Sueño y razón
En la esquina de Balmes-Pelayo di a la Emilia las últimas instrucciones:
—Recuerda bien lo que te he dicho: cuando me veas salir, me sigues sin que te vean. Cuando deje caer al suelo este pañuelo blanco que he encontrado en el bolsillo del pantalón y que, por cierto, no debieron ver los de la tintorería, porque está que resbala, te vas al primer teléfono que encuentres y avisas al comisario Flores. Pero sólo si dejo caer el pañuelo. Antes, no. ¿Estamos?
—Que sí, hombre, que sí.
La dejé en el coche, soportando el aguacero de injurias que los demás automovilistas le dirigían por bloquear media calzada, y no sin cierto canguelo entré en el edificio, saludé al portero, que no me reconoció, y subí a la agencia. La puerta estaba cerrada, pero se apreciaba actividad en su interior a través del cristal esmerilado. Abrí la puerta y me colé en el local. En el escritorio del fondo había un individuo de rostro enjuto y pelo ensortijado, vestido con una americana de cuadros negros y blancos, a quien un mocetón casi acostado sobre la mesa estaba dando explicaciones. Iba el otro a replicarle cuando sus ojos se posaron en mi distinguida persona.
—¡Chitón! —exclamó.
Yo me hice el desentendido, perfilándome ora de un lado ora del otro y dando chicuelinas con el maletín para que todo el que pudiera estar interesado en él lo percibiera. Una secretaria muy joven, de pelo grasiento y rasgos poco agraciados me preguntó que qué deseaba. Adopté una actitud que juzgué pizpireta y le respondí que quería ser estrella del séptimo arte, que me habían recomendado aquella agencia y que me condujera a presencia del director. La secretaria me rogó que aguardara un instante y me señaló el banquillo adosado a la pared, en el que mataban el tiempo una señora de mediana edad profusamente maquillada y un enano. El enano se entretenía jugueteando con una caña y la señora haciendo pucheros. Por iniciar la conversación pregunté quién era el último. La señora se señaló a sí misma y luego señaló al enano.
—Venimos juntos —dijo sin dejar de sollozar.
El enano le arreó un mandoble con la caña. Venía ya la secretaria diciendo que el señor director me recibiría de inmediato. Saludé con una inclinación a la pareja y me encaminé a la mesa del de la americana escaqueada. El mocetón había cruzado la pieza y montaba guardia junto a la salida. Me puse de puntillas para tratar de ver a través del balcón si todavía estaba el coche de la Emilia frente al edificio, pero no lo pude encontrar entre aquel magma de vehículos que circulaba a ritmo de sepelio. El señor director me tendió una mano gelatinosa y fría que estreché jovialmente.
—¿En qué puedo servirle? —me preguntó.
Esbocé mi mejor sonrisa y coloqué, como a lo tonto, el maletín sobre la mesa.
—Quiero triunfar en las tablas —dije.
—¿Tiene experiencia?
—No, señor, pero soy muy voluntarioso.
Me miró con expresión dubitativa. No parecía haber reparado en el maletín o, si lo había hecho, lo disimulaba bien.
—¿Qué sabe hacer?
—Cantar y recitar.
—¿Solfeo?
—Eso no.
—Mira, chico… ¿Me permites que te tutee? —le dije que sería para mí un honor y prosiguió diciendo—. Mira, chico, te voy a hablar con toda sinceridad, como le hablaría a un hijo mío si lo tuviera y me dijera lo que me acabas de decir tú: esta profesión es muy dura. Unos pocos triunfan, pero los más se quedan por el camino. Podría contarte casos estremecedores. No lo voy a hacer, porque sé que sería inútil. Cuando os entra el veneno de la farándula no hay razonamiento que os haga desistir. Lo sé por experiencia: estuve casado con una cupletista. Nuestro matrimonio fue un infierno. Suerte que no tuvimos niños. Ahora me dicen que anda medio liada con un ebanista de la calle del Pino. Yo ya no le guardo rencor, pero me pasé ocho años en terapia. Una fortuna me acabó costando y para nada: las heridas del alma no cicatrizan nunca. ¿Estarías dispuesto a actuar en provincias?
Le dije que estaba dispuesto a todo. Hizo ademán de impotencia y se levantó. Vi que tenía una pierna más corta que la otra y usaba una bota ortopédica.
—Sígueme —dijo sin mirarme—. Te voy a hacer una prueba. No te pongas nervioso. En esta profesión no se pueden tener nervios. Como dicen los americanos: le choux must go on.
