Intricación
Estaba, como tengo ya dicho, el bar repleto de ciudadanos. Traté de contarlos, pero me fue imposible por estar las paredes tapizadas de espejos que enrevesaban la operación con sus duplicaciones. Tampoco el propósito de aquel recuento me parecía en exceso útil, porque había un continuo trasiego de clientes y porque, si había que llegar a las manos, bastaba con dos para que mi inferioridad numérica resultara patente. Por lo demás, el señalar a todo el mundo con el dedo y sacar la lengua estaban haciendo de mí blanco de algunas miradas. Opté por un comportamiento más circunspecto y me dirigí a la barra, que ocupaba todo el fondo de la cafetería. Al pasar junto a una mesa en la que había tres individuos, oí una voz autoritaria que me decía:
—Eh, tú, ven acá.
Me acerqué a la mesa con el corazón disparado, los cabellos erizados y las piernas trémulas. Los tres individuos tenían la vista fija en mis movimientos y uno de ellos jugueteaba con lo que me pareció una metralleta, aunque tal vez fuera un paraguas. Procurando aparentar un despectivo aplomo, me abalancé sobre la mesa y mascullé:
—Me han robado el reloj, no hay orden en el metro y traigo el papel de váter en el maletín.
Los tres individuos cambiaron entre sí miradas de inteligencia y el que parecía capitanear el grupúsculo dijo:
—Dos cortos, uno con leche, una de tortilla, gambas y una cajetilla Camel.
Tras lo cual volvieron a enfrascarse en su conversación. Entonces caí en la cuenta de que llevaba puesta la ropa del camarero manco. De modo que me cuadré y dije a mi vez:
—Marchando.
Me fui a la barra y repetí la lista que acababa de oír, bien que con alguna variante, pues era todavía novato en el oficio. Esperé un rato y alguien me puso delante una bandeja con tres cafés y unos moluscos en salsa. La cogí sin rechistar y me dirigí a una mesa. Como tenía que bregar con la bandeja y el maletín y, para postres, sortear el gentío, a los tres pasos ya se me había caído todo por el suelo. Volví a la barra pensando seriamente en sentar plaza de camarero, persuadido de que tenía dotes, cuando se me acercó una chica en la que, en mi atolondramiento, no había reparado antes.
—¿Tiene usted hora? —me preguntó.
Un examen tangencial y discreto me permitió apreciar que se trataba de una mujer atractiva, pese a no llevar maquillaje alguno e ir vestida de trapillo. Supuse que sería una de esas chicas de alterne que pueblan la mitología de los ejecutivos periféricos. Mientras devanaba estas y parecidas reflexiones, la chica, que por algún motivo ignorado parecía muy nerviosa, me volvió a preguntar la hora. Consulté mi reloj y dije que eran las once menos cinco. Me dio las gracias, dio media vuelta y se fue en busca de algún gerente que desplumar. Sólo entonces, y aun ahora me abochorna confesarlo, eché de ver que acababa de oír la contraseña que con tanta paciencia me había enseñado el señor ministro y de que, abstraído en otras divagaciones, había dejado pasar la oportunidad de llevar a feliz término mi misión. Ya para entonces la chica de alterne cruzaba la cafetería amagando pellizcos y desoyendo requiebros y se perdía en la puerta giratoria. Golpeando con el maletín a quien se me interponía, salí corriendo en pos de ella y gané la calle en el momento en que se subía a un coche que partió sin tardanza. Por fortuna el tráfico era tan denso que el coche quedó inmovilizado a los pocos metros. Llegué hasta él y tuve tiempo de asomarme a la ventanilla trasera y gritar a pleno pulmón:
—¡Me han robado el reloj! ¡No hay garantías!
Arrancó el coche y recorrió media manzana hasta parar de nuevo. Lo alcancé y reiteré mi lamento:
—¡En este país no se puede vivir! ¡Aquí el que no corre vuela!
Casi había logrado meter la cabeza por la ventanilla cuando salió el coche de estampía. Esta vez tuve menos suerte y cuando las piernas me llevaron a su vera cambió el semáforo y avanzó el tráfico rodado. Seguí corriendo y denunciando el caos imperante hasta que me faltó el resuello y tuve que elegir entre la persecución y el agravio cívico. Opté por la primera alternativa y conseguí atrapar el coche cuando doblaba una esquina. La chica de alterne, que en todo el tiempo no había dejado de mirarme con expresión un tanto alarmada, empezó a cerrar el cristal de la ventanilla mientras decía al fulano que se sentaba al volante:
—Pisa a fondo, que ahí viene.
