De película
Amarilleaban las hojas del periódico y era ya noche cerrada cuando localicé a mi hermana. Estaba apostada junto a una farola a la espera de que cayera algún cliente, cosa que no parecía de inminente acontecer, pues hasta los más encallecidos puteros cambiaban prudentemente de acera para evitar sus envites. Un perro vagabundo acudió a olisquearle los pantis y se alejó ululando calle abajo. Siempre al socaire de mi periódico, me aproximé a ella por detrás y le susurré al oído:
—No te vuelvas ni des muestras de sorpresa, Cándida. Soy yo.
Pegó un salto, lanzó un alarido y dejó caer el bolso en mitad de un charco. Por fortuna, este comportamiento, en lugar de atraer la atención de los transeúntes, les hizo avivar el paso y dejar desierto el pútrido callejón. Cándida recuperó la compostura, bien que con cierta rigidez.
—Me habían dicho que te habían matado —masculló torciendo mucho la boca en un intento estéril de dirigirla hacia mí sin mover la cara—; que te habían encontrado en un hotel de Madrid, y sin brazo. Me pareció un poco raro, pero conociéndote… Esta misma tarde le decía yo a Luisa la Cebollona, ya sabes quién te digo, le decía yo…
—Cándida, no tengo tiempo que perder. Me buscan para matarme y tú me tienes que ayudar.
—Ahora no puedo, que estoy faenando —dijo con sequedad, dándome a entender que se había terminado el flujo de sentimientos fraternales al que hasta entonces había dado curso.
—¿Tú te acuerdas, Cándida —proseguí yo haciéndome el que no entiende las indirectas—, de una película española muy bonita que vimos juntos hace siglos, cuando éramos pequeños, y que pasaba en las selvas del Japón?
—¡Tarzán y los Hotentotes! —respondió Cándida, que siempre había sido muy aficionada a los concursos radiofónicos y no podía oír una pregunta sin aventurar de inmediato una respuesta.
—¿Por qué no piensas antes de hablar? —le reconvine—. ¿No te estoy diciendo que era una película española? Mira, te voy a dar más datos: era la vida de un santo misionero que renunciaba a todo y dejaba plantada a una chica de buena familia para irse a convertir a los infieles. Al final había un terremoto y todo el poblado se venía al suelo, menos la capilla que había construido el misionero con ayuda de una pecadora…
—¿Piélago de almas?
—¡Exactamente! ¡Qué memoria la tuya, Cándida! —Aplaudí y mi pobre hermana esbozó una sonrisa de íntima satisfacción—. Ahora concéntrate y trata de recordar a un actor muy guapo que hacía de aborigen.
—Antonio Vilar.
—No, burra; ése era el misionero. Yo digo el que hacía de hijo del cacique. El que abrazaba la verdadera fe y veía a la Virgen…
—¿Y recibía el martirio de manos de su propio padre?
—¡Muy bien, Cándida! Ese actor, ¿cómo se llamaba?
—Ay, chico, no sé. Me acuerdo de quién dices, pero el nombre se me ha borrado. ¿No era el mismo que hacía de novio de la hija en Una suegra con pelendengues?
—Cándida, eres una enciclopedia. Pero no te me duermas en los laureles y presta atención a lo que te voy a decir. Busco a un individuo y estoy seguro de que ese individuo y el actor a que me acabo de referir son la misma persona. Al principio no lo reconocí por los años transcurridos, pero ahora no me cabe la menor duda. Todo me hace suponer que vive en Barcelona, que sigue conectado de algún modo al mundillo del espectáculo y que está sin empleo, o no habría aceptado un trabajo tan comprometido como el de suplantar a todo un ministro. Es preciso que lo localice sin tardanza, pero ni sabría cómo hacerlo ni conviene que ande por ahí haciéndome ver. De lo cual se desprende, lógicamente, que me tienes que ayudar.
—No veo muy bien de dónde sacas tú esta conclusión —dijo Cándida.
—En primer lugar, del hecho indiscutible de que tienes muchos conocidos y admiradores en la farándula…
—Calla, por Dios.
