17

Los extensos bosques de pinos de Las Landas bordeaban ambos lados de la autopista. El silencio se había convertido en el tercer compañero del viaje; DeauVille permanecía concentrado en la conducción, cambiando de carril constantemente en el complicado tráfico repleto de camiones en tránsito hacia París y el norte de Europa. La preocupación había borrado la casi sempiterna sonrisa que Oteiza no había dejado de ver en su rostro desde el momento en que se conocieron.

—Háblame de esas botellas. —La voz de la inspectora llenó el interior del Audi A5. DeauVille esperó unos segundos antes de contestar.

—Cuando los alemanes llegaron a Burdeos a mediados de 1940, comenzaron a ocupar los Châteaux. Una mañana aparecieron doscientos cincuenta soldados a las puertas del nuestro. Un oficial le dijo a mi bisabuela que recogiesen todas sus pertenencias. Fue amable, pero firme. Les insistió que debían de irse inmediatamente. Subieron a la buhardilla toda la colección de muebles y obras de arte de principios del XIX que había reunido mi tatarabuela, la condesa DeauVille, excepto una pieza. Un enorme y pesado armario estilo Carlos X de madera maciza donde se guardaban los utensilios de cocina. Entre mis bisabuelos, mi joven abuela que entonces tenía veinte años, el cocinero y la demás gente del servicio, consiguieron empujarlo y moverlo hasta tapar con él la puerta de la escalera que conducía a la bodega. Cuando abandonaron el Château, los soldados ya estaban extendiendo sacos de paja para dormir sobre los suelos de parqué, y ya estaban clavando puntas en los paneles de madera tallados para colgar las armas. Huyeron a Margaux, una población cercana, a una pequeña casa de unos conocidos. Cuando ya estaban instalados, apareció el oficial alemán, que enfurecido, les indicó bruscamente que se montasen en su coche. Volvieron a Château DeauVille. Entraron en la cocina. Habían movido el armario y estaban extrayendo los vinos de la bodega. ¿Pensaban que iban a poder ocultarlos así de fácil? les dijo. ¡Estos vinos pertenecen ya al Tercer Reich!

Oteiza observó como la mandíbula de Édouard se tensaba.

—Cuando la guerra finalizó y regresaron al Château, lo encontraron destrozado. Los soldados habían roto todos los paños de cristal de las puertas y ventanas. Todos los suelos de parqué estaban arruinados; años de agua de lluvia colándose por los cristales rotos, sumada a la paja de los jergones que utilizaban para dormir, acabó formando una pegajosa capa de grueso barro. El olor a la grasa que utilizaban para limpiarse las botas tardó años en desaparecer. Grabaron esvásticas en la piedra de los muros y las estatuas, y también en los delicados paneles de madera tallados. Y cuando, tras observar con tristeza todos los destrozos, bajaron a la bodega, se la encontraron vacía. Todos nuestros vinos habían desaparecido. De todas las cosechas de Château DeauVille anteriores a la guerra, sólo se recuperaron esas dos botellas. Por eso eran muy apreciadas por mi abuela. Les tenía un especial cariño; no por su contenido, que no era de una añada particularmente excepcional, sino porque eran las únicas que quedaron como recuerdo familiar de lo que había sido nuestro viñedo antes de la ocupación alemana.

—¿Ocurrió lo mismo en el resto de Châteaux de la zona? —preguntó la inspectora.

—Sólo unos pocos se libraron del saqueo alemán. Y los otros robos que han ocurrido en las últimas semanas, han sido también en aquellos Châteaux cuyas bodegas fueron vaciadas. Y esas botellas robadas, esas botellas recuperadas tras la guerra, eran lo único que les quedaba de los años anteriores a la época oscura.

—Sería interesante hablar con los propietarios de esos Châteaux. Tenemos que descubrir por qué después de tantos años, las botellas del Nido del Águila se han vuelto tan codiciadas como para organizar estos robos tan bien planeados.

—No hay problema. Conozco a las familias propietarias. Les visitaremos y hablaremos con ellos.

—Perfecto.

