Caminó protegida por el paraguas, arrastrando la maleta, cuyas ruedas emitían un sonoro traqueteo al rodar por los baldosines de las aceras. Encontró el hotel donde se alojaba Bertrand a medio kilómetro de la comisaría, donde le asignaron una pequeña habitación situada en la primera planta. Era una estancia austera, con una pequeña cama y muebles fabricados con laminado de madera. Le gustó. Era la antítesis a su lujoso alojamiento en Château Deauville. Un pequeño balcón con barandilla de forjado daba a una tranquila calle trasera. No se molestó en sacar la ropa de la maleta; debía apresurarse si quería encontrar aún los comercios abiertos.
Bajó a la calle y caminó en dirección al centro. Encontró un centro comercial cercano a la Catedral de Saint André y entró en la primera tienda que vio, una conocida franquicia internacional de ropa femenina. Quince minutos después salió con una gran bolsa en la mano; un pantalón, un jersey de cuello alto, dos camisetas de manga larga, un par de conjuntos de ropa interior y unos guantes de cuero. Todo de un estricto y riguroso negro. Era su color favorito, y el más adecuado para su trabajo. Y desde luego, el más acorde con su actual estado de ánimo.
De regreso al hotel se detuvo en un establecimiento de comida para llevar. Pidió un Croque-Monsieur con Emmental y un par de botellines de agua. Seguía diluviando, y apresuró el paso. Temblaba por el frío, y soñaba con darse una ducha caliente.
Sin embargo, lo primero que hizo al entrar en la habitación fue sacar el portátil de la funda y encenderlo. Abrió la aplicación de seguimiento y allí apareció el punto azul de Christine, que se movía con rapidez por la carretera que llevaba a Château Chavenon.
Así que vas a cenar con el abuelo. Muy bien Christine, muy bien.
Alargó la ducha, subiendo la temperatura del agua hasta que su piel empezó a quejarse. No era un calor agradable, sino un golpe hiriente que envolvió su desnudez y la recibió sin preguntas. Aguantó el calor apoyándose en la pared de azulejos, pero en cuanto la tensión de su cuerpo fue disminuyendo, cayó de nuevo en las profundidades de una tristeza cruel e inmisericorde. Deseó que el agua actuase como un torrente liberador, que se llevase el dolor, la duda, los secretos, la traición y este día oscuro. Pero al cerrar el grifo todo siguió donde estaba; todo era igual de jodidamente desgarrador.
Aún envuelta en la toalla sacó la ropa de la maleta. Cuando estiró el pantalón vaquero para colgarlo en la percha, algo cayó al suelo y rodó hasta debajo de la cama. Se agachó para recogerlo; era la blanca piedra de grava que había guardado en el bolsillo en su paseo con Édouard por los viñedos. La volteó en la mano una y otra vez. Acarició sus pequeñas grietas.
Ama su tierra, ama su vino, no puede ser que esté implicado. No puede ser.
Dejó la piedra sobre la mesilla y se tumbó en la cama; fue mordisqueando el ya frío Croque-Monsieur mientras no quitaba ojo a la pantalla. El punto azul había salido de Château Chavenon y se dirigía a Burdeos.
Así que era sólo una breve visita a tu abuelo.
¿Tienes otros planes para cenar?
Recorrió la circunvalación de la ciudad y tomó la salida hacia el puerto. Se detuvo en la trasera de un edificio que en la fotografía de satélite parecía una enorme masa de hormigón. Hizo zoom pero no consiguió distinguir qué era. Abrió la web oficial de la ciudad de Burdeos y buscó en el mapa turístico: aquel edificio era la Base de Submarinos de la Segunda Guerra Mundial. El punto azul ya se había internado en el edificio, y pocos instantes después de hacerlo, desapareció.
Cogió el teléfono y llamó a Bertrand.
—Sí, lo hemos visto. Ha aparcado y ha entrado en la base por la puerta de los Ateliers.
