Capítulo 1:

De cómo fui secuestrado y por quién

—Señores pasajeros, en nombre del comandante Flippo, que, por cierto, se reincorpora hoy al servicio tras su reciente operación de cataratas, les damos la bienvenida a bordo del vuelo 404 con destino Madrid y les deseamos un feliz viaje. La duración aproximada del vuelo será de cincuenta minutos y volaremos a una altitud etcétera, etcétera.

Más avezados que yo, los escasos pasajeros que a esa hora hacían uso del Puente Aéreo se abrocharon los cinturones de seguridad y se guardaron detrás de la oreja las colillas de los pitillos que acababan de extinguir. Retumbaron los motores y el avión empezó a caminar con un inquietante bamboleo que me hizo pensar que si así se movía en tierra, qué no haría por los aires de España. Miré a través de la ventanilla para ver si por un milagro del cielo ya estábamos en Madrid, pero sólo distinguí la figura borrosa de la terminal de El Prat que reculaba en la oscuridad y no pude por menos de preguntarme lo que tal vez algún ávido lector se esté preguntando ya, esto es, qué hacía un perdulario como yo en el Puente Aéreo, qué razones me llevaban a la capital del reino y por qué describo tan circunstanciadamente este gólgota al que a diario se someten miles de españoles. Y a ello responderé diciendo que precisamente en Madrid dio comienzo una de las aventuras más peligrosas, enrevesadas y, para quien de este relato sepa extraer provecho, edificantes de mi azarosa vida. Aunque decir que todo empezó en un avión sería faltar a la verdad, pues los acontecimientos habían empezado a discurrir la noche anterior, fecha a la que, por mor del rigor cronológico, debo remontar el inicio de mis desasosiegos.

Había llegado en esos días la primavera al hemisferio septentrional, en el que yo me hallaba, y con el despuntar de los primeros brotes vegetales, el doctor Sugrañes, que unía a sus profundos conocimientos médicos, a sus reconocidas facultades administrativas y a sus acendradas dotes disciplinarias un amor por la naturaleza impropio de lo que antecede, me había encomendado una vez más la tarea de buscar con arte, perseguir con tesón y exterminar con saña unos escarabajillos peloteros que se cebaban en los rosales que al doctor Sugrañes enorgullecían y que nosotros teníamos que hacer crecer con ímprobos trabajos en aquella aridez espiritual y geológica. Los lepidópteros, si es que en semejante pedigrí puede encuadrárselos, efectuaban sus dañinas pitanzas durante la noche y esa a la que ya me he referido nos encontró a Pepito Purulencias, un cincuentón gerundense que había pretendido rejonear desde una bicicleta al Gobernador Civil de la ciudad inmortal, y a un servidor, provistos de sendos cubos y otros tantos martillos, gateando entre los zarzales y esforzándonos sin éxito por reproducir el grito de la hembra en celo. Recuerdo que Pepito, primerizo en estas lides, estaba por demás excitado y no paraba de hacer comentarios del siguiente tenor:

—Digo yo que por qué no nos mandarán a perseguir chavalas en vez de cucarachas, ¿eh, tú?

Y que yo le conminaba a guardar silencio para no espantar la caza. Pero no había quién lo hiciera callar, y menos aún cuando creyendo haber encontrado al tacto, pues estaba la noche como la boca de lobo, el caparazón de un escarabajo y habiéndole asestado un golpe demoledor, se pulverizó la uña del dedo gordo del pie. Yo procuraba no hacerle demasiado caso y concentrarme en el asunto, porque si no presentábamos los cubos razonablemente llenos de parásitos el doctor Sugrañes se iba a incomodar y no estaban mis relaciones con él en muy sólidos términos, cosa que me preocupaba sobremanera, porque estaba prevista para la semana entrante la retransmisión desde Buenos Aires, vía satélite, del crucial encuentro entre la selección nacional y la argentina, decisivo para la clasificación, y sólo a los que se hubieran portado muy bien se les permitiría ver el partido en el único televisor que en aquel colgajo de la Seguridad Social había. Y no es que mi conducta no fuera a la sazón en todo mesurada, que si bien en una época ya lejana de mi vida fui, lo reconozco, un tanto pendenciero y malhablado, algo irrespetuoso de la propiedad, la dignidad y la integridad física del prójimo y, en suma, poco observador de las normas básicas de la convivencia humana, los años que llevaba encerrado en aquella institución, las atenciones que al doctor Sugrañes y sus competentes subordinados me habían prodigado y, en especial, la buena voluntad que yo mismo había puesto, me habían convertido, a mi juicio, al menos, en un criminal reformado, un ser nuevo y, casi me atrevería a decir, un ejemplo de rectitud, comedimiento y buen juicio. Lo que ocurría es que, consciente de haberme rehabilitado, juzgando por ende innecesario prolongar el encierro prescrito por los tribunales y deseando gozar por fin de una libertad a la que me consideraba merecedor, no podía evitar que en ciertas ocasiones me traicionase la impaciencia y la emprendiese a palos con algún enfermero, destruyese artículos que no me pertenecían y tratase de violentar a las enfermeras o a las visitantes de otros internos que, quizá sin mala intención, no ocultaban como habría sido aconsejable su condición femenina. Lo cual, sumado a un exceso de celo por parte de las autoridades, una cierta reticencia por parte de los médicos que tenían que darme el alta y la consabida lentitud de los trámites burocráticos, habían impedido que surtieran el efecto apetecido las innumerables instancias que a todas las jerarquías judiciales y de otra índole yo con infatigable regularidad cursaba y hecho que mi estancia intramuros del manicomio contase ya seis largos años en los albores primaverales a que he aludido.

