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Vale. Ahora sí que entiendes el significado de sofisticada fiesta privada. Tus ojos han tardado unos segundos en adaptarse a la penumbra, pero pronto has empezado a distinguir lo que ocurre alrededor tuyo. Fiestas de Baco son las siguientes palabras que han venido a tu mente. La atmósfera es pesada, huele a perfume, a incienso, a vino, pero sobre todo y ante todo, huele a sexo.

Oyes respiraciones agitadas, oyes gemidos sordos, oyes jadeos, igual de rítmicos que la tamizada música que llega desde el exterior. Una única luz cae del techo: ilumina el brillante lacado negro del piano de cola que descansa en el centro de la circular estancia.

Édouard te agarra de la mano y tira de ti, y te guía hasta la protectora oscuridad de las paredes que circundan la sala, desde donde observas perpleja; porque aunque una escena como esta hayas podido leerla, o imaginarla, tenerla frente a ti no deja de sorprenderte.

Hay varias parejas de pie, sumergidas en un frenesí de besos húmedos y de manos que se internan bajo las profundidades de la ropa. Hay una chica tumbada en una enorme mesa de madera, regada por el vino que cae sobre su desnudo cuerpo, ausente y entregada a dos hombres que se la están comiendo viva. Hay pequeños grupos, un catálogo de placer carnal donde todo vale, donde no hay hombre y mujer, donde no hay distinciones, donde solo hay sexo, todos fundidos en un mismo ritmo, follando como máquinas en perfecta sintonía. Ocultos en la penumbra en la que vosotros también os escondéis, distingues a varios hombres y mujeres, solitarios voyeurs que observan el espectáculo sin perder detalle. Tú también te sientes voyeur, y no te importa. De hecho, te gusta.

Hace calor; hace mucho calor. Húmedo y pegajoso. Esto no es el cielo; esto no es el infierno. Es sólo sexo. Sin límites, lleno de saliva y fluidos, sublime, exquisito, tremendamente sucio y apetecible.

Sobre la tapa cerrada del piano de cola se acumula un ejército de botellas. Y frente a las teclas, hay un hombre con el rostro inclinado, tenso, concentrado, como si estuviera a punto de comenzar a tocar una infernal partitura. Seguís caminando lentamente, y observas a una chica arrodillada entre sus piernas. El rítmico movimiento de su cabeza no deja lugar a dudas. Y cuando este vaivén irrefrenable se incrementa, y llega el momento del éxtasis, el hombre levanta bruscamente el rostro.

Y entonces te detienes, y tiras de la mano de Édouard. Él te mira, tú no puedes dejar de mirar hacia el piano de cola. Has reconocido aquel rostro: es Michael Schneider, el actor alemán. Es el único que va a rostro descubierto, porque, piensas, es su propio rostro la sempiterna máscara con la que se presenta ante el mundo entero. Se pone en pie, y mientras sube la cremallera de su pantalón, se acerca a las botellas. Comienza a descorchar una de ellas, y cuando te fijas en la etiqueta, el corazón te da un vuelco. No hay dudas. Château DeauVille 1936.

Miras a Édouard, que también lo ha visto, y también la ha reconocido. Ha soltado tu mano. Aprieta los puños con fuerza, y hace el amago de dar un paso adelante. Le detienes agarrándole del brazo. Notas la extrema tensión de sus músculos. Tiras rápido de él, y le empujas hacia una de las paredes. Pones las manos en su pecho. Su respiración está desbocada. Pronuncias un Mírame firme, pero él no te hace caso. Sigue con la vista fija en el piano, en la botella. Le agarras de las solapas de la chaqueta. Y a tu nuevo Mírame le añades un Édouard. Eso sí que capta su atención, y te clava sus ojos tensos, rabiosos. Tranquilo, le repites. Tranquilo. Pegas tu cuerpo al suyo. Hundes el rostro en su cuello. ¿Ves esos tipos de las esquinas con bultos bajo la chaqueta? Mira a su alrededor. Asiente con la cabeza. ¿Reconoces otras botellas aparte de las de tu abuela? preguntas con un susurro junto a su oído. Él vuelve a asentir. Son todas del Nido del Águila, responde. Muchas de las desaparecidas. El actor alemán se aleja del piano; ejerce el papel de anfitrión; camina orgulloso, se detiene ante las cópulas, las observa, les sirve vino a sus integrantes.

Cada copa servida tensa aún más el cuerpo de Édouard. Tiene el corazón a mil por hora. Cuelas las manos debajo de su chaqueta. Le abrazas. Repites nuevos tranquilo hundida en su cuello. Intentas calmarle. Vistos desde el exterior, sois una pareja más perdida en la excitación. Te giras y apoyas la espalda sobre Édouard. Te interpones entre él y todo lo que ocurre frente a vosotros; no sólo para detenerle. Quieres protegerle.