El agente Otamendi cumplió su promesa. A pesar de la intermitente señal 3G que el portátil de la inspectora conseguía en algunos tramos de la autopista, pudo descargarse las imágenes de las cámaras del Museo San Telmo y del Hotel María Cristina. En todas aparecía el personaje misterioso a pocos pasos detrás del actor alemán, y en todas se tapaba sutilmente la cara con la mano, o miraba hacia otro lado escondiendo el rostro ante la cámara. Se había registrado en el Hotel como Monsieur Diderot, sin duda con documentación falsa. Tanto él como el actor habían abandonado el hotel a primera hora dirección al aeropuerto. Otamendi concluía su correo informándole de que nadie de la empresa de catering había notado nada extraño.

Burdeos les recibió con el habitual y denso tráfico de su circunvalación. Pero apenas unos pocos kilómetros después, la agobiante autopista se transformó en una pequeña carretera que circulaba paralela al río Gironda. Y el paisaje quedó transformado en un mar de viñedos. Colina tras colina, pueblo tras pueblo; los campos que se extendían a la derecha de la carretera estaban repletos de hileras de parras que bajaban perfectamente ordenadas hacia el turbio río; parras exuberantes, repletas de racimos esperando ser recogidos. En algunos campos comenzaba el frenesí de la cosecha. Las cabezas de los vendimiadores aparecían y desaparecían entre las hileras, y cubos llenos de uvas se levantaban hacia los pequeños tractores en cuyo remolque iba acumulándose lo recogido.

Al borde de la carretera empezaron a aparecer los Châteaux; sin pausa alguna, uno detrás del otro en un ostentoso pero armonioso desfile. Oteiza se sorprendió por la proximidad entre ellos; era prácticamente imposible saber qué viñedos correspondían a cada cual. La piedra gris de aquellos palacios brillaba bajo la luz del sol, y DeauVille no dejaba de señalarlos al pasar junto a ellos.

Ese es el Château Palmer. Allí Château Lascombes. Ese el famoso Château Margaux. Y ese otro el Château Bel Air. Oteiza estaba francamente sorprendida. Cada Château era aún más bello que el anterior. Eran pequeñas joyas arquitectónicas que surgían como islas dentro del ininterrumpido verde mar de viñedos. Château Beychevelle, Château Pichon Longeville. Ya queda muy poco.

DeauVille se revolvió incómodo en el asiento.

Estos son ya nuestros viñedos.

Sonrió y señaló a la derecha. La inspectora observó un extenso campo de hileras bordeando un pequeño grupo de altos árboles. DeauVille disminuyó la velocidad y giró a la derecha. El coche atravesó una enorme verja pintada de blanco y se internó lentamente por un estrecho camino de grava blanquecina sombreado por imponentes y ancianos árboles. Cuando las frondosas ramas comenzaron a mostrar lo que tan misteriosamente ocultaban, Oteiza se quedó sin respiración: al fondo del camino apareció el Château, un impresionante palacio de dos plantas, con muros de grandes bloques de piedra, altos ventanales y tejados de pizarra; su arquitectura le recordó los bellos castillos del Loira.

Bienvenida a Château DeauVille.

Oteiza no dijo nada. Ni siquiera se dio cuenta de la satisfecha y orgullosa sonrisa del francés al observar su asombro.

El hechizo empezó a romperse en cuanto vio los coches patrulla de la Police Nationale aparcados en el lateral del edificio, pero aún seguía absorta en los detalles de la fachada principal al salir del coche.

—¡Édouard! —una elegante mujer de unos cuarenta y cinco años salió por la puerta principal y bajó rápidamente las escaleras de piedra en dirección al francés—. Se las han llevado. Se han llevado las botellas de la abuela —dijo mientras le estrechaba en un fuerte abrazo.

—Tranquila Ève, tranquila. Ya las recuperamos una vez. Lo volveremos a hacer.

La inspectora se quedó junto al coche en un intento de no interrumpir el momento entre DeauVille y su hermana. Porque estaba claro que era su hermana. El parecido entre ambos era ineludible. A Oteiza le pareció un clon femenino de Édouard: atractiva, con un cuerpo robusto y fuerte, quizás más amante de la buena gastronomía que su hermano, pero dotada de ese porte y elegancia tan característicos de las clases altas francesas.

