Volvió corriendo al Château; pasó con cuidado por encima del caos de cristales en que se había convertido el hall y se dirigió a la cocina. Entró dándole un buen susto a Édouard, que estaba junto a la encimera con el rastrillo en alto.
—¿Estás bien? —preguntó ansioso mientras tiraba el rastrillo al suelo—. Casi se me para el corazón al oír los disparos.
—Sí, estoy bien. Sólo un poco dolorida —contestó posando la mano en el costado. Ahora que la adrenalina empezaba a diluirse de su torrente sanguíneo, empezaba a tener consciencia de todo lo que había ocurrido—. ¿Y el tipo de la bodega?
—Inmovilizado. ¿Estás herida? —preguntó alarmado Édouard al ver la mancha de sangre en su camiseta.
—No, tranquilo. No es mía. Me he manchado al limpiarme la mano. Es sangre del otro tipo. Creo que le di mientras escapaba corriendo. —Édouard dejó escapar un suspiro.
—Tú estarás acostumbrada a estas cosas… Pero yo no había pasado tanto miedo en mi vida.
—No creas que estoy tan acostumbrada. Recuerda que soy de la Brigada de Patrimonio. No somos un cuerpo de intervención. Y no andamos persiguiendo ladrones por los tejados de los Museos como en las películas. De hecho hacía mucho tiempo que no tenía que usar un arma —añadió mirando la Glock que aún tenía en la mano. Intentó disimular el leve temblor dejándola sobre el granito de la encimera.
Édouard se dio cuenta, se acercó aún más y la estrechó entre sus brazos.
—Déjame sentir que estás bien —susurró junto a su oído.
Oteiza se dejó abrazar, pero mantuvo los brazos colgando junto al cuerpo. Se limitó a apoyar la cabeza en el hombro de Édouard, pero todo su cuerpo estaba aún en tensión, y no era momento aún de relajarse. Se separó de DeauVille, y sin decir nada, volvió a coger la pistola y se encaminó hacia la escalera de la bodega privada.
Encontró al tipo noqueado tumbado de lado, con las muñecas y los tobillos torpemente inmovilizados con un amasijo de cinta adhesiva.
—¿Me lo has embalado como regalo? —preguntó Oteiza.
—¡Hey!, he hecho lo que he podido —contestó Édouard mientras bajaba los escalones—. Cuando he dejado de oír los disparos sólo he pensado en subir lo antes posible.
Oteiza asintió sin dejar de mirar al tipo.
Édouard se agachó para mirar la etiqueta de la botella rota, aún pegada a un trozo de vidrio.
—Luego dirás que no sabes escoger el vino —dijo sujetando con dos dedos la empapada etiqueta.
Oteiza le miró intrigada, sin saber a qué se refería.
—De todas las botellas que hay aquí, has ido a elegir, para estampársela en la cabeza, un único y muy difícil de conseguir Château Comtesse de Lalande de más de tres mil euros —añadió.
Oteiza hizo como que olisqueaba al aire.
—¿Aroma de grosellas y unos toques de madera? —preguntó con una sonrisa.
Édouard le respondió con otra sonrisa. Amplia y sincera. Y se quedó mirándola. Y ella le mantuvo la mirada. Ahora ya podía hacerlo. Ahora ya no tenía que evitarlo. Podía demorarse lo que quisiera. Podía dejar correr aquel extraño magnetismo entre ambos, aquella intensa complicidad recién creada.
Pero entonces lo vio. Por el rabillo del ojo. El tipo noqueado hizo un pequeño movimiento con la cabeza. Estaba despertando. Se acercó a él, buscó en el cuello el inicio del pasamontañas y lo deslizó hacia arriba para retirárselo del rostro. Lo primero que vio fue sangre. Mucha sangre. Toda su boca convertida en un amasijo sanguinolento. Después vio la inflamada nariz, y los regueros rojos que surgían de cada orificio. Y por último vio sus párpados, que se abrieron de golpe en cuanto retiró la tela, mostrando de nuevo sus oscuros ojos. Oteiza se incorporó y lo miró desde arriba.
—Mira a quién tenemos aquí —dijo sin dejar de apartar la vista. Édouard se acercó. Le costó reconocerlo, pero cuando lo hizo, le dio un vuelco al corazón. El tipo inclinó la cabeza, carraspeó y escupió al suelo. Cayó un esputo de sangre y saliva envolviendo densamente dos piezas dentales. Oteiza torció el gesto del asco.