Cruzamos la agencia, él renqueando y yo también, porque no consigo evitar el mimetismo cuando voy con un cojo, y el mocetón que montaba guardia nos abrió la puerta. Hasta ese momento no había tenido ocasión de fijarme en su cara, pero cuando la tuve caí en la cuenta de que no era otro que Hans Fórceps, a quien don Plutarquete había identificado como uno de los transgresores del piso de la Emilia. Antes de salir, el señor director se dirigió a la secretaria del pelo graso.
—Nena, salgo un momento. Si llaman, que ahora vuelvo. —Al mocetón—: Hans, ven conmigo, que me ayudarás con la luminotecnia. —Y a mí—: Tenemos un teatrito aquí cerca, para los ensayos y las clases nocturnas. Siempre prefiero hacer las pruebas en el teatro y no aquí mismo, delante de todo el mundo. A mí me gusta trabajar con seriedad. Habrás oído contar muchas historias de la gente del espectáculo: historias de catre, ya sabes a lo que me refiero. Yo no soy de ésos. Yo, desde que empecé este negocio, hace quince años, no he pegado un polvo. Para que veas si soy serio. ¡Hans, puñeta, llama al ascensor!
Llegó el ascensor y entramos los tres en lo que según un letrero se llamaba el camarín, aunque yo lo habría llamado simplemente el ascensor, e iniciamos el descenso. Al llegar abajo estuve a punto de caerme al suelo de la alegría, porque vi frente al edificio el coche de la Emilia, quien sin duda había dado la vuelta a la manzana y se había vuelto a estacionar en doble fila, provocando el consiguiente embotellamiento. Pero bien poco iba a durarme la euforia, porque apenas hube dado el primer paso en dirección a la calle, sentí en el brazo la mano de Hans y oí la voz del cojo que me decía:
—Por aquí no, caballerete. Tomaremos un atajo: más corto y más discreto.
Nos adentramos en las cavernosas profundidades de la portería y a través de una abertura, por la que había que pasar casi a gatas, desembocamos en una suerte de recinto oscuro cuyo techo estaba surcado de tuberías agrietadas y en cuyas paredes se alineaban contadores de agua, gas y electricidad; había también allí unas turbinas que supuse serían el motor del ascensor, multitud de enseres inservibles y bolsas negras de basura. Subimos luego por unas escaleras resbaladizas y angostas y salimos por una puertecita a un patio poblado por una legión de gatos que huyeron maullando ante nuestra presencia y donde debían de desaguar los lavaderos de la vecindad, porque tuvimos que vadear charcos de espuma ocre que despedían un grato olor a detergente en descomposición. Abrió a continuación el cojo una puerta de hierro oxidado y entramos en un garaje donde había un camión sin ruedas y varias motos en diverso grado de mutilación. Y al otro extremo de este emporio tecnológico había otra puertecita, por la que salimos a la calle Tallers y, en ella, a la luz del día.
Una vez en la calle, Hans me aferró con más firmeza el brazo y el cojo se me colgó del otro, con lo que tuve que descartar cualquier proyecto de fuga que pudiera haber concebido. Así llegamos a la calle Ramalleras y nos detuvimos ante lo que era sin duda la puerta de un almacén, a la que llamó el cojo con la puntera de la bota. Se abrió una mirilla por la que asomó una cara. Porfié por librarme de las cuatro manos que me atenazaban diciendo así:
—No malgasten su tiempo conmigo. Creo que no tengo ni vocación ni talento.
Pero, claro está, no me hacían ningún caso. El que había efectuado el escrutinio por la mirilla nos dejó el paso franco y cerró a nuestras espaldas. Ya no había razón alguna para continuar la comedia y los tres rufianes prorrumpieron en vesánicas risotadas. Yo trataba de darle una patada al cojo en la pierna sana, por ver si se caía, pero me tenían sujeto en forma tal que no podía causarles otro mal que la mella de mis insultos pudieran hacer en sus sicologías, que no debía ser mucha, a juzgar por el júbilo con que los encajaban. De pronto la voz imperiosa del director de la agencia dominó la general algazara.
—Enrique —ordenó sin transición—, pínchalo.
Pensé que iba a sentir una hoja de frío acero en la tripería y grité a pleno pulmón. El cojo se limitó a decir:
—Grita, grita, que nadie te va a hacer caso. Tendrías que ver las obras de teatro que ensayamos aquí: puro berrido. A mí, sinceramente, esto del teatro moderno me parece una tomadura de pelo. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es lo que pide el público joven. A mí, donde esté Benavente, que se quiten los demás. ¡Aquello eran situaciones! Enrique, puñeta, ¿qué haces que no lo pinchas?
