—¿Qué sabes de tu abuelo? —preguntó Oteiza tras sentarse en uno de los cómodos sofás. Tras el rápido e improvisado almuerzo, habían regresado a la biblioteca.
—Lo poco que me contó mi abuela —contestó Édouard mientras se acercaba hacia el sofá con las dos copas y la botella de vino—. Se casó con ella justo después de la guerra. En 1947 nació mi padre, y un año después, mi tío. Y a los dos años mi abuelo murió por tuberculosis. —DeauVille dejó el vino en la mesa y se sentó al otro extremo del sofá—. Una vez mi abuela me mostró un par de fotografías suyas, pero no he vuelto a verlas nunca más.
—¿Podrían ser estas? —dijo Oteiza sacando dos fotos del pequeño compartimento que el cuadernillo albergaba bajo una de las tapas de cuero. Édouard se estiró en el sofá para cogerlas.
—Sí, son estas —dijo sonriendo. Eran dos retratos de estudio, en los que aparecía su abuelo, con un pequeño bigotillo y el pelo fijado con gomina, y lo que sería, sin ninguna duda, el mejor traje que tenía.
—Aquí hay otra en que salen juntos —comentó Oteiza; esta vez fue ella quien se estiró para acercársela. Se quedó mirándole, esperando la reacción del francés al observar la fotografía. Édouard sonrió, pero sus ojos se entristecieron.
—Parecen muy felices. —La imagen mostraba dos jóvenes abrazados, congelados en un eterno paso de baile, rodeados de gente, en lo que parecía ser una verbena en alguna plaza de pueblo. Ella miraba a la cámara y reía. Él la miraba a ella. DeauVille giró la instantánea; había una fecha escrita en su dorso: Agosto 1939—. Quizás se conocieron ese verano… ¿Te has fijado en cómo la mira él? —añadió él al voltearla de nuevo—. Está embelesado. —Oteiza sonrió—. Supongo que entonces tenían tantos planes, tantos sueños… inmersos en su historia de amor sin sospechar que una guerra estuviera a punto de estallar… ¿qué serán estas pequeñas manchas que hay sobre las fotos? —preguntó Édouard al observar algunos círculos que habían emborronado partes de las imágenes. Oteiza estiró el brazo para cogerlas.
—Son lágrimas derramadas sobre ellas. Destiñen el papel fotográfico —dijo tras observarlas unos segundos. DeauVille se quedó mirándola—. Es algo que puede analizarse en el laboratorio forense por si contienen trazas de ADN —añadió evitando coincidir con su mirada. Édouard asintió; la explicación técnica le había servido como una perfecta excusa, pero el francés intuyó mucho más en su quebrado tono de voz. Y cuando se la imaginó llorando sobre las fotografías de su madre, las lágrimas cayendo y emborronando la tinta, sintió de nuevo ese dolor sordo en el estómago que había sentido por primera vez en la habitación del hotel de San Sebastián. Le hubiera gustado poder levantarse, acercarse a ella y abrazarla.
—¿Empezamos con las cartas? —Propuso la inspectora—. Ve leyéndolas en voz alta. Seguro que tú entiendes mucho mejor la letra y las expresiones —añadió mientras se las entregaba.
—¿En voz alta? —preguntó sorprendido—. Espero ser un buen lector. —Cogió la copa de vino, acabó su contenido de un solo trago, suspiró y dijo para sí mismo un Vamos allá.
Fue leyendo cada una de ellas, deteniéndose en algunos párrafos para levantar la vista y buscar la mirada de Oteiza. Aquellas misivas narraban la dura vida en la cárcel, las penurias pasadas, pero sobre todo eran cartas de amor, donde cada uno de ellos expresaba lo mucho que se echaban de menos, lo mucho que se querían. Cartas en las que soñaban con el momento en que por fin podrían encontrarse, con el momento en que aquella pesadilla terminase. Ella le escuchaba con atención, sintiéndose transportada por su grave voz a la apasionante historia de amor entre sus abuelos. De vez en cuando daba un sorbo a la copa de vino, y le observaba a él; sus reacciones, su emoción contenida al llegar a ciertas partes, su ligera vergüenza al poner voz a los sentimientos expresados en ellas.