Schneider vuelve sobre sus pasos; la primera botella ya está vacía. Y antes de dejarla sobre la tapa del piano, le ves observarla. La coloca bajo la luz directa, y mira su interior a través del cristal. Y ves nacer en su rostro una desencajada y malvada sonrisa.

¿Qué demonios ha visto?

Descorcha la segunda botella, y comienza un nuevo paseo con ella en la mano. Se acerca a la joven tumbada, y vierte sobre ella el vino, que se desliza por su piel desnuda, y nuevas bocas acuden ávidas ante el néctar derramado.

Édouard expulsa el aire, y emite al hacerlo un gemido ronco, un rugido sordo, un bajo bramido de rabia. Te das la vuelta inmediatamente, colocas los dedos en su rostro y le fuerzas a mirarte de nuevo a los ojos. Quieres que se centre en ti. Y susurras sobre sus labios. Tranquilo. Tranquilo. No te muevas. No hagas nada. Ahora vuelvo.

Comienzas a caminar hacia el piano. Despacio. Lo rodeas. Llegas a las botellas. Te inclinas y apoyas los codos sobre la tapa. Sutil. Distraída. Observas disimuladamente el interior de la primera botella de Château DeauVille. Hay algo escrito en el interior de la etiqueta. Hay una larga serie de números. Sientes un escalofrío. Es eso lo que buscan. Es un código de la Resistencia. Ahora ya está claro. Maldices que sea demasiado largo como para memorizarlo. Observas el resto de las botellas vacías. Ninguna otra lleva nada escrito.

Levantas el rostro, miras al frente, buscas a Édouard en la oscuridad. Pero en cuanto te incorporas, notas a alguien detrás de ti. Notas el calor de otro cuerpo pegado al tuyo. Giras levemente la cabeza, justo en el momento en el que oyes un ¿Le apetece probarlo? pronunciado en francés con un fuerte acento alemán. Asientes, y Schneider te acerca una copa, y vierte el vino en ella. Das un sorbo. Es soberbio. Ves la botella en su mano, casi vacía. Exclama un exquisito, que más parece una pregunta que una afirmación, y en cuanto vuelves a asentir, te empuja contra el piano, y notas su erección presionando en tus glúteos. Te acercas la copa a los labios y la acabas de un trago. Si vuelve a servirte, acabará la botella, la dejará sobre el piano, y podrás comprobar si también lleva algo escrito bajo la etiqueta.

Levantas la copa vacía y vuelve a llenarla. Y a la vez que la asciendes para llevarla a tus labios, él desliza su mano libre por encima de tu vestido. Se encamina decidido hacia tus senos; rodea uno de ellos, lo envuelve, y aprieta, firme, pellizcando el pezón con los dedos a través de la suave seda. Miras hacia Édouard, que bruscamente ha dado un paso al frente, hasta donde la luz ilumina su rostro, y observas su agresiva mirada, enmarcada por el feroz antifaz que lo transforma en una encarnación demoniaca. Tú ahora no lo sabes, pero la rabia le recorre entero. Es su vino, es tu cuerpo. Y este cabrón los está tomando como si fueran suyos.

Sigues mirándole, y niegas sutilmente con la cabeza. No hagas nada, repites en tu interior. Quédate quieto. Vuelves a vaciar la copa de un solo trago. Oyes un húmedo Me excitan las mujeres que saben apreciar el vino junto a tu oído, y te repugna, y percibes el calor y el olor de su aliento, y vuelve a repugnarte. Deja la botella sobre el piano. Casi puedes ver su interior. Si te inclinas, sólo un poco más, podrías verlo, así que lo haces, aún sabiendo que dicho gesto va a provocar algo irremediable. Y así ocurre. Notas cómo sus manos se apoyan en tus caderas, y los dedos comienzan a plegar la tela de tu vestido. Lo asciende, lo eleva, hasta dejar al descubierto tus glúteos. Los rodea con las manos, los manosea, los separa y vuelve a juntarlos, y vuelve a empujarte con su pelvis, y tú aún te inclinas más, y lo sientes, y otra oleada de repulsión te recorre, pero entonces lo ves, lo compruebas. Hay más números escritos en el interior de la otra botella. Miras a Édouard, que ha dado otro paso más y permanece detrás de uno de los sofás, más feroz aún, más amenazador aún, apretando el respaldo con las manos, con los nudillos blancos por la tremenda presión con la que intenta contenerse; porque está intentando seguir tus órdenes, está haciendo lo que tú le has dicho, aunque todo su interior se esté consumiendo de furia y odio.

