2

Un olor agrio llenaba mi habitación, provenía de un trozo de ananás que había sobre la mesa. Me era imposible recordar cuándo lo había empezado. El extremo del corte se había puesto negro, completamente podrido, y su dulce jugo se había quedado totalmente solidificado en el plato.

Okinawa se disponía a chutarse, la punta de su nariz relucía sudorosa. Mirándolo, pensé que era realmente una noche de calor pegajoso, como acababa de decir Lilly. Ésta se derrumbó sobre la cama húmeda, y dijo:

—Oye, ¿no tienes calor? Hoy hace calor a tope.

—Eh, Ryu, ¿a cuánto te ha salido este caballo? —me preguntó Reiko, mientras sacaba un disco de los Doors de una bolsa de cuero. Cuando le dije que 10 dólares, Okinawa dijo casi gritando:

—Oh, joder, es más barato que en Okinawa.

Calenté la aguja de la jeringuilla con el mechero. Después de esterilizarla con un algodón empapado en alcohol, sopló por ella un par de veces, para cerciorarse de que el agujero no estaba obturado.

—Sabes, me ha extrañado ver las paredes y el cagadero y todo lo demás tan limpio en la comisaría de Yotsuya, sabes, él hijoputa de guardia era un bocazas. Se pasaba el tiempo haciendo chistes tan idiotas como: «Esto es mejor que el dormitorio de la policía», y un viejo le lamía el culo riéndose a carcajadas, a mí me dio la depre.

Los ojos de Okinawa eran de un color amarillento, como turbio. Bebía un licor de extraño aroma, como si fuera leche, y ya estaba bastante borracho cuando llegó a mi casa.

—¿Estuviste de verdad en un centro de desintoxicación? —le pregunté a Okinawa, mientras abría la papelina de aluminio donde guardaba la heroína.

—Sí, mi viejo me metió allí, un típico centro yanqui para drogadictos, porque el tío que me detuvo era un policía militar, ¿sabes? Primero me internaron en aquel sitio y luego me volvieron a mandar aquí. Oye, Ryu, América es realmente avanzada, sabes, a mí de verdad me impresionó.

Reiko, que había estado mirando la funda del disco de los Doors, intervino:

—Oye, Ryu, ¿no te parece acojonante que te chuten morfina todos los días? A mí también me gustaría que me metieran en algún centro yanqui.

Picó la heroína de los bordes de la papela con una cuchilla, luego Okinawa dijo:

—Mierda, ya te lo he dicho, los que se chutan en plan aficionado como tú no pueden entrar; sólo dejan entrar a yonquis de verdad, tíos como yo, ¿entiendes? Sólo los adictos de verdad, con marcas de aguja en los dos brazos, ¿entiendes? Había allí una enfermera que se llamaba Yoshiko, bastante sexy, sabes, que me pinchaba en el culo todos los días. Yo sacaba el culo así, ¿ves? Y mientras yo miraba por la ventana a la gente de fuera, que jugaban a voleibol y estas pijadas, ella me la metía en todo el culo, ¿entiendes? Pero yo estaba tan colgado que mi polla estaba tan pequeña que ni se veía, y no quería que aquella nenita se diera cuenta. Aparte que puedo con las tías con esos culazos… como el de Reiko, mira.

Reiko gruñó algo enojada, dijo que quería algo de beber, fue a la cocina y abrió la nevera.

—¿No hay nada?

Okinawa señaló el ananás de la mesa y dijo:

—Toma un poco de esto, sabe a hogar, dulce hogar.

—Okinawa, de verdad eres asqueroso. ¿Qué me dices de esa ropa, eh? ¡Apesta! —dijo Reiko mientras bebía leche mezclada con agua, pasándose un cubito de hielo por la mejilla. Luego prosiguió:

—Yo también voy a ser una yonqui dentro de poco. Será un milagro si no me vuelvo tan adicta como Okinawa después de que nos casemos, viviremos enganchados los dos juntos, ¿no? Y luego me gustaría que lo fuésemos dejando poquito a poco.

—¿Pasaréis vuestra luna de miel en un centro de desintoxicación? —pregunté riendo.

—Oye, Okinawa, eso es lo que haremos, ¿vale?

—Eso está bien, es lo que tenéis que hacer, poner juntos vuestros culos, cojonudo, y que os pinchen morfina mientras os vais diciendo te quiero.

Okinawa se rió un poco y dijo:

—Mierda, dejad de distraerme —y con una servilleta secó la cuchara que había estado lavando con agua caliente; una cuchara de acero inoxidable con el mango doblado como un arco.

Con la cuchilla, puso un poco de heroína, más o menos del tamaño de una cabeza de cerilla, en el centro de la cuchara.

—Eh, Reiko, si ahora estornudas o haces alguna coña, te machaco ¿entiendes?