Tras finalizar la última, Édouard la dobló cuidadosamente y la volvió a meter en el sobre. Cogió la foto del baile y suspiró.
—Estaban realmente enamorados —añadió sin dejar de mirar la foto. Oteiza había abierto algunas de las primeras que había leído, y las volteaba una y otra vez. Se movió inquieta en el sofá; desdobló las piernas y se incorporó, colocando las cartas sobre la mesa. Édouard levantó la vista y se dio cuenta de que algo ocurría. Empezaba a conocerla lo suficiente para reconocer cuándo conectaba el modo policial.
—¿Qué has visto? —preguntó mientras se desplazaba en el sofá para quedar sentado junto a ella. Esta vez el contacto físico entre sus rodillas no distrajo la concentración de la inspectora. Oteiza sacó todas las cartas de sus sobres y las puso una junto a otra en la pequeña mesa frente a ellos.
—¿Te has fijado en estos pequeños puntos? —contestó señalando con el dedo una de las cartas—. Aparecen a la izquierda de algunas líneas.
—Parecen pequeñas manchas de tinta de la estilográfica.
—Sí, y casi pasan desapercibidas entre otras manchas de la hoja, pero no parecen accidentales. Juraría que están indicando ciertas líneas en concreto. Marcándolas.
—¿En qué estas pensando?
—En que quizás estas cartas llevan más mensajes que lo que se lee a primera vista —contestó mientras se levantaba.
—¿Mensajes ocultos?
—Podría ser —añadió regresando con un bloc de notas y un lápiz en la mano—. Hay muchos sistemas de encriptación: algunos son extremadamente complicados, pero otros son más sencillos. En la Segunda Guerra Mundial se utilizaron sistemas mecánicos, como la maquina Enigma, pero los aliados también utilizaban cifrados manuales como el del Poema o del Libro. Este podría ser un cifrado de Vacío.
—¿Un qué? —preguntó Édouard frunciendo el ceño.
—Es uno de los métodos más sencillos para comunicar un mensaje en clave; funciona al escribir textos en los que sólo unas cuantas letras son válidas para componer el contenido real. El resto de las letras funcionan como rellenos o vacíos hechos de palabras, ocultando el verdadero mensaje.
—¿Y qué marcan esas manchas?
—Las líneas que contienen las letras válidas. Mira —añadió Oteiza acercando una de las cartas—, cogemos la primera línea marcada. Y vamos apuntando la primera letra de cada palabra.
Comenzó a escribir en el cuaderno la sucesión de letras. Aquello formaba un texto totalmente incomprensible.
—Probemos con la segunda letra de cada palabra —exclamó mientras tachaba con energía el primer intento fallido. Lanzó uno de sus pequeños bufidos de frustración al observar que el texto formado seguía sin tener sentido alguno.
—Probemos con la tercera. —Sonrió al comprobar que esta vez, una tras otra, las letras comenzaron a formar palabras, y palabra tras palabra empezaron a surgir las frases. Édouard la miraba escribir totalmente asombrado. Aquello que estaba componiendo en el bloc de notas eran cortas indicaciones de la Resistencia. Algunas estaban relacionadas con movimientos de tropas, otras con consejos de cómo cruzar las líneas de demarcación, y en varias de ellas aparecían fechas de envíos de toneles de vino utilizados para el transporte de personas.
—Parece ser que tu abuelo tenía contacto dentro de la cárcel con otros miembros de la Resistencia. Y estaban bien organizados; seguramente utilizaban estas cartas a sus familiares para transmitir la información de unos grupos a otros.
—Así que aún dentro de la cárcel seguía siendo útil al movimiento —añadió orgulloso Édouard.
