Capítulo 15:

Del amor

Era temprano aún y la calle estaba desierta. La cruzamos en dos zancadas y ganamos el portal sin que nadie nos viera. Mientras subíamos en el ascensor pensé que tal vez debía haberme puesto de nuevo el traje de don Plutarquete, porque si una muerte cierta me aguardaba, no me parecía digno recibirla en tan sucinta indumentaria, pero ya era tarde para rectificar y no había sido mi vida tan honorable que fuera injusto culminarla de vergonzosas prendas ataviado. Ni el trayecto tan largo que pudiera llevar yo más allá mis reflexiones. Conque escrutamos el rellano, abrí una rendija la puerta, asomé cauteloso la cabeza, comprobé que estaban el recibidor y el saloncito deshabitados, acabé de franquear la entrada, hice señas a la Emilia para que me siguiera, penetramos ambos en el piso y cerré. Nada parecía estar fuera de lugar, si por tal cosa se entiende el absoluto desorden que desde hacía varios capítulos imperaba en el otrora modélico hogar. Y de que las apariencias no eran por una vez espejismo de la percepción daba fe el hecho de que allí donde la Emilia lo había dejado, esto es, conforme se entraba en el saloncito a mano derecha, estaba el maletín. Lo cogí del asa y mascullé entre dientes:

—Vámonos.

—No —dijo la Emilia—; ven conmigo.

Fui tras ella hasta el dormitorio, más pendiente de ahuecar el ala sin dilación que de lo que allí pudiera haber de pertinente al caso y, he aquí que, apenas hube traspuesto el umbral del íntimo aposento, la Emilia, con una rapidez y una coordinación de movimientos que ahora, al despiadado foco a que la memoria somete los más remotos, fugaces y, en su día, imperceptibles instantes del pasado, quiero atribuir a un talento natural y no a una larga práctica, cerró la puerta con el talón, me dio un empujón con la palma de la mano derecha que me hizo caer de bruces en la cama y tiró con la izquierda del elástico de los calzoncillos con tal fuerza que éstos, que ya distaban de ser flamantes el día que me fueron regalados por un paciente del sanatorio que, al serle dada el alta, tuvo el gesto magnánimo de obsequiar a quienes habíamos acudido a la reja a despedirle con sus escasas posesiones y salió desnudo a la calle, donde fue al punto detenido e internado nuevamente, perdiendo así, en virtud de un solo acto, la libertad, el ajuar y, de paso, la magnanimidad, se rasgaron como velamen que amarrado al mástil deshace la galerna, dejándome desnudo, que no desarbolado. Mas no terminó con eso el episodio, cosa que, por lo demás, lo habría hecho inexplicable, sino que, no bien me hube revuelto en el colchón tratando, si no de averiguar la causa o el propósito de la agresión, sí al menos de rechazarla, la Emilia, que se había desprendido de parte de sus ropas con una celeridad que sigo negándome a imputar a la costumbre, se me vino encima, me estrechó entre sus brazos, no sé si en un arranque de pasión o para impedir que le siguiera dando los puñetazos que yo le propinaba convencido, en mi desconfianza y bajeza, de que una mujer que se arroja sobre mí habiéndome visto el físico y conociendo la situación real de mis finanzas necesariamente ha de hacerlo con dañinas intenciones, y me convirtió en sujeto pasivo al principio, activo luego y ruidoso siempre de actos que no describiré, porque opino que los libros han de ser escuela de virtudes, porque no creo que el lector necesite más datos para hacerse cargo de lo que allí advino y porque, si a estas alturas todavía no se da por enterado, será mejor que cierre el libro y acuda a una casa, cuya dirección le puedo proporcionar, donde por una suma razonable le satisfarán su curiosidad y otras apetencias de mucha más baja índole. Tras lo cual, y habiendo encontrado la Emilia en el cajón de la mesilla de noche un paquete de cigarrillos, fumamos.

—Mi primer amor —acerté a decir tras un largo silencio— tuvo lugar hace tantos años que a veces dudo de si en efecto sucedió tal y como lo recuerdo, o si la memoria lo ha inventado para dar alma a un pasado que de otro modo parecería un tratado de sociología.