Colocó la aguja en una jeringuilla de un centímetro cúbico. Reiko encendió una vela. Con la jeringa, echó cuidadosamente un poco de agua, gota a gota, sobre la heroína, en la cuchara.

—Oye, Ryu, ¿vas a organizar otra fiesta? —me preguntó Okinawa, secándose los dedos algo mojados en los pantalones.

—Sí, bueno, esos tíos negros me lo han pedido.

—¿Y tú vas a ir a la fiesta, Reiko?

Ella dobló la papela con el resto de la heroína. Mirándome, dijo:

—Sí, pero sólo un rato a tomar una copa.

—Mira, no quiero que cojas un pedo y te jodas a algún negro, ¿vale?

Puso la cuchara encima de la vela. En un instante, la solución se puso a hervir. Espuma y vapor salían del interior de la cuchara, la parte inferior se tiznó de negro. Okinawa apartó lentamente la cuchara de la llama y sopló para enfriarla, como si le fuera a dar sopa a un niño.

—En la clínica, sabes —empezó a decir, mientras cogía una pequeña tira de algodón—, en la clínica, sabes, me empezó a entrar un monazo ¿entiendes? Tenía estas pesadillas, sabes, no las recuerdo muy bien, pero recuerdo que vi a mi hermano mayor, yo soy el cuarto, él era el mayor, yo nunca llegué a conocerle, murió luchando en Oroku, ni siquiera había una foto suya en casa, sólo un mal retrato que mi viejo había pintado y clavado en el altar familiar, pero de todos modos mi hermano mayor aparecía en mis sueños. ¿No es extraño? ¿No te parece demasiado?

—¿Y te decía algo?

—No, bueno, ahora no me acuerdo.

Después de echar la bolita de algodón enrollado en la solución ya fría, metió la punta de la aguja en el centro de la bola empapada. Se oyó un ligero ruido, parecido al de un bebé sorbiendo leche. El líquido transparente llenó el fino tubo de cristal. Cuando acabó, Okinawa se pasó la lengua por los labios y empujó el émbolo para expulsar las burbujas de aire.

—Oye, déjame hacerlo, yo te chutaré, Ryu. Yo se lo hacía a todo el mundo en Okinawa —dijo Reiko. Se había subido las mangas.

—¡Mierda, no! —dijo Okinawa—. Ya echaste a perder cien dólares aquella vez. Sabes, no es lo mismo que preparar bolas de arroz para una excursión ni esas coñas. Jódete. Toma, ata el brazo de Ryu con esto.

Reiko hizo una mueca y le lanzó una mirada furiosa, mientras cogía la cinta de cuero y me hacía un torniquete en el brazo izquierdo. Cuando apreté el puño, una gruesa vena asomó en mi brazo. Okinawa frotó con alcohol dos o tres veces, antes de clavar la punta de la aguja en la vena palpitante. Cuando abrí el puño, una nube de sangre casi negra subió por el cilindro. Diciendo «Heyheyhey», Okinawa apretó con calma el émbolo, y la heroína y la sangre entraron juntas en mi cuerpo.

—Bueno, así se hace. ¿Qué tal?

Okinawa sacó la aguja, riendo. En el instante en que la aguja salió mi piel se estremeció, el caballo ya me había llegado a las puntas de los pies y golpeado mi corazón con un choque sordo. Delante de mis ojos parecía crecer una especie de blanca neblina y apenas podía distinguir la cara de Okinawa. Me puse la mano en el pecho y me levanté. Quería aspirar profundamente, pero no podía, mi ritmo respiratorio estaba alterado. Mi cabeza estaba embotada como si me hubiese golpeado, y tenía la boca tan seca que parecía a punto de arder. Reiko me cogió del hombro derecho para sostenerme. Mientras intentaba tragar la poca saliva que aún quedaba en mis resecas encías, me sacudió una náusea que parecía subir desde los pies, agitando todo mi cuerpo. Me caí atontado sobre la cama.

Reiko me zarandeó, inquieto:

—Eh, ¿no crees que has puesto demasiado? Él no es un tío que se chute mucho, eh mira, está muy blanco. ¿Tú crees que está bien?

—No le he puesto tanto, no se va a morir ¿vale? Trae este cacharro, seguro que vomita.

Enterré mi rostro en la almohada. Aunque mi garganta estaba como una lija, la saliva se formaba sin parar, yo babeaba y, cuando trataba de tragarla, violentas náuseas me sacudían el estómago.

Aunque trataba de respirar lo más hondo posible, aspiraba muy poco aire, y parecía que no entrase por mi boca o por mi nariz, sino por un minúsculo agujero de mi pecho. Mis caderas estaban demasiado pesadas para moverse. A intermitencias, un fuerte dolor me apretaba el corazón, parecía como si lo estrangulara. Las venas de mis sienes retumbaban. Cuando cerraba los ojos, sentía pánico, como si cayese a una velocidad terrible por un tobogán interminable. Húmedas caricias cosquilleantes recorrían todo mi cuerpo, y empecé a derretirme como queso en una hamburguesa. Como gotas de aceite en el agua de una probeta, distintas áreas de frío y calor flotaban por mi cuerpo sin mezclarse. Oleadas de fiebre recorrían mi cabeza y mi garganta, mi corazón y mi polla.

