Capítulo 7:

Poca

El bar céntrico aludido al término del capítulo que acabamos de dejar atrás tenía por envidiable ubicación la rambla de Catalunya y, para contentamiento de su clientela y vía crucis de sus empleados, mesas repartidas por el bulevar. En una de las cuales nos aposentamos la Emilia y yo tras haber depositado el coche que aquélla resultó poseer en un parking. Por entre las mesas pululaban mendigos de muy variada laya. Apenas nos hubimos sentado nos abordó uno vestido de dril.

—Si quieren les echo la buenaventura —dijo con cierto desenfado—. No me tomen por un camándulas: hasta ayer, como quien dice, era yo consejero del Banco Industrial del Ebro, BIDESA. Tengo a mi mujer en cama y dos hijos en edad universitaria.

Le dimos un duro y nos dijo que nuestra piedra era el topacio, nuestro día afortunado el jueves y que no compráramos telefónicas por nada del mundo.

—No sabía que la coyuntura fuera tan sombría —comenté cuando se hubo ido.

—¿Dónde has estado metido últimamente? —preguntó la Emilia.

Estimé que no reforzaría nuestra embrionaria alianza si le decía que acababa de salir del manicomio, de modo que mascullé algo y miré hacia otro lado. Al hacerlo advertí que se nos aproximaba una especie de legionario de sexo femenino, cuyo rostro no me permitieron apreciar unas greñas oleaginosas que a la frente y pómulos llevaba adheridas. Sorteaba las mesas con más decisión que puntería y con el hatillo que le colgaba del hombro izquierdo, y que por su forma y volumen bien podía haber contenido un churumbel, iba repartiendo coscorrones entre los desprevenidos parroquianos y derribando botellas y vasos. Al llegar ante nuestra mesa se detuvo en seco, en lugar de venirse de bruces sobre ella, como temí que hiciera, abrazó, besó y zarandeó a la Emilia con más vehemencia de lo que las normas de urbanidad prescriben.

—Hostia, coño —exclamó despatarrándose en una silla y colgando al churumbel del respaldo—, perdonad el retraso. Vengo de entrevistar al director de la Filarmónica de Dresde. ¡Menudo muermo! ¿Sabíais que a Rubinstein no le dejaron tocar en Estados Unidos hasta hace poco porque es mulato? ¡Puta madre, el establishment no perdona! ¿Para qué me queríais ver, hostia?

Sin dejarse apabullar, la Emilia me presentó al energúmeno que resultó responder al dulce nombre de María Pandora y que me dio un apretón de manos al que estuve tentado de responder con un rodillazo en el hígado. Cumplido este violento trámite, dijo la Emilia:

—Estamos en un apuro y necesitamos cierta información que tú nos puedes dar, María.

—Por ti hago lo que sea, cariño —respondió la pazpuerca—. Ya me he enterado de que la espichó el Toribio de una sobredosis. Lo siento, de veras. Era un gilipollas. ¿Te ha dejado algún pufo?

—No se trata de eso, al menos directamente. Por ahora no te puedo contar más. Dinos sólo si han secuestrado a alguien importante en los últimos días.

Extrañada por aquella pregunta, que a todas luces no esperaba, la periodista se rascó la cabeza e hizo que se cayera un piojo en la cerveza que había pedido la Emilia.

—¿Sería posible —intervine yo— que se hubiera producido el secuestro y que las autoridades, por razones de orden público o de otra índole, lo hubieran silenciado?

Acudió el camarero y María Pandora le pidió un bocadillo de sardinas y un coñac doble, hecho lo cual sacó del fardel un paquete de cigarrillos, un mechero, una agenda, un bolígrafo y unas gafas cuyas patas sujetaban sendos alambres retorcidos. Se caló este último adminículo, consultó la agenda, encendió un cigarrillo, se quitó las gafas y dijo así:

