—Si seguimos así va a ser imposible que por la mañana me levante de la cama —susurró Édouard mientras se deslizaba por encima de las sábanas.
—DeauVille, no pensaba que estabas en tan baja forma física.
La voz de Oteiza sonó baja y adormecida; había vuelto a cerrar los ojos y continuaba tumbada boca abajo.
—¡Hey!, no lo estoy —replicó él pegándose a su espalda—. ¿Y vas a seguir llamándome por mi apellido?
—Por supuesto.
—¿Y no vas a llamarme por mi nombre? —preguntó como un suspiro junto a su oído. Ella sonrió y demoró unos instantes su respuesta.
—Sólo cuando tenga que ponerte firme.
—¿Y ahora no quieres volver a ponerme firme? —Aún con los ojos cerrados, a Oteiza le pareció oír su pícara sonrisa.
—¿Sí? ¿Vas a aguantar un cuarto asalto?
—Ponme a prueba. Venga —añadió apartándole el pelo y mordiéndole el hombro.
Oteiza pronunció su nombre, lenta y golosamente, mientras él contestaba con un ronroneo y comenzaba a recorrer con los labios aquella línea de piel desnuda que arrancaba de los hombros y viajaba hasta su nuca.
Ella se dejó llevar por los escalofríos que empezaban a recorrer su columna, y arqueó lentamente la espalda buscando aún más el contacto con el cuerpo de Édouard. Y de repente, este notó como todos los músculos de la inspectora se tensaban.
—¿Has oído eso? —preguntó Oteiza abriendo de golpe los ojos.
—¿El qué?
—Ese ruido —contestó ella incorporándose.
—No he… —No le dio tiempo a terminar la frase; ambos oyeron un nuevo golpe sordo y bajo que provenía de la cocina.
Mierda.
—¡Levanta y vístete! ¡Ya! —le dijo en voz baja mientras ella misma se incorporaba y comenzaba a ponerse los pantalones.
DeauVille cumplió la orden a rajatabla. Siguió los pasos de Oteiza, que tras ponerse la camiseta ya estaba saliendo de la habitación y caminaba felinamente sobre la alfombra. Al llegar a la puerta de la biblioteca se pegó a la madera y se quedó escuchando.
—Hay alguien en la cocina. ¿Dónde guardaste las botellas? —le preguntó a DeauVille con un susurro.
—En el armario refrigerado de la bodega privada. Arreglaron el sistema de seguridad.
—Ya lo forzaron una vez, así que pueden hacerlo otra vez sin problemas.
Oteiza miró a su alrededor y se mordió el labio.
—¿Tienes algún arma?
—¡No! Odio las armas. Jamás tendría una —contestó un cada vez más nervioso Édouard—. ¿Y tu pistola?
—Arriba, en el primer cajón de la mesilla.
—¿Arriba? ¿Y por qué la has dejado allí?
—¿Crees que yo tenía planeado acabar esta noche en tu cama? —preguntó mientras agarraba el picaporte.
DeauVille la miró aterrado. ¿Qué pensaba hacer? ¿Salir y enfrentarse sin más a quién estuviera allí fuera?
Pero Oteiza sólo abrió un resquicio de la puerta; lo justo para observar cómo al final del oscuro pasillo, la luz de la cocina emergía por la puerta abierta e iluminaba algo. Y ese algo resultó ser un tipo vestido totalmente de negro, con pasamontañas, mirando hacia el interior de la cocina. Antes de cerrar la puerta Oteiza se fijó en un detalle más: tenía una pistola en la mano.
Mierda.
—Hay un tío ahí afuera. No puedo salir por aquí para llegar a la escalera y subir a por el arma. El coche está en la puerta, las luces estaban encendidas. Saben que estamos aquí, así que han venido preparados. Están armados. —Oteiza volvió a buscar con la mirada por la habitación, mientras DeauVille la escuchaba atento—. La única manera es salir por la ventana y acercarme a la cocina por el jardín.
—¿Acercarte a la cocina? ¿Y qué piensas hacer allí? —preguntó él mientras ella ya estaba abriendo la ventana.
—No lo sé. Improvisaré. Han venido a por las botellas, o a por los documentos, o a por ambos. No podemos permitir que se los lleven así como así.
—Voy contigo.
—Ni hablar.
—¿Crees que voy a dejar que vayas sola? —preguntó él agarrándola del brazo. Ella bajó la vista a su mano y volvió a subirla para mirarle a los ojos.
—Édouard. Lo que vas a hacer es coger el teléfono y llamar a la Police Nationale, y después, esconderte en el jardín, evitando que te peguen un tiro. ¿De acuerdo?
DeauVille se preguntó cómo un susurro pronunciado en voz baja podía llegar a sonar más firme que una orden emitida a gritos.
Oteiza trepó hasta el marco de la ventana y saltó al frío césped. Se agachó y se pegó al muro de piedra. Édouard saltó tras ella y se agachó a su lado. Tenía el móvil en la mano y comenzaba a teclear el número de emergencias.
