Édouard no dejaba de mirar las botellas. De pie frente a ellas, apoyado con ambas manos en la encimera de la cocina, seguía inmóvil, sopesando la idea de abrirlas. Llevaban más de veinte minutos debatiendo sobre ello. El primer examen de las etiquetas no había dado ningún resultado: eran total y absolutamente idénticas a las que Château Chavenon utilizaba desde el siglo XIX. Oteiza las había estudiado milímetro a milímetro, con lupa y linterna, buscando diferencias, algún carácter extraño, alguna diferencia en el dibujo del palacio, algún pequeño símbolo criptográfico, pero todo parecía ser frustrantemente normal.
El vidrio de la botella no tenía marca identificativa alguna. Según le había explicado Édouard, las botellas actuales llevaban en la base el logotipo del fabricante, números con la capacidad en mililitros, y ciertos pequeños círculos grabados para su identificación y manejo en los procesos de la cadena de producción. Las antiguas solían llevar sólo un pequeño símbolo del taller que las fabricaba, pero estas estaban totalmente vírgenes. DeauVille observó que las pequeñas líneas en el borde de la base no eran totalmente uniformes, concluyendo que eran botellas artesanales, quizás realizadas a mano por un artesano vidriero. El color era verde, y bastante translúcido, lo que indicaba que eran anteriores a la guerra. La falta de suministros había hecho que la calidad del vidrio disminuyese durante la ocupación, dando resultado a botellas más opacas y de tonos marrones.
Vistas al trasluz de una fuerte lámpara, su contenido parecía ser líquido, y con la misma densidad que el vino. No había objetos en su interior. La báscula mostró que pesaban lo mismo que otras botellas de vino llenas.
—Tenemos que abrirlas. —Édouard levantó la vista de las botellas al escuchar la voz de la inspectora—. Es la única manera de poder analizar el líquido que contienen.
Le mantuvo la mirada unos segundos. Y después volvió a bajarla a las botellas.
—Las hemos analizado externamente hasta el más mínimo detalle y no tienen nada fuera de lo habitual. Tiene que ser su contenido. Como en aquella película de Hitchcock. —DeauVille volvió a mirarla con gesto de no saber de qué estaba hablando—. Aquella de Cary Grant e Ingrid Bergman. Las botellas de vino escondían uranio. No me digas que no has visto Encadenados.
Édouard negó con la cabeza y Oteiza lanzó un profundo suspiro.
—O puede ser que el corcho lleve algún mensaje escrito. Hay que abrirlas —volvió a insistir la inspectora.
El francés bajó la cabeza, cerró los ojos, cogió aire y tras unos instantes levantó el rostro para mirarla con gesto serio. Caminó unos pasos hasta el armario y regresó a la encimera con una caja forrada en cuero. Abrió la tapa mostrando todo un kit de instrumentos cromados. Extrajo uno de ellos y lo colocó sobre la corona de la botella. Lo giró unas cuantas veces y extrajo la pequeña tapa metálica con un corte limpio. La miró y se la pasó a Oteiza, que permanecía sentada al borde contrario de la isla central de la cocina. El interior de la corona tampoco mostraba absolutamente nada.
Sumergidos en un silencio sepulcral, Édouard extrajo de la caja un enorme abridor con un extraño diseño que Oteiza nunca había visto antes. Lo colocó sobre la botella, accionó una palanca hacia adelante, y al volver a moverla a su posición inicial, el corcho salió suave y dócilmente. Otro movimiento de la palanca y el corcho cayó sobre la encimera.
La inspectora se levantó de la silla y caminó hasta colocarse al lado del francés, mientras este atrapaba el corcho entre los dedos y empezaba a examinarlo. Se lo acercó a la nariz para olerlo, y volvió a mirarlo con detenimiento.
—No hay nada fuera de lo normal. Ni siquiera tiene indicación de procedencia. Y está en muy buen estado para los años que tiene —exclamó mientras se lo entregaba a Oteiza.
Mientras la inspectora examinaba el corcho, Édouard acercó una copa e inclinó la botella hasta llenar un tercio. El color era de un profundo granate, y su textura era similar a la del vino. Levantó la copa y comenzó a moverla, haciendo girar el líquido en su interior. Aproximó la nariz y olió el interior. Oteiza no dejaba de mirarle atentamente. Cuando hizo el amago de acercársela a los labios, la inspectora le detuvo poniendo la mano en su antebrazo.
—No deberías hacer eso. No sabemos qué contiene. Habría que analizarlo en un laboratorio. Podría ser algo tóxico.
Édouard le mantuvo la mirada unos segundos. Volvió a agitar el interior en la copa, y decidido, dio un sorbo. Cerró los ojos. Oteiza aguantó la respiración.