—¿Ateliers?
—Sí, espera, te pongo en manos libres. Estoy con la agente Duprat, que es de aquí, de Burdeos, y conoce bien la base.
Oteiza oyó el sonido del móvil al ser depositado sobre la mesa, y pronto empezó a escuchar diferentes voces de fondo.
—Inspectora Oteiza, el sujeto de seguimiento ha estacionado junto a la entrada trasera, la puerta de Les Ateliers Metallurgiques; la puerta por donde entraban los trabajadores de la base —explicó la agente Duprat.
—¿Y por qué hemos perdido la señal de seguimiento?
—La base de submarinos está construida para soportar fuertes bombardeos. Son casi seis metros de hormigón armado que amparan los diferentes silos donde atracaban los submarinos. La señal de GPS no puede atravesar semejante estructura.
—¿Qué puede contarme de esa base Agente Duprat?
—Es un auténtico Bunker. Su construcción comenzó en 1941; fue realizada mayoritariamente por republicanos españoles, y desde 1942 fue la base de submarinos de la categoría U-Boot. Entre la base y el mar hay que recorrer más de cincuenta kilómetros por el río Gironde, así que la navegación no era fácil y requería el uso de marinos franceses para la entrada y salida de los submarinos; además sólo podía hacerse dos veces al día, durante la marea alta. Tiene anexo un gran edificio principal, más grande que en otras bases navales nazis, ya que también fue utilizado para albergar barcos de suministros y minadores. De los cuarenta y dos mil metros cuadrados del edificio, actualmente sólo se utilizan unos doce mil, principalmente como galería de exposiciones culturales temporales, espectáculos de arte escénico y otros eventos nocturnos. El resto es un laberinto de pasillos, salas y almacenes abandonados. Pero la puerta por la que accede el público está al otro lado de la de los Ateliers, junto a un gran parking.
Oteiza alejó el zoom del mapa y pudo observar el gran parking situado en el otro lateral de la inmensa estructura.
—¿Y ahora está abierto al público?
—No, inspectora. Sólo hay acceso libre a la zona de exposiciones si hay alguna en activo. Actualmente no hay ninguna programada.
¿Para qué has ido allí Christine?
—Bertrand, ¿el equipo de seguimiento de agentes de paisano la ha seguido hasta allí?
—Sí, dicen que hay otros dos coches aparcados junto al 4x4 de Mademoiselle Chavenon. Tenemos ya las matrículas y estamos buscando información sobre sus propietarios.
—Perfecto.
—Y ya sabemos dónde se aloja Michael Schneider. Se ha registrado con su verdadero nombre en el Gran Hotel de Burdeos, el que está en el centro histórico, frente al Gran Teatro. Tenías razón, ha escogido el más selecto de los alojamientos de toda la ciudad.
Oteiza sonrió.
—¿Y ya lo tenéis controlado?
—Sí, hay una patrulla de vigilancia en la puerta del hotel, y estamos rastreando su móvil. Pronto será un punto de color rojo en el mapa. Lo verás aparecer en tu pantalla en cuanto lo registremos en el sistema.
—Genial. Llámame si hay alguna novedad.
—Hecho.
Oteiza volvió a sorprenderse de la agilidad y de la eficiencia del sistema de seguimiento cuando, apenas diez minutos de haber colgado la llamada con Bertrand, apareció el punto rojo en la pantalla, desplazándose por el centro de Burdeos. Y quedó aún más sorprendida cuando el punto se dirigió hacia el puerto, tomó la salida de la base y desapareció en el mismo punto en el que lo había hecho el punto azul de Christine.
Vaya, vaya. Mira por dónde. Así que es ahí donde os reunís.
Oteiza encendió la pequeña lamparita de la mesilla; estaba tan atenta a la pantalla del portátil que no se había dado cuenta de que ya había caído la noche sobre la ciudad. Se puso en pie para estirar las piernas, y se quedó un rato mirando por la ventana. Seguía lloviendo, sin parar, y pensó que aquello no tenía que ser nada bueno para la vendimia. Se reprendió a sí misma por pensar en ello.