Cuando sus dedos comienzan a pasearse por el borde de tu ropa interior, apoyas las manos en el piano; te preparas para empujarle y separarte. Coges aire; esto no puede ir más allá. Pero, aunque lo que más desearías en este momento sería girarte y partirle la boca, has de ser sutil. No puedes ponerte en peligro, no puedes poner en peligro a Édouard. Te incorporas, y él aprovecha para morderte en el hombro. Aunque apenas puedes moverte, comienzas a girarte. Y ves una chica que se acerca a vosotros. Camina sensualmente, con el torso desnudo, moviendo sinuosamente las caderas. Ella es la mujer del antifaz de plumas que minutos antes has observado en el pasillo, besando a la Pin-up. Ella le susurra algo al oído, y se da la vuelta alejándose. Mientras lo hace te fijas en el tatuaje que cubre su espalda; una amenazadora águila cuyas enormes alas se extienden por sus omóplatos.

Schneider pronuncia un No te muevas y de nuevo vuelve a morderte el hombro. Y se separa, y coge las dos botellas, y desaparece por otra cortina, siguiendo los pasos de la mujer águila.

Sueltas el aire que has estado reteniendo, y te acercas a la cortina, donde Édouard se reúne contigo, te agarra de la mano y tira de ti. Y salís al pasillo, y sigue tirando de ti, con brusquedad; apenas puedes seguir sus pasos, y en vez de volver a la pista de baile, en vez de buscar la salida, se interna aún más en el oscuro pasillo. No entiendes qué hace, a dónde va; sólo percibes su tensión, su enfado, en el modo en que se mueve, en el modo en que aprieta tu mano. Quieres contarle la importante pista que has descubierto; te mueres de ganas por decirle que ahora ya sabes lo que buscan en las botellas.

El pasillo finaliza en una nueva serie de puertas, esta vez metálicas y robustas, con números pintados en rojo. Abre una de ellas, echa un vistazo rápido a la estancia y vuelve a tirar de ti. Te atrae hacia sus brazos pero en cuanto cierra la puerta te da la vuelta con brusquedad. El gesto te pilla por sorpresa; casi te hace perder el equilibrio y subes las manos para apoyarte en la puerta. Con un rápido movimiento coloca sus manos sobre las tuyas, inmovilizándote, y notas el calor de su cuerpo pegado a tu espalda.

Oyes su acelerada respiración. Te besa el nacimiento del pelo, te muerde detrás de la oreja, te recorre con su lengua y la excitación comienza a arder en lo más profundo de tu vientre, tan líquida, tan provocativa.

Tengo que borrar cada una de sus huellas de tu cuerpo. Escuchas las palabras, palabras que al instante tensan los músculos de tu parte más oscura y profunda.

Sus manos se separan de las tuyas y sientes las yemas de los dedos colarse por el escote trasero de tu vestido. Acarician la piel de tus costados y sueltan descargas eléctricas que acompañan su rápido movimiento hacia tus pechos. Sus manos los rodean, los aprietan, y al hacerlo ahoga un sugerente gemido contra tu nuca. Con los pulgares rodea los pezones y tira de ellos. Cierras los ojos y echas la cabeza atrás hasta apoyarla en él, y sientes calor y frío al mismo tiempo, y una dulce sensación te desciende hasta la ingle.

Quieres decírselo.

Las botellas. Édouard. Lo he descubierto. Tenemos que irnos.

Pero no te apetece. Sólo quieres seguir.

Además ya no puedes detenerle. Porque ha pronunciado otro Tengo que borrarle de tu cuerpo tan seguro de sí mismo, tan dominador, que ya has empezado a perder la cabeza totalmente.

Sus manos salen del vestido y se posan en tus caderas, y con los dedos pliega y sube la tela; acaricia tus glúteos, los aprieta. Sus dedos se cuelan por el encaje y se deslizan alrededor de tu sexo. Vuelve a ahogar otro gemido en tu nuca cuando te introduce dos dedos, y empieza a moverlos, trazando un amplio círculo en tu interior, expandiéndote.

Los dedos de su mano derecha se infiltran por delante, buscando el clítoris, y al primer contacto eres tú la que gimes. Demasiado alto. Empiezas a jadear sin control. Tus piernas se ponen rígidas. Tu cuerpo se arquea, él te sujeta, empuja con su cadera y notas su tremenda y durísima erección contra tu culo. Y eso te excita aún más. Porque esta vez, es él, es su erección. Y gimes de nuevo ante el ya rápido e implacable movimiento de sus dedos que hacen que el fuego te recorra el cuerpo.

