Capítulo 20:

No hay reposo

Aunque el sol seguía estando alto y todos los relojes señalaban aproximadamente las tres y veinticinco, Cándida dormitaba ya contra su farola. Alguien le había dicho que a esa hora menudeaban las posibilidades de hacer unas pesetillas, porque los empleados de banca, al concluir su jornada, gustaban de resarcirse de los sinsabores del trabajo con los esparcimientos que mi hermana trataba de suministrar a módico precio. Pero no debía de ser así, porque el sórdido callejón estaba vacío cuando mi sombra se adentró en él. Cándida, a quien el paso de los años, la endeblez congénita y las variopintas enfermedades que sus escasos clientes le contagiaban habían vuelto algo miope, advirtió que alguien se aproximaba, pero ni mi borrosa forma ni el aire de familia que caracteriza mis andares le permitieron columbrar mi identidad. De modo que enderezó la figura y se esforzó tanto por dar a su corpachón un sinuoso contorno, que acabó por perder el equilibrio y pegarse una costalada contra el pavimento. Corrí en su socorro y le pregunté que si se había hecho daño.

—¡Puta leche! —respondió la ingrata—. De poco me mato y encima resulta que eres tú. ¿De dónde sales? No, no me lo cuentes. Prefiero no saberlo. Ay, Dios, que me parece que me he roto un hueso.

—No será nada, mujer —le dije mientras tiraba de sus pelos quebradizos y apelmazados para ayudarla a levantarse—; unos moretones que aún realzarán más tus atractivos.

Se sacudió la falda apolillada para desprender las mondas de mandarina que se le habían adherido, resopló un rato y dijo luego con voz recriminatoria:

—Me dijiste que ibas a volver en un par de horas y han pasado varios días. ¿Qué te habría costado telefonear? ¿Qué has hecho con mis pestañas postizas? ¿Qué haces con la cara pintada de negro y la ropa hecha jirones?

—Cándida, me han pasado historias sin cuento —le dije—, que ahora no tengo tiempo de referirte. La verdad es que estoy en un apuro y necesito tu…

—Gud bai.

—… generosa y espontánea ayuda. Déjame que te explique: hay una chica…

—¿Todavía no te has ido?

—… que no se encuentra bien. Y no por mi culpa. Yo no tengo nada que ver con ella, aunque te confieso que no me importaría tenerlo e incluso, ¿quién sabe?, reformarme por su amor y crear un hogar y una familia.

Hice una pausa para que pudiera intercalar algún exabrupto, pero guardó silencio, de lo que deduje que ya había mordido el anzuelo. Y es que es mi hermana, pobre ángel, de una facilidad casi irritante.

—Si estás en un apuro —dijo al fin—, tengo una amiga que tiene muy buena mano y que te hará un precio especial si vas de mi parte.

—Me has entendido mal, Cándida. La chica está enferma en el buen sentido de la palabra. Mejor dicho, ha sufrido un accidente y no tiene adónde ir. Y me he dicho que quizás en tu casa, un par de días…

—¿No se me morirá en la cama?

—Es un roble.

—¿De veras vas en serio con esta chica?

—Cándida, ¿te he mentido alguna vez?

—¿Dónde la tienes? —balbuceó Cándida hecha mieles.

—En un coche, a dos pasos de aquí.

Apenas si cabíamos los cinco en el cubículo que a mi hermana servía de morada y la atmósfera, ya de por sí poco oxigenada, se iba cargando de un olor a humanidad que de fijo no había de hacerle ningún bien a María Pandora, a la que mi hermana, para colmo, hacía objeto de un amplio surtido de mamolas, caricias y besuqueos.

—Ay y ay y ay y ay —me iba diciendo—, pero qué remona te la has buscado.

El profesor y la Emilia me miraban con malos ojos. Les dirigí un guiño para darles a entender que había tenido que inventar una excusa, pero la cosa no parecía cuajar, por lo que dije:

—No perdamos más tiempo y tratemos de buscar una salida a este atolladero. Hemos asestado un duro golpe al enemigo, pero con eso, lejos de neutralizar su satánico potencial, no hemos hecho más que exacerbar su inquina. Es obvio que el dinero era parte de un plan. Nada nos dice, sin embargo, que la pérdida de aquél impida la consumación de éste. Todo me indica que estamos a un pelo de saber qué plan es ése y, por ende, de poderlo frustrar. Sólo así, les recuerdo, conseguiremos acabar con la amenaza que ahora más que nunca se cierne sobre nosotros.

—No digo que no lleves razón en lo último que has dicho —dijo la Emilia—, pero no veo que estemos tan cerca de saber cuál es el plan, cuándo se llevará a cabo ni en qué lugar.

—En la catacumba de los muertos sin nombre —dijo una voz a nuestras espaldas.

