El hombre que andaba delante de nosotros miró hacia atrás y se detuvo, luego arrojó un cigarrillo al agua que corría bajo el bordillo de la acera. Agarrando firmemente su muleta de duraluminio, muy nueva, con la mano izquierda, se puso otra vez en movimiento. El sudor le caía por la nuca, y por el modo cómo se movía, pensé que debía haberse dañado la pierna recientemente. Su brazo derecho, muy rígido, parecía pesar una tonelada. Andaba arrastrando los pies, dejando un largo rastro rectilíneo detrás suyo.
El sol estaba alto. Caminando, Reiko se quitó la chaqueta que llevaba sobre los hombros. El sudor empapaba la apretada blusa pegándosele al cuerpo.
Parecía cansada, como si no hubiera dormido la noche anterior. Enfrente del restaurante le propuse comer algo. Ella movió la cabeza sin responder.
—No entiendo a Okinawa… Quiero decir que ya no había tren a la hora en que se fue, pero se largó de todos modos.
—Ya está bien, Ryu, ya he tenido bastante —dijo Reiko suavemente. Cogió una hoja de un álamo de la calle.
—Oye, ¿cómo se llama esta cosa, aquí, eso que parece una línea, lo sabes?
El envés de la hoja estaba polvoriento.
—¿No es un nervio?
—Sí, eso es, un nervio… Yo estudiaba biología en el bachillerato y llené un cuaderno con hojas de éstas. Le puse un producto químico, no me acuerdo como se llamaba, y lo dejó todo blanco y disolvió las hojas, dejando sólo los nervios, preciosos.
El hombre de la muleta se sentó en el banco de la parada de autobús y miró el horario. «Hospital Municipal de Fussa», decía el cartel de la parada. El gran edificio del hospital estaba a la izquierda, y en su jardín central, en forma de abanico, había unos diez pacientes en bata haciendo ejercicios, bajo la dirección de una enfermera. Todos llevaban gruesos vendajes en los tobillos, y giraban las caderas y las cabezas a un tiempo, a golpe de silbato. La gente que iba al hospital los contemplaba al pasar.
—Oye, me voy a pasar por tu bar hoy, quiero hablarles a Moko y a Kei de la fiesta. ¿Crees que estarán allí?
—Seguro, vienen todos los días, así que vendrán hoy también… Oye, me gustaría mucho enseñártelo.
—¿El qué?
—Ese cuaderno con todas las hojas. En Okinawa hay mucha gente que colecciona insectos, porque en ningún sitio hay mariposas tan bellas como las de allí, pero yo hice un cuaderno de nervaduras de hojas, sabes, y el profesor dijo que era realmente bueno, y por ello conseguí un premio e hice un viaje a Kagoshima. Todavía lo guardo en mi escritorio. Lo conservo con mucho cuidado, me gustaría enseñártelo, de veras.
Cuando llegamos a la estación, Reiko dejó caer la hoja de álamo. El techo que cubría el andén resplandecía con destellos plateados y yo me puse mis gafas de sol.
—Ya estamos en verano, hace calor a tope.
—¿Eh? ¿Qué?
—Nada, dije que ya estamos en verano.
—En verano hace más calor —Reiko se quedó mirando los raíles, en silencio.