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Oteiza comenzó su jornada laboral estudiando toda la información que Bertrand le había dejado en su buzón de correo. Aún quedaban algunas horas antes de su reunión con DeauVille, así que organizó la documentación que quería mostrar al francés. Por supuesto obviaría los detalles de los robos y de la investigación; su plan era mostrarle solamente el listado de las botellas desaparecidas y hacerle diversas preguntas sobre el mercado donde podrían moverse si querían sacar partido económico de ellas. DeauVille estaba limpio tanto en la base de datos de España como en la de la Interpol, pero si algo le habían enseñado los años de oficio y la vida misma, era que no podías fiarte de nadie.

Aprovechó para informar al Inspector Jefe de su contacto con el agente Bertrand, de la información que estaba acumulando, y de su intención de contactar esa misma mañana con un experto en botellas de vino históricas. Se interesó por el análisis de huellas de los ladrones del Mosaico del Baco, que como esperaba, aún no habían dado ningún resultado, y delegó otras dos de sus investigaciones a sus compañeros de Brigada.

De momento llevaría ella sola el caso de las botellas de vino. Bastante saturados estaban en el departamento como para requerir más recursos personales. Llamó al inspector de la Brigada de Delincuencia que llevaba la investigación del robo en Barajas, pero no pudo aportarle más información. No había nuevas pistas por el momento.

Cuando se quiso dar cuenta, había llegado la hora de salir hacia el Wellington. Es más, llegaba tarde, así que tuvo que sacar partido al motor de la Monster y bajar hacia el centro a una velocidad bastante más elevada de lo recomendable.

Aparcó la moto a pocos metros de la entrada del hotel y fue quitándose el casco mientras caminaba hacia ella. Entró en la lujosa recepción y se dirigió al mostrador mientras pensaba jocosamente en el improvisado tour que últimamente se estaba viendo obligada a realizar por los mejores establecimientos hoteleros de la capital. Posó el casco sobre el mostrador y se quitó los guantes mientras hablaba.

—He quedado con el señor DeauVille. ¿Pueden avisarle a su habitación? Édouard DeauVille. —El recepcionista miró un cuaderno de notas antes de contestar.

—¿Es usted la señorita Oteiza? —La inspectora asintió—. El señor DeauVille la espera en el salón contiguo —añadió señalando a su derecha.

Oteiza siguió la dirección indicada y se paró al borde de los escalones que desembocaban en un salón en forma de L. Decorado al más puro estilo inglés, con una gruesa y mullida moqueta granate cubriendo el suelo en su totalidad y grupos de pequeñas mesas rodeadas de sofás individuales tapizados con telas de cuadros.

Sólo faltan Jane Austen y las hermanas Brönte tomando el té.

Echó un vistazo rápido. Varios huéspedes estaban dialogando tranquilamente en mesas a ambos lados de la entrada. Giró la vista hacia la derecha y entonces le vio. Sentado en una silla al fondo del salón, con los codos sobre la mesa y un aspecto bastante más informal que la noche anterior: camisa blanca con los dos primeros botones desabrochados, y las mangas perfectamente plegadas a lo largo de los antebrazos. Tenía un periódico sobre la mesa, pero no lo estaba leyendo; la estaba mirando a ella. Y le sonreía, con un gesto mitad sorprendido, mitad divertido.

Se acercó caminando mientras bajaba la cremallera de la chaqueta de cuero. Juraría que los ojos de él habían seguido en su totalidad el recorrido descendente de la cremallera. Se puso inmediatamente de pie para recibirla.

—¿Señor DeauVille? —Él asintió—. Inspectora Oteiza. Encantada de conocerle. —Aún llevaba los guantes de la moto en la mano, así que los metió dentro del casco y elevó la extremidad para saludarle con un apretón de manos.

DeauVille acercó su mano a la suya y la mantuvo agarrada con firmeza durante un instante, un instante que a Oteiza le pareció demasiado prolongado.

