24

Édouard se sirvió la tercera taza de café; necesitaba activarse después de las pocas horas que había dormido. Se había quedado despierto esperando el regreso de Oteiza; mientras leía en la cama escuchó la llegada del coche por el camino de tierra, y se levantó cuando la oyó cerrar la puerta de entrada.

Había estado a punto de salir a su encuentro, pero se quedó junto a la puerta de la biblioteca; creyó escuchar cómo ella se detenía al otro lado, unos instantes, antes de seguir hacia las escaleras. Puso la mano en el picaporte, sintió la tentación de seguirla. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para contenerse. Era ella quien debía marcar el ritmo. Era ella quien debía decidir el tempo.

Intentó conciliar el sueño, pero no pudo. Después de tres días sin separarse apenas, la había echado mucho de menos durante la tarde y la noche. Demasiado. Se imaginó a Bertrand volviendo a llamarla Anne, volviendo a cogerle la mano, volviendo a tocarla. Y se sorprendió de no poder soportarlo. Notó la rabia correr por sus venas. Miró al techo; apenas les separaban unos metros, pero la distancia entre ellos cada vez se le hacía más insostenible.

Cuando por fin se durmió, se durmió pensando en ella. En su cuerpo. En sus labios. En sus largas piernas. Pero sobre todo en ella. En ella entre sus brazos.

—Perdona el retraso —exclamó Oteiza mientras se sentaba a la mesa—. Sofía me ha entretenido enviándome algunos mensajes.

—Tranquila, no hay prisa. ¿Y qué se cuenta Sofía?

—Contar, cuenta poco. Preguntar, mucho.

—¿Tanto le interesa la investigación?

—Parece que sí —mintió Oteiza. A Sofía le seguía interesando más su vida sexual. La de los dos.

—En cuanto termines el desayuno iremos a Château Chavenon. ¿Qué tal ayer? ¿Pudiste avanzar en la Comisaría?

—No demasiado. Bertrand había descubierto algo más sobre el personaje misterioso, pero tampoco nos ha servido de mucho.

—¿Algo más? —preguntó Édouard frunciendo el ceño.

—Sí, pero información antigua, de hace diez años.

DeauVille se quedó mirándola, esperando que continuase. Pero no lo hizo. Y él no se atrevió a preguntar más.

—Quizás no sea de mi incumbencia pero… ¿de qué conoces al agente Bertrand?

—Trabajamos juntos hace dos años. Vino a Madrid para colaborar en la investigación del robo de un cuadro del Museo de Lyon.

Édouard volvió a esperar su continuación; sin duda quería saber mucho más; cuánto tiempo habían trabajado juntos, si habían vuelto a encontrarse después, si mantenían el contacto; pero Oteiza parecía ser muy parca en explicaciones a la hora del desayuno.

Château Chavenon resultó ser otra belleza palaciega. Situado en el municipio de Saint-Estèphe, era de similar arquitectura a Château DeauVille, pero toda su fachada estaba cubierta por hiedras trepadoras que ascendían desde el suelo y envolvían el edificio en un aire misterioso. Christine salió a recibirles, y volvió a saludar a Édouard con uno de sus amistosos abrazos. Mientras olía su caro perfume, él pudo ver el gesto de Oteiza. Había fruncido el ceño y apartado la vista, siguiendo con la mirada el recorrido de las hiedras.

—Mi abuelo os espera en el salón —añadió la enóloga mientras les guiaba por el interior del Château.

El anciano les recibió sentado en un sofá individual de cuero marrón; vestido con un batín de cuadros y las mangas remangadas, se disculpó por no levantarse.

—La diálisis me deja muy cansado —añadió.

Oteiza pudo ver en sus antebrazos los amoratados bultos que indicaban que le habían colocado varias vías recientemente.

Édouard hizo las presentaciones, y tanto ellos como Christine se sentaron en los sofás junto al anciano.

—Daniel, estuvimos en Château Ribet y nos contaron cómo ayudaron a la Resistencia ocultando a gente en los toneles. Nos dijeron que si queríamos saber más historias sobre la Resistencia, acudiéramos a ti.

