Cuando Bertrand paró el coche junto a la entrada y se fijó en que ella estaba esperándole bajo el chaparrón, supo que algo iba mal. Muy mal. Parecía un fantasma, una negra y espectral aparición; empapada de los pies a la cabeza, con el húmedo cabello casi cubriéndole el rostro, con los brazos inertes y caídos a los lados y la maleta abandonada a su lado.
Oyó el maletero abrirse, la maleta ser lanzada, y la tapa ser cerrada con un fuerte golpe.
—¡Estás empapada! —exclamó sorprendido al verla entrar.
Ella no contesto. Él se quedó mirándola.
—Vámonos, ¿quieres? —añadió ella con impaciencia manteniendo la vista al frente.
Bertrand asintió y se puso en marcha.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó pasados un par de kilómetros.
—En cuanto lleguemos a comisaría llama al juez. Necesitamos una orden judicial para hacer un exhaustivo seguimiento a Christine Chavenon. Necesitamos saber cada uno de sus movimientos. Ponerle un tracker GPS en su 4x4. Pincharle el teléfono. Su correo electrónico. A dónde va, con quién contacta. Todo.
—¿Has descubierto algo que la implica?
—Sí.
—¿Y se lo has dicho a él?
—Sí.
—Y no te cree.
—No.
—O no quiere creerte. Porque está también implicado.
—Eso aún no lo sabemos.
—Ya. Y por eso esta repentina huída del Château.
Oteiza no contestó. Su orgullo no le permitía asumir ante Bertrand que sí, que aquello era una huída, en mayúsculas, cabreada por el hecho de que Édouard no la creyese, por el hecho de que aún siguiese defendiendo a Christine… y, ante todo y sobre todo, porque sí, ahí estaban esas dudas, planeando en el fondo de su mente; hasta dónde podía llegar la implicación de DeauVille.
—¿Qué has hallado de las matrículas de los vehículos de L’Ambivalence?
—Prácticamente nada. Un par de Jaguar y Lamborguini pertenecen a acaudalados empresarios de Burdeos, un Ferrari a un escritor de novelas de misterio, y el resto de berlinas a empresas de renting, que, por supuesto, sin una orden judicial, no van a desvelarnos los nombres de sus clientes.
—¿Y sobre Michael Schneider?
—No posee ninguna propiedad en Francia. Al menos con ese nombre. He solicitado más información a la Bundeskriminalamt, la Policia Criminal Federal alemana, para saber si Michael Schneider es su verdadero nombre, o sólo su pseudónimo artístico. A lo largo del día sabremos más.
—Bien.
—¿Te llevo al hotel para que te registres y puedas cambiarte de ropa?
—No. Vamos a comisaría. Me cambiaré allí mismo. No quiero perder más tiempo.
—De acuerdo, como quieras.
Ya en comisaría, Oteiza no perdió ni un solo minuto. Se cambió de ropa en una rápida visita al baño, y pidió una reunión de urgencia con el grupo de Bienes Culturales. Veinte minutos después quince agentes abarrotaban la sala de reuniones. El Inspector Jefe también acudió ante el aviso de Bertrand.
Comenzó la exposición relatándoles el hallazgo de varias de las botellas robadas en la fiesta de L’Ambivalence. Puso sobre la mesa las botellas de Chavenon y el libro de Dumas. Les describió los códigos ocultos que se escondían tras las etiquetas, y cómo, gracias a la vieja edición de Los Tres Mosqueteros y el sistema de cifrado de Libro, había conseguido desencriptar algunas de las palabras. Y cómo, dos de esas palabras, le llevaban a pensar que todo era un antiguo plan de la Resistencia para ocultar el panel desaparecido del Retablo de Gante, los Jueces Justos. Aquello provocó un sinfín de murmullos nerviosos que rompieron el silencio que hasta el momento había llenado la sala. Como miembros del Departamento de Bienes Culturales, todos sabían que era una de las obras más buscadas del siglo XX, y que hacía muchos años que no había aparecido ninguna nueva pista sobre su desaparición. Bertrand no podía dejar de mostrar su asombro, y sonreía, orgulloso, ante el inteligente descubrimiento de la inspectora.