—Un placer —pronunció con acento francés mientras indicaba a la inspectora que tomase asiento en otra de las sillas. Oteiza se quitó la mochila, la chaqueta y las dejó en el sofá junto a la mesa. DeauVille esperó a que estuviera sentada antes de hacer lo mismo frente a ella.

Bienvenida a la escuela de las sofisticadas técnicas de cortesía de la aristocracia francesa.

—¿En qué puedo ayudarle, detective?

—Inspectora, por favor. Eso de detective es sólo en las películas americanas —replicó Oteiza con una irónica sonrisa.

Touché. —Él sonrió abiertamente.

—Como le comenté ayer por teléfono, nos sería de gran ayuda su asesoramiento. Estoy investigando una serie de robos de botellas de vino muy particulares. Me han comentado que usted tiene amplios conocimientos sobre este tipo de vinos.

—¿Y quién le ha comentado tal información? —preguntó DeauVille con tono jovial.

—Mademoiselle Duchamp. Sophie Duchamp. Usted adquirió unas copas del siglo XVII en su galería de arte, el año pasado. ¿La recuerda?

—¿Parlez-vous français? —preguntó él tras haber detectado su pronunciación al nombrar a Sofía.

—Sí, pero si no le importa Monsieur DeauVille, preferiría dialogar en español.

—Sin problema. —Oteiza prefería obligarle a hablar en castellano. Era mucho más fácil saber si alguien dudaba o mentía al no utilizar su lengua materna. Y va a ser mucho más divertido oírte hablar con ese acento francés—. Sí, la recuerdo. Muy profesional. Muy versada en la materia. Recibí las copas en mi Château a los pocos días. Y una señorita encantadora además. —Su sonrisa se tornó más traviesa—. ¿También colabora con la investigación?

—No, Sofía es… una amistad personal.

—Entiendo. Por su trabajo debe de hacer amistad con mucha gente interesante del mundo del arte. —Oteiza se fijó en el jugueteo de su mirada.

—Estudiamos juntas Historia del Arte —contestó la inspectora mientras abría la mochila para extraer el listado de las botellas. Quería reconducir rápidamente la conversación—. Señor DeauVille, este es el listado de las botellas desaparecidas. —Dejó los folios en la mesa y los giró en dirección al francés. Él empezó a leer el listado y su gesto fue tornándose más serio.

—Sin duda son peculiares. Botellas anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Champagne, Borgoña y Burdeos. Añadas desde 1929 a 1939. Hubo excelentes cosechas entre esos años. Sin embargo, ¿sabía usted que la cosecha de 1939 fue una de las peores? En Burdeos tuvimos muchos problemas con la lluvia. Dieron resultado a unos vinos tenues y diluidos. Esto no es vino, sino agua de fregar los platos, decían los viticultores. Es una vieja leyenda: El Señor siempre envía una mala cosecha de vino para anunciar el estallido de una guerra. Durante la ocupación el vino fue mediocre. Estas otras botellas que aparecen en el listado llevaban una etiqueta que indicaban que estaban destinadas para consumo privado de la Wehrmacht alemana. —DeauVille señaló con el dedo varias líneas del listado—. Son cosechas de los años 1942 y 1943. Pésimas. Con todos los hombres reclutados no había suficiente mano de obra para hacer vino en condiciones. Y sin suministros, no llegaban los fertilizantes ni los productos para combatir las plagas. Terrible. Sin embargo, para anunciar el final, Dios envió una exquisita y abundante cosecha. La de 1945 fue épica. Sus vinos fueron increíblemente ricos y concentrados. El tiempo cálido había cargado con azúcar natural las pieles de las uvas, y debido a la escasez de botellas, los vinos permanecieron más tiempo en los toneles, haciéndoles desarrollar una mayor complejidad y un gran carácter. Fue una recompensa por los años de miseria, guerra y privaciones.

—¿Y qué interés pueden tener al robar botellas muy valiosas de excelentes cosechas junto con botellas de malas añadas?