—Y a pesar del sencillo sistema de encriptación, parece que los mensajes pasaron totalmente desapercibidos para los alemanes. Seguro que leían todas las cartas, pero no esperarían que bajo las palabras de amor se ocultase tan importante información.
—Fascinante. Buen trabajo inspectora —dijo mientras la empujaba suavemente—. Hoy me está dejando realmente impresionado —añadió en voz baja mientras alargaba el contacto de sus hombros.
Oteiza sintió un leve calor en las mejillas, y luchó contra el deseo de levantar el rostro y mirarle. Sabía que se encontraría con sus ojos, con su aliento, y que no podría disimular lo que la corta distancia entre ambos provocaba en ella. Así que se limitó a sonreír y observarle por el rabillo del ojo.
—¿Seguimos con la lectura del diario? —dijo para romper el silencio que se había creado entre ellos.
—Por supuesto —dijo Édouard separándose de ella. Rellenó las copas de vino y volvió a acomodarse en la esquina contraria al sofá. Oteiza se relajó y con la copa de vino en la mano se recostó en el mullido respaldo.
DeauVille comenzó la lectura. El diario empezaba al inicio de la ocupación; narraba cómo los alemanes se habían apoderado del Château, y cómo ella y sus padres habían tenido que trasladarse a la casa de unos conocidos en Margaux. A veces la narración era continua, día tras día; otras veces saltaba de fecha en fecha con varias semanas de intervalo. Algunas anotaciones eran extremadamente cortas; apenas unas pocas frases. Otras eran extensas y ocupaban varias páginas del cuadernillo.
Llegaron al día en que recibió la noticia de que su prometido había sido encarcelado. Los alemanes habían descubierto una vieja pistola de la primera guerra mundial en un registro de su casa; una pistola estropeada e inservible, pero ese simple hecho había sido más que suficiente para apresarle y llevarle a la cárcel. Las siguientes líneas de la narración dejaban bien claro la rabia y la indignación de su escritora; si ya la ocupación estaba convirtiendo sus vidas en algo triste y sin esperanza, este nuevo revés parecía hundirla más en la pena. La voz de Édouard estuvo a punto de quebrarse cuando puso voz a los sentimientos de su abuela. Desde la inocencia de la juventud, ella no llegaba a entender el sinsentido de la guerra, los reveses del destino, la maldad que se extendía por su país, por todo el continente.
Sin embargo, las siguientes páginas mostraban un inesperado giro en su manera de afrontarlo. Había decidido tomar parte activamente en la lucha dejando la pena y la tristeza a un lado, y comenzaba a describir las acciones que realizaba para la Resistencia. El envío de la información de los pedidos de vino, la ocultación de las familias judías que les había relatado Monsieur Chavenon, la falsificación de documentos, los envíos clandestinos de suministros de armas, todo estaba perfectamente descrito y detallado.
De repente Édouard se incorporó en el sofá.
No he conseguido salvarlas. Ni a las botellas ni a Edward.
Los ojos de DeauVille estaban abiertos como platos.
—¿Las botellas? ¿Y Edward? Tu nombre… ¿pero escrito en inglés? —preguntó rápidamente Oteiza.
Él asintió con la cabeza antes de seguir leyendo.
Pido a Dios que me dé fuerzas para seguir adelante, y para poder escribir todo lo que ha acontecido en las últimas semanas. A mediados de diciembre recibí una comunicación de la Resistencia. Debía reunirme con mi contacto al caer la tarde en las lindes de Château Margaux. Acudí en mi bicicleta, y esperé, como siempre, oculta entre los árboles. Apareció un pequeño motocarro que enseguida reconocí, y de él salió Lucien Detouché, el panadero del pueblo, que también es colaborador. Me comunicó que tenía que encargarme de algo muy importante. Abrió el compartimento del motocarro y sacó a un joven, rebozado en migas de pan, vestido con ropas raídas que le quedaban grandes. Es un aviador americano —me dijo—. Han derribado su bombardero y tanto él como sus compañeros han saltado en paracaídas. Tenemos que ocultarlos hasta que tracemos un plan para llevarlos hasta la frontera con España. Tú te encargas de esconder a este. —Me empezó a entrar un sudor frío. ¿Qué iba a hacer con él? No podía llevarle a casa, bastante apretados estábamos ya, y no teníamos ninguna habitación donde cobijarlo. Aquel chico, que parecía ser de mi misma edad, me miraba, parado en mitad del camino, mientras el panadero se alejaba, y yo seguía preguntándome dónde iba a ocultarle.
