El recorrido fue corto; atravesaron el pueblo de Pauillac y se internaron por pequeños caminos entre viñedos. Cerca de Blanquet tomaron una pista de tierra; DeauVille disminuyó la velocidad, pero aún y todo Oteiza observó por el espejo la gran nube de polvo que iban dejando a su paso. Château Monfort apareció en la lejanía: era un edificio de una sola planta, con muros de piedra rojiza; más rural y menos palacio que los otros Château de la ribera del río.
Detuvieron el coche junto a la entrada, donde el propietario había colocado una curiosa exposición de viejos carros y antiguos útiles de labranza. Varias gallinas que estaban picoteando el suelo levantaron la cabeza al oírles salir del coche. Sacudían la cabeza con un espasmódico movimiento tras otro, y alguna tuvo la valentía de acercarse a ellos emitiendo un bajo cloqueo. Oteiza se dio cuenta de que aquello parecía más una pequeña granja que un Château, y le recordó las casas de labranza de la Toscana, donde había pasado algunos fines de semana cuando durante la carrera realizó un intercambio universitario de dos meses en Florencia.
El hombre que salió a recibirles, con pantalón de trabajo y camisa de cuadros, encajaba perfectamente con el entorno. Édouard la había puesto al día durante el camino: Château Monfort era un pequeño viñedo muy familiar, que aplicaba técnicas biodinámicas y cultivo biológico; pocas hectáreas que producían muy pocas botellas en comparación con otros, pero su calidad llevaba años de mejora continua. Estaba gestionado por Guillaume y sus hijos, pero el propio Guillaume, a sus setenta y pico años, trabajaba a pie de viñedo con la misma vitalidad que ellos. El ya fallecido padre de Guillaume, Henri, había sido un viejo conocido de su abuela, y fue el propietario del viñedo en la época de la Segunda Guerra Mundial.
—Guillaume, lamento romper la calma de tu ociosa tarde de domingo —exclamó Édouard tras estrecharle la mano.
—¿Ociosa? ¡Aquí siempre hay trabajo, da igual el día de la semana!
—¿Qué tal va la maduración?
—Esta misma semana empezamos a vendimiar. ¡Las cabernet están en su punto! —El viticultor se mostraba entusiasmado.
—¿Este año también vas a rechazar la etiqueta Bio? —preguntó DeauVille.
—¡Por supuesto! No pienso consentir que sea un criterio comercial para mis vinos. Quiero que la gente los beba sólo porque le gustan.
—Haces bien. Los del año pasado te quedaron especialmente vivos.
—¿Verdad que sí? Algún día dejarás de reírte cuando nos veas caminar por el viñedo abonando a mano en las noches de luna llena.
—¿Con esa mezcla de agua y boñiga de vaca fermentada en cuernos que utilizas? —añadió jocosamente Édouard.
—Ríete, ríete. ¡Pero no veas cómo fortalece el suelo! Vamos dentro y abramos una buena botella.
El viticultor les guio al interior del Château, donde se acomodaron en el comedor alrededor de una vieja mesa de madera. Descorchó uno de sus vinos del 2010, y lo vertió en pequeñas copas rústicas de grueso cristal.
—¡Por la cosecha de este año! —exclamó a modo de brindis. Los tres levantaron la copa y bebieron.
—Es muy redondo. Muy concentrado, muy lleno. Me encanta —dijo Édouard tras probarlo. Oteiza se dio cuenta de que era un vino muy sabroso. Era como una explosión de sabor directa y franca; se preguntó si sería a eso a lo que se referían como un vino vivo.
—Guillaume, la inspectora Oteiza ha venido desde España para colaborar en la investigación de las botellas robadas. —El gesto del viticultor, que había permanecido sonriente mientras probaban el vino, cambió totalmente.
—Encantado de conocerla señorita Oteiza —exclamó con seriedad mientras se acercaba para estrecharle la mano—. Una pena que nos tengamos que conocer en estas circunstancias.
—¿Esas botellas eran de tu padre? —preguntó Édouard.
—Sí, las había guardado desde el final de la guerra, cuando fueron devueltas al Château por los aliados. Les tenía un especial aprecio.
—Édouard me comentó que los alemanes saquearon sus bodegas durante la ocupación —añadió Oteiza.
