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Las noticias vuelan en este pequeño rincón del Médoc. Mientras preparaba el desayuno para su abuelo, Christine se ha enterado por su asistenta del ataque nocturno a Château DeauVille. Ha salido corriendo, conduciendo a toda velocidad, preocupada por Édouard, ansiosa por comprobar si está bien.

Se queda sobrecogida cuando llega al Château. Saluda a Pierre, uno de los chicos de mantenimiento, que está tomando medidas de la destrozada puerta de entrada. Camina por el hall, busca a Édouard con la mirada, le llama; pronuncia su nombre una y otra vez, mientras recorre el pasillo y llega a la cocina. En un rincón del suelo están apilados innumerables trozos de porcelana rota, y el viejo armario está destrozado por los impactos de bala. Se estremece. No puede ser. Esto es demasiado.

Se acerca a la ventana, y mira hacia el jardín. Édouard y la inspectora Oteiza desayunan en albornoz en la mesa de la terraza. Édouard está bien; da gracias a Dios por ello. Está pensativo, con la mirada perdida en el jardín. La inspectora llama su atención con un Hey. Él le contesta con otro Hey y le juguetean los ojos como si el saludo tuviera un doble sentido. Se inclina hacia ella y cuando le habla invade más que sospechosamente su espacio personal. Christine no llega a escuchar toda la frase, pero si le oye pronunciar al final un Oteiza rugoso y húmedo que le deja preguntándose cómo alguien puede llamarte por tu apellido y convertir algo tan distante en algo parecido a una caricia. Ella asiente con la cabeza. Él sirve café en una taza y se la acerca. Ella la coge y en el intercambio sus dedos se rozan. Un roce leve y casual, hasta que se alarga. Unos pocos segundos más de lo normal, pero son unos segundos cargados de un extraño magnetismo que marca la diferencia. Christine siente un escalofrío.

No es la primera vez que lo ve; desde que la inspectora llegó al Château, ha observado esta extraña conexión entre ellos. Pero hoy es diferente. Oteiza es diferente. No deja de sonreír. Está relajada. Le recuerda a ella misma, cuando en este mismo lugar, en una mañana como esta, Édouard le hacía reírse con cualquier ocurrencia. Qué tiempos aquellos, cuando compartían fines de semana en el Château, cuando ella por fin le tenía a su lado, cuando ella creía que lo suyo iba a ser para siempre. No quiere pararse a pensar en ello, porque de nuevo le está invadiendo esa nostalgia que le aprieta el corazón cuando echa de menos aquellos tiempos. Cuando le echa de menos a él.

No pudo ser, lo entiende. Pero sabe que nunca dejará de quererle. Ni aunque esté con otros hombres. Ya lo ha probado, ya lo está probando, y no funciona. Suspira, baja el rostro y mira sus propios brazos. Ve los moratones en las muñecas. Estira las mangas de la chaqueta para ocultarlas; no quiere verse a sí misma, no quiere ver las señales que esta tormentosa y posesiva relación deja en su cuerpo. Que diferente sería su vida si hubiese seguido con Édouard. Aún no sabe porqué se está dejando llevar por este oscuro amante del que nadie sabe, del que no ha hablado a nadie, pero no puede evitarlo. Ya no hay vuelta atrás. Tiene miedo. Tiene mucho miedo. No sabe cómo dejarle. No sabe si ni siquiera puede hacerlo. Sube la vista y vuelve a mirar a Édouard y Oteiza.

Él le coge el brazo en un gesto que parece estudiado para resultar casual y la acaricia por encima del albornoz. Se acerca y aporta al gesto una intensidad súbita que aumenta la densidad del aire. Christine no consigue escuchar lo que dicen, porque hablan en susurros, pero no hace falta ser un experto observador para ver cómo se miran y cómo se queman vivos bajo una corriente eléctrica de alta intensidad. Ella se enrojece y agacha tímidamente la cabeza tras escuchar la última frase de Édouard, en la que Christine sólo ha podido entender un estaba pensando pronunciado con voz de dormitorio en penumbra, bajando el tono dos octavas y mezclándose con los sonidos del jardín. Un mechón suelto de su pelo cae bajo la ley de la gravedad y él se lo vuelve a colocar detrás de la oreja, con otro gesto casual pero prolongado, sutil y cargado de sensualidad.

Oh. Édouard. No. Ten cuidado. Ella aún no lo sabe, y cuando se entere las cosas van a cambiar. Seguro. ¿En qué te estás metiendo? Ella no va a poder perdonártelo. No va a poder hacer como que no lo sabe. Va a tener que hacer su trabajo. Es una inspectora de policía.

Oteiza acaba de poner la mano sobre la de Édouard, gesto que él ha aprovechado inmediatamente para acercar la mano a su boca y empezar a besar lentamente cada uno de sus dedos. Y ella le sonríe, y él le contesta con ojos somnolientos, con sed, con necesidad y devoción. Esto sí que Christine no se lo esperaba. Devoción. Adoración. Veneración. Esto es peor de lo que pensaba; va a resultar que Édouard está enamorado. Oh. Édouard. No.

Y mantienen una larga mirada, sin hablar, sin moverse un milímetro, aislados de toda la realidad que transcurre y fluye a su alrededor. Son ellos dos, y nada más. El resto del universo ha desaparecido. Y Christine siente llegar la angustia. No puede seguir mirando. Se gira, se aparta de la ventana; aprieta los dientes, hace un esfuerzo sobrehumano por reprimir las lágrimas, pero no lo consigue. Se agarra la muñeca, y aprieta sobre los moratones. Cierra los ojos y aprieta otro poco más. El ramalazo de dolor le recorre el brazo entero; vuelve a presionar, intentando que la tortura física distraiga la pena que le encoge el corazón. Deja pasar los minutos, recupera el control. Se limpia las lágrimas, coge aire. Tiene que aguantar. No pueden notárselo. Se estira las mangas de la camisa, agarra el tirador de la puerta, y la abre.