29

Aún no se lo cree. Está sentado al lado del ventanal, a pocos metros de ella. Sólo hay una pequeña lámpara oriental encendida junto a la mesilla, cuya cálida luz ilumina tenuemente la estancia. Está exhausto, pero no puede dormir. Está aturdido por su propia felicidad. Hacía tiempo que no tenía tal vorágine de sentimientos recorriendo su ser. Son muchas las mujeres que ha traído aquí en los últimos años. Pero ninguna le ha hecho sentir así. Desde fuera se ve como un bobo, aquí sentado, mirándola, admirándola. Pero a la vez que orgulloso, por sentirse así, a su edad, cuando creía que esto no volvería a suceder. Qué irónico el destino, quién hubiera pensado que colocaría en su camino a esta mujer, a esta sorprendente mujer con notas de madera, de sal, y de chocolate.

Ella se mueve ligeramente. Tumbada boca abajo, cambia de posición una de sus piernas, recogiéndola hacia el pecho. Las sábanas apenas tapan su cuerpo. No puede dejar de mirarla. Hipnotizado, recorre con la vista cada una de sus curvas, bellamente acentuadas por las sombras que provoca la tenue luz. Su rostro descansa de medio lado en la almohada, relajado.

Y sigue sin creérselo. Sólo puede rememorar una y otra vez el montón de momentos que han pasado en las últimas horas. Es tal su hiperactividad mental, que no dejan de aparecer imágenes de todo lo acontecido, como breves flashbacks, como si fueran imágenes de su Instagram, expuestas una detrás de otra en un rápido bucle.

Su sonrisa. Cómo aparece varias veces, de repente, en medio de los apasionados besos y de la intensa excitación. Como si en esos momentos ella fuera incapaz de contener la felicidad que siente, y una gran sonrisa surge espontáneamente en su rostro. Está enamorado de esa sonrisa, desde aquella noche en la terraza de su ático. Se va a tomar su tiempo para decírselo, pero cuando se lo diga, lo hará, durante mucho tiempo.

Su pelo. Cómo cae sobre él cuando ella se mantiene encima, sintiendo sus bucles acariciarle el pecho. Cómo cae por su espalda como un río cobrizo. La suavidad de sus mechones cuando introduce sus dedos entre ellos para acariciarle la nuca.

La piel de su cuello. De ese rincón entre el cuello y la clavícula, ese pequeño rincón que ha descubierto y en el que se podría pasar horas.

Su vergüenza cuando ha visto el imperecedero recuerdo del dolor en forma de cicatrices. Su sutil manera de girarse para evitar allí el contacto de sus labios, sin saber aún que a él no le importa; que adora su cuerpo entero, que quiere aprendérselo de memoria día tras día.

La forma en que ella le ha mordido el lóbulo de la oreja en varios momentos de pasión. ¿Cómo algo tan simple puede hacerle arder en su interior una y otra vez?

Esa pasión que le ha abrumado. Cuando ha vuelto a mirar el reloj habían pasado cinco horas. Cinco horas sin parar un sólo minuto. El primero, rápido e intenso. Deseoso de calmar lo que llevaban días reteniendo. El segundo, más lento y confiado. Buscando la confirmación de que todo esto no era un sueño. El tercero, puro placer sosegado descubriendo hasta el último rincón de sus cuerpos.

Un apenas perceptible Hey le saca de sus pensamientos. Mira hacia la cama y allí está ella, que mientras le observa con ojos somnolientos, le regala la sonrisa que más adora de este mundo.

Otro Hey es todo lo que puede contestarle.

Ven aquí.

Y se levanta, deseando seguir llenando su memoria de nuevos momentos.