Enrique sacó una navaja de como palmo y medio y se me acercó por la espalda. Cerré los ojos y me vinieron a la memoria, como es costumbre en estos casos, recuerdos fragmentarios de mi infancia. Ni aun con eso se me hizo agradable la idea de irme al otro barrio. Volví a gritar. Enrique cortó el cordel que sujetaba los pantalones del traje que me había prestado don Plutarquete y cayeron aquéllos exangües a mis pies. ¿Estaría escrito que sufriera yo antes de morir algún vejamen? Sentí un pinchazo en la nalga izquierda. No el pinchazo de una navaja, sino el de una aguja. Me invadió una invencible sensación de sueño y bienestar. Oí dentro del cráneo el arrullo de las olas y perdí el conocimiento.
De buena fe creí estar muerto y haber ido a dar con mi esqueleto, todavía rebozado de materia orgánica, a un vergel de silvestres flores aliñado y recorrido por cristalinos arroyuelos de sinuoso trazo. Recuerdo vagamente haberme preguntado si aquel trasunto de paraíso no contendría amenidades de otra índole, siendo como soy algo cerril para la estética visual, y haber percibido, a modo de respuesta, un burrito blanco que se aproximaba triscando y a cuyos lomos suaves cabalgaban tres mocitas que no habían de sumar entre todas la treintena. Este detalle me hizo sospechar que no debía de haber traspuesto aún los umbrales del más allá, porque no dudo de que quien allí me aguarde conozca mis más secretos desvaríos, pero mucho me extrañaría que estuviera tan dispuesto a complacerlos. Hice, pues, un denodado esfuerzo por alejar lo que a todas luces era una alucinación y regresar, no sin renuencia, al mundo tangible, por el que, con todo y haberme sido siempre ingrato, siento un apego rayano en lo obsesivo. Cuál no sería mi desencanto cuando al entreabrir los parpados vi a menos de medio palmo de mi nariz un rostro de mujer que se me antojó hermoso y que me observaba con expresión anhelante.
—Esta vez —murmuré—, sí que no hay vuelta de hoja: muerto estoy.
Mas apenas hube acabado de pronunciar esta amarga frase, la propietaria del agraciado rostro me arreó una sonora bofetada en toda la cara, con lo cual renació mi esperanza de estar vivo. Dos lagrimones de dicha resbalaron por mis mejillas hasta remansarse en el acerico de mi mentón barbado, mientras una voz conocida me decía:
—No te vuelvas a dormir, coño.
Gradualmente fui entreviendo las facciones de la Emilia, la parte superior de su cuerpo y una mano gentil que se aprestaba a darme otra vez de cachetadas.
—No me sigas pegando —acerté a decir—, que ya estoy de vuelta.
—Menudo susto me has dado —dijo ella—. Llevo una hora atizándote.
—He tenido un sueño muy extraño.
—No hace falta que me lo cuentes, que bastante vergüenza ajena me has hecho pasar con las cosas que decías. ¿De verdad eres así de degenerado?
—No, mujer —repliqué para ver si colaba—, es que me han suministrado una droga. ¿Dónde estoy?
—En el teatro de la calle Ramalleras. Te estuve esperando a la puerta de la agencia, como tú me habías dicho, pero al ver que pasaba el tiempo y no salías decidí asomarme por aquí. La puerta estaba cerrada y tuve que llamar a un cerrajero e inventar una sarta de mentiras para que me abriera. Me imagino que no se creyó nada de lo que le decía, porque me cobró un fortunón por una chapuza de cinco minutos. Y a ti, ¿qué te ha pasado?
Se lo conté y puso cara de perplejidad.
—No lo entiendo —dijo.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Que cometieran esta tropelía y no te robaran el maletín.
Y al decir esto señaló la butaca contigua a la que yo ocupaba y en la que, efectivamente, estaba el maletín.
—No te extrañe —dije yo cogiendo el maletín y poniéndomelo sobre las rodillas—. Los de la agencia nunca pretendieron apoderarse del maletín. Como es habitual, mis deducciones eran certeras y, si tienes un poco de paciencia, te aclararé todo lo que ha pasado. De momento, déjame hacer una comprobación.