—Desde luego, podrían haber obligado a los periódicos a no dar la noticia. Lo hacen constantemente, hostia. Si la gente supiera la situación en que se encuentra todo, no sé yo lo que pasaría. El país se está yendo al carajo, coño. Pero volviendo a lo del secuestro, yo creo que nos habríamos enterado en la redacción. Los secuestros son aparatosos, leche; nadie se deja secuestrar alegremente. La gente va protegida de puta madre. Y luego viene el problema de la desaparición. Hay que ser muy desgraciado, con perdón de los presentes, para esfumarse sin que nadie se dé cuenta. Está la familia, el trabajo, los amigos… Y si se trata de alguien importante… No, no, de secuestro nada. A menos que… a menos que no sea una persona… Que sea un objeto, quiero decir: una obra de arte, un sello valioso, una cosa difícil de vender por la que el propietario estuviera dispuesto a pagar un rescate. No sería el primer caso. Claro que si fuera eso no habría motivo alguno para ocultar el robo a la opinión pública. Salvo que se tratara… qué sé yo… de la Pilanca, pongamos por caso… No, no me convence. ¿Y un secreto militar? Esto ya me gusta más: espionaje. Ya, ya sé lo que estáis pensando: que en este país no hay nada que espiar, ¿eh? Yo pienso lo mismo, pero si los turistas compran los souvenirs que compran, Dios sabe lo que comprarán los gobiernos. ¿Qué te parece esta posibilidad, cariño?

—Con su permiso —intercalé—, y aunque es patente que no es mi opinión la requerida, le diré que lo que usted dice me parece una interesantísima hipótesis. Pero, para ser del todo franco, agregaré que nosotros andábamos buscando una información más concreta.

—Pues esto es todo lo que os puedo decir, hostia —replicó María Pandora mostrando al hablar el bolo alimenticio—. Y la verdad es que vosotros tampoco habéis estado muy explícitos —se bebió el coñac de un trago—. Si sabéis algo interesante, os agradecería que me lo contaseis. Necesito malamente un buen reportaje, coño. En el periódico están reduciendo la plantilla a la cuarta parte y para el mes que viene me veo en la puta calle. ¿Qué es eso del secuestro? Ser buenos, hostia.

Observé de reojo que la Emilia se enternecía y antes de que empezara a irse de la lengua y a pormenorizar la ya para entonces manida historia del maletín, me apresuré a añadir:

—Hay motivos poderosos que nos imponen una escrupulosa discreción. Con todo, no hay óbice para que, una vez resuelta nuestra engorrosa papeleta, no pongamos en sus manos de usted una suculenta exclusiva. Para lo cual, claro está, precisamos esos datos que usted, a buen seguro, nos proporcionará a más tardar…

—Esta misma tarde. A eso de las cinco el que no está pluriempleado está borracho y la redacción del periódico se queda vacía. El portero tiene llave y me dejará entrar. ¿Quién paga esta consumición?

—Nosotros —dije.

—Venid a mi casa entre siete y siete y media. Algo habré averiguado.

Se echó el costal al hombro, volvió a prensarme la mano, besó a la Emilia en lo que entre la maraña de pelos me pareció que era la boca, aunque no lo podría asegurar, y se fue sembrando la desolación. Cuando hubo partido, la Emilia agitó la cabeza con tristeza y exclamó:

—Pobre María; está muy deprimida.

—No es ésa la impresión que me ha causado —aventuré.

—Nunca entenderéis a las mujeres —dijo la Emilia—. María es una persona extremadamente sensible. Algo le pasa.

—¿Problemas laborales? —apunté.

—Y algo más —concluyó la Emilia—. Ya me lo contará cuando estemos a solas. ¿Adónde vamos?

El reloj de pulsera que el desventurado camarero manco me había legado indicaba ser las dos pasadas. Hasta las siete no teníamos nada que hacer, los peligros inmediatos parecían temporalmente conjurados y nuestra investigación, salvo que algún imponderable la torciera, llevaba trazas de ir bien encaminada. Recordé que llevaba dos noches sin dormir y me invadió una invencible sensación de bienestar y fatiga.

—Tú haz lo que quieras —le dije, pues, a la Emilia—. Yo me voy a la estación de metro más cercana a ver si encuentro un banco libre y puedo descabezar un sueñecito.

Me preguntó si no tenía otro lugar adónde ir y le confesé que tal era, en puridad, mi situación, a lo que replicó ella que en su casa había un sofá de regulares dimensiones y que me lo ofrecía de mil amores. Acepté el ofrecimiento, como cabía esperar, con tanta prontitud como reconocimiento y sin más trámite satisficimos la cuenta, fuimos a buscar el coche de la Emilia al parking en que lo habíamos dejado y emprendimos el regreso, concentrados ella en la ingrata tarea de abrirse paso entre el tráfago y yo en las imaginarias delicias que la perspectiva de un mullido lecho me pintaba. Poco sospechábamos que al término de nuestro viaje nos aguardaba una descorazonadora sorpresa.

Que consistía, lisa y llanamente, en que el piso había sido allanado y cuanto contenía puesto patas arriba en la más bárbara y en muchos casos irreparable de las formas, a la vista de lo cual nos quedamos ambos mudos primero, furiosos luego y acongojados siempre.