Cándida no gustaba de hablar de la época en que trató de triunfar como cantante. A través de su cabellera, ya rala, se vislumbraban aún las abolladuras y costurones que le habían dejado los botellazos de un público que si no contaba entre sus virtudes la de la caridad, tampoco contaba entre sus defectos el del mal oído. De pequeña ensayaba hora tras hora usando la cadena del váter a modo de micrófono, insensible a los zurriagazos con que mi padre trataba, bien de disuadirla de sus sueños de gloria, bien de dormir la siesta en paz. A los treinta años, y sabe Dios a qué precio, consiguió Cándida su primer contrato. Su efímera carrera fue un continuo ir y venir de las tablas al dispensario. Nada le entristecía tanto como evocar aquellos tiempos de entusiasmo y desengaño. Se puso a lloriquear y le palmeé con cariño las hombreras.
—Hazlo por mí, Cándida —le dije melifluo.
—Está bien, está bien —rezongó—, pero me has de prometer que será la última…
—Mientras tú haces las averiguaciones del caso, yo me iré a tu casa, porque no es prudente que siga a la intemperie. ¿Aún vives en aquel pisito de ensueño?
Me dio la llave a regañadientes y yo, después de explicarle que al regreso diera en la puerta dos golpes seguidos y otros tres tras una pausa para que supiera yo que era ella quien llamaba, y sin muchas esperanzas de que me hubiera entendido, me largué pitando y presa de angustias sin cuento, porque las calles se habían quedado casi desiertas y el barrio por el que me adentraba no podía calificarse precisamente de residencial.
La fosa común del Cementerio Viejo debía de ser más acogedora que el edificio en ruinas donde moraba mi hermana. En el zaguán me vi obligado a vadear un charco oleaginoso que borboteaba, aunque no me atreví a investigar por qué. La pieza de que constaba la vivienda propiamente dicha sólo daba cabida a un jergón y a otro mueble. Con su sentido práctico, Cándida había decidido que ese otro mueble fuera un tocador. Cerré la puerta con llave, hice del tocador barricada y, como el cuarto no tenía ventana ni orificio alguno de ventilación, me sentí bastante seguro. Busqué algo de comer sin resultado y acabé tendiéndome en el jergón y conciliando un sueño reparador del que me sacaron unos golpes en la puerta. Muy alarmado eché mano de la única arma que encontré y que resultó ser un corsé erizado de ballenas y pregunté quién iba.
—Soy yo —dijo Cándida que, a todas luces, había olvidado la contraseña—. Abre.
Arrastré el tocador y le abrí la puerta. Cuando hubo entrado volví a cerrar y a colocar el mueble a modo de parapeto.
—¿Qué has estado haciendo con mi boudoir? —preguntó la muy boba.
—Gimnasia. ¿Has averiguado algo?
—Me parece que sí. —Se sacó del escote una bola de papel que alisó sobre la tabla del tocador, repasó con suma lentitud las notas que había tomado y recitó—: Toribio Pisuerga. Lugar y fecha de nacimiento desconocidos. Actor de profesión. Debutó en el 48 en Llagas en un pequeño papel de leproso sin frase. Siguió en el cine hasta el 57, siempre como secundario. Desapareció de la circulación hasta el 62 por razones que se ignoran. En diciembre del 62 lo contrataron para que hiciera de rey Melchor en la puerta de los almacenes El Águila. Al año siguiente lo tuvieron que echar por un asunto de drogas.
—¿Se pinchaba?
—Delante de los niños, figúrate tú —dijo mi hermana mostrando una vertiente puritana muy propia de mi familia.
—¿Qué más?
—Ahí se le pierde otra vez la pista hasta el 70, año en que reapareció con el seudónimo de Muscle Power. Probó fortuna sin éxito en los estudios de Esplugues y anduvo pegando sablazos. Alguien lo metió en publicidad y rodó un filmlet que no llegó a estrenarse por falta de calidad. En el 75 hizo un spot de televisión. Eso le dio algún dinero y se le vio a menudo en compañía de una mujer bastante más joven que él. Cuando se le acabaron los cuartos volvió a esfumarse. Y hasta ahora.