El francés interrumpió el abrazo y se apresuró a realizar las presentaciones. El firme y franco apretón de manos con el que la saludó le dio una buena sensación. Le gustaba estar atenta a esos primeros detalles; guiaban su intuición en la primera evaluación de los sujetos.

—Sus colegas están dentro, inspectora. Están analizando la bodega privada y el despacho de Édouard.

—¿El despacho? —preguntó alarmado DeauVille.

—Está todo revuelto. Aún no sabemos si se han llevado algo, pero han vaciado la mesa, los cajones, los armarios… y han dejado todo tirado por el suelo.

Por el umbral de la puerta aparecieron varios policías vestidos de uniforme. Detrás de ellos Oteiza reconoció a Bertrand, que bajaba los escalones distraído en la lectura de los papeles que llevaba en la mano.

Sin decir nada, la inspectora se apartó unos metros de DeauVille y su hermana, y se colocó en el camino del agente. Cruzó los brazos, sonrió, y esperó con deleite a que él levantara los ojos y la viese. Cuando lo hizo, el preocupado gesto del inspector se transformó completamente. Una enorme sonrisa apareció en su rostro, y bajó los últimos escalones con rapidez.

—¡Anne! ¡Qué placer volver a verte! —Le estrechó la mano y la obsequió con los formales tres besos mientras DeauVille no les quitaba los ojos de encima, preguntándose quién era él, quién era aquel que disfrutaba de la confianza y el beneplácito de poder llamarla por su nombre y no por su apellido.

—Me alegro mucho de verte Bertrand.

El inspector aún no le había soltado la mano. La mantenía agarrada mientras seguía mirándola con su gran sonrisa. DeauVille oía la conversación de los otros agentes con su hermana, pero no les escuchaba. Mantenía la vista fija en cómo aquel tipo estrechaba la mano de la inspectora.

—Vaya lío que tenemos encima —exclamó Bertrand soltándole la mano; sabía cuándo volver al terreno profesional con Oteiza. Sabía perfectamente dónde estaba el límite con ella—. Otro robo, mismo modus operandi, mismos objetivos, cero pistas.

—¿No habéis encontrado ninguna huella?

—Nada de nada. Y desconectaron todos los sistemas de seguridad, cámaras incluidas. —Bertrand giró la cabeza y se encontró con la inquisitiva mirada de Édouard—. ¿Cómo has venido desde San Sebastián?

—En coche, con Monsieur DeauVille. —El gesto de Bertrand se volvió serio—. Es el asesor externo que me ha aportado toda la información sobre las botellas.

—¿Monsieur DeauVille es el asesor? —preguntó con cierto desagrado. Oteiza se preguntó por qué Bertrand mostraba esa repentina aversión por DeauVille.

—¿Me enseñas la escena del robo? —preguntó ella intentando centrar al inspector. Funcionó, porque volvió a obsequiarla tanto con su mirada como con su sonrisa.

—Por supuesto —contestó mientras le indicaba con un gesto que subiese las escaleras.

Una vez dentro, Oteiza siguió a Bertrand a través del largo pasillo que se iniciaba en el hall del Château, cuyo antiguo suelo de madera crujió en cada uno de sus pasos. Entraron en la cocina, que mantenía los muros de piedra pero estaba totalmente equipada con fogones de gas y electrodomésticos modernos. Llena de cazuelas y útiles para cocinar, no era una cocina de exposición de revista de decoración, sino una cocina viva, que sin duda era usada habitualmente. En la pared lateral había una puerta abierta.

—Han abierto con bastante facilidad la puerta blindada —informó Bertrand señalando el punto donde habían colocado las herramientas para forzar el cierre.

Tras la puerta apareció una escalera que descendía en caracol, rodeada por grandes bloques de piedra gris. La temperatura iba cayendo a medida que Oteiza bajaba por ella, y sintió un frío helador sobre sus brazos al llegar a la gran estancia inferior. Pequeñas lámparas estratégicamente situadas iluminaban los muros y las bóvedas de piedra, evitando proyectar luz directa sobre los enormes botelleros que se alineaban en las paredes hasta el fondo de la alargada sala.

