Encontró las llaves del Audi sobre la mesa del despacho. Salió al exterior y se montó en el vehículo. Antes de arrancar envió un escueto mensaje a DeauVille: Cojo el coche de alquiler. Voy a Burdeos. Conectó el GPS e introdujo la dirección de la Comisaría. Enfiló la Route des Châteaux y cuarenta minutos después estaba aparcando frente al imponente edificio de la Police Nationale. Su innovadora arquitectura destacaba entre los majestuosos y clásicos edificios del centro de la ciudad.
Pasó el control de acceso y preguntó por el departamento de Bienes Culturales. Encontró a Bertrand sentado frente al ordenador; el inspector le ofreció una de sus amplias sonrisas en cuanto la vio acercarse.
—¡Buenas tardes! No puedes llegar en mejor momento. Necesito que veas unas fotografías y me digas si reconoces al sospechoso que viste en San Sebastián. ¡Señoras y señores! —Gritó dirigiéndose al resto de agentes que también trabajaban en aquella sala—. Les presento a la inspectora Oteiza, que ha venido desde Madrid para la investigación de las botellas. —Bertrand sonrió orgulloso mientras los agentes fueron acercándose para saludarla.
—¿Has encontrado quién es? —preguntó una sonrojada Oteiza al sentarse a su lado.
—Realicé una búsqueda con el nombre que me diste, Monsieur Rousseau. No había nadie fichado con ese nombre que encajase con las características que me habías indicado. Pero empecé a buscar en la base de datos de sospechosos de tráfico de arte. Y ahí sí que saltó el nombre como seudónimo de un investigado. La última anotación corresponde al 2002. Pero, rebuscando en informes adjuntos, he encontrado unas fotografías sacadas por los agentes que le siguieron la pista por entonces.
Bertrand abrió una carpeta y le mostró dos imágenes. Oteiza le reconoció al instante.
—Es él. No hay duda. Con diez años menos, pero es el mismo tipo que estaba con el actor alemán en San Sebastián. ¿Y de qué era exactamente sospechoso en el 2002?
—Apareció en escena cuando investigaban el robo de dos Matisse a un coleccionista privado. Al parecer, según el informe, se reunió con uno de los ladrones para hacer de mediador de algún posible comprador.
—¿Y recabaron más información sobre él?
—Sus datos resultaron ser falsos: nombre falso, dirección falsa. No pudieron hallar ninguna prueba que le implicase directamente, así que no hubo orden de detención. Después, simplemente desapareció.
—Quizás intuyó que estaba siendo investigado y se construyó una nueva identidad.
—Probablemente.
Oteiza se quedó mirando al inspector. Había algo más que no le estaba diciendo, podía leerlo en sus ojos.
—¿Qué más? —terminó preguntando.
—Accedieron a sus cuentas bancarias. Revisaron los ingresos de dinero.
—¿Y?
—Si echas un vistazo al listado, verás un nombre conocido. —Le entregó las hojas con los informes de la cuenta.
Oteiza empezó a leerlos. Cuando llegó a la mitad de la página entendió la postdata del correo: el nombre de Édouard DeauVille aparecía tras un ingreso de cinco mil euros.
—Interesante, ¿verdad? —dijo Bertrand sonriendo.
—Sí, pero fue DeauVille quien me advirtió del personaje misterioso en el evento de Perrier Jouet. Fue él quien me dio el nombre de Monsieur Rousseau. Según él, hace unos años, mientras estaba tras unas botellas de vino para su colección personal, unos conocidos le presentaron al tipo este. Le hizo el encargo de conseguirlas, le pagó la señal pero, después, se arrepintió y canceló el pedido.
—¿Fue DeauVille quién te dio esa información? ¿Y lo canceló? ¿Después de haber pagado? —preguntó Bertrand frunciendo el ceño.
—Eso me dijo. El tipo no le dio buena espina y decidió anular el trato.
Bertrand se quedó pensativo. Empezó a golpear los papeles con el bolígrafo, un gesto que Oteiza ya le había visto hacer en anteriores ocasiones.
—A quien deberías de buscar es a Monsieur Diderot, el nuevo seudónimo que utilizó para registrarse en el Hotel María Cristina.