Traté de llamar a Reiko, mi garganta se atrancó, no salía ningún sonido. Acababa de pensar que quería un cigarrillo, por eso quería llamar a Reiko, pero cuando abría mi boca, mis cuerdas vocales sólo temblaban y dejaban escapar un extraño sonido sibilante. Podía oír el sonido de un reloj cerca de Okinawa y Reiko. El tictac uniforme sonaba en mis oídos con una extraña dulzura. Apenas podía ver. En la parte derecha de mi campo de visión, brumoso como un difuso reflejo sobre el agua, un foco centelleante hería mi mirada. Mientras pensaba que debía ser la vela, Reiko se inclinó sobre mi cara y me cogió la muñeca para tomarme el pulso, luego le dijo a Okinawa.

—No está muerto.

Moví mi boca desesperadamente. Levantando un brazo pesado como el plomo toqué el hombro de Reiko y susurré:

—Un pitillo. Pásame un pitillo.

Reiko me puso un cigarrillo encendido entre los labios, mojados de saliva. Se volvió hacia Okinawa y dijo:

—Oye, mira los ojos de Ryu, parece asustado como un niño pequeño ¿verdad? Está temblando, ¿lo ves? Es realmente patético, eh, mira, ¡si está llorando!

El humo me arañaba los pulmones como un animal vivo. Okinawa me cogió de la barbilla y me levantó la cara para examinarme las pupilas, luego le dijo a Reiko.

—Eh, ha estado cerca, ha tenido suerte, si llega a pesar unos cuanto kilos menos la palmaba.

Los rasgos de su cara estaban difuminados, como el sol a través de una sombrilla, cuando estás tendido en la playa, en verano. Tenía una sensación como de haberme transformado en una planta. Plegando mis hojas grisáceas al anochecer, sin florecer jamás, sólo esparciendo esporas con el viento, una planta tranquila, como un helecho.

Se apagó la luz. Pude oír a Okinawa y Reiko, desvistiéndose. El sonido del disco creció. Soft Parade, los Doors. Y entre los acordes me llegaba el ruido de revolcones en la alfombra y los sofocados gemidos de Reiko.

La imagen de una mujer arrojándose desde un alto edificio flotaba en mi mente. Con la cara descompuesta por el terror miraba con ojos desorbitados al cielo que subía, subía. Movía brazos y piernas como para nadar, tratando de elevarse de nuevo. Sus cabellos se soltaban y ondulaban tras su cabeza como una mata de algas. Los árboles de las calles, los autos, la gente, se hacían cada vez mayores, su nariz y labios se deformaban por la presión del viento, la escena en mi mente era como las pesadillas que te inundan de sudor en pleno verano. Lo que yo veía era una película en blanco y negro y a cámara lenta… los movimientos de la mujer, cayendo desde el edificio.

Reiko y Okinawa se levantaron, empapados, se secaron el sudor el uno al otro y encendieron de nuevo la vela. Yo aparté mis ojos de la luz. Hablaban en voz tan baja que escapaba a mis oídos. De vez en cuando me sentía sacudido por calambres y náuseas. Las náuseas venían por oleadas. Mordiéndome los labios, agarrándome a la sábana, pasaba el trago, y cuando paraban las náuseas, después de haber llegado hasta los labios, sentía un placer tan fuerte como el sexual.

—¡Okinawa, maldito cabrón!

La voz aguda de Reiko resonó, acompañada de un ruido de cristales rotos. Uno de los dos se echó en la cama y el colchón se fue para abajo, estuve a punto de caer. El otro, sin duda Okinawa, escupió una palabra: «¡Mierda!», abrió violentamente la puerta y se fue. La vela se apagó con la corriente de aire y oí bajar a alguien por la escalera de hierro.

En la oscuridad de la habitación sólo se oía el sonido apagado de la respiración de Reiko, y entonces comencé a desvanecerme mientras luchaba contra la náusea. Un olor igual que el del ananás podrido, el mismo olor dulzón, exactamente, que el de los jugos de esta chica de sangre mestiza, Reiko. Recordé la cara de cierta mujer, que había visto, hacía tiempo, en una película o en un sueño: largos dedos delgados, largos pies estrechos, dejando deslizar su vestido desde los hombros muy lentamente, tomando una ducha detrás de una mampara transparente; luego, gotas de agua cayendo de su mentón agudo, y ella mirándose, adentrándose en el reflejo de sus ojos verdes frente a un espejo. Una mujer blanca.