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Cuando Édouard le habló de Club sofisticado y privado, Oteiza se imaginó L’Ambivalence como alguna lujosa discoteca del centro de Burdeos. Sin embargo, el DB9 zigzagueaba entre los edificios industriales cercanos al puerto; calles sombrías y desiertas en estas horas nocturnas.

—¿Seguro que es por aquí? —preguntó extrañada.

—Enseguida lo sabremos —contestó Édouard deteniendo el Aston Martin frente a la barrera de entrada de un semiabandonado y enorme almacén—. Dame la tarjeta.

Oteiza se la entregó. Édouard bajó la ventanilla y la colocó frente a un lector situado a la izquierda del vehículo. Se escuchó un bajo pitido y la barrera comenzó a elevarse.

—Parece que sigue estando en el mismo lugar —añadió DeauVille con una sonrisa.

Condujo el coche por una pequeña calle dentro del solitario perímetro del almacén, y comenzó a descender por una rampa que sumergió al ronroneante DB9 en un parking subterráneo. Édouard tenía razón. Comparados con el resto de vehículos que estaban allí aparcados, el Aston Martin era realmente discreto. Varios Lamborghini, Ferrari y lujosas berlinas BMW y Mercedes se alineaban a lo largo de todo el sótano.

Mientras caminaban hacia la zona de ascensores, Oteiza se fijó en las matrículas de aquellos vehículos. La mayoría eran francesas, del distrito de Burdeos; algunas de París, y otras mostraban placas de matriculación alemanas.

Al llegar al fondo del aparcamiento, Édouard deslizó la tarjeta por otro lector magnético. La puerta se abrió con un siseo hidráulico, dejando a la vista el interior de un corroído montacargas industrial.

—¿Cuántas veces dices que has venido aquí antes? —Oteiza se colocó el antifaz en el rostro.

—Una sola vez. Hará un par de años —contestó Édouard ayudándola a atarse la lazada.

—¿Viniste solo?

—No, vine con la persona que me había invitado.

El montacargas comenzó su ascenso con lentitud, sustituyendo la puerta por un desvencijado muro de ladrillos.

—¿Una mujer?

—Sí.

—¿Una cita?

—No exactamente.

Édouard sacó su antifaz del bolsillo de la chaqueta. Se lo puso justo antes de que Oteiza se girase para mirarle.

—¿No quieres saber más detalles? —preguntó ante el silencio de la inspectora.

Ella se quedó observándole. El antifaz era cuanto menos, enigmático. Oscuro como la noche, dejaba al descubierto la boca, y la abultada forma de las cejas componía un gesto casi amenazador. Unido al brillo de sus ojos y la media sonrisa con la que había lanzado la última pregunta, le daba un aspecto lascivo, pérfido, casi demoniaco.

—Mejor no pregunto —contestó ella—. Por ahora —concluyó volviendo a mirar al muro de ladrillos que seguía mostrando su superficie repleta de grietas y desconchones a medida que ascendían.

—Ya no hay más secretos, inspectora. Puede someterme a un interrogatorio de tercer grado siempre que lo desee —pronunció Édouard con un susurro, acompañando las palabras con el lento descender de los dedos por la piel desnuda de su espalda—. ¿Sabes que deseaba hacer esto desde la primera vez que te vi con este vestido?

Sintió el aliento de su voz junto a su oído, y los dedos volvieron a descender suavemente por su columna, provocándole un nuevo escalofrío eléctrico en cada centímetro del recorrido.

No le dio tiempo a responder. El muro de ladrillos terminó en otra puerta metálica, y el montacargas se detuvo bruscamente. Cuando la oxidada superficie se elevó, apareció ante ellos un oscuro y largo pasillo. A medida que lo recorrían, el sonido de sus tacones sobre el suelo de cemento fue quedando oculto por el ritmo grave de la música tecno que provenía de la puerta en que finalizaba el sombrío pasadizo.

Oteiza miró a DeauVille y este asintió con la cabeza antes de empujar el pesado portón. Les recibió el ambiente misterioso de un local de decoración Boudoir; largos chaises longues de cuero negro alrededor de mesas con lámparas barrocas, de luz tenue que proyectaban juegos de luces y sombras sobre las máscaras que cubrían los rostros de los pequeños grupos y parejas que llenaban la estancia. La música era industrial, rítmica, magnética.

Una espectacular chica Pin-up salió a su encuentro, y con un gesto les indicó que la siguiesen; les acompañó hasta una de las mesas, rodeada por un suntuoso sofá victoriano semicircular en el que se sentaron. Instantes después la Pin-up regresó con una botella de Champagne y dos copas.

—Un detalle de bienvenida. Disfruten de la noche.

Oteiza observó los diferentes niveles de la sala. El DJ estaba situado sobre una elevada plataforma metálica, en la que sugerentes bailarinas se movían al ritmo de la música, cercanas a un estado de trance hipnótico. Un numeroso grupo de invitados se concentraba en la pista de baile, situada también en un nivel superior a la zona de sofás.

Así que estas son vuestras sofisticadas y privadas fiestas.

—Bienvenue à la Nuit de L’Ambivalence —pronunció DeauVille sirviendo el Pommery en las copas—. Veo que todo sigue exactamente igual a cómo lo recordaba —añadió mientras otra imponente camarera cruzaba por delante de ellos.