—Quizás les interese más su valor histórico que la calidad de su vino o su valor en el mercado. —DeauVille seguía mirando el listado con gesto contrariado—. Un momento. Este conjunto de Latour, Margaux, Mouton Rothschild y Ausone de los años veinte. Reconozco estas botellas. Se subastaron a finales del 2009. Conozco al coleccionista que las adquirió. No sabía que se las habían robado. Merde. —Visiblemente afectado, suspiró y miró a Oteiza—. Para nosotros, los franceses, el vino forma parte de nuestra historia, es lo que nos define. Hace que nos sintamos orgullosos de nuestro pasado. —La inspectora observó el brillo especial que habían adquirido sus ojos. De hecho, fue el primer momento en el que se fijó en su intenso y profundo color azul. DeauVille le mantuvo la mirada un par de segundos antes de seguir leyendo.

Permaneció otro par de minutos totalmente concentrado en la lectura. Emitía sonidos de desaprobación al llegar a diversas líneas. Ella aprovechó este interludio para observarle atentamente. Los mechones de su oscuro cabello cuidadosamente despeinados, el flequillo que jugaba a desafiar la gravedad sobre sus ojos, los fuertes antebrazos y las cuidadas manos que sujetaban los papeles… empezaba a percibir a corta distancia el atractivo al que se había referido Sofía. Pero ella no era mujer de caer fácilmente ante los obvios encantos masculinos, así que dejó de observarle y rompió el silencio con una nueva pregunta.

—¿Serían fáciles de vender en el mundo del coleccionista privado?

—Muy difícil. Son muy reconocibles. Es complicado venderlas.

—¿Hay algo más que pueda decirme sobre su valor histórico?

—Sí, pero necesitaría algo más de tiempo. Hay algunas cosas que me gustaría preguntar a algunos viticultores y coleccionistas de Burdeos y Borgoña —pronunció DeauVille sin quitar ojo al listado.

—De acuerdo. Podemos volver a reunirnos otro día. —El francés levantó la vista y clavó la mirada en la inspectora. Y en su rostro surgió una nueva sonrisa, una nueva versión, una sonrisa repentina que a Oteiza le pareció totalmente sincera y que le provocó un extraño erizamiento en el vello de la nuca.

—Será un auténtico placer —pronunció bajando el tono. La inspectora notó cómo se incrementaba el calor en sus mejillas.

Venga Oteiza, por favor. No me jodas. A estas alturas no me digas que vas a ruborizarte.

Intentó combatirlo recogiendo los folios. Él puso una de las manos sobre ellos para impedírselo.

—Si no es mucha molestia, ¿puedo quedarme con estos papeles? —La pregunta hizo dudar a Oteiza. No le gustaba dejar información de sus investigaciones en manos ajenas. Frunció el ceño y dudó durante unos segundos, sopesándolo.

—Está bien. Si con ello puede aportarme más información, adelante. —Se levantó y DeauVille también se puso en pie raudo y veloz. Buscó en la mochila una tarjeta con su número de teléfono y se la entregó—. Llámeme cuando sepa algo más. —Cogió la chaqueta y el casco y comenzó a caminar hacia la puerta.

—¿Disfrutó ayer de la subasta? No parecía muy entretenida en el cocktail en los jardines. —Las palabras de DeauVille la detuvieron en seco.

La inspectora no se volvió, y se forzó por detener la sonrisa que comenzaba a surgir en sus labios.

¡Qué cabrón! Me vio. Y se fijó en mí.

Reanudó su caminar, pero al llegar al último escalón, sintió la necesidad de girar el rostro y echarle un último vistazo. Y allí le vio, de pie, sonriente, con las manos en los bolsillos del pantalón, mirando atentamente cómo se iba.

Monsieur DeauVille, conmigo su juego le va a servir de bien poco.

Édouard siguió mirando el umbral de la entrada a pesar de que la inspectora había salido ya de la sala. Estaba intrigado, y mucho. Por las botellas, y por ella. Y hacía mucho tiempo que no estaba así de intrigado por nada.