Por un pelo pude meter el maletín por el resquicio que aún no había cubierto el cristal y empañar éste con mis jadeos. Caí al suelo derrengado y aspiré allí los malsanos gases del coche, que a la sazón se desvanecía entre el magma de autobuses, motos y otros medios de transporte. Con el magro saldo de mis fuerzas logré arrastrarme hasta la acera, evitando así ser atropellado por los vehículos que venían detrás tocando la bocina y armando escándalo y, una vez a salvo y no obstante la barahúnda reinante, me tendí en el empedrado y descabecé un sueñecito.
Me despertó a puntapiés una señora para preguntarme si me pasaba algo. En parte por justificar mi presencia en aquel lugar y en parte por ver si ablandaba su corazón y le sacaba algún dinero, le dije que llevaba dos días sin comer y que no tenía trabajo y me contestó que el que quería trabajar trabajaba y el que no, no, y se fue. Eran las doce y no tenía nada que hacer en Madrid, de modo que decidí regresar a mi patria chica. Preguntando a unos y otros me encontré tras larga caminata en el arranque de una autopista que llevaba a Barajas. Un amable conductor se apiadó de mí y me hizo subir a su coche. Por el camino me contó que estaba harto de todo, que sus hijos eran unos mastuerzos y su mujer una vaca insípida y que de buena gana colgaría los trastos y lo mandaría todo a la mierda si supiera qué hacer y dónde. Me preguntó si había estado alguna vez en África, le dije que no y en ese punto quedó colgada nuestra conversación. Me apeé del coche e hice andando el último tramo de recorrido hasta el aeropuerto, al que llegué al mismo tiempo que un autocar del que bajó un enjambre de turistas. Guiándome por una serie de flechas y letreros di con la terminal del Puente Aéreo, donde evacué los trámites prescritos para subir al avión, dejando en todo momento bien sentada mi condición de paleto. Rugían los motores cuando abordé el aparato inmerso en el enjambre de turistas que se pusieron a cantar apenas aposentados, ahogando con su coro el tronar de las turbinas.
—Por ver a la Pilanca, vengo de Calatorao —cantaban los turistas con su pintoresco acento.
La azafata les arrojaba puñados de caramelos Sugus. A los nacionales nos ofreció la prensa diaria. Más por ocultar el miedo que sentía que por enterarme de lo que pasaba dentro y fuera de nuestras fronteras, cogí uno y lo hojeé distraídamente, hasta que una noticia, arrumbada en la crónica de sucesos, me hizo dar un respingo y disipó toda la alegría que el saberme de regreso al hogar me había inyectado. La noticia en cuestión rezaba así:
«Madrid, 14 – A primeras horas de la mañana de hoy apareció asesinado en un hotel de esta ciudad un individuo que se registró con el nombre de Pilarín Cañete y que, según fuentes oficiales, se había evadido la noche anterior de un sanatorio mental próximo a Barcelona. Aunque al cadáver le faltaba el brazo derecho, no había en el aposento signos de violencia. Tampoco se le encontraron documentos, dinero ni objetos de valor, por lo que no cabe descartar la hipótesis del robo. Roguemos porque su muerte sirva de escarmiento a los que, lejos de aceptar su condición con cristiano desenfado, etcétera, etcétera».
—¿Le pasa algo, joven? —me preguntó mi compañero de asiento, quizá porque yo, algo incontrolado de nervios, le estaba propinando rodillazos en la ingle.
—La altura —dije—, que no me sienta bien.
Sonrió con la suficiencia de quien lleva muchas horas de vuelo y me contó que aquello no era nada comparado con la tormenta que había tenido que atravesar un avión en el que él viajaba de Alicante a Ponferrada, allá por los años cincuenta.
—¡Ah, amigo mío, qué tiempos heroicos! Cada vez que el avión se precipitaba en el vacío y parecía que se iba a estrellar contra las montañas, los pasajeros nos desprendíamos el cinturón de seguridad, nos poníamos en pie y gritábamos al unísono: ¡Viva Cristo Rey! Cuando aterrizamos en Ponferrada, el alcalde pronunció un discurso que nunca olvidaré.
Yo le escuchaba diciendo a todo que sí, y aproveché su enardecimiento para sustraerle un par de billetes de mil que llevaba en el bolsillo izquierdo del pantalón.
