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Condujo con lentitud y cuidado. En cada rotonda, él agarraba con fuerza el asidero de la puerta, y apretaba los dientes para aguantar el dolor en el torso. En cada badén ella reducía la velocidad, y le miraba de reojo, observándole aguantar la respiración hasta que el coche reanudaba el camino por el liso asfalto.

Le ayudó a bajar del DB9 junto a la puerta del Château, y en cuanto entraron en la biblioteca, Édouard se desplomó sobre el sofá de cuero con un profundo suspiro.

—¿Puedes encender el fuego? —preguntó él. Tras el frío hospital, los calmantes, y el doloroso viaje de retorno, sentía todo el cuerpo destemplado.

Ella asintió y se acercó a la chimenea. Apiló varios pellets y colocó encima dos gruesos troncos de leña. Los cilindros de madera prensada prendieron rápido, feroces, ávidos por consumirse, y la luz del fuego iluminó cálidamente la estancia.

Caminó hasta el dormitorio de Édouard y cogió del armario una abrigada camiseta de manga larga. Cuando regresó él estaba con los ojos cerrados.

—Hey, no te duermas todavía. Antes hay que quitarte esa ropa llena de sangre.

Oteiza se arrodilló frente a él y le quitó la cazadora de cuero. Soltó la camisa, y él se dejó hacer, aguantando esta vez el dolor sin soltar un sólo quejido.

—Muy bien, chico duro —añadió ella con una sonrisa al terminar de ajustarle la camiseta—. ¿Sabes qué me gustaría hacer ahora?

Él la miró intentando componer un gesto de picardía que se quedó a medio camino.

—A mí también me encantaría, pero me temo que no estoy en las mejores condiciones —apuntó hablando con la lentitud de la morfina corriendo por su sangre.

—No me refería a eso. Me apetece muchísimo una copa de vino.

—Has venido al lugar adecuado.

—¿Sí? ¿Crees que encontraré alguna botella en la casa?

—Seguramente un par de ellas.

Ella sonrió y se puso en pie.

—En la cocina tienes la botella que subimos de la cueva. La cosecha de tu año, ¿te acuerdas? La del 78 —apuntó Édouard mientras ella ya salía de la habitación.

Regresó con la botella y una sola copa; se quitó las botas y el jersey. Se remangó la camiseta; el calor del fuego ya estaba templando la estancia. Se sentó junto a él y vertió el vino en la copa. Se la acercó a la nariz e inspiró con lentitud.

—Muy aromático, totalmente Cabernet. Mmmm… Grosellas negras, sin duda.

Dio un sorbo y lo paladeó. Édouard no dejaba de observarla.

—Delicioso. El eco del sabor perdura. Intenso y suntuoso. Y con unas notas de café.

—Te quiero —le soltó él, cuando ella aún estaba saboreando el segundo sorbo. Casi se atraganta.

—Sí que estás colocado ¿eh? —añadió al borde de la risa, mientras se retiraba con los dedos una gota de vino que pretendía escaparse por la comisura de sus labios.

Él sólo consiguió sacar una tenue sonrisa.

Iba en serio, Anne. Iba en serio.

—Perfecta cata, inspectora. Sorprendente. Ha aprendido mucho en muy poco tiempo. Es una alumna excelente —dijo él con su somnolienta y drogada voz.

—He tenido un buen maestro.

Sonriendo, y sin dejar de mirarle, se acercó la copa a los labios para dar un nuevo trago.

—Déjame probarlo —apuntó él levantando la mano.

—Pero sólo un sorbo, ¿eh? Si al cóctel de analgésicos que llevas le sumamos el alcohol, a saber qué tonterías más acabas diciendo.

Édouard se esforzó por sonreír; aspiró los aromas de la copa y bebió.

—Maldita clasificación napoleónica. Esto se merece denominarse Premier Cru, y no Deuxième. ¡Es una auténtica maravilla! —Hasta él mismo parecía sorprendido por lo bien que había envejecido el vino—. Cómo se nota que fue una cosecha tardía. Un gran vino de un gran año —concluyó devolviéndole la copa.

Oteiza volvió a beber, se reclinó en el respaldo de cuero, y estiró las piernas colocándolas sobre la mesa. En cuanto su cuerpo tomó contacto con el sofá, todos sus músculos se volvieron gelatina. Todos y cada uno de ellos parecieron desconectarse. Por fin estaba soltando la tensión de los últimos días. Édouard se quedó observándola; y de repente vio cómo empezaba a caer de nuevo; la mirada perdida en la copa de vino; sus ojos anegados en una gris penumbra. Su cuerpo aquí presente, su mente comenzando el viaje a algún lugar muy oscuro.

Regresa Anne. No vuelvas a recordar el dolor. No pudiste hacer otra cosa, no tuviste opción. Estoy aquí, siénteme. Déjame comprenderte. Déjame ayudarte. Déjame estar a tu lado.

Haciendo un gran esfuerzo, Édouard se acercó un poco más a ella. En el fondo no sabía qué decirle. Desde el primer día que la conoció, había estado aprendiendo. Quería aprender a ser fuerte por ella. Con ella. Para ella. Quería aprender a convivir con sus pesadillas. A mirar a los ojos a sus demonios. A devolverles la mirada. Y quería que supiese que ya nunca estaría sola en la batalla. Ella tenía que saberlo.

Se quedó a su lado, en silencio. Unos segundos, hasta que ella le percibió observándola, y giró su rostro, aturdida, como si hubiera desconectado de este plano de la realidad, y hubiera despertado de repente en un extraño mundo.

—No tienes que pasar por esto sola. Estoy aquí —le dijo con un susurro.