Deposité el cigarrillo en el cenicero, porque el reguero de baba que seguía fluyendo de mis labios había empapado y amenazaba con diluir el papel que le daba forma, utilidad y esencia, cerré los ojos y continué o creí continuar diciendo:

—Se llamaba Pustulina Mierdalojo y era hija de un primo de mi madre que vino del pueblo sin previo aviso a hospedarse en nuestra casa, no sé si atraído por los oropeles de la gran ciudad o si confiando en burlar a la justicia, que lo buscaba por algo que habría hecho, al socaire del hacinamiento propio de la barriada en que mis padres, provisionalmente primero y definitivamente luego, habían echado raíces y procreado a mi hermana y a mí. Era el primo de mi madre un hombrón fornido, con aspecto de leñador, de pelo rojizo, al igual que las cejas, siempre fruncidas, y una barba espesa y tan larga que se le enredaba con la hebilla del cinturón, quizá por ser oriundo del norte, hosco de trato, remiso en el hablar y tan bizarro a la hora de repartir castañas que aun en aquel vecindario de hombres fajados y pendencieros se hizo pronto acreedor a un respeto casi reverencial y se ganó el sobrenombre, por lo demás incomprensible, de don Froilán de los Mocos, aunque se apellidaba como ya he dicho y su nombre de pila era Tancredo, si la memoria me es fiel. No más de siete u ocho años debía de contar yo cuando hizo su aparición en nuestras vidas este formidable personaje, acompañado de su hija, heroína de este relato intercalado, y de una cerda voluminosa y ya no joven por la que profesaba él tal afecto que no había tenido valor para dejarla en el pueblo, a merced del matarife, y por la que, pese a su precaria situación económica, había pagado un billete de tercera, para que no tuviera que viajar en el furgón de cola, con los otros animales. Él mismo, con todo y ser tan parco en palabras y quizá movido por la indignación, nos refirió las peripecias del viaje, en el curso del cual había roto la mandíbula de un revisor poco condescendiente y había arrojado a la vía a varios pasajeros que se negaban a compartir el asiento con la cerda.

»Ya he dicho que vivíamos entonces en una barriada que no podía calificarse de postinera. Añadiré que nuestro hogar era una barraca de uralita y cartón que constaba de una sola pieza de dos por dos, por lo que el advenimiento inesperado de aquellos tres seres nos causó más incomodo que alegría. Pero no estaban los tiempos para remilgos y no dijimos nada. Poco a poco, sin embargo, su presencia dejó de ser novedad. Mi padre no estaba nunca en casa, así que no tenía motivos de queja. A mi madre la oíamos gritar y gemir varias veces al día, lo que nos entristeció al principio, hasta que descubrimos que el jaleo que armaba no lo provocaba la contrariedad, sino los revolcones que se daba con su primo. En cuanto a mi hermana Cándida, que siempre ha sido de muy generosa disposición, no bien hubo superado la timidez inicial, entabló gran amistad con la cerda, a la que hacía depositaría de todas sus confidencias, a la que se le ocurrió llevar a la parroquia para que la prepararan para la primera comunión, con la consiguiente indignación del cura, y para quien empezó a tejer unos peúcos que no llegó a terminar por causas que en su momento referiré. No postergaré, en cambio, la descripción de mis tiernos sentimientos.

»No diré que recuerdo, sino revivo como si aún estuviera inmerso en ellas, las noches frías de invierno, tibias de primavera, en que toda la familia se recogía bajo la luz cobriza de un candil en espera de que el canto del gallo nos trajera un nuevo día y mejor fortuna. Mi padre liaba cabizbajo sus pitillos de estiércol seco, incapaz de hablar después de haber pasado ocho horas cantando el Cara al sol a la puerta de la Delegación de Obras Públicas en un vano intento de conseguir empleo. Mamá, agotada por los interminables quehaceres del hogar y, sobre todo, por las asiduas y fogosas atenciones de que su primo le hacía objeto, pero siempre laboriosa, remendaba y limpiaba, para revenderlos luego, los condones usados que mi primita y yo habíamos repescado con un cazamariposas en el punto en que desembocan las cloacas en el Llobregat, cerca de casa. Cándida tejía; rezongaba la cerda empachada de basura y a través de las paredes se filtraban, cadenciosos, los eructos del vecino. Yo, libre al fin de obligaciones y poco aficionado a la lectura y a otras quietas formas de rellenar los ocios, me entretenía mirando a mi prima.

