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La noche se llenaba con los intermitentes reflejos azules y rojos de los numerosos coches patrulla que se habían acumulado en el parking de la entrada principal. La ambulancia había estacionado cerca del monumento a los republicanos españoles caídos durante la construcción de la base, y una enfermera aplicaba las primeras curas a la maltrecha frente de Édouard, que, con la camisa llena de sangre, estaba sentado en la parte trasera del vehículo médico.

Oteiza comprobaba las numerosas cajas con botellas históricas que los agentes estaban extrayendo del interior. Allí estaban todas las piezas robadas; la mayor parte estaban vacías, mostrando bajo sus etiquetas los códigos numéricos. Bertrand y el resto del equipo de intervención habían hecho una entrada limpia y coordinada. Ni Schneider ni sus hombres habían podido oponer resistencia alguna. La inspectora miró hacia la ambulancia y vio cómo la enfermera dejaba solo a Édouard, apretándose con fuerza un buen taco de gasas sobre la ceja.

—¿Cómo estás? —le preguntó al llegar a su lado.

—Como si me hubiesen dado una paliza —contestó con una media sonrisa—. Me han dicho que me llevarán al hospital. Tienen que realizarme varias pruebas para ver si tengo alguna costilla rota o algún órgano interno dañado. Y para comprobar si todo sigue funcionando bien aquí dentro —añadió señalándose la cabeza con la otra mano.

Oteiza se quedó frente a él con los brazos en jarra.

—No creo que vaya peor de lo que ha funcionado últimamente. Édouard, ha sido una estupidez venir aquí sólo y exponerte de esta manera —exclamó con seriedad.

—Anne, siento mucho lo que te dije ayer. No fui capaz de aceptar la implicación de Christine, y la pagué contigo. Me porté como un imbécil. Lo siento muchísimo. Fue muy duro verte ir del Château; se me partía el corazón mientras te veía por la ventana esperando bajo la lluvia. Pensé que te había perdido; que no ibas a querer volver a verme nunca más. Y no podía soportarlo. Me quedé reflexionando sobre todo lo que me habías dicho sobre Christine, y me di cuenta de que tenías razón sobre tus sospechas.

DeauVille cogió aire para seguir hablando y sintió un ramalazo de dolor en el pecho. Tuvo que detenerse unos segundos.

—Y no se te ocurrió otra cosa que llamarla. ¿Para qué? ¿Qué era eso tan importante que tenías que contarle? —le preguntó ella.

—Si me había traicionado de esa manera, debía de comprobarlo por mí mismo. Y tuve una idea: acudí al pueblo y pedí a la imprenta con la que trabajamos que me imprimiesen dos etiquetas de Château DeauVille 1936. Compré un par de tetrabricks del peor vino que pude encontrar. Lo embotellé y le coloqué las etiquetas. Bajé a la cueva y las emborroné con polvo de más de cuarenta años. Parecían realmente antiguas.

Se retiró la gasa de la ceja; sus ojos resplandecían al narrar la argucia planeada. Oteiza no se dejó llevar esta vez por su brillo hipnótico; siguió frente a él con el semblante serio. Le agarró la mano y se la llevó de nuevo a la frente.

—Sigue apretando —añadió—. Y sigue explicándote.

—Cuando llegó le comenté que había encontrado esas botellas. Que tú estabas en Burdeos, en la comisaría; que no habías hecho ningún progreso y que estabais totalmente atascados en la investigación… y que me parecía buena idea que ella las examinase. Que se las llevase tranquilamente, para realizar un completo examen enológico al vino. La invité a quedarse un rato, abrimos una botella y charlamos. De la vendimia, de su abuelo, de Madrid, de San Sebastián… lo que iba surgiendo durante la conversación me confirmaba aún más las sospechas, tus sospechas.

Volvió a detenerse unos segundos para coger aire. Oteiza había cruzado los brazos mientras seguía mirándole con el ceño fruncido.

—En un momento relajado de la charla, le pregunté por su vida amorosa; si había conocido a alguien especial últimamente… me dijo que sí, que llevaba unos meses de relación con un hombre, alguien conocido e importante, con quien había coincidido en varios eventos en las bodegas de la región de Mosela, en Alemania. Un par de copas de vino después me confesó que era una relación extraña; pasional y adictiva, pero con muchos altibajos, y que él era muy celoso y posesivo. No me lo dijo abiertamente, pero sí me dejó entrever que incluso se había excedido físicamente con ella.

Édouard volvió a bajarse las gasas y la miró fijamente.

—¿Recuerdas cuando la vimos con el ojo morado a nuestra llegada a Burdeos?

Oteiza asintió e hizo el amago de volver a levantarle la mano, pero DeauVille se apretó obedientemente de nuevo la ceja.