Oteiza continuó explicando sus sospechas sobre la implicación en la trama de Christine Chavenon, y, dirigiéndose esta vez hacia el Inspector Jefe, que escuchaba atento y en silencio en una esquina de la sala, solicitó la asignación de miembros de la unidad de seguimiento.
El Inspector Jefe asintió, y con un Agentes, estamos sobre algo importante, prioridad absoluta dio por finalizada la reunión.
Aún continuaban los comentarios nerviosos mientras desalojaban la sala. ¡Los Jueces Justos!
Ante el requerimiento urgente del Inspector Jefe, el juzgado emitió con rapidez las órdenes necesarias para que el procedimiento pudiera ponerse en marcha esa misma tarde. Y llegaron con otro añadido: una comisión rogatoria especial para que la inspectora Oteiza pudiese tomar parte como un agente más del Departamento de Bienes Culturales Franceses. Ya podía trabajar con entera libertad y codo a codo con el resto del departamento como un agente más; ya no tenía que limitarse a mera observadora o colaboradora. Ya no recibiría una buena bronca desde Madrid si tenía que utilizar el arma o tomaba parte activa en la investigación.
Oteiza fue invitada a la sala de control de la unidad de seguimiento. Admiró maravillada la innovación tecnológica con la que contaban. Un muro de pantallas planas eran vigiladas por varios agentes uniformados, que controlaban desde sus teclados un sinfín de cámaras de tráfico, cámaras de seguridad, y mapas llenos de puntos de colores de seguimiento por GPS.
—Inspectora, el sujeto al que debemos realizar el tracking… ¿sabe usted qué tipo de teléfono posee? —le preguntó el agente al mando de la unidad.
Oteiza recordó el teléfono que Christine llevaba dentro del brazalete cuando coincidió con ella corriendo por los viñedos.
—Sí, un iPhone.
—Genial. Si siempre lo lleva encima, no hará ni falta ponerle un sistema de seguimiento en el vehículo.
—¿Entonces podemos seguir todos sus pasos?
—Véalo usted misma.
El agente introdujo el número de teléfono en la base de datos, lo cual le llevó al registro del dispositivo del fabricante, y un par de clicks después apareció un nuevo punto azul en el mapa. Hizo zoom y Oteiza pudo distinguir lo que mostraba la imagen de satélite. Aquellos edificios eran las bodegas de Château DeauVille. Y por la hora que era, encajaba que Christine estuviera allí controlando la vendimia.
—Impresionante —admitió sorprendida.
—Si quiere puedo configurarlo en su portátil para que pueda tener los datos del seguimiento en directo.
—Genial, sería muy útil.
—De todos modos, y a pesar de que pincharemos las llamadas que realice desde este dispositivo, asignaremos una patrulla de agentes de paisano para seguir sus pasos. Siempre puede dejarse el teléfono en casa, premeditadamente o no, o puede utilizar otro teléfono más básico y sin registrar para otras comunicaciones.
—Perfecto.
—¿Desea realizar seguimiento de algún otro sujeto?
Oteiza se quedó pensando. Dudó si transformar a Édouard en un nuevo punto azul en la pantalla.
—No, de momento no. ¿Cual es el margen de error de este sistema?
—De 5 a 10 metros, depende de si el sujeto se encuentra en el exterior o dentro de un edificio, y de las condiciones atmosféricas. Con la fuerte lluvia de hoy —apuntó mirando por la ventana—, quizás el margen sea de 15 metros.
Oteiza regresó al Departamento de Bienes Culturales con el agente de seguimiento, y en 5 minutos tenía en la pantalla de su propio portátil la imagen de los dominios de DeauVille con el punto azul de una inquieta Christine que se movía entre las bodegas y los viñedos.
Ya te tengo. Ya no te me escapas.
Dos horas después llegó la información de la Policía Federal Alemana. Bertrand pegó un grito en cuanto recibió el email. El verdadero nombre de Michael Schneider era Michael Koehn.
—¿Koehn? —preguntó Oteiza, que ya miraba atenta la pantalla del ordenador de Bertrand.
—Exacto. ¿Te suena de algo?
—Un momento. —Pasó rápidamente las hojas de su bloc de notas hasta que encontró los apuntes de su conversación con Sofía.
—¿Köhn es otra manera de escribir Koehn?