—Y lo peor de todo —dijo la Emilia tras haber prorrumpido en una cascada de juramentos, vituperios y blasfemias más propia de un cafre iletrado como yo que de una señorita proclive a las artes— es que esta hecatombe no ha servido para nada, porque ni estaba aquí el maletín ni el resguardo de la consigna, que en mala hora me metí en el bolso.

—No quisiera —dije yo mientras trataba de reintroducir el orden entre la confusión, más por mostrar mi solidaridad que por confiar en que tuviera arreglo el desaguisado— esbozar un panorama exageradamente sombrío, pero mucho me temo que aunque hubieran encontrado lo que buscaban no nos habrían dejado en paz.

—¿Pues qué coño —dijo la Emilia derribando de una patada la silla que yo acababa de enderezar— hemos de hacer para terminar con esta puñetera pesadilla?

—Llegar hasta el fondo del asunto y derrotar a nuestros enemigos en su propio terreno. Se te antojará esto una proposición temeraria, infantil y presuntuosa, pero no hay, que yo sepa, otra salida. Otrosí digo que lo mejor que podemos hacer es proseguir esta amena plática en otro lugar, porque mientras sigamos aquí nuestras vidas corren serio peligro.

Apenas pronunciadas estas palabras admonitorias sonó el timbre de la puerta con una insistencia que no auguraba nada bueno.

—¡Ya están aquí! —exclamó la Emilia.

Me acerqué de puntillas a la puerta y atisbé por la mirilla.

—En el rellano no hay nadie —manifesté.

—Llaman desde la calle —dijo ella.

—Entonces no deben de ser los asesinos, porque no creo que cometan el error de anunciar su visita —dije yo.

Y como sea que un peligro incierto sobrecoge más que uno real y que no hay ruido más inarmónico que un timbrazo, opté por responder a la llamada y, a tal efecto, pulsé un botón que había a mi derecha, pegué los labios a la rejilla del micrófono, introduje la lengua por las estrechas hendiduras y pregunté:

—¿Quién va?

—Un amigo de la señorita Trash —respondió altisonante el aparato—. Sólo quiero ayudarles. Comprendo sus recelos y para disiparlos me voy a poner en mitad de la calle. Véanme y comprueben que mi aspecto no puede ser más inofensivo.

Con cautela, por si alguien pretendía echarnos un tiro desde una de las terrazas del edificio de enfrente, me asomé a la ventana. En mitad de la calzada vi a un vejete en pijama que saludaba con la mano en dirección a mí mientras recibía impávido los improperios y bocinazos de los automovilistas que se veían obligados a sortearlo. Cuando se hubo cerciorado de que lo habíamos contemplado a placer, se refugió el vejete en la acera y desapareció de nuestro campo visual. La Emilia me interrogó con la mirada.

—Vamos a dejarle entrar —dije yo—. No parece peligroso y más vale saber qué quiere.

Abrimos el portal y salí a esperarlo al rellano. No tardó en llegar el ascensor y de él emergió el vejete. Tenía cuatro pelitos blancos en la cabeza y un bigote desigual teñido de nicotina. Me miró entornando los ojos, hizo una reverencia y se puso a decir:

—Disculpen que les visite con este atuendo poco formal. Tengo el traje en la tintorería y los zapatos en el rápido. No calculé que fuera a necesitarlos hoy. Llevo una vida social bastante apagada últimamente. En realidad, sólo salgo los jueves para ir a la biblioteca y los domingos por la tarde, si hay sardanas. El resto del tiempo lo paso encerrado entre mis libros. Me hago enviar vituallas de la Bilbaína. Sé que me hacen las cuentas del Gran Capitán, pero es cómodo, ¿no le parece?

Mientras peroraba había entrado en el recibidor. Comprobé que efectivamente venía solo, entré tras él y cerré la puerta. En mitad de la sala nos aguardaba la Emilia blandiendo un cuchillo de cocina.

—Deponga su actitud, señorita Trash —dijo el vejete—. Le aseguro que sólo deseo su bien. Y sean mis primeras palabras para expresar la satisfacción que me produce conocerla personalmente. Soy un gran admirador de usted. Aunque tal vez convendría que empezara por presentarme. Me llamo Plutarquete Pajarell y soy historiador de profesión. Vivo al otro lado de la calle. ¿Ve usted esa terraza con un toldito azul y un ciprés medio seco? Quizás haya reparado en un gato negro que tomaba el sol en la balaustrada, ¿no? Es igual, no importa. Hace dos meses que se me murió, el pobre gato. Pero esto a usted le traerá sin cuidado, ¿verdad? La soledad me ha vuelto un poco errático. Antes no era así. ¿Les he dicho ya que soy historiador?

