—¿Qué te apetece para cenar? En Pauillac hay un pequeño restaurante con una carta llena de exquisiteces —preguntó Édouard mientras recorrían el camino de vuelta. El Sol comenzaba a caer sobre los viñedos, y las nubes empezaban a teñirse de rojo.
Oteiza no contestó. Se quedó dudando unos segundos. Después del largo e intenso día que llevaban, la idea de salir a cenar le provocó una inmensa pereza. Y su dosis de sociabilidad diaria estaba a punto de agotarse. Si Édouard le hubiera preguntado qué era lo que más le apetecía, y ella hubiera tenido la confianza para contestar con sinceridad, su respuesta hubiera sido que estar sola.
—Aunque quizás sea mejor quedarnos tranquilamente en el Château e improvisar cualquier cosa —añadió DeauVille tras percibir la duda de la inspectora.
Gracias. Oteiza asintió con la cabeza y volvió a dirigir la vista a los inmensos campos de viñas que iban tornándose rojos bajo la luz del atardecer.
—Tengo que hacer algunos recados en el pueblo —comentó Édouard al tomar el camino de entrada al Château—. A estas horas mi hermana ya habrá regresado a Burdeos, así que descansa un rato, toma un baño, relájate. Yo regresaré dentro de una hora y prepararemos algo de cenar. —El coche frenó junto a la escalinata de entrada—. Tiene todo el castillo a su disposición, Milady —añadió sonriente mientras le entregaba un manojo de llaves.
Cuando cerró la puerta de la entrada tras de sí, Oteiza se quedó unos segundos escuchando el absoluto silencio; miró el impresionante hall, y se sintió abrumada al estar sola en el enorme palacio.
Recorrió el pasillo que ya conocía y terminaba en la cocina. Cogió una manzana de la fuente de fruta de la encimera, y fue mordisqueándola mientras caminaba lentamente observando todos los detalles de la estancia. Reconoció el antiguo armario, acarició la madera maciza, y se imaginó los esfuerzos de los antepasados de Édouard por moverlo en su vano intento de tapar la puerta de la bodega. Sintió el peso de la historia, de todas las cosas que habían pasado allí desde mediados del siglo XIX. Continuó su paso lento por el pasillo anexo, y llegó al despacho, que aún mantenía la puerta abierta. Su vista quedó de nuevo capturada por la réplica del Van Gogh, y estuvo un rato observándolo. Se dio cuenta de que en uno de los laterales del despacho había otra puerta ligeramente entornada.
Se acercó con cuidado de no pisar todos los papeles que aún quedaban dispersos por el suelo y la empujó lentamente. Apareció ante ella una nueva estancia: una enorme biblioteca con grandes estanterías repletas de libros que llegaban hasta el alto techo. Empezó a curiosear los ejemplares, y quedó sorprendida por la vasta temática de la colección: enciclopedias, diccionarios, narrativa clásica y contemporánea, poesía, biografías, ensayos, obras de teatro, y literatura especializada en materias tan diversas como biología, arquitectura, ingeniería o economía. Pero cuando quedó gratamente impresionada fue con la sección de arte, que ocupaba entera toda una de las estanterías. Mientras leía el lateral de los libros, iba acariciándolos con los dedos. Allí estaban los mejores ejemplares de las más reputadas editoriales relacionadas con el mundo del arte. Los estudios de todos los grandes artistas, clásicos y menos clásicos, pictóricos y escultóricos, y los compendios de los mejores museos del mundo.
Cualquier pequeño pueblo soñaría con disponer de una biblioteca tan extensa y surtida.
Al final de la sala podía verse otra puerta. Oteiza se acercó al umbral, pero se quedó quieta al ver el interior desde allí. Era un dormitorio, con decoración clásica pero mucho más masculina que su habitación; junto a la cama estaba la maleta de Édouard, y sobre ella estaba tirada su americana.
De estar aquí en este preciso momento, Sofía perdería el culo por curiosear entre los objetos personales de DeauVille.
Sonrió, se dio la vuelta y continuó observando la biblioteca.