Dimos todos una vuelta tan brusca que en lo reducido del espacio culminó en traspiés y coscorrones. María Pandora se había incorporado y aunque fijaba en nosotros una mirada de alarma, que el cuadro que componíamos sin duda justificaba, era patente que no nos veía. Diría que corrimos a su lado si el aposento hubiera permitido tan atlética actividad. Zarandeé a don Plutarquete, que se aprestaba a improvisar alguna cursilería y dejé que la Emilia se encargara de la periodista, cosa que hizo en estos términos:

—María, ¿me reconoces? Soy yo: la Emilia.

Le atusó el pelo, le acarició las mejillas y se puso a darle unos besos que interrumpí con una tosecilla cuando dejaron de ser mera terapéutica para convertirse en filete sin paliativos. La Emilia recobró la compostura y prosiguió diciendo:

—No tienes nada que temer, María. Estás entre amigos, en sitio seguro. Y preñada, para más datos.

—Me cago en la leche, coño —dijo María Pandora—. Hostia.

—Ya vuelve en sí —anunció la Emilia.

—Pregúntele quién es el padre —dijo el viejo historiador.

—Pregúntale antes —dije yo— que a qué se refería con eso de la catacumba.

La Emilia repitió la pregunta que yo le había sugerido, pero la periodista se limitó a proferir nuevas e incisivas expresiones y cayó luego en un profundo sopor.

—Ya no vamos a sacarle nada más —dijo la Emilia.

—Fina, lo que se dice fina, no es —añadió mi hermana mirándome con cierto desaliento.

—Es la medicación —dije yo.

Y sentándome en el suelo con las piernas encogidas, que no daban las dimensiones de la pieza para otra pose, apoyé la frente en las rodillas y compuse una desolada estampa.

—¿Por qué se nos desinfla usted ahora, amigo mío? —me preguntó el anciano historiador agachándose a mi lado.

—Porque —respondí— estábamos a punto de obtener una información valiosísima y nos hemos quedado con las ganas.

—No dé tan pronto su brazo a torcer —replicó el profesor—. Es cierto que sabemos poco, pero no tan poco que con una bibliografía bien seleccionada no podamos ver la luz.

Se incorporó y le dijo a mi hermana con gran prosopopeya:

—Refinada señorita, ¿me permite echar un vistazo a su biblioteca?

Abrumada por el donaire, Cándida depuso su endémica tacañería y entregó a don Plutarquete una fotonovela intitulada El mejillón voraz y un folleto sobre las virtudes alimenticias de las féculas del doctor Flatulino Regoldoso.

—Quizá no sea suficiente —dijo el viejo historiador con exquisito tacto—. Amigo mío, ¿podría usted llegarse a una librería y adquirir un mapa y una guía turística?

Más predispuesto al desánimo que a la exaltación, me fui a las Ramblas y pispé de un quiosco un mapa de carreteras y una guía de museos y monumentos de Catalunya. Ya de regreso, el profesor nos rogó que guardásemos silencio y se enfrascó en la lectura de aquel material. A los pocos minutos gorjeó:

—Eureka.

Acudí a su vera y me mostró una página de la guía en la que aparecían reseñados un museo de alhajas falsas, una pinacoteca privada abierta al público los martes de 5 a 7, un monasterio románico y unas ruinas ibéricas abundosas de huesecillos y cascajos. Quienquiera que hubiera redactado el texto no dejaba traslucir un excesivo entusiasmo por ninguna de aquellas cuatro mecas culturales. Estaba por decirle al profesor que no captaba la pertinencia de la cosa, cuando mis ojos tropezaron con un párrafo referente al monasterio que rezaba así: «… las excavaciones iniciadas por la Generalitat allá por los años treinta, quién sabe si con fines de profanación, no permitieron encontrar la catacumba que la tradición asigna a este insulso monasterio. Ulteriores intentos de que la fundación Ford financiase las obras sólo han recibido sardónicas respuestas, por lo que dichas excavaciones no se han podido proseguir. Las arquivoltas del claustro carecen…».

—Maestro —exclamé—, ¿cree usted que estamos sobre la buena pista?

—En ciencia —pontificó don Plutarquete— nunca hay que echar las campanas al vuelo. Yo, con todo, osaría afirmar…

—¿Y dónde está situado —me apresuré a preguntar viendo que se avecinaba una perorata— este monasterio?

—Cabe el pueblo de Sant Pere de les Cireres, al que da nombre, que no lustre. Páseme el mapa de carreteras.

Localizamos el pueblo en el mapa y calculamos que nos llevaría tres horas plantarnos allá, si la autopista no estaba colapsada.

—Pues, ¡en marcha! —grité sintiéndome remozado.

Era de cajón que la Emilia tenía que acompañarnos, ya que el coche era suyo y sólo ella sabía conducir y estaba licenciada para hacerlo y que, por consiguiente, Cándida tenía que quedarse al cuidado de María Pandora. Temí que se negara a permanecer en casa con grave quebranto de su negocio, pero no fue así.

—Cuando hay fútbol en la tele —nos explicó—, la clientela se esfuma.

Recordé, no sin nostalgia, que aquella noche retransmitían el España-Argentina. Otra vez, pensé, será.