Tras saborearlo, lo tragó. La inspectora observó el movimiento de su nuez al hacerlo, y se quedó mirándole, expectante.
—No has probado un Cabernet Sauvignon como este en tu vida —terminó por decir Édouard con una amplia sonrisa. Oteiza soltó el aire que había estado conteniendo.
—Ya te vale —dijo dándole un codazo—. Probarlo ha sido un riesgo innecesario. ¿Y si contiene algún tipo de veneno y caes aquí mismo fulminado?
DeauVille hizo un teatral gesto poniéndose la mano en el pecho y torciendo el rostro con una mueca de angustia.
—Lo que contiene es única y exclusivamente un vino excelentemente envejecido —añadió después divertido—. No hay trazas ni de olores ni de sabores extraños.
—Muchos venenos no pueden detectarse con el sabor ni el olor.
—¿Y para qué iba la Resistencia a incluir veneno en estas botellas? Si fuera para entregárselas a la jerarquía nazi, podría ser. ¿Pero iba a incluirlo para que las guardasen los viticultores? Su secreto no es, desde luego, el líquido que contienen.
—¿Y si no fuera veneno, pero sí algún químico metido dentro del vino?
—Anne, en serio, esto es sólo vino. Un vino excelente, pero sólo eso. Vino. Créeme. A mi olfato no se le engaña fácilmente —dijo tocándose la nariz—. ¿Quieres probarlo? —terminó preguntando con una sonrisa.
La inspectora negó con la cabeza y soltó un bufido de frustración. Por fin tenían en su poder dos de las botellas objetivo, pero volvían a estar en otro callejón sin salida. Cogió la copa y olisqueó su contenido. Las enviaría al laboratorio de la Comisaría para confirmar que no había ningún otro componente, pero todo parecía indicar que Édouard tenía razón.
Volvió a sentarse en el taburete y apoyó la cabeza en las manos.
—Se nos está escapando algo. Tiene que haber algo que las relacione. Quizás no sean las botellas sueltas, quizás haya que reunirlas todas. Pero ¿para qué?
Édouard no contestó. Volvió a coger su instrumental, retiró la corona de la segunda botella y extrajo el corcho. Vertió el líquido en una nueva copa y repitió el proceso.
Oteiza levantó la cabeza y le miró expectante.
—Más de lo mismo. El corcho no tiene nada impreso, y el líquido es otro excelente Cabernet Sauvignon de finales de los años treinta.
La inspectora volvió a soltar otro bufido y se levantó de la silla, comenzando a caminar en círculos por la cocina. Édouard sacó un nuevo instrumento, lo colocó sobre la primera botella y accionó la cromada palanca una y otra vez.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Oteiza deteniéndose.
—Extraer el aire y volver a sellarlas al vacío.
—¿Para que no se produzca oxidación?
—Me encanta que estés atenta en clase —pronunció el francés mirándola traviesamente.
Oteiza se mordió el labio para contener esa sonrisa que ya se le escapaba. Y reanudó su caminar por la cocina.
—Cuando tu abuela murió, ¿encontrasteis algo entre sus pertenencias? ¿Algún documento? ¿Algo de la época de la guerra?
—No lo sé. Tras su muerte no tuve las agallas de recoger su ropa y sus objetos personales. Fue Ève quien se encargó de guardar todo en un viejo baúl que mi abuela tenía en su habitación, y lo mandó subir a la buhardilla del Château.
—Pues deberíamos echar un vistazo. Si participó tanto con la Resistencia como comentó Monsieur Chavenon, puede que guardase algo de aquellos años; algo que pasó desapercibido para vosotros pero que ahora podría darnos alguna pista sobre estas botellas.
Si la hubiesen dejado sola en aquel inmenso espacio, Oteiza no habría sabido por dónde empezar. La buhardilla estaba repleta de muebles antiguos tapados con sábanas, cajas de cartón, cuadros apilados unos juntos a otros, y objetos tan extraños y dispares como lámparas de art decó y un par de maniquíes sin cabeza y forrados de terciopelo rojo. Tanto el techo como las paredes estaban inclinados, reproduciendo la forma externa del tejado. Cada pocos metros había una pequeña ventana bajo cuyos rayos de luz brillaban cientos de partículas de polvo en suspensión. Había un profundo olor a madera, al paso de los años, al peso de la historia.
Édouard comenzó a retirar cajas y sábanas, abriéndose camino hasta un enorme baúl de madera rojiza.
—Es este —pronunció señalándolo con la mano—. Estuvo siempre en el dormitorio de mi abuela, y Ève me ha confirmado por teléfono que metió aquí dentro todos sus objetos personales.
Oteiza se agachó para mirarlo de cerca. Pasó la mano por la suave madera, pero al agarrar del tirador metálico para levantar la tapa, se detuvo y miró a Édouard.