Tesitura esta que, aun amarga, no me privó de percatarme de que de súbito mi compañero se callaba. Transcurridos unos minutos y extrañado de su silencio, cuchicheé:

—Pepito, ¿qué haces?

Sólo el susurro de las hojas respondió a mi apercibimiento.

—Pepito, ¿estás ahí? —insistí con idéntico resultado.

Intuí que un peligro rondaba y, por lo que pudiera pasar, me puse en guardia, aunque la experiencia me ha enseñado que ponerse en guardia equivale normalmente a adoptar una expresión ladina y resignarse de antemano a lo que inexorablemente habrá de suceder.

En efecto, a los pocos segundos cayeron sobre mí dos sombras corpulentas que dieron conmigo en el suelo y me hundieron el rostro en la tierra para que no pudiera gritar. Sentí que me maniataban y amordazaban y, sabedor de que toda resistencia era inútil, consagré mis escasas fuerzas a escupir el estiércol y los escarabajos que se me habían metido en la boca antes de que un trapo sucio la sellara. Fracasado el intento, procuré no tragar saliva, cosa nada fácil, como podrá comprobar quien desee hacer el experimento, bien con fines académicos, bien por solidaridad con mi persona.

No era este último sentimiento el que debía de mover a mis atacantes, pues apenas hubieron hecho de mí un fardo, me arrastraron sin miramientos por la rosaleda, me alzaron en vilo al llegar junto a la tapia del manicomio y me hicieron volar por encima de ella, con lo que di con mis huesos en el duro suelo de la carretera que circundaba el jardín. No dejé, mientras en el vacío estaba, de percibir un coche aparcado cerca de allí, lo que me llevó a sospechar que no estaba yo siendo objeto de una chocarrería, sino víctima de algo más serio. Mis dos atacantes, entretanto, habían rebasado la tapia y volvían a tironear de mis enclenques piernas. En esta indecorosa forma llegué junto al coche, cuya portezuela trasera alguien abrió desde dentro y a cuyo suelo fui arrojado al tiempo que una voz no del todo por mí desconocida ordenaba:

—Enchega y sal pitando.

Mi postura y ubicación sólo me permitían ver unos zapatos de charol negro, unos calcetines blancos, dos rodajas de pantorrilla pilosa y el arranque de un pantalón de tergal. Entraron en el coche los dos secuestradores, haciendo de mí escabel, ronroneó el motor y partimos rumbo a lo desconocido.

—¿Estaba solo? —preguntó el que había dado la orden de marcha.

—Con otro majara —dijo uno de los esbirros.

—¿Qué habéis hecho con él?

—Lo dejamos seco de un mamporro.

—¿Seguro que no os ha visto nadie?