Había cientos de botellas en aquella bodega. La inspectora comenzó a caminar y empezó a fijarse en las etiquetas de algunas de ellas; no sólo eran vinos franceses. Frente a ella se desplegaba un muy selecto y extenso surtido de caldos internacionales, sin duda de un valor muy elevado.

—Los sensores fueron desactivados —informó el inspector señalando los pequeños detectores de movimiento situados en cada esquina de la estancia.

—¿Dónde estaban las botellas robadas? —preguntó Oteiza.

Bertrand caminó por el espacio central hasta la pared final, donde tomaba protagonismo un gran refrigerador con puerta de cristal. Tanto el marco como el tirador estaban manchados por el polvo de la búsqueda de huellas.

—Estaban en una de esas baldas —exclamó señalando los dos únicos huecos vacíos—. No han tocado ni una sola botella más, y mira que son tentadoras. Vaya joyas que guarda aquí tu asesor.

Oteiza le miró cuando percibió el sutil sarcasmo que había utilizado para pronunciar las últimas palabras, pero Bertrand mantuvo la vista fija en las botellas.

—¿Y por qué las tiene refrigeradas con el frío que hace aquí abajo? —preguntó la inspectora pasándose las manos por los brazos.

—Hace fresco ¿eh? —bromeó Bertrand tomándose la libertad de pasar el dorso de la mano por la erizada piel del antebrazo de la inspectora.

—Hay que mantenerlas a una temperatura y humedad totalmente estables.

La grave voz les hizo girar la cabeza. Provenía de las escaleras, donde DeauVille terminaba de descender los últimos escalones.

—Son los vinos de Guarda. Algunos tienen más de treinta años, y es necesario conservarlos en una óptima atmósfera. Muchos de ellos van a reposar aquí durante largo tiempo —explicó mientras caminaba hacia ellos. Interrumpió sus palabras al ver el hueco vacío que habían dejado las botellas robadas.

Oteiza observó cómo su semblante cambiaba. Un ramalazo de tristeza ensombreció sus ojos, haciendo desaparecer por completo la ligera arrogancia que había acompañado sus últimas palabras.

—¿No hay nadie en el Château por las noches? ¿Nadie del servicio? —preguntó ella.

—No tengo mayordomos ni amas de llaves —respondió Édouard con cierta ironía y una ligera sonrisa—. Varias chicas de una empresa de limpieza trabajan un par de jornadas por semana, y dos jardineros se encargan del exterior, pero todos vienen durante el día. Mi hermana regresa todas las tardes a su vivienda en Burdeos. Por la noche soy el único que se queda en el Château.

—¿Y no tienes seguridad privada para el Museo de las Copas teniendo piezas tan importantes?

—¿Y tener agentes de uniforme dentro de mi propia casa? Lo descarté por completo. Preferí gastarme una importante cantidad de dinero en sofisticados sistemas electrónicos, pero ya veo que pueden violarse fácilmente.

—Bueno, no es tan fácil; esto nos indica la profesionalidad del equipo que entró ayer anoche en el Château —añadió Oteiza.

—¿Vemos el despacho? —preguntó Bertrand directamente a la inspectora, ignorando completamente a DeauVille.

Ascendieron la escalera de piedra y tras atravesar la cocina, el agente orientó a la inspectora hacia otro pasillo contiguo. Pasaron junto a la escalera que llevaba a las plantas superiores, una robusta estructura de madera enmoquetada que ascendía escoltada por retratos de mujeres vestidas con diferentes vestidos de época. Oteiza dedujo que eran las antepasadas de DeauVille, las anteriores gestoras del viñedo.

El despacho estaba sumergido en un auténtico caos. Cientos de papeles estaban desperdigados por encima de la mesa y el suelo. Todos los cajones estaban abiertos, y algunos de ellos habían sido extraídos de los muebles para volcar su contenido. Habían sacado los libros de las estanterías, y muchos estaban tirados por la moqueta, abiertos, desamparados.

—¿Qué puede ser lo que buscaron aquí? ¿Qué guardas habitualmente en este despacho? —preguntó Oteiza mientras paseaba su escrutadora mirada profesional por toda la estancia.