—¿Seguía en lo de la droga?
—No lo sé. Pero seguramente lo había dejado, porque estas cosas se saben, salvo que se tenga mucho dinero para taparlas.
—¿Y la chica que andaba con él?
—Nadie me ha sabido decir quién era. Una fan descocada, digo yo. ¿Es importante?
—Puede serlo. ¿Qué más?
—Nada más. ¿No tienes bastante?
—Me falta un dato fundamental: dónde localizarlo.
—Ah, claro, qué despistada soy —exclamó Cándida palmeándose la frente y metiéndose el meñique en un ojo al hacerlo—. Aquí tengo su dirección: calle del Gaseoducto, 15.
—Cándida, eres un sol de guapa y de inteligente.
—¿Qué piensas hacer?
—De momento, visitar al caballero. Luego, ya veremos.
—¿No tienes hambre? Te he comprado algo de comer en el bar de la esquina. Son unos ladrones, pero a estas horas…
—No tenías que haber hecho gasto, mujer.
—La verdad es que acabo de pasar por la parroquia y me han devuelto parte de lo que les di.
—¿Desde cuándo das a la parroquia?
—Te había encargado unas misas… Como me dijeron aquello…
Para evitar que la atmósfera se cargara de emotividad, me puse a revolver en su bolso hasta encontrar un envoltorio que rezumaba grasa y una botella de Pepsi-Cola. Di cuenta del yantar y el néctar en un abrir y cerrar de ojos y consulté el reloj. Era la una y media.
—Más vale que me ponga en movimiento. Préstame tus cosas de maquillaje, Cándida, que quiero cambiar un poco mi apariencia.
Abrió un cajón del tocador y me tendió un frasquito.
—No están los tiempos para afeites —me dijo—. Sólo uso pintalabios.
—¿Mercromina? —dije yo después de leer la etiqueta del frasquito.
—Dura más, sale mejor de precio y si tienes una pupita, te la cura.
Me apliqué a los labios el líquido carmesí y con las pestañas postizas que llevaba puestas Cándida me confeccioné un primoroso bigotito. Luego me engominé el pelo con la grasa del bocadillo que me había quedado en las manos.
—¿Qué tal? —pregunté.
—No te sienta bien el uniforme de camarero.
—Peor me sentaría salir a la calle desnudo, idiota. Yo te preguntaba por el camuflaje.
—Ah, eso muy bien. ¿Cuándo me devolverás las pestañas? Las necesito para el trabajo.
—Cuando ya no me hagan falta. Mientras tanto, quédate en casa, que no son horas estas de que ande por ahí una chica decente.
Mientras sosteníamos este diálogo me había hecho yo una ganzúa con una de las ballenas del corsé. No habría desdeñado una pistola, porque no sabía con qué ni quién habría de enfrentarme en breve, pero tal cosa, como es de suponer, estaba fuera de mi alcance. Me eché la ganzúa al bolsillo, me despedí de Cándida, retiré de nuevo el tocador, abrí la puerta, salí y bajé hasta el tétrico callejón. No pululaban los taxis por aquellos andurriales.
La calle del Gaseoducto no se llamaba así por un capricho de las autoridades municipales o de quienquiera que bautice las calles, que a este respecto nunca he tenido las ideas muy claras. En las tapias había unas letras de molde que decían: PROHIBIDO FUMAR. Ratas muertas festoneaban la calzada. Encontré sin dificultad el número quince y leyendo los buzones de la portería me enteré de que el exministro vivía en el 2.º 2.ª. Con sorpresa descubrí que la casa tenía ascensor, pero mis esperanzas se disiparon al ver que los cables colgaban de la caja como fideos exánimes. Subí las escaleras y pulsé el timbre. Al no recibir respuesta me vi obligado a echar mano de la ganzúa. Rechinó la puerta en sus goznes y me colé en el piso del peliculero.