—Sí, ya veo qué recuerdas exactamente —apuntó Oteiza con ironía al observar como Édouard la escaneaba adecuadamente.

—Venga Anne. Tienes que reconocerlo. El casting de personal de estos eventos es muy concienzudo. Te lo dice alguien que ha visitado muchos clubes en esta ciudad.

—Olvidaba tu sofisticada y agitada vida de playboy millonario —añadió ella con más dosis de sarcasmo.

Una nueva Pin-Up con tatuajes recorriendo sus brazos pasó por delante antes de detenerse en la mesa contigua. Ambos la miraron, pero ella sólo pareció fijarse en Oteiza, sonriéndole de una manera que no pasó inadvertida para DeauVille.

—Pues no parece que sea el playboy el que esté triunfando esta noche —exclamó sonriendo. Oteiza seguía mirando a la chica, que se había sentado y charlaba con los invitados de la mesa contigua.

—Bueno, puede que tengas razón DeauVille. Son muy atractivas.

Levantó la ceja ante el gesto de sorpresa del francés.

Nada como dejar caer algo sugerente para que te mueras de curiosidad por saber más.

—Hmmm. Esta nueva faceta suya no me la esperaba inspectora. Muy interesante. —Se inclinó hacia ella para susurrarle al oído otro muy interesante antes de besarle en el cuello y quedarse allí disfrutando de su piel.

Las copas de Champagne sumadas a la proximidad de un cada vez más juguetón DeauVille empezaban a aturdir los sentidos de Oteiza. Algo imposible de definir se respiraba en el ambiente. Todo estaba perfectamente estudiado para envolver a los invitados en un trance cargado de sensualidad. Impreso en el aire corría una excitación que entraba por los pulmones y se expandía por todo el cuerpo, viajando y calentando la sangre que se acumulaba en cada punto en que Édouard la besaba. Porque no había parado, seguía besándola; en el límite de su rostro con el cuello, en el lóbulo de su oreja, en el nacimiento del pelo. Un creciente hormigueo la recorría entera, que sumado a la música, le estaba provocando un estado cuasi hipnótico.

Oteiza, estate atenta.

Bebió de la copa de Champagne, en un intento de refrescar la creciente temperatura que había invadido su cuerpo. Objetivo que no consiguió, porque él comenzó a besarla en la mejilla, deslizándose lentamente hasta la comisura de sus labios, hasta que ella no pudo reprimir girar el rostro y dejarse caer en un lento, húmedo y sensual beso. Segundos después se separó levemente de él, en un vano intento de recuperar el control.

—DeauVille. Para. Céntrate.

—Más centrado no puedo estar, Anne —una pérfida sonrisa se dibujó en su rostro, y empezó a deslizar lenta y deliciosamente los dedos por la espalda desnuda de la inspectora.

—DeauVille —su tono de voz se acercó a la súplica—. Para.

El francés hizo caso omiso a sus palabras. La inspectora suspiró.

Eres incorregible. Deliciosamente incorregible.

—Voy un momento al baño. Ahora vuelvo. —Se levantó y caminó hacia el fondo del local, donde un pequeño letrero con la palabra Toilettes señalaba hacia un pasillo contiguo.

Se quedó mirando su propia imagen en el espejo del baño. El antifaz blanco, las mejillas sonrojadas, la respiración aún algo agitada. Escuchó unas voces provenir del pasillo, y abrió un poco la puerta para ver qué ocurría. A pocos metros de distancia, la Pin-Up que la había mirado desde la mesa contigua estaba apoyada en la pared, hablando con otra mujer enfundada en un vestido vintage y un antifaz de plumas. Esta última estaba fumando, inspirando y expirando el humo lentamente. Entre calada y calada, acercaba el cigarrillo a los labios de la Pin-Up, que seguía con sus manos ocultas tras su espalda; lo mantenía allí mientras ella aspiraba y el borde del cigarrillo se encendía como una brasa ardiente.

Al terminar el cigarro, la cliente se acercó a la chica y la besó en los labios. Mientras se besaban, la Pin-Up abrió los ojos y sorprendió a Oteiza observando por la ranura de la puerta. La inspectora no se movió un ápice, continuó mirando, hipnóticamente quieta, expectante, con una nueva y excitante sensación recorriendo su cuerpo. Al separarse del beso, la joven tatuada se giró lo justo para mostrar sus manos. Estaban juntas en su espalda, atrapadas por unas esposas metálicas. Oteiza supo que lo había hecho a propósito; quería dejarle ver sus ataduras. Comenzaron a caminar hacia el fondo del pasillo, no sin antes sonreír y dedicarle una nueva mirada aún más ardiente y provocadora. Desaparecieron tras otras gruesas cortinas.

¿Qué demonios pasa en este lugar?

Oteiza cerró la puerta, soltó el aliento que llevaba segundos reteniendo, y se refrescó en el lavabo antes de salir del baño y volver a la mesa donde la esperaba un DeauVille de ojos brillantes bajo la maligna máscara, oscuro y seductor.

—¿Qué son las habitaciones con las gruesas cortinas? —preguntó ella mirando hacia el pasillo.

—Es la zona de reservados.

—¿Reservados?

—Sí, salas aún más privadas, para pequeños grupos.

—Deberíamos echar un vistazo. Seguramente Diderot tenía previsto reunirse aquí con alguien. Vamos —concluyó poniéndose en pie.