—Informes relativos a la gestión del viñedo, sobre todo lo correspondiente a la exportación, que es mi sector. Pero nada importante; la documentación referente a las tierras, las escrituras, los títulos de propiedad, etc., todo eso lo guardamos en una caja de seguridad de un banco en Burdeos. De hecho aquí ni siquiera tengo caja fuerte. —Se agachó para recoger algunos de los libros tirados. Suspiró mientras intentaba alisar las páginas que se habían plegado al caer abiertos al suelo.

Oteiza se fijó en el cuadro que colgaba tras la mesa. Se acercó algunos pasos para verlo más de cerca. Bajo un sol de atardecer, un grupo de vendimiadores recogía la uva de unas parras cuyas hojas eran de un rojo intenso. A su derecha corría un río, como también el Gironda corría junto a la ribera de los viñedos DeauVille. Reconoció la obra y los trazos de su autor al instante. Era el Viñedo Rojo de Van Gogh, el único cuadro que el autor vendió en vida.

—Es una reproducción, evidentemente. El Van Gogh original sigue en el Museo Pushkin de Moscú —exclamó Édouard al verla mirar el lienzo—. Eso sí, es una reproducción de una calidad excepcional. Se la encargué a uno de los mejores copiadores de Europa. —Se acercó y se colocó a su lado—. Es una de mis obras favoritas. Es impresionante esa intensidad en los tonos del atardecer sobre el viñedo.

Oteiza asintió sin dejar de mirar el cuadro. Desde luego el trabajo de reproducción era magnífico. El pintor no sólo había replicado la escena, sino hasta el último trazo de pincel del maestro Van Gogh.

Cuando se dio cuenta de la proximidad de DeauVille, dio un par de pasos para alejarse. Bertrand les observaba atento desde la puerta de la estancia.

—¿Han entrado en alguna otra habitación? ¿Han tocado algo más? —le preguntó al inspector.

—Si han entrado aparentemente no han tocado nada, según Madame DeauVille —contestó fríamente Bertrand.

Volvieron a salir al exterior donde Ève continuaba hablando con los agentes de uniforme.

—¿Te acercamos al hotel, Oteiza? —preguntó Bertrand.

—Aún no tengo alojamiento.

—Pues regístrate en el mío. Está muy cerca de la comisaría central. Y hay excelentes restaurantes cerca.

—Por favor inspectora, sería un placer si se queda en nuestro Château. Tenemos habitaciones de sobra. Agente Bertrand, le incluyo a usted también en la invitación —añadió Ève.

—Se lo agradezco Madame DeauVille, pero prefiero quedarme en el centro de Burdeos. Tengo mucha tarea pendiente en comisaría —contestó Bertrand.

—Si te quedas aquí podremos empezar cuanto antes las entrevistas con los propietarios de los otros Château —afirmó Édouard dirigiéndose a Oteiza.

La inspectora sopesó las opciones. Por una parte la idea de refugiarse en el ambiente policial junto a Bertrand le pareció la más correcta; pero tenía la intuición de que yendo por su cuenta y hablando con los viticultores podía conseguir información más útil. Qué demonios. Encima el sitio es precioso. Decidió quedarse.

Tanto Ève como Édouard se alegraron de la decisión tomada. Bertrand asintió, pero el manténme informado con el que se despidió de ella sonó áspero y seco.

DeauVille sacó las maletas del coche y su hermana acompañó a Oteiza escaleras arriba. Según ascendían los elegantes escalones, la inspectora volvió a fijarse en los retratos. Se paró delante del que presidía el descansillo; una elegante mujer de unos treinta años posaba sentada con los brazos descansando en el regazo. El aspecto de su vestuario era característico del siglo XIX, pero su mirada parecía intemporal. Tenía los mismos ojos azules que Édouard, cargados de una profundidad y una intensidad que sin duda intimidó al artista que pintó aquella obra, como bien seguro que intimidaba a cualquiera que mirase aquel retrato.

—Es nuestra tatarabuela, la Condesa DeauVille —le informó Ève tras verla observar el cuadro—. La fundadora del viñedo en 1850; es el único que sobrevivió a la guerra. El resto de retratos fueron destruidos por los alemanes. Lamentablemente los utilizaron como dianas para sus prácticas de tiro —añadió mientras iniciaba de nuevo el camino de ascenso por las escaleras.