El anciano rio.

—Bueno, yo hice lo que pude en su momento. Cuando llegaron los alemanes, nos dimos cuenta de que la ocupación iba para largo. Después de los saqueos, empezaron a infectar todos los aspectos de nuestra vida. Las carreteras bloqueadas, el racionamiento, los toques de queda… Los cines sólo proyectaban noticiarios alemanes; se prohibieron las películas americanas, y escuchar jazz americano también estaba prohibido.

El anciano se veía obligado a detener su narración cada pocas frases para coger aire.

—Todos empezamos nuestra propia Resistencia; al principio hacíamos pequeños gestos de desafío: si un turista alemán nos preguntaba por una dirección, le mandábamos a la otra esquina de la ciudad. Si nos daban una orden en la calle, fingíamos no haberla entendido. Empezamos a escuchar en la clandestinidad la BBC británica. Otros eran mucho más sutiles e imaginativos, como tu abuela y sus primas.

—¿Mi abuela? —preguntó sorprendido Édouard.

Daniel sonrió antes de continuar.

—Durante la ocupación se nos prohibió hacer cualquier tipo de celebración el 14 de Julio, la fiesta nacional. No debía ondear ni una sola bandera tricolor. Pero el primer año tu abuela tuvo una gran idea para celebrarlo: Se vistió con un vestido azul, y sus primas con un vestido blanco y uno rojo. Y salieron a caminar por las calles de Burdeos, agarradas del brazo. Se pasearon orgullosas, bulevar arriba y bulevar abajo, justo bajo las narices de las autoridades. ¡Conservemos viva la llama de nuestra cólera, pero mostrando una indiferencia elegante y exquisita! decía siempre.

Édouard sonrió. Aquel gesto, aquella frase, eran desde luego de su abuela. Miró al suelo, intentando disimular la emoción que sentía; el orgullo del nieto descubriendo una muestra más de la rebelde valentía de su abuela.

—Christine, por favor, trae una botella de vino y unas copas para nuestros invitados. —La enóloga asintió y salió de la habitación.

—A medida que fue pasando el tiempo nos vimos obligados a tomar más partido. Dejábamos que nuestras propiedades fueran utilizadas para el lanzamiento nocturno de paracaídas con cajas de suministros, de armas y de dinero para la Resistencia. Los alemanes patrullaban por los campos, y más de una vez lo descubrieron. Los Lobos, que era así cómo les llamábamos, no se andaban con tonterías. Te fusilaban allí mismo, en el viñedo, y después incendiaban la casa y las viñas.

Christine regresó con una botella de vino sin etiqueta.

—Probadlo vosotros que podéis, yo lo tengo prohibido. Hacerse viejo es algo a lo que te acabas acostumbrando, pero no poder beber vino es horrible.

—Puedo hacerme a la idea —contestó Édouard.

Oteiza intentó hacer lo que DeauVille le había enseñado: primero inspiró los aromas del vino; le costó mucho identificar algún olor, pero terminó captando frutas rojas y un toque a algo quemado, como a café. Cuando lo probó le pareció menos denso que el vino de la otra noche, y el eco del sabor fue mucho más corto. Cuando subió la copa para mirar el color, vio por el rabillo del ojo cómo la enóloga estaba observándola fijamente. Sintió vergüenza y rápidamente dejó la copa sobre la mesa.

—¿Qué le parece el vino inspectora? —preguntó Christine.

¿Y qué voy a decir yo delante de tanto experto?

—Es de los que embotellasteis hace pocos meses ¿verdad?

Édouard lanzó rápido la pregunta. Oteiza agradeció su maniobra de distracción; había conseguido alejarla del centro de atención.

—Así es —contestó Christine—. ¿Qué te parece?

—Me gustan esas notas licorosas, esos toques de toffee y tostados, la fruta roja, y ese fondo anisado. Buena acidez, pero algo justo de recorrido, ¿no?

La enóloga seguía sonriendo, pero Oteiza juraría haber visto tensión en su mandíbula. Parecía que Édouard le había dado donde más le dolía.