Consistía éste en una pieza rectangular al fondo de la cual había una cama deshecha. Las paredes estaban cubiertas de fotografías del actor en las que reconocí inmediatamente al sedicente ministro. En la más grande de las fotos aparecía él muy bien trajeado, mirando con veneración un tubito de pomada. Al pie de la foto unas letras enormes decían:
CON HEMORROIDAL PANTICOSA…
¡ES OTRA COSA!
En las fotografías más pequeñas se repetía el personaje en distintas edades y caracterizaciones: legionario, baturro, apóstol y otros personajes que no pude situar. La vocación era evidente, porque mientras el suelo estaba alfombrado de porquerías, en las fotos no se advertía una mácula de polvo. Sólo el tiempo había ennegrecido y cuarteado las más antiguas. Me puse a meditar sobre la vanidad y otros rasgos inextricables de la naturaleza humana y a buen seguro habría llegado a interesantes conclusiones si no me hubiera sobresaltado un tenue gemir que provenía del otro extremo de la estancia. Me aproximé con sigilo y vi que la pared tenía una cerradura y que lo que yo había tomado por una grieta era la juntura de una puertecilla construida por un maestro de obras poco escrupuloso. Apliqué el oído y percibí un murmullo. Poco me costó abrir la puertecilla y averiguar que encubría un armario empotrado repleto de trastos y polvo. Como de entre aquéllos seguía saliendo la cantilena, los aparté a manotazos hasta dar con el actor, que estaba en el suelo en posición de ensaimada.
—¡Don Muscle! —No pude por menos de exclamar—. ¿Qué hace usted aquí?
Como no contestaba, lo así por un tobillo y lo saqué a rastras del armario. Era corpulento y pesaba lo suyo. Vi que estaba muy pálido y que respiraba débilmente. En el brazo izquierdo se le apreciaba una puntura reciente rodeada de otras más antiguas, ya cicatrizadas. Deduje que con lo que le habían pagado por hacer de ministro había vuelto a las andadas y le había sentado mal. Ahora bien, ¿por qué se había encerrado en el armario para pincharse? ¿Acaso por un oscuro sentimiento de culpa impropio de su edad, idiosincrasia y pasado? Lo ignoraba, pero no era aquella ocasión idónea para despejar arcanos, porque el pobre actor se moría. Busqué un teléfono y lo encontré, aunque no pude hacer uso de él, habida cuenta de que alguien se había entretenido en arrancar los cables de cuajo. No me pasó, empero, desapercibido un número garrapateado en la pared, cerca del teléfono, del que tomé nota mental antes de regresar junto al moribundo, que había entreabierto los ojos y me miraba con más interés que sorpresa.
—¿Don Muscle, me recuerda? —le pregunté.
Movió los párpados como diciendo que sí o cualquier otra cosa.
—¿Quién ha sido, don Muscle? —volví a preguntar.
Con esfuerzo logró articular unos sonidos que no pude descifrar. Apliqué la oreja a sus labios.
—El Caballero Rosa… —me pareció entender— busque al Caballero Rosa y dígale… dígale que es un cabrón. De mi parte se lo dice… Y si ve a la Emilia, dígale… que me perdone. No confunda los recados, ¿eh?
—Descuide usted. ¿Dónde vive la Emilia?
—Yo tenía talento, ¿sabe? Pude haber sido una estrella de la pantalla, tener dinero, casas, coches, yates, piscinas… No sé qué pasó.
—Es la vida, don Muscle, no se haga mala sangre.
—Sueña el rey que es rey… y tan alta vida espero… Me parece que esta vez va en serio —dijo cerrando los ojos.
Le propiné varias bofetadas, pero no reaccionó, de modo que lo dejé acostado, abandoné el apartamento, bajé las escaleras de puntillas y salí a la calle tras asegurarme de que no había nadie al acecho. Pegadito a los muros llegué a una avenida que amenizaba el constante paso de camiones y en la que encontré una cabina telefónica. Llamé a la policía y le dije que acudiera sin pérdida de tiempo a casa del actor, cuya dirección y señas personales le proporcioné. Cuando me dijeron que me identificara respondí que no tenía la menor intención de hacerlo y que llamaba desde una cabina, pero que eso no restaba ni veracidad a mis palabras ni urgencia al asunto y que se dejaran de historias y cumplieran con su deber, qué diablos. Colgué, descolgué y marqué el número que había visto en la pared de la casa que acababa de abandonar. La suerte me sonrió por una vez, y una grabación respondió a mi llamada.
