20

La luz del sol entraba tamizada por los visillos de las ventanas. La inspectora saltó de la cama con una inusual energía. Mientras se duchaba cayó en que no tenía el típico dolor de cabeza con el que se despertaba siempre que se pasaba con el vino. Ya se lo había dicho Sofía mil veces: los buenos vinos no dejan resaca.

Sofía. Seguro que tenía algún mensaje suyo esperando en el teléfono. Desbloqueó la pantalla y un Cariño, ¿te lo has tirado ya? apareció en ella. Tecleó un rápido Con amor, vete a la mierda y salió de la habitación. Encontró la cocina vacía, y una nota sobre la encimera: Inspectora Oteiza, el desayuno será servido en la terraza.

Se acercó a la ventana y miró al exterior. Édouard estaba sentado en una mesa en el jardín de la parte trasera, leyendo un iPad que sujetaba con una mano mientras mantenía una taza de café en la otra.

—¡Hey!, buenos días. ¿Has descansado bien? —exclamó en cuanto la vio acercarse.

—Perfectamente.

Mientras se sentaba comenzó a servirle un café sólo.

—Hoy vamos a tener mucha actividad en el viñedo. Los vendimiadores han empezado a recoger la uva desde antes del amanecer. —Édouard se mostraba entusiasmado—. Y he llamado al Château Ribet, nos recibirán esta misma mañana.

Oteiza sonrió y comenzó a mordisquear una galleta bretona. Tenía ganas de avanzar en la investigación; quería saber más sobre aquellas botellas y, sobre todo, quería tener algo que enviar en el informe operativo que sin duda el Inspector Jefe esperaría al final del día.

Château Ribet poco tenía que ver con la finca rural de Château Monfort; sus hectáreas quintuplicaban las de Château DeauVille. Era un gran emporio del vino con una de las producciones más elevadas de toda la zona.

Sus jardines versallescos mostraban la opulencia del dominio y recibían al visitante dejándole bien claro que sus vinos pertenecían a la aristocracia vinícola: según le explicó Édouard, llevaban la etiqueta de Premier Cru, otorgada por Napoleón III en 1855 para definir la calidad más alta de los vinos de Burdeos. Château DeauVille recibió ese mismo año la clasificación algo inferior de Deuxième Cru; la condesa no lo recibió con mucha alegría, pero poco podía hacer: venía del mismísimo Emperador. Siglo y medio después seguía usándose el mismo sistema de clasificación de calidad, cosa que a Édouard le parecía injusta. Muchos Premier Cru producían vinos de categoría inferior, y muchos viñedos de categorías inferiores conseguían calidades superiores, pero la tradición era algo muy importante en Burdeos, y el método seguía inalterado.

Encontraron un grupo de turistas recién bajados de su autobús, que sacaban fotos al imponente palacio. Édouard la guio hasta la parte trasera, donde se encontraban una serie de edificios de baja altura dedicados a la elaboración del vino. Había mucho jaleo; estaban llegando ya los primeros tractores con carros repletos de racimos recién vendimiados. Un grupo de operarios manipulaban una maquina que Édouard llamó despalilladora, que según él separaba las uvas de las ramas en su camino hacia la prensa.

Salió a recibirles uno de los directores técnicos del viñedo, François Arzel. El barón Ribet se encontraba de viaje en Londres y esperaba poder ofrecerles él mismo la información que necesitaban. Tras conducirles a las oficinas para poder hablar con tranquilidad, les hizo un relato corto sobre la desaparición de las botellas. El sistema de seguridad en la bodega privada era excelente, y lo habían manipulado con la misma pericia que en Château DeauVille. Y al igual que en los otros robos, habían descartado añadas más valiosas llevándose sólo las dos botellas recuperadas tras la Segunda Guerra Mundial.

—Después de todo lo que pasaron esas botellas pensábamos que este iba a ser su hogar definitivo, pero algún imbécil tenía otros planes —exclamó Monsieur Arzel claramente enfadado.

—¿Qué pasó aquí en la Guerra, François? —preguntó Édouard.

—Pues según todo lo que me han ido contando a lo largo de los años, intentamos engañar a los alemanes todo lo que pudimos. Se recibían pedidos de toda Alemania. Nos decían, hay que enviar diez mil botellas a este lugar. Pero no nos especificaban qué añada, así que siempre enviábamos lo peor que teníamos, como la cosecha de 1939 que fue un absoluto desastre. Menos los pedidos al propio Hitler o a sus mariscales. A esos era difícil engañarles. Algún oficial ya apareció por el Château amenazando con penas de prisión. ¿Cómo se atreven a enviarnos agua sucia embotellada? Pero la demanda alemana era enorme, necesitaban que siguiésemos produciendo vino en gran cantidad para suministrar a la Wehrmacht y la Luftwaffe. Les interesaba tanto nuestra producción que fuimos de los pocos viñedos que recibimos todos los suministros necesarios: fertilizante para las viñas, heno para los caballos… y permitieron que nuestros trabajadores no fueran reclutados para trabajar en las fábricas alemanas, como ocurrió en otros muchos Château de la zona.

—¿Y las botellas robadas? —preguntó Oteiza.