—Bueno, seguro que después de reposar en la bodega un cierto tiempo no opinas lo mismo.

Oteiza se encontró con la mirada de DeauVille. Y en sus ojos vio un gesto rápido y apenas perceptible; un amago de guiño cómplice e íntimo.

—Pero Daniel, por favor, continúa. ¿Qué más hicisteis para apoyar a la Resistencia? —preguntó Édouard volviendo a dirigirse al anciano.

—Los primeros meses ayudamos a ocultar a familias judías. Sabíamos que si los alemanes les encontraban, los iban a detener. A esas alturas de la guerra aún no sabíamos de la existencia de los campos de concentración ni de las atrocidades cometidas en ellos, pero ya intuíamos que estaban en grave peligro si eran apresados. Nuestra bodega tenía varios pasillos que terminaban en un sótano debajo del Château. Les ocultamos allí, construyendo un muro que tapiaba la entrada. Les pasábamos provisiones por las pequeñas ventanas que quedaban ocultas tras los setos. Pero tras unas semanas, vimos que la situación se volvía insostenible: había que sacarles de allí y ayudarles a escapar. Les pedimos que aguantasen un poco más mientras pensábamos un plan; cuando alguna patrulla alemana venía al Château, les advertíamos: debían de estar en silencio; el más mínimo sollozo de uno de los niños podía ponerles a todos en peligro. Finalmente un día les dimos la buena noticia: la Resistencia había conseguido documentos de identificación falsos para todos ellos, y unos pasajes en un barco que salía del país. Una noche oscura, varios miembros de la Resistencia llegaron en dos coches, se quedaron al otro lado del viñedo, con los faros apagados. Me escabullí por detrás de los setos y les di la señal a través de la trampilla. Ya estaban preparados. Silenciosamente empezaron a sacar las maletas por las pequeñas aberturas, antes de salir ellos mismos a gatas. Les acompañé por el terreno y las viñas. Junto a los coches les susurraron que iban a llevarles hasta Bayonne, cerca de la frontera con España, donde iban a poder subir a bordo en el último barco que partía hacia Argentina. Se montaron apretados en los vehículos, y se alejaron, lentamente, con los faros aún apagados, por el camino de tierra entre los viñedos. Aquello quedó grabado en mi recuerdo: aquellos coches alejándose mientras yo rezaba porque no hubiera esa noche ninguna patrulla en la zona.

—¿Consiguieron escapar? —preguntó Oteiza.

—Sí, pero no lo supe hasta años después de la guerra, cuando recibí una carta suya desde Argentina. Vivían en una ciudad llamada Rosario. Me embargó una gran emoción; habían conseguido sobrevivir e iniciar una nueva vida en otro país. El riesgo que corrimos al ocultarles y ayudarles a escapar había merecido la pena. El día que recibí la carta llamé a tu abuela y juntos abrimos una botella de la cosecha del 45 para celebrarlo.

—¿Con mi abuela? —preguntó extrañado Édouard. El anciano sonrió y esperó unos segundos antes de continuar.

—Tu abuela no te contó nunca nada sobre la guerra, ¿verdad?

DeauVille negó con la cabeza.

—Ella también colaboró con la Resistencia, desde los inicios de la ocupación. Por entonces era novia de tu abuelo, aún no se habían casado. Él era un idealista; tenía varios amigos dentro del movimiento y fue quien la introdujo en estos círculos. Era una mujer fuerte, astuta, valiente e inteligente, y pronto se convirtió en un gran valor para la lucha. Me ayudó con aquellas familias judías, y ella misma se encargó de ocultar a un aviador derribado.

Édouard suspiró y dejó la copa de vino sobre la mesa.

—No tenía ni idea. Jamás nos dijo nada de aquella época —terminó diciendo.

—La entiendo. No fue fácil. Visto desde la lejanía de los años pueden parecer hechos heroicos y rodeados de idealismo, pero también fue una época de miedo constante y de mucho sufrimiento. Algunos hemos querido recordar, otros han preferido olvidar. No la culpo.