Junto a una de las ventanas había una gran mesa de trabajo, repleta de libros abiertos, blocs de notas y planos topográficos. Parecía que Édouard había estado trabajando en algo hasta justo antes de partir a la subasta en Madrid. Los libros eran de biodinámica, geología, meteorología e ingeniería agrícola. Los planos eran dibujos de las parcelas de los viñedos DeauVille. En algunas parcelas aparecían indicaciones de orientación y fechas de previsión de nuevas plantaciones. En los bloc de notas había escritos, con pulcra y estilizada letra, varios cálculos de hectáreas, de cantidades de fertilizantes naturales y de otras muchas cosas que a Oteiza le sonaron a chino. Puede que Édouard tomase a broma los sistemas de biodinámica de Guillaume, pero estaba claro que había iniciado un profundo estudio sobre ello. Por los planos parecía que iba a continuar con el método tradicional en la gran mayoría de hectáreas, pero había marcado algunas otras como zonas escogidas para aplicar nuevas técnicas y evolucionar el cultivo de la vid.
Así que estás haciendo los deberes. No quieres dedicarte sólo a exportar los vinos, quieres implicarte más en el viñedo.
Había algo que no encajaba en aquella mesa; un libro que no tenía ni la más mínima relación con el resto. Oteiza lo cogió con delicadeza; era una muy antigua edición de la obra poética de Baudelaire. Y al ojearlo, entre sus finas páginas apareció una fotografía. Era Édouard, con algunos años menos, quizás al final de la veintena, quizás al inicio de la treintena, abrazando a una chica morena de la misma edad. Ambos sonreían, aparentemente inmersos en una gran felicidad, con el fondo de una ciudad que a Oteiza le pareció París. Al instante se sintió incómoda: un ramalazo de vergüenza le recorrió el cuerpo. Había accedido sin permiso a un momento íntimo de Édouard, a un momento importante de su pasado; nadie guardaría una fotografía como aquella en un libro de poesía si no implicase un emotivo recuerdo. Cerró el libro, y volvió a dejarlo con cuidado tal y como lo había encontrado. Salió del estudio y subió la escalera dando grandes zancadas, queriendo alejarse de aquella imagen lo más rápido posible.
Abrió el grifo de la gran bañera de hierro, y mientras el agua se acumulaba en su interior, volvió a la habitación; sacó del bolso su arma reglamentaria, la placa y las esposas. Buscó con la mirada un sitio donde guardarlas. En casa hacía siempre lo mismo al llegar: antes de ni siquiera quitarse el calzado, guardaba las tres cosas en un cajón de la cómoda de su dormitorio. Era su ritual para desconectar del modo policial. Decidió dejarlas en el primer cajón de la mesilla junto a la cama.
Volvió al baño y abrió la ventana. Se desnudó, se recogió el pelo y se sumergió lentamente en la bañera. El agua estaba ardiendo, tal y como le gustaba. Apoyó la nuca en el borde, suspiró y cerró los ojos. Parecía increíble el rápido suceso de los acontecimientos a lo largo de los últimos días. Ayer mismo estaba en San Sebastián enfrentándose a todos sus recuerdos, y ahora estaba aquí, a lo María Antonieta, metida en una bañera de hierro dentro de la soledad de un Château francés. Sintió inquietud. Esa inquietud tan familiar, tan reconocible: siempre aparecía cuando algo empezaba a escapar de su control. Quizás hubiera sido mejor quedarse en un Hotel de Burdeos. Haber cenado con Bertrand recordando viejos tiempos, hablando de sus respectivos y similares trabajos. Pasando una cómoda velada entre colegas. Sin embargo había elegido quedarse aquí, y esa decisión ya no le parecía tan correcta. Estaba notando un extraño vértigo; un vértigo hacia lo desconocido; un vértigo por estar a solas con él; un inquietante vértigo al darse cuenta de lo que estaba empezando a sentir por él.
Un pitido la sacó de sus pensamientos. Abrió un ojo y miró de refilón al taburete junto a la bañera. La pantalla de su móvil estaba iluminada. Sacó las manos del agua y se las secó con la toalla. Era un mensaje de Sofía: ¿A qué hora vuelves? ¿Paso a recogerte por el aeropuerto? Oteiza sonrió y comenzó a teclear. No regreso hoy. He alargado el viaje. Nuevas investigaciones. Observó en la pantalla el escribiendo que indicaba que su amiga estaba tecleando la contestación. ¿Te quedas en San Sebastián? Por cierto ¿Qué tal ha ido lo de volver allí? La inspectora dudó unos instantes. Ha habido momentos muy duros. Pero me ha venido bien. Sofía volvió a preguntar: ¿Entonces te quedas allí? Oteiza decidió alargar un poco la respuesta. No. Ya no estoy en Donosti. Unos segundos después llegó un nuevo mensaje. ¡Ay hija!, ¡qué misterio! ¿Y se puede saber dónde estás?
