Capítulo 21:

Todo sube

Como la autopista estaba despejada, el coche tiraba que era maravilla y la Emilia se reveló como una avezada conductora, aunque agotada por las emociones del día, por una noche pasada casi en vela y, sin ánimo de fanfarronear, por el tute que nos habíamos pegado unas horas antes, dio algunas cabezadas que de poco ponen brusco fin al periplo, la primera parte del viaje se desarrolló en los más placenteros términos. Declinaba la tarde y los postreros rayos del sol acentuaban el fresco verdor de los campos rozagantes, la ajamonada rojez de la tierra y el ascético gris de los montes lejanos, cuyas cumbres la niebla cercenaba. Idílico telón que mucho nos serenó el ánimo a los tres, y muy en especial a don Plutarquete, que no había salido del asfalto en largo tiempo y no daba crédito a sus ojos.

—Hay que ver —iba diciendo cada dos por tres— lo que ha cambiado este paisaje. Hace treinta años, por ejemplo, aquella acacia no existía. Y qué carretera más suntuosa. No tenemos nada que envidiar a los gabachos.

Por fortuna, cayó víctima del mal que aqueja a muchos viajeros y se quedó dormido poco antes de llegar al primer peaje. La Emilia, aprovechando la ocasión, me pidió que le siguiera contando qué había sido de aquel primer amor que en el confesionario del colchón había empezado a relatarle esa misma mañana.

—La vida —dije— se encargó de separarnos.

—Eso —dijo la Emilia— es una trasnochada tergiversación.

Le señalé la conveniencia de reponer combustible.

—Ya veo —dijo— que no quieres hablar. No seré yo quien te acuse de cobardía. A todos nos cuesta reconocer que en un instante ya irrecuperable lo apostamos todo a una sola vuelta de la ruleta antes de aprender las reglas del juego. Yo también creí que la vida era otra cosa. Luego se sigue jugando, se gana y se pierde alternativamente, pero ya nada es igual: las cartas están marcadas, los dados están cargados y las fichas sólo cambian de bolsillo mientras dura la velada. La vida es así y es inútil calificarla de injusta a posteriori.

Le pregunté si se quería casar conmigo. Me dijo:

—Creo que tienes razón.

—¿En qué?

—En que hay que poner gasolina.

Dio un giro tan brusco que casi me dejo los dientes en el cambio de marchas y se metió en la veredita que llevaba a una estación de servicio, donde se enzarzó en una discusión técnica con el sujeto malencarado que nos atendió. Yo aproveché la tregua para hacer uso de los servicios y afanar de una máquina media docena de chicles que nos endulzaron el resto del viaje y nos mantuvieron ocupadas las mandíbulas.

Era noche cerrada cuando llegamos a Sant Pere de les Cireres. El último tramo del recorrido había consistido en un continuo subir, revirar y dar aullidos por una carretera pina, sinuosa y umbría que se adentraba en un macizo montañoso agreste, solitario y neblinoso. El pueblo consistía en una calle perpendicular a la ladera del monte y, por ende, peraltada en grado sumo. Las casas eran de piedra y no parecían habitadas. El viento traía de muy lejos olor a ganado y a leña quemada y el ladrido sincopado de algún perro. Unas bombillas sin pantalla que pendían de cables tendidos entre tejado y tejado y que el viento bamboleaba a su antojo proyectaban una luz cenicienta que hacía revolotear sombras fugaces en los jirones de niebla.

—Fíjense ustedes —comentó don Plutarquete— qué de rincones pintorescos encierra nuestra geografía.

Sin prestar la menor atención a sus simplezas, aparcamos el coche delante de la taberna y entramos a preguntar dónde estaba el monasterio. Tras el mostrador no había nadie y a nuestros gritos respondió una voz proveniente de la trastienda, que nos invitó a pasar. Franqueamos una cortina hecha de chapas de San Miguel y nos encontramos en un salón de regulares proporciones, que presidía un televisor desde un podio tapizado por la senyera. El tabernero colocaba sillas en semicírculo frente al televisor.

—Perdonen que no les atienda —dijo—, pero tengo que terminar de montar el proscenio antes de que empiecen a llegar.

—¿A llegar quién? —pregunté.