—Sé que no va a ser fácil enfrentarte a todo lo que haya aquí. Esto va a ser como destapar la caja de los recuerdos.
Édouard se puso de cuclillas a su lado y suspiró.
—Vamos allá —dijo poniendo también la mano en el tirador para ayudarla a levantar la pesada tapa.
Lo primero que vieron fue multitud de prendas de ropa escrupulosamente dobladas. Chaquetas de punto, faldas de todo tipo de tejidos, y varios abrigos de paño. Fueron extrayéndolas del baúl, dejándolas en el suelo con cuidado. DeauVille se detenía al observar alguna de las prendas, sin duda rememorando en su memoria la imagen de su abuela vestida con aquella ropa. Oteiza sintió un escalofrío al ver aparecer una gabardina. Se quedó quieta mirándola; Édouard se dio cuenta y se apresuró a sacarla y dejarla sobre el resto de las prendas. Dos alargadas cajas de cartón mostraron en su interior vestidos de noche de satén y seda. Otra caja cuidadosamente embalada en papel de estraza contenía el antiguo vestido de novia, de sencillo diseño pero decorado con bellos bordados.
—Ève me dijo que mucha de su ropa fue donada; sólo se guardó aquello que había sido especial para ella —añadió Édouard mientras pasaba los dedos por la tela del vestido de novia.
En el fondo del baúl, aparecieron pequeñas cajas con artículos de tocador. Un vacío joyero chino que emitió una lenta y suave melodía al ser abierto, un juego de cepillos de pelo bañados en metal, y varias pinzas y peinetas de nácar. Pero después no apareció nada más que la áspera tabla de madera que cubría el fondo de baúl. Allí no había documentos ni nada que fuera de ayuda.
Oteiza se sentó en el suelo, colocó los brazos alrededor de las rodillas y se quedó mirando el viejo mueble. Édouard seguía examinando el joyero chino, abriendo cada uno de sus minúsculos cajoncitos, mientras una figurita de porcelana giraba sobre sí misma al compás de la suave melodía.
Quizás DeauVille tenía razón; quizás su abuela había querido olvidar, y había destruido todo aquello que le recordase aquella época oscura. Pero por muy dolorosos que sean los recuerdos, todos guardamos algo. Tenía que haber guardado algo.
Un pensamiento se fue formando en la mente de Oteiza; de repente viajó al otoño de 2006, cuando trabajó en la desaparición de un viejo códice benedictino. El encargado de mantenimiento lo había sustraído, pero, por miedo a ser descubierto, lo había escondido dentro de la sacristía. Meses después, cuando todas las investigaciones apuntaban a él, no aguantó la presión y terminó por confesar. Estaba guardado en un cajón oculto en la parte baja del baúl donde el sacerdote guardaba sus hábitos eclesiásticos.
Se movió rápidamente y se agachó para mirar el frontal del baúl. En su parte baja tenía una cenefa decorativa con un intrincado patrón floral. Un trabajo de ebanistería realizado con una fineza exquisita. Comenzó a pasar los dedos por cada uno de los dibujos; Édouard dejó el joyero y se agachó a su lado.
—¿Qué buscas? —le preguntó.
—Te lo diré cuando lo encuentre. Los baúles de principios de siglo solían tener una característica muy habitual en ellos.
—¿Y cuál es?
Oteiza no le contestó. Siguió acariciando la madera hasta que bajo sus yemas percibió un suave cambio de nivel. Coincidía con una flor, el contorno de un edelweiss grabada en el centro de la cenefa. Apoyó el dedo en el centro de la flor, y apretó. La pequeña pieza de madera se hundió y sonó un crujido. Y la cenefa se desplazó hacia fuera un par de milímetros.
Oteiza sonrió y miró a un asombrado Édouard que no podía separar la vista del baúl. Tiraron con cuidado de la pieza de madera, sacando de la base del mueble un fino cajón. En su interior, aparecieron un grueso sobre de papel, un pequeño grupo de cartas, un cuadernillo de tapas de cuero cerrado con una goma elástica y una vieja edición de Los Tres Mosqueteros, de Alejandro Dumas.
—Inspectora Oteiza, tengo que reconocer que me ha dejado usted realmente sorprendido.
—Gajes del oficio —contestó sonriendo—. Volvamos a guardar la ropa y bajemos a la biblioteca para estudiar esto con detenimiento.
Édouard retiró de la mesa de la biblioteca todos los libros de ingeniería agrícola y los planos del viñedo que aún descansaban sobre ella. Cuando cogió el libro de Baudelaire dudó unos instantes, y bajo la disimulada pero escrutadora mirada de Oteiza caminó hacia la estantería de poesía y lo introdujo entre los otros ejemplares.