Abrí el maletín. De acuerdo con mis previsiones, lo encontré lleno a rebosar de billetes de curso legal, tal y como me lo diera el otrora flamante ministro, hoy macilento cadáver. Encima de los fajos de dinero había un sobre sin dirección ni sello en cuyo ángulo superior izquierdo se leía el membrete de la agencia teatral. Lo abrí y saqué de él una carta que decía lo siguiente:
Apreciable amigo:
Al recibo de la presente espero que esté usted bien de salud. Yo también. Adiós. Gracias. Adjunto a ésta encontrará el dinero. Cuéntelo y verá que no falta una calandria nunca tuvimos la más remota intención de quedarnos con él. Lo que pasa es que estábamos atravesando un período un poco malo y quién no ¿verdad?, y nos atrevimos a abusar de su confianza tomando dicha suma a préstamo para cubrir un vencimiento que se nos echaba encima. Nuestro común amigo Muscle Power a quien usted tuvo el gusto de conocer y asesinar nos indicó que a usted no le importaría; fue un malentendido y toda la culpa la tiene Muscle Power. Nos alegramos de lo que le pasó. Hizo usted muy bien, con el dinero ajeno no se juega. Confiamos en que ahora que se ha aclarado todo no siga usted enfadado con nosotros. Piense que lo hicimos no por interés personal sino por el arte escénico siempre tan maltratado y tan necesitado de protección oficial. Bueno nos tenemos que ir, disculpe las molestias causadas y no nos guarde rencor. Un saludo muy afectuoso firmado.
La directiva y el personal de la agencia teatral La Prótasis
Le pasé la carta a la Emilia y, una vez la hubo ella leído, la doblé, la metí en el sobre y me guardé el sobre en el bolsillo. Del maletín saqué un billete de mil y también me lo eché al bolsillo. Luego cerré el maletín.
—Sigo sin entender nada —dijo la Emilia.
—Luego te lo explicaré todo. Ayúdame a levantar y salgamos de aquí cuanto antes.
Alumbraban las farolas y el cielo estaba negro cuando emergimos del siniestro teatrillo entre cuyas bambalinas dejé varadas mis infamantes ensoñaciones. El aire relativamente puro y los ruidos de la ciudad me reintegraron en parte al magro balance de mis energías. En una fuente pública me remojé la cabeza y bebí hasta saciar la sed que el somnífero me había dejado.
—Ya estoy bien —dije.
—Que te crees tú eso —me contradijo la Emilia—. Siéntate en el bordillo y espera a que traiga el coche. Te voy a llevar a casa.
—No, no. Estoy bien y todavía nos queda una última cosa que hacer. Acompáñame.
—¿Adónde?
—A la agencia. Y no te preocupes: lo peor ya ha pasado.
Sin manifestar el menor agrado, pero sin cuestionar lo atinado de mi propuesta me siguió la Emilia y regresamos a la calle Pelayo y en ella al edificio de la agencia teatral. El portero, que no obstante mis reiteradas visitas parecía verme por primera vez, nos preguntó que a dónde íbamos.
—Nos han dicho que ha quedado un piso por alquilar en este magnífico inmueble —le dije llevándome la mano al bolsillo como si me dispusiera a darle una propina.
—Las noticias vuelan —dijo el portero, amansado—. Apenas hace una hora que lo han desalojado los anteriores inquilinos. ¿Quieren verlo?
—Sí —dije—, pero no hace falta que se moleste en acompañarnos.
Cogí a la Emilia del brazo y nos metimos en el ascensor.
—Ya me contarás qué lío es éste —dijo ella cuando estuvimos fuera del alcance de los oídos del portero.
—Ten paciencia —contesté.
La puerta de la agencia teatral estaba abierta de par en par. En el cristal esmerilado, en el que aún se leía el nombre de la empresa, alguien había pegado una holandesa y en ella escrito con rotulador:
SE TRASPASA LOCAL.
RAZÓN EN LA PORTERÍA.
Entramos. La pieza estaba desierta y de los archivadores donde tantas ilusiones artísticas habían encontrado su eterno reposo sólo quedaba el fantasma de una pálida silueta en el papel de la pared. Las mesas, las sillas y el banquillo también habían desaparecido sin dejar otro rastro que la suciedad acumulada a su socaire tras años de limpieza espaciada y negligente.
—Ya nos podemos ir —le dije a la Emilia.
Al pasar de nuevo frente al portero le di el billete de mil que previamente me había guardado en el bolsillo.
—Si viene alguien preguntando por el piso —le dije—, no diga usted que hemos estado aquí.