Se imaginó a Sofía mirando la pantalla, ansiosa por saber dónde se encontraba. Rio al imaginar su reacción al leer lo que estaba tecleando. Estoy en Burdeos. En el Château de DeauVille. Concretamente tomando un baño en una enorme bañera de una de las habitaciones de la primera planta. Esta vez la contestación llegó con grandes mayúsculas: ¡¿QUÉ?!
Nuevas investigaciones necesarias fue su contestación. Se quedó mirando el escribiendo de la pantalla. Los segundos pasaban, y empezó a preguntarse si su amiga estaba escribiendo la Biblia en verso. ¿Por qué tardaba tanto en teclear? El mensaje que llegó fue cien por cien Sofía. ¿Te lo vas a tirar esta noche? Oteiza rio y pensó que estaba rodeada de incorregibles. Tecleó un Buenas noches Sofía, bloqueó el sonido del teléfono y lo volvió a dejar en el taburete. Sumergió los brazos en el agua y cerró los ojos. Respiró pausadamente e intentó no pensar en nada, mientras se dejaba llevar por los sonidos del exterior: los últimos cantos del día de los pájaros, y el suave grillar en la lejanía de las cigarras.
La relajación invadió su cuerpo, y quedó adormecida. Cuando notó que la temperatura del agua había bajado, miró el teléfono. Había pasado más de media hora. Salió de la bañera y se envolvió con la toalla. Regresó al dormitorio y se puso la ropa más cómoda que encontró en su maleta: un fino pantalón de algodón y una camiseta de tirantes. El aire que entraba por las ventanas era fresco, así que completó su vestuario con una fina rebeca negra.
Cuando comenzó a descender las escaleras escuchó a lo lejos una suave música. Provenía de la cocina, así que orientó sus pasos hacia ella. A medida que se fue acercando reconoció la voz de Billie Holiday. Cuando entró encontró a DeauVille colocando varios envases de comida sobre la encimera de la isla central. Parecía haber tomado una ducha rápida; tenía el pelo húmedo y se había vestido también informalmente con un pantalón fino y una camiseta negra de cuello en pico. Al verla entrar sonrió y se acercó al aparato de música para bajar el nivel del volumen.
—No sé qué te gusta, así que he traído un poco de todo. Una ración de cada plato que había en la carta. Siéntate por favor —añadió señalando los taburetes que había junto a la encimera.
Oteiza se sentó mientras miraba cómo retiraba el papel de aluminio que cubría cada bandeja metálica.
—Para empezar, un poco de Crémeux Glacé de Pomme de Terre et Caviar d’Aquitaine, o si te gusta más, Foie Gras mi-cuit et Pulpe de Maracuyá. —Se colocó la servilleta por encima del antebrazo, y siguió enumerando los platos, pero con un cómico y teatral estilo, imitando exageradamente a los camareros de los grandes restaurantes—. De segundo, Filet de Bœuf Limousin Rôti, Pigeonneau et Réduction de Betterave Rouge, o el exquisito Agneau de Lait en Viennoise d’Agrume. Y de postre, Framboises Déclinées, Chocolat et Fève de Tonka, o la Crème Glacée Chocolat Blanc Cardamone. Los cuales, por cierto, voy a meterlos en la nevera para que estén a punto.
Oteiza sonrió ampliamente en cuanto se dio la vuelta.
Así que también te gusta hacer el payaso y reírte de tu propio mundo ¿eh?
—Mientras preparaban los platos, he estado hablando con el propietario. El restaurante ha pasado de generación en generación desde su apertura a principios de siglo. Le he preguntado por la Segunda Guerra Mundial y me ha contado una historia muy curiosa sobre la época de la ocupación alemana: Por lo visto, todas las noches acudían a cenar los oficiales de los regimientos destacados en la zona. Pedían siempre las mejores botellas de vino de la bodega, las más antiguas. Así que se les ocurrió una idea: coger botellas de vino más joven, y de menos calidad, colocarles viejas etiquetas, y añadirles un pequeño toque artístico.
—¿Toque artístico?