—Así fue. Se llevaron todo lo que teníamos. Y eso que Henri, mi padre, siempre fue muy astuto e hizo todo lo posible para impedirlo. Cuando los alemanes cruzaron la Línea Maginot, empezaron a extenderse por Francia como ángeles de la muerte. Cuando llegaron las noticias de los saqueos en las zonas de Champagne y Borgoña, decidió preparar Château Monfort. Aquí estamos muy alejados del pueblo; sabía que los lugares desiertos eran los más vulnerables, los primeros en ser saqueados. Bajó a la bodega y empezó a construir un muro para ocultar detrás sus más valiosas botellas de vino. Mientras él y mi madre iban colocando ladrillo tras ladrillo, mi hermana y yo recorríamos la bodega buscando nidos de araña. Después los colocamos en varias partes del muro; así crearían telarañas y harían parecer el muro mucho más viejo. Yo era muy pequeño, y lo recuerdo como un juego apasionante. —Guillaume detuvo sus palabras y dio un largo trago al vino mientras mantenía la vista fija en algún punto perdido de la habitación—. Aquello funcionó. Los alemanes no descubrieron el truco. Se llevaron el resto de la bodega, pero nos dejaron tranquilos. Pudimos seguir trabajando el viñedo en los años posteriores. Teníamos falta de suministros, falta de comida, falta de vidrio para las botellas, pero conseguimos sobrevivir y seguir produciendo vino. Malo, pero vino. Porque nos robaron todo, pero aún seguían pidiendo más. Lamentablemente, no fuimos los únicos que tuvimos la idea de construir muros. A lo largo de la ocupación los alemanes fueron descubriendo la estratagema en otros Châteaux, y durante el último año enviaron pequeños grupos para comprobar las bodegas. No disponían de tiempo para comprobar todas, pero tuvimos mala suerte. Aquí sí llegaron. Una mañana de invierno se presentaron en Château Monfort. Nos hicieron salir de casa. Recuerdo estar en el jardín abrazado a las piernas de mi madre, con el abrigo sobre el pijama, sintiendo un frío horroroso, mirando cómo los alemanes entraban y salían sin ningún respeto. Bajaron a la bodega armados con mazas, y un par de horas después les vimos cargar en un camión todas las botellas que mi padre había conseguido ocultar durante aquellos años. Fue un momento muy duro para él.
—Una pena. Porque no era un mal plan —exclamó Édouard.
—¡Desde luego! Al menos era mejor que lo que se les ocurrió en Château Bugeac. —Guillaume rio, y continuó hablando tras percibir que sus contertulios no tenían ni idea de a qué se refería—. Es una anécdota que siempre me contaba mi padre: En Château Bugeac tenían un enorme estanque en la entrada. Cuando el propietario oyó que se acercaban los alemanes, tuvo la idea de sumergir en el estanque las botellas más valiosas. Les enganchó un peso y se hundieron hasta el fondo. El estanque estaba turbio, así que cuando llegó la primera patrulla, no las vieron. El oficial al mando quedó encantado con la belleza del Château, y decidió quedarse a dormir. No tuvieron otro remedio que alojar al alemán y a sus soldados. Les ofrecieron una buena cena acompañada de buenos vinos; había que intentar llevarse lo mejor posible con las fuerzas invasoras. Había que evitar los problemas. A la mañana siguiente, el oficial decidió dar un paseo matutino por el Château. Recorrió los viñedos, paseó por los jardines, y al acercarse al estanque, no dio crédito a lo que veían sus ojos. Toda la superficie del agua estaba cubierta por un mar de etiquetas flotantes. Por supuesto, lo hizo vaciar y sacaron todas las botellas. ¡Meterlas en el estanque! ¡A quién se le ocurre! —dijo Guillaume mientras reía y rellenaba las copas.
—Y al finalizar la guerra, ¿se las devolvieron todas a su padre? —preguntó Oteiza.
—Todas no, pero sí regresaron unas cuantas cajas que habían recuperado en una fortaleza de Alemania. ¡Aquel día fue una fiesta! Mi padre abrió muchas de ellas y las compartió con los soldados americanos. ¡Había que celebrar la victoria! El resto las guardó, y todos los años hasta su muerte, el día del Armisticio, hacíamos una gran fiesta; invitábamos a otros viticultores y abríamos una de ellas. Excepto las dos que robaron. Esas las guardó sin abrir durante toda su vida. Nosotros las teníamos en el mejor lugar de la bodega; eran el legado de Henri Monfort, y jamás pensamos que fueran a ser robadas. Ni qué decir tiene lo que nos ha afectado a todos.
—Lo siento mucho Guillaume —exclamó Édouard al observar la tristeza del viticultor—. Mi abuela también tenía especial aprecio por las suyas. Te entiendo perfectamente.
—¿Tenían algo de particular esas botellas? —preguntó Oteiza.
—Eran de nuestra cosecha de 1936. Una buena añada, pero no entiendo por qué se llevaron esas sólo, y dejaron el resto de la bodega intacta. Tenemos guardados vinos mucho mejores y más valiosos. —Guillaume pareció recordar algo de repente—. Esperad un momento, tengo que enseñaros una cosa. —Se levantó y salió del comedor.
Oteiza volvió a probar el vino. Esta segunda copa le estaba gustando aún más que la primera. Quizás era el hecho de beberlo aquí, en mitad de los viñedos, junto a la persona que lo había cultivado y mimado. Quizás era el hecho de compartirlo con él y con Édouard en una tranquila tarde de domingo. El tic tac del reloj que tan rápido pasaba en la ciudad, parecía ralentizarse en este lugar. Quizás fuera la explicación de por qué Guillaume parecía alguien de sesenta y algo años y no de setenta y muchos. No quería comenzar a notar el efecto del alcohol, debía contenerse, pero era difícil resistirse al adictivo sabor. Cada nuevo sorbo le parecía más sabroso que el anterior.