Asintió gravemente el portero mientras se guardaba el billete en el calcetín y abandonamos la Emilia y yo el edificio con el vivo deseo compartido de no tenerlo que volver a visitar jamás. Cuando por fin nos vimos en el coche y éste empezó a rodar, juzgué llegado el momento de darle a la Emilia las aclaraciones que el desarrollo de los últimos acontecimientos exigía. Y lo hice en estos términos:
—Debo ante todo confesar que, como tú muy bien adivinaste, la historia que te conté cuando nos conocimos y he mantenido hasta el presente, si bien no puede tacharse de ficticia, era incompleta. La verdad es que en Madrid y con ardides me robaron el dinero del maletín. Por desgracia, hasta hace poco no vi claramente el quid de la cuestión, esto es, que los destinatarios del dinero no fueron los autores del hurto, cosa, por lo demás, que habría sido absurda por su parte, sabiendo, como sabían, que había yo de efectuar la entrega a la mañana siguiente. En realidad, fueron los de la agencia teatral quienes robaron el dinero. Muscle Power, que en gloria esté, enterado de que se iba a realizar la transacción y por qué conducto, puso sobre aviso al cojo y éste envió a sus esbirros a Madrid. Por supuesto, ni a Muscle Power ni a sus cómplices, que son unos maleantes de andar por casa, se les pasó por la cabeza asesinarme, aunque sí se percataron de la necesidad de impedir que yo, descubierta la sustracción, acudiera a la cafetería Roncesvalles e informara a los destinatarios del dinero de su desaparición. Y con tal objeto concibieron una treta consistente…
—En enviarme a mí a la cafetería —apuntó la Emilia aprovechando un semáforo.
—Exactamente. Confiaban, supongo, en que con tu intervención yo regresaría a Barcelona convencido de haber cumplido con el encargo. Al mismo tiempo, tu silencio quedaba garantizado, en parte por la ley que siempre le has tenido a Muscle Power, a quien Dios acoja en su seno, y en parte porque no eres tan tonta como para denunciar un delito del que habías sido coautora.
—De modo que el calzonazos de Toribio me estuvo tomando el pelo, ¿no es eso? —masculló Emilia apretando el acelerador y el freno al mismo tiempo.
—De acuerdo con mis conjeturas, así es. Los destinatarios del maletín o, por darles algún nombre genérico, el Caballero Rosa, pues no me cabe duda de que de él se trata, acudió o acudieron al hotel de Madrid, bien porque desconfiaran de la rectitud de mis intenciones, bien por otros motivos que desconozco, encontraron al camarero manco roncando a pierna suelta y descubrieron haberse evaporado maletín y dinero. Pensando que el camarero era yo y atribuyéndole la apropiación de lo que creían suyo, se tomaron la justicia por sus manos y asesinaron al pobre manco. Vinieron o vino luego a Barcelona y fue en busca de Muscle Power, que la tierra le sea leve, a quien probablemente sometió a interrogatorio y con certeza eliminó, alevoso. Me malicio que fue entonces cuando el cojo de la agencia teatral se dio cuenta de que se enfrentaba a un enemigo cuya peligrosidad superaba con mucho sus expectativas y, con loable cordura, decidió restituir el dinero y desaparecer del mapa.
Habíamos dejado las calles populosas y enfilábamos la desierta cuesta que conducía a casa de la Emilia. No era allí donde quería yo ir, pero tampoco tenía pensado otro destino, por lo que no me esforcé en hacerle cambiar de ruta. Sí, en cambio, seguí diciendo:
—Para lo cual te sometió a una estrecha vigilancia, advirtió la prontitud y asiduidad con que yo te rondaba y se barruntó ser yo un agente del Caballero Rosa. Aprovechando nuestra ausencia hizo que sus secuaces, apodados Hans y Enrique, registraran tu piso en busca del maletín, atacaran al comisario Flores en el restaurante chino y pusieran sitio a tu casa. Todo ello, como ya sabemos, en vano. Hasta que, por fin, cuando debían de estar ya al borde de la desesperación, comparecí en la agencia con el tantas veces citado maletín. Ni cortos ni perezosos me echaron el guante, me inyectaron un somnífero para ganar tiempo, repusieron el dinero y abandonaron para siempre jamás, confío, la agencia teatral y sus locas fantasías de hacerse ricos con poco trabajo y riesgo nulo.