—Esas fueron requisadas, junto con otras muchas, en una visita especial que hizo Göring a principios de 1942. Dicen que entró en la bodega y disfrutó más observando los vinos que en el Louvre mirando los Renoir o los Matisse. Pero hizo lo mismo que con los cuadros, llevárselos todos a Alemania.

—¿Y desde que las devolvieron al finalizar la guerra permanecieron en el Château?

—Así fue. Creo que ni se movieron del mismo botellero.

—François, ¿hay algo más que recuerdes haber oído de la Guerra que pueda tener relación con esas botellas? —preguntó DeauVille.

—La Resistencia intentó boicotear el envío de las botellas seleccionadas por Göring, pero no lo consiguieron. No sé si estarían interesados en salvaguardar esas botellas en concreto, porque fueron tremendamente activos en esta zona. Cuando los alemanes empezaron a pedirnos toneles de vino en vez de botellas, para ser suministrados a las tropas en el frente, sé que muchas veces interceptaron los trenes y cambiaron el vino por agua. También utilizaron los envíos de toneles para transportar aviadores británicos derribados y poder llevarlos al otro lado de la línea de demarcación. En Château Ribet siempre hemos fabricado nuestros propios toneles de madera en vez de comprarlos a otros —añadió dirigiéndose a Oteiza—. Es algo que aún mantenemos, tenemos nuestro propio taller y nuestros propios artesanos. En los años 1943 y 1944, nuestros toneleros ayudaron a la Resistencia. Meter a una persona en un tonel es una tarea muy complicada. Son totalmente estancos, así que había que retirar los aros metálicos y desmontarlos duela a duela, y después, volver a montar todo alrededor de la persona. Todo el proceso llevaba de tres a cuatro horas. Y luego estaba el trayecto y la espera en la línea de demarcación. Era un lugar diminuto y con muy poco aire, pero era la única manera de sacar a gente burlando el férreo control alemán. Pero Édouard, si quieres historias de la Resistencia, habla con Daniel Chavenon.

—¿El abuelo de Christine?

—El mismo. Si hay alguien que colaboró con ellos, es él. Hasta le dieron la medalla de la Orden de la Liberación después de la Guerra.

Oteiza no pudo reprimir su frustración al cerrar la puerta del coche. Estaba acostumbrada a que el proceso de investigación fuera lento; incluso sabía que podía llegar a estancarse totalmente en algunas fases, pero tenía la intuición de que estaban cerca de algo que todavía no podía ver con claridad. Y eso la frustraba aún más.

¿Qué maldita relación había entre aquellas botellas?

Durante el camino de regreso recogió el correo electrónico. No había novedades de Bertrand. Suspiró. Intentó relativizar. Lo único que podía seguir haciendo era preguntar, preguntar y preguntar. Esperar a que en alguna de aquellas entrevistas saltase la liebre, y obtuviesen una nueva pista que llevase a algo.

Paciencia, Oteiza, paciencia.

—¿Por qué seguimos utilizando el coche de alquiler? —preguntó con un tono que no podía disimular su frustración.

—Sólo estaba disponible si lo alquilaba para tres días. Así que podemos disponer de él hasta el miércoles.

Mira que sois agarrados los ricachones. Aprovechando hasta el último euro.

—¿Qué te ocurre? —preguntó DeauVille.

—Nada —contestó Oteiza moviéndose incómoda en el asiento—. ¿Cuándo podremos hablar con el abuelo de tu enóloga?

¿Quizás he dicho “tu enóloga” con demasiada ironía?

Sí; el cabrón ha sonreído. Mierda.

—Intentaré concretar una cita en cuando lleguemos al Château. Está algo delicado de salud, espero que nos reciba lo antes posible.

—¿Crees que podremos visitarle esta misma tarde?

—No lo sabré hasta que les llame. Seguramente no podamos pasar hasta mañana. —Édouard la oyó emitir una especie de bufido—. ¿Se puede saber qué te pasa?

—Estoy frustrada. Siento que estamos cerca de algo, pero no avanzamos. Y me gustaría aprovechar al máximo el tiempo que esté aquí.

¿Estoy hablando de la investigación o de nosotros?

—Lo entiendo, pero no podemos presentarnos en la puerta de Château Chavenon, tocar a la puerta y empezar a interrogar a un anciano de noventa y cinco años.

—Lo siento, es solo que…

Édouard esperó a que continuase, pero Oteiza no volvió a hablar. Cuando minutos después llegaron al cruce con la Route des Châteaux, detuvo el coche en el arcén.

—A ver. Te propongo dos planes. Puedo girar a la derecha y llevarte al centro de Burdeos, a la comisaría. Puedes pasarte allí toda la tarde, rodeada de informes, analizando mil veces los datos que ya tienes, rebuscando una y otra vez en el ordenador de la Police Nationale y hablando con tu colega Bertrand.

Vale. Touché. Ese irónico tu colega Bertrand ha sido como marcar un punto al devolver el saque.

—O puedo girar a la izquierda, volver a Château DeauVille, intentar contactar con Chavenon, y en caso de que no pueda recibirnos hoy mismo, puedes aparcar por unas horas tu frustración, intentar relajarte, y puedo hacerte una visita guiada por el viñedo.

Mierda.

—Y aún nos está esperando el postre de ayer.

Mierda.

—¿Y bien? ¿Izquierda o derecha, inspectora Oteiza?

Mierda.