Aunque estaba decidido a darle el esquinazo, me extrañó no ver al comisario Flores esperándome en el bar Punto de Encuentro, tal y como le había ordenado el señor ministro. Ponderé lo que su ausencia podía implicar y llegué a la conclusión de que debía de haber leído la noticia de mi muerte y pensado, muy correctamente, que no valía la pena pegarse un plantón innecesario. Salí, pues, del aeropuerto de El Prat, cuyo espléndido recinto recorrí ocultándome tras el periódico, subí a un taxi y le dije al taxista que me llevara a Barcelona.
—¿A qué parte de Barcelona? —Quiso saber.
—No sea insolente y tire palante, que ya le diré.
La verdad es que no sabía adónde ir. Pensé en aquel instante, aunque no ciertamente por vez primera, que me habría gustado tener una casa confortable, con cuarto de baño propio, y una familia que me estuviese esperando en torno a una mesa en cuyo centro humease una paella con sus trocitos de conejo y alguna que otra gamba para darle buen sabor. Estaba, en cambio, solo, no tenía dónde caerme muerto, no había comido nada en las últimas veinticuatro horas y acababa de leer la reseña de mi asesinato. Porque no me cabía la menor duda de que era a mí y no al pobre manco a quien habían tratado de hacer albóndigas y, en un rapto de sentimentalismo, lamenté haberlo dejado al pobre donde lo dejé, disfrazado de mí, inerme y desprevenido; que no en vano nos habíamos trincado a medias una botella de Pepsi-Cola. Pero casi más que su deplorable defunción lamentaba yo que ésta hubiera sido inútil, ya que, o andaba yo muy errado, o los que lo habían muerto no tardarían en darse cuenta de su equivocación y en tratar por todos los medios de corregirla, perspectiva esta que, como es de suponer, no me producía el menor regocijo.
—Oiga, señor —oí que me decía el taxista— ya veo que viene usted muy absorto en su diario, pero ya estamos en plaza España y no sé si tirar hacia Calvo Sotelo o hacia Centro Ciudad.
Tomé una rápida decisión y le dije que me llevara al hotel donde me había entrevistado con el señor ministro, a quien pensaba pedir, con el debido respeto, algunas explicaciones. Llegado que hubimos a nuestro destino, pagué la carrera con el dinero que le había mangado al viajero locuaz, esperé a que desapareciera por el chaflán el taxi y me colé de rondón por la portezuela de hierro que la noche antes habíamos utilizado el comisario Flores y un servidor y que a la sazón, como entonces, seguía conduciendo a las cocinas del hotel, embriagadoras, dicho sea de pasada, y al montacargas. En este último subí hasta el cuarto piso, salí al suntuoso corredor alfombrado, localicé la puerta de la habitación del señor ministro y sin más toqué.
Me abrió un señor muy distinguido envuelto en un batín de seda. Como el individuo en cuestión no era el señor ministro, salvo que se hubiera producido en el ínterin otra crisis gubernamental, ni era dable suponer que fuera un visitante ataviado de tal guisa y mucho menos un ligue del señor ministro, saludé con sequedad y dije:
—Servicio de lavandería.
—Yo no he pedido que me lavaran nada —me respondió el señor con altanería.
—Orden de la gerencia —dije yo bajando la voz—. Hemos tenido quejas de otros clientes.
Sin atreverse a rechistar, que bien negra debía de tener la conciencia, se metió el desaprensivo en la habitación y se puso a rebuscar en una maleta que tenía abierta en el suelo. La mesa de despacho y el resto del mobiliario ocupaban idéntico lugar que la víspera, lo que no me chocó, porque no había esperado advertir cambio alguno en la decoración. Más inexplicable se me hizo el que el sofá que el señor ministro había despanzurrado para sacar de sus entrañas el maletín apareciera ahora intacto. Me asaltaba ya el temor de haberme equivocado de habitación cuando percibí en la alfombra un punto blanco que se me antojó significativo y que, sometido a más atento examen visual, resultó ser una pluma blanca. No había error: estaba en la habitación correcta, pese a ocuparla ahora otro individuo que, con aire consternado, me tendía unas camisas y otras prendas interiores que, apenas desaparecido de su vista, arrojé por el hueco de la escalera. Hecho esto y persuadido de que el señor ministro había volado, abandoné el hotel vía las cocinas y salí a la calle, siempre protegido por el periódico, que, si por un lado cumplía el cometido de preservar mi incógnito, por el otro me hacía tropezar con los viandantes y meter los pies en los alcorques, entorpeciendo, en suma, mi marcha.