Qué demonios me importa ya la vendimia, los malditos viñedos y los malditos vinos.
Cuando volvió a la cama el punto azul había vuelto a aparecer, y se desplazaba por la circunvalación de salida de la ciudad. El timbre del teléfono le pegó un buen susto cuando sonó. Era Bertrand.
—Anne, hemos interceptado una llamada al teléfono de Christine.
—¿Con quién ha hablado?
—Con DeauVille.
Mierda.
—¿Y?
—DeauVille le ha dicho que tiene algo importante que contarle, y que vaya a su Château esta misma noche.
Joder Édouard. No me hagas esto. No puede ser. No puede ser.
Aquello le revolvió el estómago. Apenas pudo pronunciar un De acuerdo antes de colgar. Sintió llegar la náusea y corrió al baño. Durante un buen rato no consiguió parar las arcadas. Creyó que iba a vomitar el alma. Y allí se quedó un buen rato, tirada en los fríos azulejos del suelo del baño, apoyada en la taza, con el agrio sabor del vómito y de la desesperación.
Al salir del baño el punto azul ya había llegado a Château DeauVille. Miró el reloj del teléfono. Eran las once en punto. Hizo zoom sobre la imagen del palacio. Recordaba perfectamente la distribución interior; Christine caminaba por el hall, iba en dirección a la biblioteca. El punto azul se quedó allí unos minutos. Y después, se desplazó ligeramente a la izquierda. Al dormitorio de Édouard. Apretó los dientes.
Tranquila Oteiza, recuerda. De 5 a 10 metros de error.
Algo más dentro de un edificio. Algo más con este mal tiempo.
Pasó una hora. Una eterna hora en la que no hizo otra cosa que mantener la vista clavada en la pantalla, sentada hecha un ovillo agarrándose las piernas, mientras con la mano apretaba con fuerza la piedra de grava blanca. Su mirada iba una y otra vez del punto azul al pequeño reloj que el sistema operativo mostraba en una esquina.
Pasó otra hora. El punto seguía sin moverse. Ni un maldito y jodido milímetro. Cerró bruscamente la tapa del portátil de un manotazo. Se puso en pie. Abrió la puerta y salió al balcón. Empezaba a ahogarse. Necesitaba algo de aire.
¿Va a pasar la noche allí?
Joder, Édouard. Joder. No puede ser.
Volvió a mirar la piedra de grava que aún mantenía en la mano.
Cerró los ojos.
Recordó el sabor del vino, el sabor de sus labios, la textura de sus caricias, de sus susurros. Recordó el Va a ser muy duro separarme de ti que le oyó pronunciar cuando creía que estaba dormida.
Levantó el brazo para lanzar la piedra bien lejos.
El sonido de alguien llamando a la puerta de su habitación la detuvo en el último instante.
Cuando la abrió encontró a Bertrand con rostro preocupado.
—Siento molestarte. Sólo quería saber si estás bien antes de subir a mi habitación.
Sólo tuvo fuerzas para asentir levemente con la cabeza.
—Te dejo tranquila. Intenta descansar algo. Si me necesitas llámame, ¿de acuerdo?
Volvió a asentir antes de cerrar la puerta.
Se metió en la cama y apagó la luz. Abrió la tapa del portátil para echar un último vistazo. El punto azul se desplazaba por el camino de acceso a Château Chavenon. Pulsó el botón de apagado.
El móvil emitió un pitido. Miró la pantalla. Era un mensaje de Édouard.
Siento lo que te dije. Siento lo que no te dije.
Voy a intentar ganarme tu perdón.
No contestó.
Se quedó observando las grietas que recorrían la escayola del techo, y permaneció así, en la penumbra de la habitación, resquebrajándose por dentro.