Tengo que borrarle. Lo vuelve a decir, y te gira y te empuja contra la puerta. Notas el frío del metal en tu espalda, y en cuanto te apoyas ves sus ojos enmarcados por el antifaz; sus azules ojos, brillantes, lascivos, hipnóticos. Y te besa, y te obliga a abrir la boca con la lengua, agresivamente y sin contemplación alguna. Tus manos agarran su pelo y tiran de él, y le devuelves el beso con la misma agresividad. Estás fuera de control.

Dejas de respirar, porque ha empezado a subir el vestido, y esta vez no se detiene en las caderas, sigue plegándolo, hasta que llega a la cabeza, y con un último giro de la tela lo deja allí tapando tus ojos. Tu boca queda al descubierto, pero no ves nada.

Vuelves a sentir su aliento a escasos milímetros de tu boca. Te muerdes el labio y oyes el gemido que este gesto le provoca. Te besa violentamente. No tardas en perderte en su beso. Te explora con su lengua. Empiezas a marearte. Clava sus dientes en tu labio y tira de él. Sientes dolor, un dolor terriblemente erótico. De tu boca pasa a tu mandíbula, a tu cuello, y empieza un lento y torturador descenso regado de besos duros, salvajes. Muerde tus pechos, muerde tus pezones, muerde tu vientre. Pasas la lengua por el labio y notas el sabor ácido de la sangre. Demonios.

Desliza los dedos bajo las bragas, las agarra, tira de ellas, desgarra el tejido y te las arranca de un tirón. Te recorre la sangre una mezcla de adrenalina y lujuria.

Y una fascinante convulsión te sacude al primer contacto de su lengua. Empieza a rodearte el clítoris muy despacio, agarrándote los glúteos con las manos. Sólo sientes su viperina caricia. Nada más es real. Nada más importa. Sigue torturándote con la lengua una y otra vez. Clava sus uñas en tu piel. Vuelve a subir a tu boca. Te besa y sientes el sabor salado de tus fluidos. Empiezas a pensar que todo esto no es real. No puede serlo. Pero qué más da. Ahora mismo nada existe. No existe nada más que esta habitación. No existe nada más que este momento.

Escuchas el sonido de la hebilla de su cinturón al soltarse. Escuchas el sonido de la cremallera al bajarse. Te coge por las piernas, las levanta y sujeta todo tu peso con sus brazos. Su respiración es como la tuya, profunda, muy entrecortada. Sientes la tensión de todo su cuerpo a través de los músculos de sus brazos. Coloca la punta de su miembro en la entrada de tu sexo y se detiene. Solo un breve instante, antes de que su garganta emita un sonido sobrenatural y te penetre, hasta el fondo; la boca se te desencaja cuando te dilata llenándote; es delicioso, es exquisito, es devastador, es abrumador. Se queda dentro unos segundos, empujando, pero retrocede y vuelve a detenerse.

Te besa salvajemente, y mientras lo hace, vuelve a introducirla hasta el fondo de tus entrañas. Una corriente eléctrica que nace en tu vientre se propaga hasta el último rincón de tu cuerpo. Te asfixias, y es el aliento de su boca lo que respiras mientras mantenéis una batalla con vuestras lenguas. Se acaban las esperas. Ahora se mueve rápido, se separa de tu boca para respirar aceleradamente junto a tu oído, y tú respondes fundiéndote alrededor de su miembro. Embiste furioso, salvaje, primario.

Tengo que borrarle. Sus palabras son tu perdición, tu cuerpo empieza a gritarte que lo alivies, y ya no puedes negarte. El orgasmo llega y se apodera de ti. Es incontenible. Te retuerces por dentro una vez, y otra, y otra. Y otra más. Estallas en mil pedazos. Pierdes la cabeza, el mundo se desmorona.

Disparas su propio clímax al contraerte a su alrededor. Gime y cae presa de un delicioso, largo, violento y agotador orgasmo. Se convulsiona y te empuja con todo su peso contra la puerta. Os quedáis quietos. Vuestras respiraciones se van calmando. Baja tus piernas poco a poco y apenas puedes sostenerte sobre los altos tacones. Sientes todo el cuerpo agradablemente dolorido. Le abrazas, le aprietas contra tu cuerpo, deslizas los dedos por su cabello. El vestido cae de tu rostro y las dilatadas pupilas, perezosas, tardan en dejarte enfocar su imagen. Te mira serio, y te lanza sin hablar la pregunta que no tardas en contestar.

No queda rastro de él.