—Conseguían sacos de polvo de una empresa de limpieza de alfombras en Burdeos. Al embadurnar con él las botellas, conseguían el mismo aspecto de los vinos que llevaban años en el fondo de la bodega. Y los alemanes se lo bebían convencidos de que estaban tomando un vino extraordinario de una vieja añada. —La inspectora volvió a sonreír.
—Pero para acompañar la cena, nada de trucos; quiero que pruebes uno de los nuestros. He abierto un Château DeauVille 2ème Cru Classé de 2005. La del 2005 fue una muy buena cosecha —comenzó a relatar mientras servía el vino en las copas. —Hizo calor cuando tenía que hacer calor. Hizo frío cuando tenía que hacer frío. Y llovió muy poco. Las parras estaban preciosas, y no había ni una sola uva podrida. La poca agua que absorbía la planta iba directa a nutrir el fruto, no a la madera, así que tuvimos menos producción pero la naturaleza nos regaló una uva pequeña y muy concentrada. Tampoco llovió durante la vendimia; cuando el vino entró en bodega, el aire se llenó de aromas de grosella roja y de cereza. —Oteiza se acercó la copa a los labios pero Édouard la detuvo con un gesto.
—Espera, espera. Antes de beberlo hay que intentar comprenderlo. Hemos de utilizar nuestros sentidos para captar lo que el vino quiere contarnos. —Se acercó a Oteiza y se sentó a su lado en otro de los taburetes.
¿Me va dar una clase, Profesor DeauVille?
—Lo primero es rotarlo para que vaya soltando el aroma. —Édouard comenzó a agitar el vino sin separar la copa de la encimera, manteniendo sus dedos en la base, mientras hacía girar el líquido en su interior—. Suele haber aromas primarios y secundarios, pero nunca olvides que una cata no es un examen; es un momento de diversión sensorial. Así que es cuestión de acercar la nariz y dejar volar la imaginación. —Oteiza intentó imitar sus movimientos al agitar el vino, se aproximó la copa e inspiró en su interior—. No te preocupes si no sabes ponerle nombre a lo que hueles. Simplemente siéntelo —añadió él mientras no dejaba de observarla con atención—. ¿Qué dirías que hueles en primer lugar? —Oteiza dudó—. Cierra los ojos. Vuelve a inspirar. Déjate llevar —pronunció Édouard casi llegando al susurro.
—Madera. Huelo a madera —contestó la inspectora.
—Estás oliendo el roble. Perfecto. ¿Qué más percibes?
—¿Cereza? —El francés sonrió al oírla.
—Está muy bien para empezar. Ahora ya sabes que el vino ha sido encubado en barricas de madera. Y que huele a frutas rojas. Poco a poco. Con el tiempo ya irás apreciando el resto de los aromas. Por la nariz se comprueba si su fragancia se limita a la variedad de la cepa, o si ha ido tomando los aromas del terreno y de los minerales; se sabe cuál ha sido su crianza, su envejecimiento…
Oteiza se dio cuenta que era la primera vez que empezaba a entender a qué olía un vino.
—Vamos con la segunda impresión sensorial: el sabor. Toma un sorbo, pero no lo tragues. Haz que viaje por tu boca para que lleguen nuevos aromas a tu cavidad retronasal. ¿Es ligero o espeso? ¿Suave o carnoso? Fíjate en su textura mientras recorre tu boca. —Édouard mantuvo la vista en sus labios—. Ahora trágalo. Comprueba si el regusto final es placentero y duradero. —Esperó unos instantes—. ¿Y bien?
Oteiza volvió a dudar.
—Di lo que se te ocurra. No tengas miedo.
—He notado un sabor afrutado, y… ¿algo de vainilla?
—¡Excelente! Has captado algo de sus taninos. Los taninos provienen de las pepitas, los hollejos de las uvas y de la crianza en barricas de madera. Si al cabo de un rato los ecos de estos sabores siguen resonando en tu paladar, sin duda se trata de un vino excelente. —Oteiza se dio cuenta de que el complejo sabor aún perduraba en su boca.
—Y por último, fíjate en el color. A mí me gusta dejar el sentido de la vista para el final. Es rojo intenso, con tonos púrpura. Con el tiempo irá cogiendo un tono más oscuro. Este es un vino perfecto para guardar. Podremos abrirlo dentro de quince o veinte años, y aún seguirá siendo una grata y sensual experiencia para todos nuestros sentidos.