La inspectora se sentó en la silla y depositó sobre la mesa el sobre, las cartas, el cuadernillo y el libro de Alejandro Dumas. Édouard se quedó de pie a su lado, inclinado sobre la mesa, atento a los suaves movimientos con los que Oteiza comenzó a abrir el sobre y extraer los papeles que estaban en su interior. Escritos a mano, seguramente a tinta, con una letra inclinada y una perfecta caligrafía, aparecían una serie de documentos sobre pedidos de vino.
—Mira lo que pone aquí —exclamó DeauVille—. Son anotaciones de los pedidos de la Wehrmacht; indican el número de botellas solicitadas, y los lugares a donde debían ser enviados.
—Que seguramente tu abuela entregó a la Resistencia para que pudieran intuir con ellos los movimientos de tropas del ejército alemán —añadió Oteiza mientras seguía mirando los documentos—. ¿Qué es el STO? —preguntó a Édouard señalando otra de las hojas. El francés la cogió y se acercó a la ventana para observarla con más luz.
—Según lo que puede leerse en el pequeño matasellos, es del Service du Travail Obligatoire. Parece que los alemanes querían reclutar a los trabajadores del viñedo para obligarlos a trabajar en fábricas de munición en Alemania. Hay un listado con un montón de nombres, y algunos apellidos me resultan familiares.
—Tiene sentido, porque mira esto —añadió Oteiza mostrándole varios documentos de identidad. Algunos estaban duplicados, y tenían en blanco la zona de la fecha de nacimiento—. Creo que tu abuela falsificó las fechas de muchos de sus trabajadores para que parecieran más jóvenes y no fueran reclutados.
—Son varios de los que aparecen en el listado —confirmó Édouard comparando los nombres y apellidos.
—Y mira estas anotaciones hechas a lápiz. Indica una fecha y el recorrido de un tren con trabajadores del STO que salía de Burdeos dirección a Munich. Y debajo, estas líneas repletas de números. —Oteiza señaló con el dedo—. Son lo que parece ser la misma información pero después de ser encriptada.
—Intentó salvar a los que pudo falsificando los documentos. Pero no pudo hacerlo con todos. ¡Así que envió la información del viaje a la Resistencia para que interceptase el tren! —exclamó Édouard.
DeauVille no salía de su asombro. Desde que Monsieur Chavenon le había revelado esta desconocida faceta de su abuela, había estado preguntándose hasta qué punto podía haberse implicado con la Resistencia. Cada documento que salía de aquel viejo sobre marrón parecía confirmar su total y absoluta determinación por apoyar la causa.
Édouard estaba cada vez más orgulloso de su abuela. Acercó otra silla y se sentó en la mesa frente a Oteiza.
Del viejo sobre siguieron saliendo notas escritas a mano. Coordenadas de longitud y latitud para lanzamientos de suministros en paracaídas, información sobre destacamentos alemanes, mezclados también con documentos oficiales del Tercer Reich donde se indicaban los precios obligatorios a imponer a las botellas de vino vendidas a la Wehrmacht.
Cuando terminó de extraer el contenido del sobre, Oteiza se centró en el paquete de cartas. Soltó el nudo del cordón que las mantenía unidas, y leyó el destinatario y el remitente.
—Édouard.
Él levantó rápidamente la vista. Era imposible no hacerlo cada vez que le llamaba por su nombre propio.
—¿Tu abuelo estuvo en la cárcel durante la ocupación? —Oteiza se quedó esperando una respuesta, pero el francés se había quedado mudo, mirándola con ojos asustados—. Creo que estas son cartas entre tus abuelos, y la dirección es de una cárcel de Fresnes, cerca de París —añadió entregándole una de ellas.
Édouard la miró y asintió con la cabeza.
—No tenía ni idea.
—Y este cuadernillo… parece un diario personal suyo. ¿Reconoces la letra?
—Sí, es la suya —respondió Édouard tras abrirlo. Resopló y se recostó en la silla mientras pasaba las páginas. Allí había mucha información, allí había una importante parte de la historia, de su historia familiar. Las botellas, la Resistencia, aviadores derribados, su abuelo, la cárcel. Empezó a sentirse abrumado.
—¡Hey! —exclamó Oteiza para llamar su atención—. Paso a paso, ¿de acuerdo? —añadió tras percibir su aturdimiento—. ¿Tienes hambre?
Édouard se sorprendió ante la pregunta.
—Tenemos trabajo para toda la tarde. Comamos algo y después nos ponemos a leer con tranquilidad las cartas y el diario. Seguro que es lo que buscaban cuando revolvieron tu despacho —dijo la inspectora mientras se ponía en pie y comenzaba a caminar hacia la cocina—. Piensas mejor con el estómago lleno, ¿no? ¡Y elige un buen vino! —La voz de Oteiza resonó ya desde el fondo del pasillo, provocando una inmediata sonrisa en el rostro de DeauVille.