»Pus, como todos habíamos dado en llamarla cariñosamente, tenía, y ha de seguir teniendo, si todavía vive, dos años menos que yo. Era no tanto espigada cuanto raquítica, con un cuerpo de raspa rematado por una cabecita trasquilada por mor del tifus que parecía una pelota. No era limpia. Como nunca tuvo madre, habiendo nacido en muy extrañas circunstancias, se había identificado en el período formativo con la cerda, de la que modelaba expresiones, actitudes y sonidos. Despedía un olor peculiar que me embriagaba y que durante mucho tiempo llamé perfume, hasta que me di cuenta de que no lo era. ¿La quise?, ¿me quiso?, ¿fue lo nuestro amor genuino o sólo una miniatura, la sombra pasajera del ave que sobrevuela los trigales? Nunca lo sabré ni creo que ella, dondequiera que esté, lo sepa, si se acuerda. Sólo sé que un día, después de meses de juegos infantiles, nos dio el anochecer en un pinar al que acudían casi a diario los vecinos más pulcros de la barriada a hacer allí lo que en sus casas, carentes de todo dispositivo sanitario, habría resultado enfadoso. Cansados de corretear y de zurrarnos nos acostamos en la tierra, que estaba blanda, como es lógico. Sin saber por qué nos cogimos de la mano. El viento arremolinó las faldas de mi prima. Por un instante dudé entre chafarle la nariz con un pedrusco, que era la forma en que en aquella época los niños tratábamos a las niñas que nos gustaban, o dejarme arrastrar por otros impulsos, oscuros en su origen, aunque inequívocos en su manifestación. Creo que, de haber podido expresar sus preferencias, mi prima se habría inclinado por la primera alternativa. Pero, a diferencia de los tiempos que corren, a las chicas de entonces no les cabía sino acceder o defenderse. Mi prima hizo lo que pudo por defenderse…

Abrí los ojos y me encontré solo en la cama. Antes de que pudiera reaccionar y alarmarme, entró en el cuarto la Emilia envuelta en una toalla. Me sonrió y dijo:

—No sigas tratando de exculparte: lo he hecho porque me gustan tus pantorrillas.

—¿De dónde vienes?

—A medio decir incoherencias te has quedado frito, así que me he ido a duchar.

Miré asustado el reloj del camarero manco que aún llevaba puesto: eran las diez pasadas.

—Estamos cometiendo una temeridad —dije.

—Pierde cuidado —dijo la Emilia dejando caer la toalla al suelo y abriendo un armario en el que había ropa colgada—, que si con los rebuznos que dabas no has atraído a un batallón de enemigos, no creo que venga ya nadie por nosotros. De todos modos —añadió poniéndose unas bragas filiformes, transparentes y, a todos los efectos, imprácticas—, será mejor que volvamos porque don Plutarquete debe de estar angustiado por el retraso. Te sugiero, pues, que no te animes, como veo que estás haciendo, que te des una ducha rápida, si quieres, y que dejes para otra ocasión la hermosísima historia que me estabas endilgando.

Cuando salí de la ducha las rodillas no me sostenían, pero me sentía un hombre nuevo. La Emilia había terminado de vestirse y yo, ante la imposibilidad de hacer otro tanto y como fuera que la calle a esa hora ya estaba bastante concurrida, hube de envolverme en una sábana y anudarme una toalla a la cabeza, contando con pasar por un petimetre mogrebí. Recogimos de salida el maletín y, ya en la puerta, echó una última ojeada al piso entre cuyos tabiques tanta dicha me había sido dada, porque, aunque estaba convencido de que en el futuro, cuando las cosas se hubieran arreglado, iba yo a visitarlo con frecuencia, no podía desechar del todo la premonición, hija de mi vida y otras tristezas, de que quizá lo estaba viendo por última vez.