Oteiza se dio cuenta del brillo que desprendieron los ojos de DeauVille al pronunciar sensual experiencia.
—El vino es un momento de relajación, es un vínculo entre las personas que lo comparten —añadió Édouard bajando aún más el tono de voz. La inspectora no aguantó la intensidad de la intimidad entre ellos; apartó la vista e intentó disimular lo que estaba provocando el subtexto de sus palabras. Volvió a tomar un nuevo sorbo de vino.
—Y ahora dejemos a nuestros sentidos disfrutar con la cena —pronunció DeauVille mientras acercaba a ellos los platos y las bandejas de comida.
La suave música y la voz de Bille Holiday seguían llenando la cocina mientras degustaban los primeros platos. Todo estaba exquisito; Oteiza se dio cuenta de que estaba más hambrienta de lo que pensaba. El vino encajaba perfectamente con el sabor de los platos, y juraría que le provocaba aún más ansia por seguir probando los siguientes. Miró a su alrededor, el ambiente era realmente acogedor, y empezó a sentirse relajada.
—¿Has vivido aquí siempre, en el Château? —preguntó.
—Mis padres preferían vivir en Burdeos, como Ève. La infancia y la adolescencia la pasé en colegios privados, pero todos los veranos los pasaba aquí, junto a mi abuela. Ella fue la única que residió toda su vida en el Château. Después llegaron los años de universidad en París. Y al acabar la carrera me quedé a vivir allí una larga temporada.
—¿Quedaste prendado por la ciudad de la luz? —Édouard sonrió al oírla, pero Oteiza percibió un tono de amargura en su sonrisa.
—Más bien quedé prendado por una parisina. Estuvimos casados 8 años. —La inspectora recordó la foto que había encontrado en el libro de Baudelaire—. Era parisina hasta la médula, no podía vivir lejos de la ciudad. Necesitaba su caos, su frenesí, su acelerado ritmo. Necesitaba justo lo que yo empecé a odiar a medida que pasaron los años. Llegó el momento en que el cuerpo me pedía volver. Quería vivir aquí. Y se lo propuse. Pero no quiso. Discutimos mucho. Decidimos darnos un tiempo. Vine aquí a vivir, pero la echaba enormemente de menos. A los ocho meses regresé a Paris. Pero ella ya había rehecho su vida sin mí. Ya no era lo mismo entre nosotros, se había perdido toda la magia. Fue duro darme cuenta de que ya tenía organizada una nueva vida en la que yo no tenía sitio. Así que volví a Château DeauVille para quedarme definitivamente.
Oteiza no dijo nada, simplemente continuó comiendo, esperando que Édouard continuase su narración.
—Lo sé, lo sé —añadió el francés—. Seguro que piensas que ese es mi estilo de vida: fiestas, eventos, yates, coches de lujo, casinos y follarse a modelos en hoteles de cinco estrellas. Que es donde me gusta estar. Pero no es así. Para nada. Me gustan ciertos placeres de la vida, soy un bon vivant, lo reconozco, pero no los convierto en un modo de vida. Donde verdaderamente me gusta estar es aquí, en el Château. Pasar semanas tranquilas sin tener que viajar a ninguna parte, sin tener que reunirme con nadie.
Oteiza asintió con la cabeza. Dio un largo trago de vino.
—¿Esto se lo dices a todas las chicas que traes aquí? —terminó preguntando mientras aún mantenía la copa en la mano.
—¿El qué? ¿Lo de que me gusta vivir en el Château? —Édouard se extrañó de la pregunta.
—No, lo de follarse a modelos en hoteles de cinco estrellas. —Aquello hizo que el francés soltase una carcajada.
—Lamento haber sido tan brusco. —Oteiza sonrió—. No es un buen discurso para seducir a una mujer, ¿no?
La sonrisa desapareció del rostro de la inspectora. Dejó la copa, cogió el tenedor y empezó a mover de un lado a otro del plato los trozos de pichón.
—Cuéntame más sobre tu abuela, ¿cómo era? —añadió pasado un rato.