Collons, la gente.

—¿Y cada día monta y desmonta usted el tenderete?

—Lo que me empreña de los turistas es que hay que explicárselo todo —hizo sociología el tabernero—. Me cago en el que inventó el turismo. ¿Ustedes de dónde vienen?

—De Barcelona.

—Ésos son los peores: los de Barcelona. Y los franceses. Los peores.

—Permítame que le ayudemos con las sillas —dije yo.

Acabamos de armar el anfiteatro entre los cuatro y el tabernero contempló el montaje con manifiesta satisfacción.

—Lo peor, además de los franceses y los de Barcelona, ha sido cargar con el televisor —nos contó—. Ustedes no saben lo que pesa. Antes tenía uno en blanco y negro que pesaba menos. Pero éste, como es en color, pesa el doble. Vengan, les convido a una cerveza por haberme ayudado.

Pasamos al mostrador, abrió un cerveza, rellenó tres copitas de jerez y se bebió el resto a morro.

—Salud, salud —dijimos nosotros.

—Los días normales —dijo el tabernero respondiendo a la pregunta que le habíamos hecho media hora antes— la televisión está allí, en aquella repisa. El que viene y toma algo la puede ver gratis. Cuando echan un programa especial, cobro un poco más la consumición. Me parece justo.

—Lo es —corroboré.

—Pero hoy, como el partido es a las dos de la mañana, pensé que aprovecharía para hacer cena con espectáculo. A mil pelas el cubierto y, aunque no se lo crean, ya están todas las mesas reservadas. A las diez y media empiezo a servir: sopa de letras, butifarra y mató. A las doce, copita de champán. Luego, discos solicitados. Y a las dos, a ver el partido. El que no pague el cubierto completo, no ve el partido. Yo había pensado encargar gorros y espantasuegras al recadero, pero mi señora me dijo: Miquel, no te compliques la vida. Así que nada de frivolidades.

—¿Por qué dan el partido a las dos de la mañana? —preguntó don Plutarquete.

—Porque lo retransmiten vía satélite desde no sé dónde. Desde Francia, supongo.

—¿Y quién juega? —volvió a preguntar don Plutarquete, que siempre estaba en Babia.

—La selección nacional contra unos cabrones. Si quieren cenar y ver el partido, les pongo una mesa. Son mil quinientas por persona.

—Antes eran mil.

—Ahora es reventa. ¿Tres?

—No, muchas gracias —dije yo—. En realidad, nosotros veníamos a preguntar que dónde caía el monasterio. Somos fotógrafos y queremos hacer un reportaje.

Los ojos del tabernero se volvieron dos ranuras a través de las cuales chispeaba la desconfianza.

—Es de noche —dijo— y hay niebla.

—Tenemos equipo electrónico —dije yo.

—Allá se las compongan —dijo él encogiéndose de hombros—. Yo ya les he dicho que no vayan. Si no quieren entender, culpa mía no habrá sido.

—¿Por qué nos desaconseja que vayamos al monasterio? —Quise saber.

—Mire, señor, yo no desaconsejo ni dejo de desaconsejar. Yo soy el tabernero del pueblo. El verano pasado estuvieron aquí mismo, donde están ustedes ahora, unos franceses. Tres chicos y dos chicas. Hacía una noche parecida a ésta. Se empeñaron en ir al monasterio. A lo mejor en Francia no tienen monasterios. O estarían drogados. Los franceses, ya se sabe. La cuestión es que no hicieron caso de lo que se les dijo. Nunca los volvimos a ver. Yo no insinúo nada. Cuento lo que pasó. Aquí nací y aquí he vivido siempre. Soy ignorante y supersticioso. Por todo el oro del mundo no salía yo esta noche al bosque. Ustedes sabrán lo que les conviene.

El profesor, la Emilia y yo intercambiamos miradas.

—Le agradecemos mucho su advertencia —dijo la Emilia en nombre de los tres—, pero nos gustaría saber cómo se llega al monasterio.

—¿Traen coche? —preguntó el tabernero.

—Sí.