Édouard se detuvo para coger la copa de vino y dar un sorbo. Cogió aire y miró a Oteiza. Esta asintió con la cabeza y el francés reanudó la lectura.
Caminamos por entre los viñedos, huyendo de los caminos principales, y le dejé en el que me pareció el lugar más adecuado de las cercanías: un destartalado cobertizo en el que se guarda el heno de los caballos. Como apenas queda heno, está prácticamente abandonado, y apartado del pueblo y de las patrullas alemanas. Y apenas hay un kilómetro de distancia hasta mi casa.
Allí le dejé, oculto en el sobrepiso. Hacía mucho frío, pero esa noche no podía llevarle mantas, así que tuvo que pasarla con la paja como única protección ante las bajas temperaturas. A la mañana siguiente, le llevé ropa de abrigo, pan y algo de salchichón, que devoró rápidamente. El chico no hablaba francés, y yo no tenía ni idea de inglés, así que intentábamos entendernos por gestos. Le dije que no podía salir de allí, que tenía que estar en absoluto silencio, que mantuviera todo recogido y que si oía acercarse a alguien, se ocultase entre la paja. Era difícil saber si me entendía, pero asentía con la cabeza y me sonrió cuando me despedí.
Los siguientes días le hice una visita a la mañana para llevarle algo de comer, y otra al caer la tarde, en la que me quedaba un rato para hacerle compañía. Me llevé unas hojas de papel y un lápiz, y empezamos a dibujar cosas, y con ese juego fuimos aprendiendo las palabras básicas en el idioma del otro. Me contó que se llamaba Edward, que era de Nueva York, de un sitio llamado Brooklyn, que tenía 20 años, y que era su primera misión en el bombardero. A ratos nos reíamos con los garabatos que hacíamos; ni él ni yo éramos buenos dibujantes, y nuestra pronunciación de las palabras era muy mala, pero nos entendíamos. Edward me cayó muy bien. Se veía a la legua que era un buen chico.
Y así fueron pasando las dos primeras semanas. La Resistencia me comentó que aún tendría que pasar allí algunos días más, varios miembros habían sido descubiertos por la Gestapo y aún no estaba preparado el plan para llevarle hasta la frontera.
El día de Nochebuena estuvo muy triste. Las dos semanas de estar allí solo, aislado, empezaban a pasarle factura, pero aquel día no pudo contener las lágrimas. Se acordaba de sus padres, de su hermana pequeña, y también se angustiaba por no saber qué habría sido de sus compañeros derribados. Yo hice lo que pude para consolarle; intenté darle esperanzas, le dije que todo iba a salir bien, que dentro de unos años recordaríamos todo esto como algo muy lejano. Ni siquiera yo me lo creía, pero intenté que no se me notase. Él me sonreía, y me daba las gracias, con aquel merci beaucoup que tan raro sonaba con su acento americano. El día de Navidad le llevé una botella de vino. Me dijo que nunca lo había probado. Bebimos un poco, y le gustó mucho. Y por un rato, olvidamos la guerra, sólo fuimos dos jóvenes riendo y diciendo tonterías.
DeauVille se detuvo y cambió de postura en el sofá. Se inclinó hacia adelante y se apoyó en sus propias rodillas, mientras pasaba una nueva página del cuadernillo.