La inspectora se levantó para sacar el teléfono del bolso y enseñarle el correo del ertzaina Otamendi. Cuando giró la vista encontró a Bertrand mirándole el trasero.
—¡Hey! ¿Me estás mirando el culo? —añadió bajando el tono para que no lo oyeran el resto de agentes.
—Lo siento, tienes… el pantalón… manchado… justo ahí —contestó señalando con el bolígrafo. El vaquero mostraba una alargada mancha oscura en uno de los glúteos.
—¡Argh! Debí mancharme al subir al tractor.
—¿Al tractor?
—Sí, DeauVille ha estado enseñándome el viñedo —contestó distraídamente mientras manipulaba la pantalla táctil del teléfono.
—Así que ha estado mostrándote sus dominios. ¿No ibais a entrevistar a los propietarios de los Château robados?
—Y los hemos entrevistado. Y mañana seguimos. Creo que estamos cerca de algo, pero no sé de qué.
—¿Y qué tal es eso de dormir en un palacio del siglo XIX?
—No está mal —contestó escuetamente—. Ya te he reenviado el correo. —Oteiza volvió a sentarse a su lado.
—¿Y cenaste también allí? —preguntó Bertrand sin mirarla directamente, disimulando mientras abría el correo del ertzaina.
—Sí.
—¿Y vas a volver a dormir allí hoy?
—Sí.
—¿Pero cenarías antes conmigo esta noche? —Oteiza sonrió.
—Sí.
Pasaron la tarde buscando en la base de datos sobre el personaje misterioso; Oteiza aprovechó para conectar por videoconferencia con el Inspector Jefe y pudo informarle de sus pasos durante las últimas horas. Al caer el sol Bertrand la llevó a un pequeño Bistrot del centro donde cenaron y conversaron; había mucho sobre lo que ponerse al día; dos años sin verse daban para muchas nuevas anécdotas que contar.
La inspectora agradeció esta tregua; con Bertrand todo era más sencillo. Podía relajarse de verdad. Las cartas estaban echadas, y no tenía que estar preguntándose continuamente si estaba haciendo lo correcto por sentir lo que sentía. Cada vez que durante la conversación con Bertrand se acordaba de DeauVille, notaba una extraña sensación; se le encogía el estómago, y no sabía identificar por qué. Realmente sí lo sabía, pero no quería reconocerlo.
Mientras caminaban de regreso al coche, sonaron las campanas de la medianoche en la catedral de Saint André.
—Si te da pereza conducir hasta el Château… puedes quedarte. Te hago un sitio sin problemas. ¡Eh!, sin dobles intenciones —añadió rápidamente después de verla sonreír.
—Gracias Bertrand, pero prefiero regresar. Mañana espero sacar algo en claro de la nueva entrevista.
—Ten cuidado, ¿de acuerdo?
—Lo tendré —contestó Oteiza. Le sonrió por última vez y se montó en el coche.
Encontró solitario el camino de regreso; no se cruzó con ningún coche en la ruta de los Châteaux; la calma había invadido totalmente la zona. La luna iluminaba los viñedos, faltaban muy pocas horas para que los campos volvieran a llenarse de la frenética actividad de la vendimia. Al llegar al Château DeauVille, dirigió el coche con lentitud hasta la entrada: quería hacer el menos ruido posible sobre el camino de tierra y grava.
Todas las luces estaban apagadas. Cuando cerró la puerta el absoluto silencio del edificio confirmó su sospecha: Édouard parecía haberse ido ya a dormir. Al dar la luz de la cocina encontró sus zapatos sobre la encimera. Ya ni se acordaba de ellos, se los había dejado en la bodega al ponerse las botas de goma de Christine. Junto a ellos había una nota:
He cenado pronto y me he ido a descansar. Si tienes hambre aún quedan víveres en la cesta, he hecho un enorme esfuerzo por no acabar con todo. Desayuno a las 9 en la terraza. Que descanses. Postdata: Te he echado de menos en el postre.
Apagó la luz y se dirigió a las escaleras. Cuando pasó por la puerta de la biblioteca, se detuvo.
¿Estará ya en la cama? ¿Estará leyendo? ¿Soñando? Y si es así, ¿qué estará soñando? ¿Pensará en…?
Y antes de ni siquiera terminar la frase en su mente, reanudó el paso camino hacia su habitación.