—Puede ser. Lo siento Oteiza… mi nivel de alemán es muy, muy básico. Lo justo para sobrevivir en la OktoberFest —contestó Bertrand sonriendo.
Oteiza ya había empezado a buscar en la agenda de su móvil. Escuchó el tono de llamada.
Venga Sofía, contesta. Cógelo.
—¿Qué sospechas? —preguntó Bertrand mientras ella se ponía en pie.
Ella le contestó pidiéndole silencio poniéndose el dedo sobre los labios.
Comenzó a caminar alrededor de la mesa.
La cantarina voz de Sofía contestó al otro lado.
—Sofía, necesito tu ayuda. No. No. Sobre el panel de Los Jueces Justos. El oficial nazi que me comentaste, se llamaba Heinrich Köhn ¿verdad? ¿Ese apellido podría escribirse también Koehn? Te lo deletreo. K.O.E.H.N. ¿Sí?
Volvió a sentarse junto a Bertrand y comenzó a escribir sobre el bloc de notas. El inspector se inclinó para observar lo que estaba escribiendo: SS Oberleutnant Heinrich Köhn, también Henry Koehn, o depende de la fuente, Heinz Koehn. Frente oriental. Posible muerte en 1944. Posible huída a Argentina.
—Gracias Sofía. No, de eso mejor te cuento luego. Hay novedades. Si tengo un rato te llamo a la noche.
Colgó y se quedó mirando unos segundos sus propios apuntes.
—Bertrand. Dile a los alemanes que busquen quiénes son los padres de Schneider. Y lo más importante: quiénes son sus abuelos. A ver si el abuelo paterno coincide con alguno de estos nombres —añadió señalándole el bloc de notas.
—¿Y quién es este Heinrich Köhn?
—Fue un oficial de las SS asignado por Joseph Goebbels, el ministro de propaganda de Hitler, para buscar Los Jueces Justos. Köhn efectuó un trabajo minucioso durante un par de años, pero ante la falta de resultados positivos, recibió el castigo de ser enviado al frente oriental. Parece ser que murió allí en 1944, aunque también corrieron rumores de que había conseguido escapar a Argentina tras la guerra. ¿Y si Michael Schneider es su nieto, y está intentando continuar el trabajo de búsqueda de su abuelo? ¿Y si decidió buscar por sí mismo el panel… o los Arma Christi?
—Suena plausible, desde luego —contestó Bertrand—. Quizás encontró documentos, o un diario personal como el de la abuela de DeauVille, o algo similar que su abuelo guardó y le llevó a la búsqueda de las botellas…
—Búscale con ese nombre en Burdeos. A ver si tiene alguna propiedad. O en los hoteles. Conociendo su amor por el lujo, sin duda habrá elegido un cinco estrellas —apuntó Oteiza poniéndose de pie.
Metió el portátil en su funda y se puso la chaqueta de cuero.
—¿A dónde vas? —preguntó Bertrand.
—Voy a registrarme en el hotel. Y a comprar algo de ropa antes de que cierren las tiendas. Mi equipaje era para un fin de semana en San Sebastián —dijo señalando la maleta—, y empiezo a tener un serio problema de vestuario.
Bertrand sonrió.
—Avísame si hay alguna novedad, ¿entendido?
—Alto y claro inspectora.
Oteiza cogió el asa de la maleta, pero antes de comenzar a caminar hacia la salida, volvió a mirar a Bertrand. Este la estaba contemplando, sonriendo.
—¿Qué? —preguntó ella al observarle—. ¿Tengo algo más manchado? —pronunció mientras se giraba para mirarse la parte trasera de los pantalones. Bertrand rio.
—Nada, que estoy muy orgulloso de ti. Estás haciendo un trabajo increíble.
Un atisbo de sonrisa se dibujó en el rostro de la inspectora.
—Y espera… tengo un regalo para ti.
Oteiza le miró sorprendida.
Bertrand sacó de detrás de la mesa un pequeño paraguas plegable.
—Aún sigue diluviando ahí fuera.
—Gracias Philippe —dijo ella al cogerlo.
La inspectora se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la salida.
Bertrand se quedó mirando cómo se iba. En todos estos años, era la primera vez que le había llamado por su nombre.