—El sábado pasado acudí al pequeño mercado del pueblo, para intercambiar unas botellas de vino por verduras y huevos con algunos granjeros. De repente se formó un pequeño jaleo; la gente comenzó a caminar hacia la plaza del ayuntamiento. Pregunté qué ocurría, y me dijeron que los alemanes habían apresado a un soldado extranjero. El corazón me dio un vuelco. Caminé hacia la plaza, y llegué cuando un grupo de soldados estaba bajando de un camión. Y entre gritos y empujones, vi cómo sacaban a alguien de la parte trasera. Era Edward.
Empecé a temblar. Me oculté entre el gentío que se empezaba a acumular, y tuve que hacer un gran esfuerzo por no empezar a llorar, porque había un oficial alemán que no dejaba de mirarnos con sus glaciales ojos. Sin duda estaba observando nuestras reacciones, sabían que alguien del pueblo había tenido que ayudarle a permanecer oculto en el cobertizo. La patrulla de soldados colocó a Edward junto a un muro, atado de manos. El pobre chico tenía la mirada perdida, estaba muerto de miedo.
El oficial alemán empezó a gritar. No sé ni lo que dijo. Yo ya no escuchaba nada. Sólo podía mirar a Edward. La patrulla de soldados formó una línea a pocos metros del chico, y le apuntaron con sus armas. Y entonces Edward levantó la vista y miró hacia donde yo estaba. Y se me quedó mirando. Y vi una lágrima resbalar por su mejilla, y algo dentro de mí se rasgó, se rompió para siempre. Cuando sonó el estruendo de los disparos cerré los ojos. Agaché la cabeza y no volví a mirar. Sólo escuché, segundos después, el sordo sonido de su cuerpo al caer al suelo.
Apreté los puños, aguanté como pude, porque aún notaba sobre nosotros la mirada del oficial. Se oían susurros, insultos contra los alemanes dichos en voz baja. Cuando la gente comenzó a caminar, me escabullí entre varias personas que regresaban al mercado. Seguí caminando hacia la salida del pueblo, y al llegar a los viñedos comencé a correr. Corrí y corrí entre las hileras de parras, hasta que me quedé sin aire, y entonces caí al suelo, y lloré. Lloré como nunca antes lo había hecho. Me sentí desgarrada por el dolor. Apreté con fuerza la tierra, la estrujé entre mis manos, hasta que las piedras se clavaron en mis palmas.
No sé cuánto tiempo estuve allí, pero cuando regresé a casa me encontré a mis padres fuera, junto con sus amigos, los propietarios de la casa, mirando hacia el interior. Mi madre me abrazó al llegar. Entonces vi un camión alemán aparcado al inicio del camino. Y empecé a oír ruidos dentro; cómo tiraban cosas, cómo rompían cristales. Tras haber encontrado a Edward, habían comenzado a registrar una por una todas las casas de la zona. Al poco rato salió un soldado alemán con una caja debajo del brazo. Reconocí lo que era. Eran las botellas que me había entregado la Resistencia para que las guardase. Le enseñó la caja al oficial al mando, y se la entregó. Este la abrió y sonrió. Se acercó a nosotros con ella bajo el brazo, e irónicamente nos dijo en un pésimo francés: «El Mariscal Göring agradece su regalo, se lo entregaré en persona cuando le vea la próxima semana».
Estoy hundida. Le he fallado a la Resistencia. Le he fallado a Edward.
DeauVille dejó de leer. Cerró el cuadernillo y bajó aún más el rostro. Seguía con los codos apoyados en las rodillas, y la mirada fija en el suelo. Oteiza se movió y se sentó pegada a él.
—¿Hay algo más escrito? —preguntó en voz baja.
Édouard negó con la cabeza y le entregó el diario. Aquello había sido la última anotación.
—Fue tu abuela quién sugirió que te pusieran de nombre Édouard ¿verdad?
DeauVille asintió en silencio. Oteiza movió la mano y la dejó sobre el antebrazo de él. Apretó ligeramente. Él se inclinó buscando de nuevo el contacto de sus hombros. Ella no se movió. No se hubiera movido por nada del mundo.