—Daniel, supongo que habrás oído los robos que ha habido en varios Château de la zona. Se han llevado una serie de botellas de la época de la ocupación, entre ellas las de mi abuela. —El anciano asintió mientras escuchaba las palabras de Édouard.

—Sé perfectamente a qué botellas te refieres —añadió.

—¿Crees que esas botellas podrían tener alguna relación con los movimientos de la Resistencia en que tomaron parte? —preguntó Oteiza.

Monsieur Chavenon sonrió. Cogió el bastón que estaba apoyado a su lado en el sofá, y haciendo un gran esfuerzo se puso en pie. Tanto DeauVille como Christine hicieron el amago de levantarse para ayudarle, pero quedaron quietos ante el firme gesto negativo del anciano. Dio unos pasos hasta la pared y retiró uno de los cuadros, revelando la puerta de una caja fuerte tras él. Mientras giraba las ruedas de números para colocar la combinación adecuada, DeauVille miró a Christine con gesto interrogatorio; la rubia le contestó elevando los hombros; no tenía ni idea de lo que podía estar buscando su abuelo.

El anciano giró la manilla y abrió la puerta.

—Édouard. Ven y ayúdame. Por favor, saca esa caja de madera que está al fondo.

DeauVille se acercó e hizo lo que el anciano le había pedido. Era una caja de madera bastante pesada, sin barnizar, sin indicación externa alguna. Monsieur Chavenon cerró la puerta y volvió al sofá para sentarse. Édouard dejó la caja de madera sobre la mesa que había entre ellos.

—Esta caja contiene uno de los primeros cometidos que nos encargó la Resistencia al inicio de la ocupación. Ábrela por favor.

Édouard deslizó con cuidado la tapa de la caja. Oteiza se acercó a él para mirar el contenido: en su interior aparecieron dos botellas de vino descansando sobre un lecho de paja. Llevaban la etiqueta de Château Chavenon, y eran de la añada de 1936.

—Me las entregaron y me pidieron que las guardase. Hicieron lo mismo en Château Monfort, Château Ribet, y Château DeauVille. Sí —contestó el anciano ante la sorpresa de Édouard—, a tu abuela también le entregaron otras dos botellas y le pidieron que las guardase. Era esencial que no cayesen en manos de los alemanes. Hicimos todo lo que pudimos para ocultarlas, pero lamentablemente no todos pudieron salvaguardarlas durante la ocupación; por eso fue una gran alegría cuando fueron devueltas después de la guerra.

—¿Y las has ocultado durante todos estos años? —preguntó una también asombrada Christine.

—Así es. Durante la guerra las oculté enterradas en el suelo del cobertizo donde guardábamos el heno para los caballos. Y después han pasado el resto de años bien ocultas en la caja fuerte. Nunca hablé de ellas a nadie, nunca las expuse en la bodega. Nadie sabía de su existencia. Creo que gracias a ello, quien sea que las esté buscando ahora, no las ha encontrado.

—¿Y la Resistencia se las entregó con la etiqueta de su propio Château? ¿Y no les dijeron nunca lo que eran, o cuál era su cometido? —preguntó Oteiza.

—Sí, nos las entregaron etiquetadas; supongo que para que pasasen desapercibidas en nuestras bodegas. Sé que entregaron más a otros viticultores de la zona de Borgoña y de Champagne, pero no nos dijeron nada más. Pensábamos que después de la guerra nos revelarían algo, o vendrían a buscarlas, pero no fue así. Así que decidimos seguir guardándolas.

Édouard extrajo una de las botellas y la miró con detenimiento. A pesar de los años transcurridos, tanto el vidrio, el corcho, la corona y la etiqueta parecían estar en perfecto estado.

—Ahora es vuestro turno —exclamó el anciano con voz firme dirigiéndose a DeauVille y a Oteiza—. Nosotros hicimos todo lo posible para salvarlas de las manos alemanas. Göring y Himmler no pararon hasta encontrarlas. Ahora hay alguien que está empeñado en volver a juntarlas. Hallad el porqué. Recuperadlas. Salvadlas. Haced que merezca la pena todo el esfuerzo que hicimos. ¡Vive la Résistance! —gritó Monsieur Chavenon con orgullo.