—Gracias por llamar a la agencia teatral La Prótasis. En estos momentos no hay nadie que pueda atenderle. Cuando oiga la señal, deje su nombre y su teléfono y nos pondremos en contacto con usted… Pipiripí tu-tu.
En Información, una señorita que quizá, por lo intempestivo de la hora, quizá por motivos personales que no tuve ocasión de discutir con ella, no parecía muy dulce de carácter, me dio la dirección de la agencia teatral, sita, para más detalles, en la calle Pelayo. Antes de dirigir mis pasos a esta populosa arteria, sin embargo, deshice lo andado y me asomé a la calle del Gaseoducto, para verificar si la policía había atendido a mi desesperado llamamiento. Debo decir, en descargo de mi conciencia y honor a la verdad, que allí estaba, mal aparcado, un coche-patrulla. No me quedaba más que hacer en aquel lóbrego paraje. Caminé por la avenida hasta que pasó un taxi libre que me condujo a la esquina de Balmes-Pelayo. Clareaba ya el firmamento y se evaporaba el agua con que había sido regada la calzada; piaban los pajarillos en las Ramblas y circulaban los primeros autobuses. En el balcón de uno de los edificios que tenía enfrente se leía el siguiente rótulo:
AGENCIA TEATRAL LA PRÓTASIS
CLASES DE DICCIÓN, DECLAMACIÓN
Y CANTO
CURSOS POR CORRESPONDENCIA
La portería estaba cerrada a cal y canto, pero la fachada del inmueble estaba cubierta de relieves y adornos que permitían una escalada relativamente fácil. Inicié el ascenso sin que los escasos viandantes que a la sazón circulaban dieran muestras de extrañeza al ver al hombre-mosca en acción a tan temprana hora. Seguramente pensarían que se trataba de un limpiacristales idiota, de un marido a la caza de pruebas o de cualquier otro personaje marginal que bien poco había de interesar a quienes se veían obligados a pegarse semejante madrugón.
Dicen que quien contempla el mundo desde las alturas ve a sus congéneres cual si fueran hormigas y que esta ilusión óptica hace sentirse omnipotente al que la experimenta, en vez de sentirse, como manda la lógica, horrorizado al descubrir que es el último ser normal en un universo de insectos repulsivos. Bien ajeno, sin embargo, estaba yo a tan gratificadoras y contradictorias sensaciones, cuando conseguí aferrar el borde del balcón de la agencia. Me icé a pulso, salvé la barandilla, expelí un suspiro y restañé el sudor que perlaba mi frente y otras partes menos nobles de mi anatomía. La suciedad que empañaba los cristales no era tanta que no me permitiera comprobar que la agencia estaba vacía y que constaba de una sola pieza bastante espaciosa, amueblada austeramente con dos mesas de despacho, algunas sillas, un banco adosado a la pared y tres archivadores metálicos. Forcé el balcón y entré en el local. Desdeñando las mesas, me aboqué a los archivadores, que contenían, como era de suponer, dossiers de los representados. Su número apenas si pasaba de cincuenta, y las fotos que acompañaban a cada dossier daban una idea harto cabal de su estatura artística. Pasé revista acelerada a sus respectivos historiales: Abdul-al-Cañiz, faquir, cantante de jotas, domicilio actual Hogares Mundet, llamar entre 3 y 5, tardes; Profesor Mariposa, hipnotizador, precios especiales, dejar recados mercería La Esperanza; Tomín el rey de la alegría y el buen humor, temporalmente Departamento Urología Hospital San Pablo; Pulguita y sus cachorros amaestrados, prisión menor, fecha salida 1984; Óscar y Aníbal equilibristas, ahora Óscar equilibrista, Aníbal falleció 1975; Carmen Cueros, humor para adultos, sólo fines de semana, costurera días laborables; Leonor Cabrera, ópera, habla francés, dispuesta a desnudarse precio extra; Monsieur Tonerre, telépata, descuento con merienda, y así hasta llegar al final. Entraba el sol a raudales en la agencia cuando