Que no fue larga, porque llegado a la primera cabina telefónica en uso, y con las monedas que el taxista me había devuelto, llamé al comisario Flores a su despacho. Una voz me dijo que el comisario estaba ocupado.
—Dígale que le llama Pilarín Cañete —dije yo.
—De las locas se ocupa el teniente Lentejuelas —dijo la voz con evidente sorna.
—Usted no se pase de listo y dele el recado al comisario Flores, si no quiere que se le caiga el pelo, monosabio.
Algo en mi tono debió de impresionarle, porque se produjo un silencio al otro extremo del hilo, que interrumpió la voz del comisario Flores.
—¡Coño! ¿Eres tú?
—Ya ve usted que sí, señor comisario.
—Yo te hacía muerto, carajo. Me llamaron de Madrid para decir… Pero, bueno, tú sabrás mejor que nadie si estás vivo o muerto. ¿Qué has hecho con el dinero?
—Está a buen recaudo —mentí para ganar tiempo—. Pero me temo que hay algo un poco oscuro en todo este asunto.
—Si quieres que te sea sincero, yo también. Y, dime una cosa: si el muerto no eres tú, ¿quién es?
—Un pobre camarero manco que no había hecho mal a nadie, que yo sepa, y que a lo mejor tenía una familia y un hogar…
—Anda, anda, no te me pongas sensiblero. ¿No estás vivo? Pues no te quejes, hombre.
—Señor comisario, alguien ha intentado asesinarme y tengo fundadas sospechas de que esto no se ha terminado aún. He ido a ver al señor ministro y ya no se hospeda en el hotel.
—Estará de gira.
—¿Está usted seguro de que efectivamente se trataba de un ministro?
—Hombre, no sé qué decirte. A mí me llama un fulano diciendo que es un ministro y que quiere verme en un hotel y qué coño voy a hacer yo: no puedo pedirle el carnet de identidad, hazte cargo. Comprendo que estés molesto por lo del asesinato y todo lo demás, pero tampoco hay que sacar las cosas de quicio. Es posible que alguien nos haya estado tomando el pelo. Hay mucho excéntrico suelto últimamente. Yo no le daría más importancia de la que tiene ¿eh? Hazme caso y vuélvete al manicomio. Le dices al doctor Sugrañes que te escapaste para ir al cine y aquí paz y después gloria.
Hice como que reflexionaba y dije luego:
—Señor comisario, después de rumiar sus ponderadas palabras, estoy convencido de que tiene toda la razón. Ahora mismo emprendo el regreso al manicomio. Que usted lo pase bien.
Le oí gritar algo, quizá porque dudaba de mi sinceridad, pero no le hice el menor caso. Colgué el teléfono, desplegué el periódico de par en par y me sumergí de nuevo en el tráfago bullanguero de la ciudad. La misteriosa desaparición del señor ministro y las dudas que sobre su identidad empezaba a abrigar no hicieron sino reforzar mi convicción de que el asunto en que me veía envuelto no carecía de entretelas y de que los que ya una vez habían tratado de liquidarme no iban a cejar así como así. Pero también creía que quienes me querían mal no osarían atentar contra mi integridad a plena luz y en lugar concurrido, sino que tratarían de atraerme adonde pudieran llevar a cabo sus nocivos propósitos con toda discreción. Tenía, por lo tanto, que evitar la soledad y la noche. Lo primero me había de resultar relativamente fácil y lo segundo absolutamente imposible, de no mediar un milagro celestial que ni mis creencias ni mi conducta pasada me autorizaba a impetrar.
Con tan sombrías perspectivas y sin saber muy bien qué hacer ni a quién recurrir, deambulé por las avenidas más populosas, mirando de refilón, porque el periódico me obstaculizaba la visión frontal, los elegantes escaparates de las tiendas, las provocativas cristaleras de los restaurantes y los vistosos anuncios de los cines. Y en esa triste actividad andaba, a saber, la de fantasear sobre lo bueno que ha de ser tener dinero y salud para gastarlo, cuando una imagen apareció con toda nitidez en la pantalla interior de la memoria: la imagen del señor ministro haciéndonos señas al comisario Flores y a mí para que nos acercásemos sin miedo a su mesa. Ya he dicho en su momento que ese gesto y la expresión benévola que lo acompañaba me habían resultado familiares. ¿Por qué ahora…? Y en ese instante se hizo la luz en mi cerebro al tiempo que, paradójicamente, se apagaban sobre las azoteas colindantes los últimos resplandores del astro rey.