Después de la lluvia de la noche, el día había vuelto a amanecer despejado; la inspectora Oteiza cerró los ojos y disfrutó de los cálidos rayos del sol. Enfundada en el suave albornoz, paladeaba lentamente el delicioso café. Agradeció la actitud de Édouard. Amable, atento, tierno, preocupado por ella, pero sin hacer una sola pregunta sobre la noche anterior; ni por lo ocurrido entre ellos, ni por su decisión de dormir sola en su habitación al regreso al Château.
Su teléfono móvil permanecía junto a la servilleta, e hizo vibrar la mesa de metal indicando la llegada de un nuevo mensaje.
—¿Sofía? —preguntó Édouard al verla sonreír tras mirar la pantalla.
Un nuevo ¿Te lo has tirado ya? aparecía escrito en mayúsculas. Oteiza escribió un escueto Sí y volvió a dejarlo junto a la servilleta. La mesa volvió a vibrar, varias veces, pero no le hizo caso. Prefería seguir perdida en aquellos ojos azules que la miraban, que la cuidaban, mientras el mundo seguía girando dejándoles allí tranquilos, relajados, disfrutando de una merecida tregua.
—¿No le contestas? Sea lo que sea lo que has escrito parece haber desatado su curiosidad —comentó DeauVille ante las nuevas vibraciones que no dejaban de sacudir la mesa.
—No —contestó ella con una sonrisa—. Quizás más tarde —añadió.
—¿Y si es Bertrand con alguna nueva noticia?
Oteiza suspiró. Bertrand. El hospital. Las malditas botellas. Ya estaba la realidad volviendo a llamar a la puerta. Necesitaba más dosis de cafeína.
—¿Te suena de algo la palabra L’Ambivalence? —preguntó al francés tras tomar un nuevo sorbo de café.
—Sí, es un club.
—¿Un club?
—Ajá, un muy lujoso y distinguido club cerca del puerto de Burdeos. Se alquila para eventos.
—¿Has estado en él alguna vez?
Édouard pareció dudar antes de contestar.
—Sí, en una ocasión. En una fiesta privada.
Oteiza cogió el teléfono, saltó por encima de los mensajes de Sofía, que parecía que ya sólo sabía escribir en mayúsculas, y abrió la fotografía que había realizado a la tarjeta de L’Ambivalence. Bajo las letras doradas aparecía una fecha. 26 de Septiembre. Hoy era 26 de Septiembre.
—¿Podríamos acercarnos esta noche para echar un vistazo? —preguntó volviendo a mirar a Édouard.
—Hmmm… No es un club abierto al público. Sólo se puede entrar si estás invitado al evento o fiesta privada que organicen.
—¿Y cómo accedes?
—Utilizando la exclusiva tarjeta que te entregan cuando te invitan.
—¿Una como esta? —preguntó acercándole el móvil. Édouard miró la pantalla.
—Exacto. Una como esta.
—Pues no haga planes para esta noche, señor DeauVille. Tiene una cita conmigo; el capullo de anoche la tenía en la cartera, así que estaba invitado a la fiesta —añadió frunciendo el ceño—. Quizás descubramos algo.
Édouard sintió un escalofrío de remordimiento al oír hablar del personaje misterioso. Tenía que contárselo. Antes de que ella se enterase por sus propios medios. Su miedo a perderla le obligaba a mantener el secreto. Pero mantenerlo le llevaría irremediablemente al camino de perderla.
—Anne, hay algo que tengo que contarte.
Oteiza se inquietó al apreciar la seriedad en su voz.
—Hay algo que necesitas saber —añadió.
Ella se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en la mesa, sin dejar de mirarle, sin dejar de observar cómo se oscurecía su semblante a cada segundo que pasaba.
—¡Édouard! —el grito les hizo girarse a ambos.
Vaya. Qué oportuna.
Christine se acercaba dando pequeños y rápidos pasos desde la cocina.
—¡Me acabo de enterar! ¡Qué horror! —A Édouard apenas le dio tiempo a levantarse. La enóloga ya había llegado a él y estaba abrazándole—. ¡Cómo me alegro que no te haya pasado nada!
Gracias por el interés Christine. Sí, yo estoy bien también.
—Tranquila, estamos bien —dijo Édouard aún apresado por el abrazo.
—¡Vaya susto! —añadió ella mientras se autoinvitaba a sentarse en la mesa del desayuno—. He visto el destrozo de la cocina. No puedo creer que hubiera disparos y todo. Qué fuerte ¿no? —Aún seguía apretando con fuerza la mano de Édouard.
Sí Christine. Muy fuerte, mega fuerte.
—¿Y se llevaron las botellas de mi abuelo? Decidme que no, por favor. No me gustaría tener que darle semejante noticia —comentó mientras se tomaba la confianza de rellenar la taza de Édouard y se la acercaba a los labios.
—No, están a buen recaudo en la comisaría de Burdeos —contestó él. Cuando miró a Oteiza vio cómo esta le fulminaba con la mirada.
El teléfono vibró de nuevo. Esta vez sí era Bertrand.
—Lamentándolo mucho, tengo que dejaros —comentó la inspectora—. DeauVille, ¿podríamos hablar un momento? —añadió al levantarse de la mesa.
—No le cuentes nada a Christine sobre la investigación ¿de acuerdo?
Se lo dijo como un susurro en cuanto cerraron la puerta de la cocina, pero el serio tono que Oteiza empleó no dejaba duda alguna.
—¿Por qué? No me digas que sospechas de ella.
—Sospecho de todo el mundo. —Édouard tuvo la sensación de que él también estaba incluido en el lote—. Te agradecería que no comentes nada con nadie.
—Pero Christine es de entera confianza. Ya te lo dije, nos conocemos desde pequeños, estudiamos juntos, llevamos años trabajando juntos. Confío en ella plenamente.
Oteiza miró por la ventana. Christine se había sentado en la silla de Édouard y tenía un croissant en la mano del que arrancaba pequeños trocitos antes de llevárselos a la boca. Cuando se acercó a los labios la servilleta de él, la inspectora apartó la vista.
—Vale. Da igual. Tengo que volver al hospital. Tú no le cuentes nada más, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. ¿Quieres que te lleve? ¿Quieres que te acompañe?
—No, no hace falta. Bertrand está de camino.
—¿Y de Bertrand no sospechas?
Ahora fue Oteiza la sorprendida por la pregunta.
—¿De Bertrand?
—Sí; si hay alguien que estaba al tanto de donde estaban las botellas y los documentos, era él.
—Él no tiene nada que ver. Seguro. Confío en Bertrand.
—Como yo confío en Christine.
Oteiza no replicó. Asintió, se dio la vuelta y desapareció por el pasillo camino de su habitación.
Espero que no te equivoques. Espero no equivocarme.