—Sí, señor —dije yo.

—Ya, ya. Me hago cargo de su impaciencia. Será mejor que vaya directamente al grano. No es fácil, ¿sabe usted? El caso es… el caso es que aquí la señorita Trash, a la que tanto admiro, como ya he dicho, tiene la costumbre, que Dios la bendiga, de pasearse por su casa algo ligerita de ropa. Y bien que hace, ¿no cree usted? Al fin y al cabo, cada uno en su casa hace lo que mejor…

—Y usted la espía desde la terraza —medié yo adivinando lo que le costaba tanto confesar al vejete.

Se puso rojo como una amapola y en un gesto diversivo se aseguró de que los botones de la bragueta estaban bien cerrados.

—Es usted muy perspicaz —susurró al fin—. ¿Pariente de la señorita?

—Amigo. ¿Por qué no nos dice a qué ha venido, don Plutarquete?

—Es verdad, les estoy haciendo perder el tiempo. Pero creí que tenía que empezar aligerando mi conciencia. No crean que no me avergüenzo de mi mezquindad. Quizá mi insignificancia minimice a sus ojos la fechoría… no sé. Yo, por supuesto, no puedo aducirme a mí mismo esta atenuante. De todos modos, no he venido a confesar mis devaneos, sino a contarles que hace unas horas, cuando estaba yo enfocando mi catalejo hasta aquí, como tengo por costumbre hacer, vi a dos individuos que revolvían la casa. Al principio me dio un vuelco el corazón, porque creí que la señorita Trash se estaba mudando y sabe Dios qué virago la podía reemplazar. Luego me di cuenta de que no se trataba de una mudanza y temí un robo. Ya saben ustedes las cosas que se oyen en estos tiempos. Por último llegué a la conclusión de que los individuos estaban buscando algo afanosamente.

—¿No se le ocurrió avisar a la policía? —preguntó la Emilia.

—Mientras creí que se trataba de un robo, sí. Cuando vi que era un registro, me asaltaron las dudas. A veces prefiere uno dejar a la policía al margen de ciertas cosas… No estoy insinuando nada, señorita Trash, no me malinterprete.

—Se portó usted con gran cordura, don Plutarquete —tercié yo—. Descríbanos lo que vio.

—Poca cosa. Dos individuos jóvenes. Uno de ellos llevaba barba, quizá postiza. No soy muy bueno describiendo.

—¿Los reconocería si los volviera a ver?

—Con toda certeza.

—¿Observó algún detalle significativo? ¿Vio si venían en coche? ¿Anotó la matrícula?

El vejete se rascó las tres canas y acabó mirando a la Emilia con expresión desconsolada.

—La verdad es que no puedo decirles más. Yo quería ayudarles y ya veo que no les he servido para nada. Lo único que he logrado es ponerme en evidencia y ya no volverá usted a pasearse por la casa como solía. Y aunque lo hiciera, ya no sería lo mismo. En fin, así es la vida. Si se les ofrece algo, ya saben dónde localizarme. Buenas tardes y disculpen las molestias.

Repitió las reverencias, hizo aspavientos para indicar que no hacía falta que le acompañáramos a la puerta y antes de que se nos ocurriera qué hacer o qué decir ya se había ausentado. Salí al rellano y le oí bajar las escaleras a toda velocidad, acompañado del castañeteo de sus zapatillas. Volví a entrar en la casa.

—Quién me iba a decir que tenía un admirador tan leal —exclamó la Emilia.

—No te dejes engatusar por las zalamerías —le aconsejé—. A mí ese anciano rijoso no me inspira la menor confianza.

—Tú estás celoso —dijo la Emilia echándose a reír.

Me quedé un tanto perplejo ante semejante acusación, pero decidí postergar hasta un momento más propicio la consideración de si estaba o no fundada.

—¿A qué hora cierra —pregunté en cambio— la agencia teatral La Prótasis?

—Al público a las cinco. A veces se queda alguien trabajando hasta más tarde. ¿Por qué?

—¿No hay clases de declamación?

—Sí, pero no en el piso de la calle Pelayo, sino en un almacén de la calle Ramalleras. Un antiguo almacén, habilitado como teatro.

Consulté el reloj: eran las cinco y cuarto.

—Creo que voy a hacer otra visita a la agencia. Déjame en la esquina de Balmes-Pelayo y espérame en casa de tu amiga la periodista sabelotodo. Yo no tardaré mucho.