—Pues como si no, porque hay que llegar a pie. Sigan esta calle hasta el final y verán un sendero que trepa. Síganlo hasta encontrar un puente de madera. Pasado el puente verán una desviación. Cojan a la derecha y sigan subiendo. De todas formas, con esta niebla, se van a perder. Si a medio camino se arrepienten y quieren venir a cenar y a ver el partido, ya lo saben: dos mil calandrias.

Dimos las gracias al inflacionario hostelero y sin más dilación emprendimos la marcha. Al principio las cosas no fueron del todo mal, porque la pendiente era suave y la visibilidad relativamente buena, pero poco a poco se fue haciendo aquélla más pronunciada y cerrándose la niebla. Empezamos a darnos morrones contra los árboles y a tropezar con piedras y raíces y a meter los pies en hoyos y fangales. Afortunadamente, las blasfemias que íbamos profiriendo los tres a cada rato impedían que nos distanciáramos los unos de los otros, con fatales consecuencias. También jugaba a nuestro favor el hecho probado de que las montañas, con el paso del tiempo, hayan adquirido forma cónica, lo que garantiza a quien las escala que llegará a la cima con tal de que no deje de ir cuesta arriba y siempre que no se rompa el espinazo en el empeño.

No sé yo cuánto llevaríamos en aquella niebla procelosa, cuando el pobre historiador, en quien los años pesaban más que la determinación, rebufó a mis espaldas y murmuró:

—Ya no puedo más. Sigan ustedes, que yo me quedo aquí a pasar la noche.

Traté de alentarle diciendo que el monasterio no podía quedar lejos y que si se detenía allí podían comérselo las alimañas que, a no dudar, habían de merodear por aquel infernal paraje. Mis razonamientos, sin embargo, no hicieron mella en su postura y es probable que de allí no hubiera pasado si en aquel mismo instante la Emilia, que, ajena al incidente se nos había adelantado un buen trecho, no hubiera lanzado un grito desgarrador que nos heló la sangre en las venas y nos hizo correr con renovadas fuerzas en su ayuda.

Los gemidos en que sus gritos se habían transformado hicieron que la ubicásemos sin esfuerzo. Estaba abrazada a un árbol y tiritaba de los pies a la cabeza. Le preguntamos que qué le había ocurrido.

—Nada —dijo—, no ha sido nada.

—¿Por qué has gritado? —le dije.

Tardó un rato en contestar.

—Una tontería —dijo al fin—. Me ha parecido ver gente entre la niebla.

—¿Excursionistas?

—No…

—Por Dios, sé más explícita. ¿Qué clase de gente? ¿Cuántos eran?

—Varios. Una fila larga. Vestidos de blanco… como fantasmas. Quizá me equivoque. Es posible que fuera sólo la niebla…

—¿No te han visto?

—No lo sé. Llevaban la cara tapada. Y cantaban una canción, a coro. Los últimos transportaban…

—¿Qué? —preguntamos el profesor y yo al ver que se resistía a decírnoslo.

—Un ataúd. O así me lo pareció.

Iba yo a proponer que regresáramos a la taberna y dejáramos para mejor ocasión nuestra empresa, cuando el viejo historiador lanzó una carcajada y dijo:

—Apreciada señorita Trash, no se deje influir por el ambiente. Lo que usted ha visto no tiene nada de sobrenatural. Si hubieran estudiado ustedes el mapa con detenimiento se habrían percatado de que estamos cerca de la frontera. Ha tenido usted un encuentro fortuito con una banda de contrabandistas. Me juego lo que sea a que en ese supuesto ataúd no hay otra cosa que una vajilla de vereco, diversos electrodomésticos y varios pares de medias de cristal.

Me abstuve de decir lo que pensaba al respecto y reanudamos el ascenso formando cadena con el cinturón de la gabardina y la trabilla del pijama de don Plutarquete. Yo abría la marcha y llevaba el cinturón agarrado de una punta. Detrás venía la Emilia, que sujetaba con una mano la otra punta del cinturón y con la otra mano el extremo de la trabilla. A la retaguardia iba el viejo historiador, con una mano asiendo la trabilla y con la otra los pantalones del pijama. El método retardó considerablemente el avance y tenía, además, la desventaja para mí de permitir que el viento abriese de par en par la gabardina y que el frío y la humedad acaracolasen mis vergüenzas.