—No hizo falta que me dijese mucho más para confirmar la sospecha de que estaba con Schneider. Le dije que ella no se merecía estar con un tipo como el que estaba describiendo, pero me dijo que no podía dejarle. Ahora no. Aprovechando una visita al baño le registré el bolso. Encontré un llavero con un águila, y se lo robé. No sabía qué abría ni de dónde era, pero pensé que quizás me fuera de ayuda al día siguiente; tenía planeado seguirla fuera a donde fuera con las falsas botellas. Durante el día la tuve controlada en el Château; le asigné todas las tareas y comprobaciones que pude en el viñedo. Y al caer la tarde, cuando cogió el coche, la seguí. Y acabé aquí. Probé con las llaves, y bingo.

—Y casi te matan.

—Está claro que no valgo para policía —añadió con un suspiro que esta vez sí hizo sonreír tímidamente a Oteiza—. Intenté ocultarme en el interior, pero un tipo enorme de esos me vio enseguida mientras recorría los pasillos. Y Schneider no tardó nada en reconocer el vino de tetrabrick. Es normal. No hay peor cosa en el mundo.

Édouard se quedó mirando al suelo, y ante el silencio de Oteiza, levantó la vista para mirarla. Sonreía mientras negaba levemente con la cabeza.

Incorregible.

—Bueno —apuntó ella—, desde luego tu argucia sirvió para algo: les forzaste a reunirse aquí esta noche, cuando habíamos decidido estar alerta por si lo hacían.

Por la puerta principal salieron varios hombres del cuerpo de intervención, escoltando a dos miembros del departamento forense que empujaban una camilla. Oteiza bajó el rostro cuando se dio cuenta de que era el cuerpo inerte del hombre al que había disparado. Sabía que aquello le traería nuevas pesadillas; nunca había disparado a nadie, y nunca había tenido que acabar con la vida de alguien. Pero no había tenido opción.

Édouard se dio cuenta de cómo caía sobre ella una manta oscura y fría.

—Hey —dijo para llamar su atención—. Gracias, por salvarme. Si no hubiera sido por ti, quien iría en esa camilla tapado con una manta sería yo.

Oteiza asintió, pero no dijo nada. Siguió con el rostro hundido.

Édouard se apartó las gasas, la agarró del chaleco antibalas y le obligó a acercarse un poco más a él.

—¿Sabes lo que me gustaría hacer ahora? —le preguntó con un susurro. Ella negó con la cabeza—. Me encantaría poder acercar mi mano a tu rostro. Te apartaría ese rebelde mechón de pelo que se atreve a caer sobre tus ojos. Te lo colocaría suavemente detrás de la oreja. Y Dios, Anne… te besaría como nunca antes lo he hecho.

Durante unos segundos no pudo separar la vista de sus ojos; la electricidad estática comenzó a viajar entre ellos, y de nuevo ahí estaba, la fuerza gravitatoria; sus rostros estaban muy cerca, peligrosamente cerca. Sintió un calor intenso en las mejillas y tuvo que esforzarse por mantener el control. Ya le había comprendido, ya le había perdonado; le hubiera encantado dejarse llevar, pero aquel no era ni el momento ni el lugar. Se separó y volvió la vista hacia el grupo de agentes, para comprobar si alguien había visto aquel acercamiento.

Bertrand salía por la puerta principal. Tras él aparecieron Schneider y Christine, caminando con las manos esposadas hacia una de las furgonetas. Ahora fue Édouard quien bajó el rostro, cuando no pudo soportar el encuentro con los tristes ojos de la enóloga.

Cuando el inspector cerró la puerta trasera del furgón, se giró y les vio en la ambulancia.

—¿Cómo se encuentra Monsieur DeauVille? —preguntó al llegar.

—Bien. Dentro de lo que cabe.

Bertrand sonrió. Desde el principio había sospechado de él, y si no había actuado antes, había sido por Oteiza. Y en su fuero interno, la idea de que DeauVille hubiera conquistado su corazón le repateaba, y mucho. Así que ya que no estaba implicado, consideró aquella tunda de golpes como algo de justicia poética. No era honesto el pensarlo, pero sí era un bálsamo ante la idea de que le había ganado la partida con ella.

La enfermera se acercó para recordarles que debían de partir cuanto antes hacia el hospital. Édouard ya se estaba subiendo a la ambulancia cuando Bertrand volvió a hablar.

—Monsieur DeauVille, he recibido la solicitud de detención del juez de Marsella. Nos ha pedido que le traslademos mañana mismo para tomarle declaración, y, lo más seguro, le pondrá en prisión preventiva hasta la realización del juicio. Avise a su abogado para que se traslade a Marsella. Debería detenerle ahora y mantenerle bajo custodia hasta su traslado, pero teniendo en cuenta que esta noche será intensa en comisaría, que usted debe visitar el hospital, y que el riesgo de fuga es mínimo…

Se giró para mirar a la inspectora.

—Llévale mañana antes del mediodía ¿de acuerdo? El avión a Marsella sale a última hora de la tarde.

Oteiza asintió y se quedó mirando cómo Bertrand regresaba al grupo de coches patrulla.

Gracias Philippe.

—Un momento —gritó Édouard cuando ya estaban cerrando la puerta de la ambulancia—. ¿Y mi DB9?

—Trae las llaves —contestó ella desde fuera con una sonrisa—. Yo me encargaré bien de él.