego retrocedió y se asomó a la habitación. Su cabello, rubio y empapado, formaba como un casco. Cogió la toalla de baño de Lilly de la silla de la cocina y empezó a secarse. Se interrumpió, chupó un resto del polo de sus dedos y estornudó. Cuando levantó la cabeza, me descubrió. Cogiendo la sábana y cubriéndome, la saludé con la mano. Ella sonrió y señaló hacia la calle. Llevándome el dedo a los labios, le indiqué que no hiciera ruido. Mirando hacia Lilly, apoyé mi cabeza en mi mano para señalar que estaba dormida. Así que guarda silencio, le indiqué otra vez, llevándome el dedo a los labios y sonriéndole. La chica se volvió hacia el exterior y agitó su mano. Yo puse la palma de mi mano hacia arriba y levanté los ojos al techo en una pantomima de que sí, ya sabía que estaba lloviendo. La chica asintió, sacudiéndose el pelo mojado, salió fuera y volvió a entrar calada, trayendo un sostén chorreante que parecía uno de los de Lilly.
—Eh, Lilly, está lloviendo, ¿tienes ropa colgada fuera? ¡Despierta, Lilly, está lloviendo!
Frotándose los ojos, Lilly se despertó, vio a la chica, se tapó con la sábana y dijo:
—¿Eh, Sherry, qué haces aquí?
La chica lanzó el sostén que tenía en la mano, gritó en inglés: «¡Chaparrón!» y se echó a reír mientras sus ojos se encontraban con los míos.