—No era fácil de tratar a primera instancia. Se había pasado la vida luchando en un mundo totalmente masculino. Se quedó viuda muy joven, cuando mi padre y mi tío eran muy pequeños; ella sola tuvo que sacar adelante a sus hijos y a los viñedos, que habían quedado gravemente afectados tras la guerra; tardó años en recuperarlos. Así que había desarrollado una fuerte coraza externa, que la mostraba como alguien serio, alguien a quien respetar, a quien no era fácil intimidar. Cada vez que se presentaba un nuevo reto, tiraba hacia adelante, con un par de… ¿cómo lo decís en español? —preguntó Édouard.
—Déjalo, ya te he entendido —respondió Oteiza sonriendo.
—A pesar de todas las dificultades, siempre siguió luchando. Sin duda lo tuvo que pasar mal en muchas ocasiones. Nunca quiso hablar de ciertas épocas de su pasado. Por ejemplo, nunca nos habló de la época de la ocupación. Sólo hacía un breve resumen de cómo esos años habían salvado las cosechas, a pesar de haber sido desalojados y haber tenido que trabajar los campos observando a lo lejos cómo los alemanes ocupaban el Château. Pero en cuanto le preguntabas algo en concreto, cambiaba de tema. Y no era conveniente hacerla enfadar insistiendo en ello. Tenía un genio bastante fuerte. Sin embargo, con su gente de confianza, con su familia, con sus amigos, era la primera en descorchar una botella y brindar, y hablar, y reír. —Édouard interrumpió la narración; parecía estar recordando algo alegre, porque sus labios dibujaron una sonrisa. De repente la seriedad regresó a su rostro—. Con mi hermana llegó a ser muy dura en algunas ocasiones. A mí me permitía muchas cosas, pero con ella fue muy estricta. Sus hijos eran varones, así que la sucesión era para su primera nieta. Quería prepararla a conciencia para llevar el Château, pero su severidad provocó incluso que mi hermana le tuviera miedo.
Oteiza cogió la botella y rellenó las copas de ambos.
En todas las familias hay luces y sombras.
—¿Tienes hermanos Anne? —preguntó DeauVille.
—No, soy hija única.
—¿Tu padre también se fue de San Sebastián?
—Sí. Se quedó a vivir en La Rioja, junto a su hermano.
—¿Y tus tíos y tías?
—Siguieron en Euskadi. Sólo mantengo el contacto con mi tía Arantxa, la hermana de mi madre. Gestiona el alquiler de nuestra casa en San Sebastián, y me envía el dinero. —Édouard percibió la desgana de Oteiza en cada una de sus respuestas.
—Lo siento Anne, no quiero preguntarte cosas sobre las que no desees hablar.
—Tranquilo. Es sólo que estoy muy cansada. Ha sido un día muy largo.
—¿Pasamos del postre?
Oteiza se preguntó si esta vez sus palabras también llevaban algún subtexto añadido.
—Será lo mejor —terminó contestando.
—Vete a dormir. Yo recojo esto y me voy también a descansar.
Al ponerse de pie, la inspectora notó claramente el efecto del alcohol. Se agarró a la encimera en un intento de disimular el ligero mareo que retaba a su equilibrio.
Oteiza, Oteiza. Me parece que la última copa te sobraba.
—¿Te acompaño? —preguntó Édouard.
¿Acompañarme? ¿Hasta dónde? ¿Me vas a arropar en la cama?
—Yo duermo aquí abajo; tengo un pequeño dormitorio junto al despacho y la biblioteca —añadió DeauVille mientras caminaban hacia las escaleras—. En invierno es más fácil calentar sólo la planta de abajo, así que prácticamente hago vida en estas habitaciones.
Al llegar al pie de las escaleras se quedaron en silencio. Oteiza aguantó unos segundos la intensa mirada del francés, y comenzó a subir los escalones. No había llegado ni al descansillo cuando la voz de DeauVille la hizo detenerse.
—Por cierto, el sistema de seguridad no lo reparan hasta mañana. Esta noche me voy a sentir inseguro.
Oteiza se giró para mirarle antes de contestar.
—No te preocupes, voy armada. —Quizás fue por el alcohol, pero su mirada se cargó de mucha picardía. Demasiada.
—Ya me siento mucho más seguro. ¿Y también te has traído las esposas? —preguntó Édouard envalentonado por lo que creía leer en sus ojos.
¿Qué tipo de fijación tienen los hombres con las esposas?
La inspectora no contestó. Se giró y prosiguió subiendo los escalones. Pronunció un último Buenas Noches Monsieur DeauVille que Édouard escuchó mientras miraba divertido como desaparecía de su vista.