—¡Escóndete! —le ordenó ella señalando los setos. El francés obedeció y desapareció internándose en el jardín con el teléfono pegado a la oreja.
La inspectora cogió aire y caminó en cuclillas, pegada al muro, hasta la puerta de la cocina. Se quedó allí agachada, escuchando; la luz del interior se filtraba por las ventanas e iluminaba la mesa y las metálicas sillas del jardín, ahora frías y siniestras, ahora tan diferentes a las soleadas mañanas de desayuno.
Se levantó lentamente, y en un rápido vistazo por encima del alféizar de la ventana observó a otro tipo manipulando el cierre de la bodega privada. Se agachó de nuevo. Oyó el sonido de la puerta blindada al abrirse.
Mierda.
Seguía agachada cuando escuchó una voz.
—¡Esto ya está! Yo bajo y cojo las botellas. Tú ve al despacho. Ya sabes lo que hay que buscar. Ellos están allí; si es necesario, dispara.
Otro vistazo rápido y los dos tipos habían desaparecido; tenía que actuar rápido. Abrió con cuidado la puerta de la cocina y entró sin dejar de vigilar el oscuro pasillo. Se acercó a los hornillos. Adheridos a la pared con un sistema imantado, había una extensa colección de cuchillos de cocina. Los recorrió con la vista, y se decidió por el último; no era precisamente un cuchillo, pero sin duda era la mejor arma a la que podía acceder en aquel momento. Se vio a sí misma reflejada en el reluciente filo de la pequeña hacha, y sin pensar, con el sabor amargo de la adrenalina llenándole la garganta, empezó a bajar los escalones de la bodega.
Los latidos de su corazón le retumbaban en las sienes, pero había desconectado de todo aquello que no le era necesario. Controlaba la respiración, apretaba con fuerza el mango del hacha; estaba centrada, estaba decidida. Ya no era Anne, era la inspectora Oteiza, y ahora sólo dependía de su instinto, de su capacidad de reacción.
Bajó con total sigilo los últimos escalones, y pudo verle al fondo de la bodega. El tipo estaba de espaldas, forzando el cierre del armario refrigerado. Oteiza se escondió detrás de uno de los botelleros de hierro. Oyó su risa al abrir la puerta del armario. Oyó una cremallera abriéndose, y el atenuado sonido de las botellas al chocar una junto a la otra en el interior de algo. Y esperó. Le dio tiempo para mirar el hacha y pensar en el ataque. Demonios. No era una asesina. No iba a lanzar un embate sangriento a base de hachazos. Decidió girar el filo del hacha, preparándose para golpear con la parte plana.
Cuando la enorme sombra oscura llegó a su altura, saltó como un resorte. Apretó con fuerza el mango del hacha y con un movimiento ascendente le asestó un fuerte golpe en la cara. El tipo emitió un grito ahogado, agachó el torso y se llevó las manos al rostro. Oteiza aprovechó el momento inicial de sorpresa para lanzar una violenta patada a su rodilla; tras el impacto escuchó un seco crujido. El rugido de rabia y dolor que emitió aquella enorme masa mientras caía de rodillas le heló las venas. Levantó el brazo preparándose para asestarle un golpe en el lateral del cuello; otro fuerte golpe en el nervio vago lo dejaría directamente inconsciente.
Pero la sombra se movió. Muy rápido. Y antes de que se diese cuenta la empujó lanzándola en vuelo directo y sin escalas hacia uno de los botelleros. El hacha se soltó de sus manos, y ella aterrizó bruscamente sobre su costado derecho; decenas de botellas tintinearon al chocar unas contra otras. El golpe fue fuerte; cerró los ojos ante el impacto, y un ramalazo de dolor la recorrió entera. Aún los tenía cerrados al caer después al suelo; cuando volvió a abrirlos la sombra se acercaba cojeando con el hacha en una mano. Y él no parecía dudar. Él si llevaba el filo en su correcta orientación. Él sí era un asesino.
El corazón se le puso a mil por hora. Se olvidó del dolor e intentó ponerse en pie rápidamente, pero él fue más veloz; la agarró bruscamente del cuello con la mano libre y la empujó de nuevo contra el botellero. Otro terrible golpe en la espalda, de nuevo olvidado y remplazado por la nueva y terrible presión en la garganta de aquella enorme mano enguantada. Sin poder respirar, vio sus ojos a través de la fina línea del pasamontañas: negros como la noche más oscura. Y aunque no podía ver su rostro, notó su sonrisa. Aquellos ojos la sonrieron. La sonrieron en el justo momento en que vio ascender el hacha, lista para lanzar el mortal ataque.
No. No. Esto no puede ser el final. Así no. Ahora no.