Ella se acercó a él con un movimiento lento, felino. Con la mirada baja, aproximó su rostro, cerró los ojos, y acarició con su nariz la mejilla de Édouard. Lo sé. Un susurro. Provocando que en él los párpados se cerrasen. Y le besó, lento y suave, y sintió que ya nada volvería a ser como antes; estaba empezando a dejarse cuidar, y con él, era más sencillo de lo que esperaba. Era simple y maravillosamente natural. La revelación le produjo vértigo, pero ya no le infundía terror como en otras ocasiones. Sintió que era como tenía que ser.

Él la miró a los ojos, y pareció que la miraba por primera vez, y con lentitud la recorrió con sus besos. La besó en la frente, la besó en los párpados, la besó en la mejilla, la besó en la nariz, la besó en los labios.

Y la paz que sintió se alió con el cansancio, y con los calmantes, y ella le inclinó hasta tumbarle en el mullido sofá, apoyando su cabeza en los muslos. Descansa, oyó él, mientras sentía sus dedos deslizarse por su cabello; y ella perdió la vista capturada por el hipnótico fuego, y le conmovió la repentina y sorprendente sensación de sentirse en casa, de sentir el calor de un hogar; algo que hacía mucho tiempo que no sentía, tanto que había creído no volver a poder sentirlo nunca.

Oyó la vibración de su teléfono móvil. Se inclinó y lo extrajo del bolso, olvidado al pie del sofá. Deslizó los dedos por la pantalla, y descubrió el mensaje de Bertrand.

Hemos descifrado todos los códigos. Este es el resultado:

Sainte Dame, Mère tendre et forte,

Aide-nous en ces temps sombres,

Protège les Juges intègres;

Le mystère de cette sagesse,

Invisible aux yeux des orgueilleux,

Est révélé aux humbles.

—Édouard.

Él emitió un sordo gemido como contestación.

—Ya está descifrado el mensaje que contenían las botellas.

—¿Y qué dice?

Édouard se giró con esfuerzo, y aún con la cabeza apoyada en sus piernas, la miró esperando la respuesta.

—Santa Dama Madre tierna y fuerte, ayúdanos en estos tiempos oscuros. Protege los Jueces Justos; el misterio de esa sabiduría es invisible a los ojos de los orgullosos, y se revela a los humildes.

—Parece una plegaria.

—Es una plegaria.

—¿Y qué puede significar?

Oteiza no contestó. Se quedó mirando la pantalla, leyendo las líneas una y otra vez.

—¿La has oído en alguna otra ocasión? ¿O leído? —le preguntó mientras volvía a deslizar distraídamente los dedos por su pelo.

—No que yo recuerde.

—Tu abuela guardaba el libro que lo desencripta, y dos de las botellas. Su papel en la Resistencia fue fundamental. Quizás tenga algo que ver con ella.

—Lo siento Anne, no sé a qué se puede referir. Y mi abuela no era una mujer muy religiosa que digamos.

Oteiza soltó un bajo bufido de frustración.

—Pensaba que el mensaje sería más directo y claro; que nos indicaría dónde se encontraba el panel de los Jueces Justos.

—Quizás lo indique, pero no sabemos cómo —añadió Édouard volviendo a cerrar los ojos.

Ella no pudo separar la vista de la plegaria. Tenía que tener algún significado. Tenía que ser algo más de lo que se leía a simple vista.

¿Y si esas son las palabras, pero no están en el orden correcto?

Copió el mensaje y lo pegó en el bloc de notas del teléfono. Fue moviendo las palabras, cambiándolas de orden, probando cómo encajan formando diferentes frases, pero ninguna de las que obtuvo tenía un significado lógico.

¿Qué demonios quiere significar esta plegaria?

¿Tendrá relación con la abuela de Édouard, con su papel en la Resistencia, con su vida? ¿Qué fue su vida? Sin duda su tierra, sus viñedos, sus vinos. Siempre fue Château DeauVille, antes, durante, y después de la guerra.

Bloqueó el teléfono y lo dejó sobre el sofá.

Se quedó mirando el fuego.

Santa Dama Madre tierna y fuerte, protege los Jueces Justos.

Santa Dama Madre tierna y fuerte.

Santa Dama.

Repasó mentalmente todo lo que había escuchado durante estos días sobre la lucha de los viticultores por salvaguardar sus viñedos, sus vinos. Repasó las visitas a Château Monfort, Château Ribet, Château Lavergne, Château Chavenon. Repasó todas las historias que le habían relatado. La ocultación de las familias judías en los sótanos, las peripecias para sacarles con seguridad del país, los aterrizajes nocturnos sobre los viñedos de suministros y de armas para la Resistencia. La falsificación de los documentos para evitar los traslados de trabajadores a las fábricas alemanas. La información de los pedidos de vino para las tropas alemanas, tan útiles para los aliados para saber los movimientos del ejército del Furher. El diario de la abuela de Édouard, el aviador derribado. Las estratagemas para ocultar las botellas: en estanques, bajo las tierras labradas, bajo los cobertizos de heno, la construcción de muros para esconderlas tras la piedra y los ladrillos. Los muros. Los muros.

Y entonces apareció una imagen en su mente que le aceleró el corazón.

Lo siento, lo siento, lo siento.

Podría ser. Puede ser.

Santa Dama Madre tierna y fuerte, protege los Jueces Justos.

—Édouard.

Él no respondió, respiraba calmado y profundo, en los inicios de un profundo sueño.

—Édouard.

No reaccionó.

Tengo que comprobarlo. Ahora.

Se deslizó con cuidado en el sofá, y colocó un cojín bajo la cabeza de Édouard, que continuaba profundamente dormido. Le tapó con una manta, se arrodilló junto a él y se quedó observándole unos instantes.

Tengo que bajar a la cueva.