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Salió como una exhalación del DB9 y esperó impaciente a que Édouard abriese la puerta del Château. Se quitó los zapatos nada más entrar, y caminó descalza hacia la cocina dando pequeños y acelerados pasos. Tras dejar la caja de madera sobre la encimera, deslizó la tapa y sacó con cuidado las botellas. Pulsó el botón de los tapones del sistema de vacío y escuchó el siseo del aire escapando del interior. Édouard llegó en el momento en que ella las inclinaba y dejaba caer el vino sobre el fregadero.

—¿Pero qué haces? —exclamó él levantando las manos.

Ella no le contestó, ni siquiera miró su desencajado rostro. No podía esperar ni un minuto más; tenía que comprobar si aquellas botellas también escondían códigos numéricos bajo las etiquetas.

—¡Estás loca! ¡Esto es un crimen! —gritó Édouard mientras observaba el remolino de rojo líquido filtrándose por el sumidero—. Anne, al menos podíamos haberlas vertido en un decantador… ¡Este vino no se merecía acabar así!

Lo entendía, tenía razón, pero en este justo momento, a Oteiza le daba igual el vino. Sólo quería vaciarlas lo antes posible.

Una gran sonrisa apareció en su rostro cuando, una vez vacías de su contenido, observó a través del cristal el interior de las etiquetas. Allí estaban los números; algunos agrupados en grupos de tres, otros en grupos de dos. Nada más salir de L’Ambivalence había puesto al corriente a Édouard sobre lo que ocultaban las botellas de su abuela, así que él no tuvo duda alguna en cuanto vio aparecer aquella sonrisa en su rostro: las de Monsieur Chavenon también formaban parte del mismo plan de la Resistencia. Pero ¿cuál sería el significado de aquellos códigos? Y, ¿cómo podrían descifrarlos?

Oteiza se había pasado el camino de regreso dando vueltas sobre el sistema de encriptación. ¿Por qué la abuela de Édouard había guardado el libro de Alejandro Dumas en el cajón del baúl? ¿Qué significaba aquella edición de Los Tres Mosqueteros? Por mucho que lo había revisado, no tenía nada entre sus páginas y no mostraba ninguna anotación. Y entonces recordó lo que tantas veces había leído en los libros de criptología. El sistema de cifrado por Libro. Una variante del cifrado de Poema que tan ampliamente había sido utilizado por los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Tenía que ser eso. Salió disparada hacia la biblioteca. Empujó la puerta, encendió las luces y se sentó en la mesa frente a Los Tres Mosqueteros.

Menos mal que no se lo llevaron. No tenían ni idea de que podría ser la clave.

—DeauVille —el francés se acercó y se sentó frente a ella—. ¿Puedes ir leyéndome esta secuencia de números? —añadió entregándole una de las botellas—. ¿Cuál es el primer grupo?

—530 —respondió Édouard.

La inspectora abrió el libro y pasó las páginas hasta llegar a la 530.

—¿Cuáles son los siguientes?

—20.

Buscó la vigésima línea.

—05.

La quinta palabra de la línea era Oscuros. Oteiza sonrió.

—Estoy casi segura que este es el sistema. ¡Tiene que serlo!

Édouard la miró, perplejo, sin saber a qué se refería.

—Este libro, que tu abuela guardó durante tantos años, es la clave para encriptar y descifrar los mensajes. El código te indica el número de página, el número de línea y el número de la palabra. Y sólo puede descifrarse si tienes el mismo libro, Les Trois Mousquetaires, y la misma exacta edición de Calmann-Lévy de 1909. Es sencillo, y muy útil. ¡Sigue leyendo los números!

—El siguiente grupo es 74.

Pasó rápidamente las hojas del libro hasta encontrar la que mostraba ese número en su esquina superior.

—49.

Deslizó el dedo por el suave papel llevando cuidadosamente la cuenta. Era la última línea de la página. Levantó la vista y miró a Édouard, esperando ansiosa la lectura del siguiente grupo de números.

—06.

Contó las palabras. La sexta era Tiempos.

¿Tiempos oscuros?

—Eso es todo en esta botella —apuntó Édouard cogiendo la segunda—. Primer grupo: 426.

Oteiza buscó la página.

—04… y 06.

La sexta palabra de la cuarta línea era Jueces.

¿Jueces? ¿Dónde he escuchado algo de Jueces?

Cerró los ojos. Apretó fuerte los párpados, como siempre hacía cuando intentaba forzar a su mente a escupir ese momento que aún resistía ser recordado.

Piensa, Oteiza, piensa. Lo has oído, y hace muy poco.

Sintió un escalofrío cuando el recuerdo apareció en escena, reproduciéndose nítidamente. Abrió los ojos y miró a Édouard.

—DeauVille, ¿te acuerdas de la conversación que oímos entre Schneider y Diderot en el Teatro Victoria Eugenia?

—¿Cuando estábamos estrechamente ocultos en aquel diminuto cuartucho? —preguntó con una sonrisa.

—Sí —respondió ella también sonriendo al recordar aquel acercamiento—. Dijeron Cada vez estamos más cerca de los Jueces. Creo que ya saben lo que buscan, pero no saben dónde o cómo encontrarlo. Y las botellas, todas juntas, contienen el mensaje que necesitan.

—249 —fue la rápida contestación de Édouard que ya estaba leyendo el siguiente grupo de números—. 30…y 01.

Oteiza encontró la siguiente palabra.

—Justos.

—Tiempos. Oscuros. Jueces. Justos. ¿Qué puede ser?

—No lo sé —contestó ella—. Sin más botellas para componer el mensaje completo, es imposible saberlo.

—¿Y cómo podemos adivinarlo?

—Te daría una respuesta simple, o una simple respuesta si la tuviera.

Oteiza apoyó la cabeza en las manos. Leía una y otra vez las cuatro palabras anotadas en el bloc de notas.

¿A qué se referiría Schneider con los Jueces?

¿Qué demonios buscan?

—¿Y cuál es el siguiente paso? —preguntó Édouard.

—De momento, esperar —contestó ella levantando el rostro—. No queda otra. Bertrand investigará las matrículas de los vehículos de L’Ambivalence. Buscará más sobre Schneider. Veremos si salta la liebre por algún lado. Necesitamos encontrar el resto de las botellas. Mientras, secreto de sumario, ¿entiendes?

—Entiendo. Nada de contárselo a nadie.

—Exacto.

—Entonces… no hay nada más que podamos hacer esta noche…

—¿Tienes alguna otra idea? ¿Alguna sugerencia?

Édouard contestó con una nueva versión de sus maliciosas sonrisas.

Ella rio al darse cuenta de lo que le estaba proponiendo.

—¿Aún tienes ganas de más acción?

—Por supuesto, Inspectora. Usted es adictiva.

Qué demonios. Cuarenta y ocho horas, Oteiza. Aprovéchalas.

Ella le mantuvo la mirada unos segundos, cerró el libro, cogió las botellas y comenzó a caminar hacia la habitación.

—Pero esta vez, dejaré la pistola bajo la almohada.