acabé con aquel catálogo de triunfadores sin haber encontrado nada que por el momento me pareciera relevante. Había que apurarse si no quería que me sorprendieran. Empecé a registrar las dos mesas. La primera, situada estratégicamente junto a la puerta, era con toda certeza la de la secretaria, pues los cajones encerraban papel de carta con el membrete de la agencia, sobres, sellos, libretas de taquigrafía, lapiceros mordisqueados y una novela muy manoseada que se titulaba Esclava del visir. La otra mesa, que por ser ligeramente más grande y estar colocada cerca del balcón tenía que ser la del jefe, me deparó un hallazgo mucho más provechoso, a saber, un álbum de fotos en cuyas tapas de plástico rojo una etiqueta enunciaba: NUEVOS VALORES, y por cuyas páginas desfilaba una titilante colección de fotos de agraciados jovencitos y suculentas jovencitas. Posaban estas últimas en divanes, alfombras o parterres, cubiertas de translúcidas prendas cuando no de nada, como sorprendidas en el acto de ofrendar sus encantos al daguerrotipo. Los varones vestían sucintos calzoncillos y su actitud, expresión y postura indicaban bien que estaban efectuando un extenuante ejercicio muscular, bien que se hallaban afligidos por un irreductible estreñimiento. Siendo como soy algo simple en materia erótica, me desentendí de la sección masculina y fui a concentrarme en la recua de tetas que me había llovido del cielo. De haber sido un poco más temprano me habría recreado en la suerte y quién sabe si hasta entregado a melancólicas ensoñaciones, pero la hora no permitía esparcimientos, por lo que acabé de pasar las láminas mecánicamente, y había cerrado ya las tapas y dicho adiós a aquel estimulante vergel, cuando esa vocecilla interior que a veces nos advierte y el resto del tiempo nos increpa, zahiere y maldice, me hizo reconsiderar mis actos, abrir de nuevo el álbum y retrotraerme a una de las últimas páginas, en la que una manceba sonreía desde un pajar a quien probablemente acababa de robarle las bragas. Pese al maquillaje y la peluca rojiza que calzaba, no me costó reconocer a la chica de alterne a la que con tantos sinsabores había entregado esa misma mañana el maletín infausto en las calles de Madrid. Al pie de la foto una tira de papel mecanografiado hacía constar: SUZANNA TRASH, Dama de Elche, 12, ático 1.ª pedrín, nociones de inglés e italiano, rudimentos de danza, equitación y kárate, cine, teatro, televisión, mimo, 25% comisión.
Me sobresaltó el ruido del ascensor en el rellano. Cerré el álbum, lo metí en el cajón, cerré el cajón, corrí al balcón, lo abrí, salí y cerré en el momento en que se abría la puerta de la agencia. Temblequeando salté la barandilla y me agarré a un cable que discurría por la fachada del edificio. Temí que fuera el cable del pararrayos y escudriñé el cielo en pos de negros nubarrones, pero sólo vi ese manto azul que en las mañanas claras recubre nuestra bienamada ciudad y el mar contiguo. La calle estaba bastante concurrida y no era cosa de llamar la atención, así que me introduje por el balcón del principal en lo que resultó ser una academia de corte y confección. Una señora obesa recortaba patrones en un tablero sustentado por dos caballetes y tres chicas la miraban hacer con evidente hastío. Las cuatro se volvieron hacia el balcón cuando me vieron entrar por tan poco convencional pasaje y la señora obesa esbozó un gesto de alarma.
—Estoy colocando la antena de la tele —me apresuré a decir—. ¿Dónde está la toma?
La señora obesa me indicó un orificio en el zócalo en el que estuve metiendo el dedo hasta que juzgué prudente emprender la retirada.
—Voy por los alicates —dije—. No toquen nada, que se podrían picar.
Bajé como un señor por las escaleras, salí a la calle y me perdí entre la barahúnda.