—Señor DeauVille, un placer volver a verle. —La voz emergió grave y ronca. Con el destrozo que tenía en la boca no pudo pronunciar bien algunas sílabas, pero la frase se entendió a la perfección.
Oteiza la entendió. A la primera. Y giró el rostro para mirar a DeauVille. Estaba pálido. Édouard también lo había entendido. Al igual que había entendido lo que esto significaba. El Inicio del Fin. Apenas había podido disfrutar unas horas con ella. Se maldijo a sí mismo. A su maldita suerte.
El sonido de las sirenas llegó desde el exterior. Pronto le siguieron los gritos de Bertrand, que repetía una y otra vez en alto el nombre de Oteiza. La inspectora le respondió con un Estamos aquí y Bertrand asomó la cabeza desde lo alto de los escalones. Descendió seguido por otros dos agentes.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Estás bien? —preguntó al llegar a Oteiza—. ¿Estáis bien? —añadió al darse cuenta de la presencia de DeauVille. Ambos asintieron.
—Dos tipos armados con Glock 19 —empezó a resumir Oteiza—. Uno forzó la entrada de la bodega y bajó para robar las botellas de Monsieur Chavenon. Bajé, me enfrenté a él y lo dejé inconsciente. Cogí su arma, subí y me enfrenté al segundo tipo. Intercambiamos disparos, salió corriendo y le seguí. Huyó junto a otro tercer tipo en una berlina oscura. No pude ver la matrícula. Le herí, encontraréis manchas de sangre en la entrada al Château.
—Uff, vaya noche movidita —comentó Bertrand. Inmediatamente se fijó en el tipo noqueado. A pesar de las heridas reconoció su rostro; era el personaje misterioso—. Monsieur Diderot, qué sorpresa verle. ¿Esta vez ha decidido venir para hacer el trabajo usted mismo?
La única respuesta que obtuvo fue un nuevo esputo sanguinolento.
Bertrand ordenó a los otros agentes que le soltasen la cinta adhesiva y le colocasen las esposas.
—Anne, ¿dices que has disparado con su Glock 19?
—Sí, cinco disparos. Encontraréis dos casquillos en el pasillo al hall y otros tres en el camino a la entrada.
—¿Y tu pistola? —preguntó extrañado Bertrand.
—Está arriba, en mi dormitorio.
—¿Y dónde estabas tú cuando entraron en la casa?
—Abajo. En la biblioteca —contestó Oteiza.
—¿A las tres de la mañana?
—Sí.
—Ajá. ¿Y usted, Monsieur DeauVille? —preguntó Bertrand dirigiéndose a Édouard, que permanecía callado en una esquina—. ¿Dónde se encontraba?
—En la biblioteca también, junto a la inspectora Oteiza… Estábamos trabajando en los documentos que encontramos de mi abuela.
—¡Los documentos! —exclamó Oteiza corriendo hacia las escaleras.
Sorteó a varios agentes que estaban en la cocina, y se dirigió con rapidez a la biblioteca.
Mierda.
Tanto el sobre de documentos como el paquete de las cartas y el diario de la abuela de DeauVille habían desaparecido. Sobre la mesa sólo quedaba el libro de Alejandro Dumas, que aparentemente había pasado desapercibido para el segundo tipo.
—¡Se los han llevado! —dijo Oteiza golpeando la mesa mientras Bertrand y Édouard entraban en la habitación.
—Creo que Monsieur Diderot tiene muchas preguntas que contestar —añadió el inspector—. Lo llevaremos al hospital, y procederemos a interrogarle lo antes posible.
—¿Te importa si te acompaño? —preguntó Oteiza a Bertrand.
—Sin problema, pero… ¿de verdad estás bien?
—Perfectamente —mintió Oteiza. Ahora que la tensión había pasado, todos y cada uno de sus músculos se quejaban al unísono. Estaba tremendamente cansada. Pero quería saber más. Estaba deseosa de poder sacarle más información al personaje misterioso.
—Monsieur DeauVille, nuestros agentes se quedarán aquí recopilando las pruebas —informó Bertrand. Édouard asintió sin decir nada.
—Subo a cambiarme de ropa y bajo en un momento —dijo la inspectora antes de desaparecer por la puerta.
Bertrand se quedó a solas con Édouard, pero no intercambiaron ni una sola palabra. El inspector echó un vistazo a la puerta abierta de la habitación y vio las sábanas revueltas sobre la cama. Y salió hacia la cocina, no sin antes lanzar una tensa mirada a Édouard.