Tocó desesperadamente con las manos. Y entonces reconoció su única y última oportunidad: agarró el cuello de una de las botellas y bajó el brazo con todas las fuerzas que pudo; el primer impacto contra la sien del tipo fue seco y duro. Lo dejó inmóvil, conmocionado. El segundo hizo estallar el vidrio de la botella; el vino se derramó por su cabeza, y Oteiza vio sus ojos ponerse en blanco antes de caer desplomado al suelo.
Volvió a coger aire con fuerza en cuanto la mano del tipo soltó su cuello. Se pasó los dedos por la garganta: aún notaba en la tráquea el dolor provocado por la fuerte presión del agarre. Se agachó y comprobó que las botellas estaban en el bolso de tela negra que el tipo aún tenía pegado al cuerpo. Y en su cintura vio una Glock 19. La sacó de la funda; recordó que esta pistola semiautomática era Safe Action; al contrario que su HK reglamentaria, esta no tenía seguro que desactivar. Movió la corredera hacia atrás y escuchó entrar la primera bala de 9mm en la recámara.
Cuando caminaba hacia la escalera oyó pasos en los escalones superiores: alguien estaba descendiendo por ella. Se ocultó de nuevo detrás de uno de los botelleros y esperó. Agarró con fuerza la empuñadura del arma, puso el dedo en el gatillo, y cuando escuchó los pasos acercándose, se puso rápidamente en pie.
—¡Alto! —gritó encañonando a la forma que estaba al pie de las escaleras. Pensaba encontrarse con el compinche del personaje que acaba de noquear, pero se encontró con Édouard, que con los ojos muy abiertos la miraba asustado. Mantenía en alto un rastrillo de jardinero.
—¿Pero qué cojones haces aquí? —le preguntó enfadada—. ¡Casi te pego un tiro!
—¿Qué esperabas? ¿Que me quedase en el jardín oliendo las rosas? —contestó indignado mientras se acercaba a ella—. ¡Wow! —Exclamó al ver al tipo desplomado en el suelo—. ¿Estás bien?
—Sí —contestó secamente—. Quédate aquí vigilando a este. Yo voy arriba.
—¿Arriba? Los agentes están de camino. ¿No sería mejor esperar aquí a que lleguen?
Oteiza le miró con seriedad. Y un instante después, miró hacia la parte superior de la escalera.
—No. Ni hablar —terminó por responder mientras caminaba decidida hacia los escalones.
Ascendió con la Glock en alto; salió a la cocina y se acercó al pasillo. Con la espalda pegada a la pared, se asomó en el momento justo en que el segundo tipo levantaba el arma y la apuntaba. Se ocultó un instante antes del disparo. El estallido fue ensordecedor, y la bala impactó en el marco de la puerta, soltando una nube de astillas a pocos centímetros de su rostro. Se acurrucó para protegerse y sonaron más detonaciones. Una tras otra, las balas pasaron silbando junto a su cabeza, e impactaron contra la vajilla del antiguo armario, sumergiendo la cocina en un violento caos de polvo y porcelana rota. Oteiza se dio cuenta de que no tenía muchas oportunidades si se quedaba allí. Pensó rápido, y decidió salir por el otro pasillo, el que conectaba la cocina con el hall. Podría sorprenderle por la espalda: al menos, ella dejaría de ser un objetivo tan fácil. Junto al umbral de la puerta, se asomó al nuevo pasillo y apuntó con el arma.
Empezó a caminar, lentamente, y el corazón le dio un vuelco cuando al fondo la sombra cruzó el hall a toda velocidad. Instintivamente apretó el gatillo. Dos veces. Dos disparos que rompieron el silencio, que dejaron un zumbido en sus oídos, y que destrozaron el gran espejo que colgaba de la pared junto a la entrada. Un instante después escuchó un nuevo estruendo de cristales rotos. Salió corriendo, decidida, pistola en alto, atravesando la nube de olor a pólvora, y al llegar al hall vio la puerta de cristal de la entrada destrozada. Saltó por encima de los cristales y bajó a todo correr los escalones de piedra. La sombra oscura se alejaba corriendo hacia la valla de la entrada al Château.
Mierda.
Apretó los dientes y salió disparada. Al sprint. Pero a mitad de camino vio cómo el tipo llegaba a la entrada y se montaba en un coche oscuro que estaba a la espera. Levantó el arma sin dejar de correr. Un disparo. Otro. Otro más. Casquillos saliendo uno detrás de otro por la parte superior. Cuando llegó a su altura el vehículo ya estaba alejándose, a toda velocidad, con los faros apagados. No pudo ver la matrícula, apenas pudo intuir el modelo.
Mierda.
Se dobló sobre sí misma, se apoyó en las rodillas, respirando grandes bocanadas de aire. Cerró los ojos, y de su garganta salió un grito de frustración, de puro enfado. Cuando volvió a abrirlos vio una mancha oscura a sus pies. Se agachó de cuclillas y la tocó. Era sangre.
Buena puntería, Oteiza.