Édouard cambió de postura en la silla, y con el movimiento su pierna quedó junto a la suya. Notó el contacto en la rodilla. Un leve apoyo, un sutil y presunto casual gesto de proximidad. En cualquier otra situación hubiera reaccionado automáticamente apartándose, pero no se movió. No tuvo ganas. No le apeteció en absoluto. Una muy tenue sonrisa comenzaba a dibujarse en los labios de DeauVille cuando Guillaume apareció por el umbral de la puerta con una caja de zapatos en la mano.
—Tienes que ver esto Édouard. —Quitó la tapa y empezó a sacar fotografías—. Esta es de finales de los setenta. Una de esas fiestas del armisticio que os comentaba. —Colocó la foto sobre la mesa. Tanto Édouard como Oteiza se inclinaron para verla. Estaba tomada en el exterior del Château, junto a la fachada principal. Aparecía un grupo de personas alrededor de una mesa de madera—. Aquí está mi padre, Henri —señaló con el dedo a un hombre de mediana edad que estaba abriendo una botella de vino—. Aquí está tu abuela, Édouard —añadió señalando a una elegante mujer que aparecía a su lado; tenía una copa vacía en la mano, pero su rostro estaba girado hacia atrás y no se apreciaban sus rasgos—. ¿Y a quién tenemos aquí bien atento a todo? —preguntó Guillaume.
Al lado de la mesa aparecía un niño de unos 8 años, vestido con un peto de pana azul marino, jersey de lana con patrones de múltiples colorines y un corte de pelo a lo cazuela.
Oteiza no pudo evitar sonreír. Édouard la miró de reojo y le dio un pequeño empujón con la pierna que mantenía en contacto con la suya. Cuando la separó, la extremidad de la inspectora, como atraída por un campo magnético, buscó de nuevo el contacto.
—Esta es de 1945, cuando llegaron los aliados. —Esta vez la fotografía era en blanco y negro. El padre de Guillaume estaba sirviendo vino a un grupo de soldados americanos—. ¡En esta otra se ven! ¡Estas son! —Henri sonreía a la cámara, y en cada mano sostenía una botella. Oteiza cogió la foto para mirarla más de cerca; las etiquetas llevaban el dibujo del Château, y aparecía claramente el año: 1936.
—¿Puedo hacer una copia Monsieur Monfort? —preguntó la inspectora.
—Por supuesto. —Oteiza sacó su teléfono y realizó una fotografía a la instantánea. Guillaume siguió rebuscando en la caja—. Mira Édouard. Otra de tu abuela. Aquí está con mi padre y con Gabriel del Chateu Lavergne. —Oteiza sólo pudo fijarse en la abuela de DeauVille. Su intensa mirada era la misma que había visto en el retrato de la Condesa; y sus ojos transmitían la misma fuerza y determinación.
—Gabriel sí que supo ocultar bien sus botellas. ¿Sabéis que hizo? —Esperó a que ambos negasen con la cabeza antes de continuar—. Enterró sus mejores botellas en la huerta. Bajo los tomates, las judías y las coles. Y siguió cultivando las verduras como si nada. ¡Durante cinco años! Y los alemanes ni se enteraron. No eran las mejores condiciones para el vino, pero consiguió salvar todas. No le robaron ni una.
—¿Entonces en Château Lavergne conservan las de aquella época? —Oteiza pensó que podrían convertirse en un posible objetivo.
—Me temo que no, inspectora. Gabriel amaba su vino, pero lo amaba demasiado. Con los años terminó por beberse todas las que salvaguardó de la ocupación. Un tipo peculiar; durante la guerra sospechábamos que colaboraba con la resistencia francesa. Muchos viticultores lo hicieron; mi padre nunca nos contó nada al respecto, así que no sé a ciencia cierta si colaboró con ellos. Era muy arriesgado; si los alemanes tenían la mínima sospecha que estabas implicado, te enviaban a un campo de concentración del que no volvías. —El viticultor detuvo su narración unos instantes. Se mostraba pensativo—. ¿Habéis hablado con los del Château Ruibet? —terminó preguntando—. Me he acordado del barón Ruibet porque su padre colaboró activamente con la resistencia, ayudando a ocultar aviadores británicos derribados. Y a ellos también le han robado unas botellas.
—Hemos llegado hoy mismo —contestó Édouard mirando el reloj—. Le llamaré y pasaremos por Château Ruibet mañana. Debemos irnos ya, Guillaume. Aún tengo que solucionar el caos que han dejado en mi despacho. Por cierto, ¿aquí también buscaron algo más que las botellas? ¿Documentos, papeles?
—No. Entraron limpiamente en la bodega, las cogieron y se fueron. Ni tocaron la casa ni el garaje.
Se despidieron de Guillaume en el exterior, agradeciéndole la hospitalidad, el buen vino y toda la información aportada. Oteiza tuvo que apartar con los pies a varias de las gallinas que se habían arremolinado alrededor del coche. Ellas también emitieron un cloqueo de despedida.