—Lo que no entiendo —dijo la Emilia— es por qué no devolvieron el dinero sin el maletín. ¿O pensaban que el Caballero Rosa no se iba a consolar de la pérdida de una Samsonite de imitación que podía comprar por cuatro duros en el Corte Inglés?
—Supongo que querían dejar bien claro que estaban devolviendo el dinero robado en Madrid. Ni sabían quién era el Caballero Rosa ni tenían la seguridad de que yo fuera su agente. El único medio de poner de manifiesto sus intenciones y su arrepentimiento era reintegrar el dinero a su lugar de procedencia, es decir, al maletín. O, al menos, así es como yo lo veo.
Habíamos coronado la calle Dama de Elche y la Emilia aparcó el coche frente a su casa. Más por hábito que por necesidad oteamos el horizonte por si algún coche sospechoso montaba guardia. Sólo el coro de los televisores alteraba la quietud del vecindario. La Emilia apagó el motor, aferró con ambas manos el volante atrancado y recorrió con la mirada la distancia que había entre mis ojos adormilados y el maletín que sostenía sobre las rodillas.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó.
—Ahora te quedas con el maletín y mañana sin falta llamas al comisario Flores, le repites lo que te acabo de referir y le haces entrega del maletín y del dinero. Con esto, si mis cálculos no fallan, habrás puesto punto final a este desafortunado incidente.
—¿Y el Caballero Rosa?
—El Caballero Rosa no sospecha de ti, así que no tienes nada que temer. Por lo demás, lo que a él le interesa es el dinero. En cuanto se lo entregues al comisario Flores quedarás completamente al margen del asunto.
—Y tú, ¿qué vas a hacer? —me preguntó.
Había sonado la hora de las despedidas. Me aclaré la garganta y dije:
—De momento, buscar un sitio donde dormir; y mañana, ya veremos.
—Te recuerdo —dijo la Emilia mirando hacia otro lado, como si hablara con un tercero— que en mi casa sigue habiendo un sofá.
—Y yo te agradezco tu hospitalidad, pero no puedo aceptarla. Durante todo este tiempo no sólo te oculté la verdad con respecto al dinero, sino también con respecto a mi persona y circunstancias particulares. Mi pasado remoto dista mucho de ser ejemplar y mi pasado reciente ha transcurrido entre los muros de un manicomio. No tengas miedo: ni estoy loco ni, aunque lo estuviera, te haría ningún mal. Llevo años tratando de demostrar a las autoridades competentes que me he rehabilitado, pero hasta el momento no he tenido suerte, pese al empeño que en ello llevo puesto. Esto, de todas formas, no viene al caso. Sí viene el hecho de que a estas horas el comisario Flores y un crecido porcentaje de las fuerzas del orden me deben de andar buscando para volverme a encerrar. Es muy posible que habiéndome visto contigo en el restaurante chino te vengan a hacer una visita antes de la madrugada. Esto, que sería ventajoso para ti, porque podrías entregar el maletín y te ahorrarías un desplazamiento engorroso, para mí sería fatal.
—¿Y dónde te vas a esconder?
—Aún no tengo muy perfilados los planes, pero es probable que me enrole en un barco y me marche a América. Allí puedo emprender una nueva vida e incluso adquirir, si los hados me son propicios, un cierto barniz de respetabilidad.
Quiero dejar aquí bien sentado que la indiscreta garrulería a que me estaba entregando no era en modo alguno fruto de la imprevisión; antes al contrario, pues, o no conocía yo al comisario Flores o éste había de sonsacar a la Emilia, con subterfugios de eficacia probada en pieles harto más duras, lo que yo en la intimidad le hubiera confiado acerca de mis proyectos, y pensé que más valdría que la pobre tuviera algo que confesar. Por lo demás, no me importaba demasiado que el comisario Flores supiera de mi derrota, porque no creía que le faltara tanto para la jubilación como para ponerse a seguir mi rastro a todo lo largo y ancho de un continente que tengo por vasto y remoto. Tras lo cual no restaba sino dar las buenas noches y emprender la Emilia y yo nuestros respectivos y divergentes rumbos. Y como siempre he sido de natural sensible y con el decurso de los años este rasgo de mi carácter está adquiriendo ya ribetes de gazmoñería, opté por un adiós perfunctorio, esbocé un gesto escueto y una media sonrisa jacarandosa, abrí la portezuela, salí del coche y sin volver la vista atrás emprendí el descenso por la empinada calle. A mis espaldas oí cómo la Emilia cerraba el coche con innecesaria violencia y cómo sus pasos decididos se perdían calle arriba, en dirección a su hogar.