Oteiza quedó impresionada al ver la habitación. La decoración era elegante y de estilo clásico; las paredes estaban forradas de madera hasta media altura, donde comenzaba una suave tela acolchada que ascendía hasta las molduras de escayola del techo. La colcha que descansaba sobre la enorme cama tenía el mismo elegante patrón floreado que las cortinas de las ventanas. La hermana de DeauVille se despidió después de indicarle la puerta del baño privado al que se accedía desde la habitación.

En cuanto cerró la puerta la envolvió el silencio más absoluto. Se sentó en la mullida cama y se quedó escuchando. En Madrid nunca había silencio. Aunque cerrase a cal y canto todas las ventanas de su ático, siempre se oía al fondo el murmullo de la gran ciudad. Las sirenas, el camión de la basura, las obras. Cuando viajaba a pequeños pueblos para investigar expolios, siempre le costaba conciliar el sueño la primera noche. Le costaba acostumbrarse al silencio.

Se descalzó y puso los pies en el suelo. Estiró y encogió los dedos, notando bajo ellos la confortable y mullida moqueta. Se le ocurrían dos definiciones para la habitación.

Cinco Estrellas, y Jodidamente Acogedora.

Descorrió las cortinas y en cuanto miró hacia el exterior sintió la urgente necesidad de abrir la ventana. El paisaje que apareció ante ella la dejó de nuevo impresionada. En la parte trasera del edificio se extendía un enorme jardín con un césped impecablemente cuidado. En el centro había un estanque de agua cristalina, bordeado por grandes estatuas de piedra que competían en magnificencia con los setos cuidadosamente esculpidos. Y más allá del muro que bordeaba el jardín, se extendía el verde mar de viñedos. Mirase donde mirase solo veía hileras de parras. Bajaban hasta el mismo borde del río, cuyas aguas comenzaban a tornarse con el mismo color del cuadro de Van Gogh.

Precioso. Total y jodidamente precioso.

Cuando descendió a la planta principal, encontró a DeauVille agachado en el despacho, recogiendo los papeles e intentando poner orden en el caos en que estaba sumergida la habitación.

—¿Le parece correcto el alojamiento, inspectora Oteiza? —preguntó en castellano en cuanto la vio entrar por la puerta.

—No está mal. —Se acercó y se agachó a su lado—. De hecho está bastante bien. —Comenzó también a recoger los papeles—. La verdad es que Château DeauVille es un lugar precioso —acabó reconociendo. Levantó la vista y miro a Édouard que sonreía mientras la escuchaba.

—Sabía que te gustaría.

—¿Es que alguna vez has traído a alguien que no le haya gustado?

—Oh sí. Hay gente que simplemente no le gusta el campo. Prefiere no salir nunca de las pasarelas parisinas o de los yates de lujo en Saint Tropez.

Oteiza intuyó que con gente se estaba refiriendo a mujeres. ¿Cuántas mujeres habría traído aquí DeauVille? ¿A cuántas habría tratado de impresionar con el Château, con los jardines, con los viñedos? Visualizó a las espectaculares modelos que le acompañaban en aquellas fotos de Google Imágenes. Se las imaginó llegando al Château por el estrecho camino, igual de impresionadas que ella, igualmente sin palabras, pero planeando sin duda hábiles estratagemas para convertirse en la Princesa del Castillo.

—Cuando tengamos un rato de tranquilidad te enseñaré el resto de la casa, y las bodegas. Pero antes tenemos tarea. —DeauVille se levantó y le ofreció la mano para ayudarla a ponerse en pie. Oteiza lo hizo sin aceptar su ofrecimiento.

—¿Has contactado con alguno de los propietarios de las botellas robadas?

—Sí, y nos espera esta misma tarde. Podrás interrogarle todo lo que quieras.

—¿Y a qué estamos esperando? —preguntó Oteiza mientras caminaba hacia la salida.

Édouard sonrió. Ella también era incorregible. Después miró a su alrededor, y suspiró profundamente. Qué desastre. Echó un vistazo a las hojas que tenía en la mano: extensos y aburridos informes de cifras de exportaciones europeas de vinos.

Cuando oyó el Vamos DeauVille que provenía del exterior, tiró los papeles encima de la mesa y se apresuró a salir al encuentro de Oteiza.