Los dos esbirros prorrumpieron en reiteradas protestas y el jefe, convencido de que la operación se había llevado a cabo limpiamente, indicó al chófer que se saliera de la carretera y se parara en un lugar discreto. Cumplidas las instrucciones, cuatro manos procedieron a desatarme. Me incorporé como buenamente pude y me encontré, a un palmo de mis ojos, con el rostro siempre jovial del comisario Flores, a quien ya conocerá quien sea reincidente en mis escritos. Para el neófito diré que, sin que por ello se nos pudiese considerar amigos, un caprichoso destino nos había unido de antiguo al comisario Flores y a mí, haciendo nuestras trayectorias vitales, si se me permite la antítesis, a la vez paralelas y divergentes, pues él había trepado por mis costillas hasta coronar la cima de su escalafón mientras yo declinaba por su influjo hasta tocar el fondo de la escala social y acabar en la benéfica institución ya mentada. Era el comisario Flores hombre de agraciado físico, aliñado vestir, gesto viril y labia fácil, si bien la guadaña impía del tiempo había restado donaire a su fina estampa, que no empaque, abotargando su faz, desertificando su cráneo, cariando sus molares, acreciendo michelines a su cintura y activando sus glándulas sebáceas en todo clima, lugar y circunstancias. Y aquí debo interrumpir mi descripción, porque el poseedor de los envidiables atributos que acabo de enumerar me estaba diciendo:

—Ni una maña o te dejo la cara más aplastada que el producto interno bruto —a lo que agregó al cerciorarse de que yo había asimilado el mensaje—: Supongo, por lo demás, que te alegrará ver que he sido yo quien ha planeado sin fisuras y ejecutado sin contratiempos tu escapada, sabiendo como sabes que sólo actúo pensando en tu bien y en el de mi rey. Y ahora, si me prometes portarte como corresponde a la gratitud que me debes, haré que te quiten la mordaza.

Hice señas de asentimiento con las cejas y, obedeciendo un gesto del comisario, los agentes me quitaron el trapo que tenía metido hasta el gaznate y que, a juzgar por su apariencia y sabor, debía de usarse comúnmente para restañar la grasa de las bielas.

—Ni creerás —continuó diciendo el comisario mientras el coche volvía a la carretera y se zampaba el asfalto camino de Barcelona— que esta comedia no obedece a un alto fin. Nada tan reñido con mi cargo y natural como la arbitrariedad. Bástete saber que cumplo instrucciones emanadas de muy arriba y que mi misión, de la que tú eres objeto, es de índole confidencial. De modo que, a callar.

Seguimos viaje sin que mediara palabra y, sin más incidencias que algún atasco esporádico, hicimos nuestra entrada en las abigarradas arterias urbanas, cuya visión, tras tan largo alejamiento, me ensanchó el corazón e hizo acudir lágrimas a mis ojos, pese a que mal podía dar rienda suelta a mis emociones en la incómoda posición en que me hallaba, porque viajaba de hinojos y sin otro sostén que las rodillas de los agentes, a las que procuraba yo no arrimarme mucho para eludir tocamientos que pudieran ser malinterpretados. Así llegamos a una calle céntrica pero no excesivamente concurrida, en la que se detuvo el coche. Nos apeamos el comisario, los agentes y yo y anduvimos hasta una puerta de hierro desprovista de todo rótulo, que el comisario abrió, entrando acto seguido, y cuyo umbral traspuse yo ayudado por los puntapiés de los agentes, quienes habiendo procedido así se retiraron.

Nos encontramos el comisario Flores y yo en un pasadizo bajo de techo, iluminado por unos fluorescentes que de éste pendían y a lo largo del cual se alineaban bolsas de basura harto apestosas. No se detuvo empero el comisario a degustar estos detalles, sino que avanzó a grandes zancadas arrastrándome por la manga, hasta que otra puerta nos cerró el paso, bien que sólo hasta que el comisario la hubo abierto. Franqueada aquélla, aparecimos, con gran sorpresa por mi parte, en una enorme cocina en la que trajinaban no menos de doce personas trajeadas de bata blanca y tocadas con esos extraños gorros tubulares que distinguen la profesión de cocinero de cualquier otra de las que en el mundo se ejercen. De lo exquisito de los aromas que allí flotaban y de la primorosa apariencia de algunos platos ya listos para ser servidos deduje que la cocina en cuestión debía de pertenecer a algún restaurante de lujo y no pude menos de establecer una dolorosa comparación entre semejante edén y la cocina del manicomio con su imperecedero hedor a organismos fermentados, aunque debo decir, en honor a la verdad, que en el santuario de la gastronomía en el que momentáneamente me encontraba percibí a un cocinero que se refrescaba los pies en un perol de vichyssoise.

Atravesamos la cocina sin que nadie nos diera el quién vive y salimos de ella, no por unas puertas batientes que seguramente daban al comedor, sino por otra afín a las antes descritas que daba a un segundo pasadizo cuya descripción sería igualmente redundante, salvo por el elemento de la basura, del que este último carecía. El pasadizo de cuya descripción acabo de hacer gracia al lector moría en un montacargas tan amplio como vacuo, en el que subimos un número indeterminado de pisos y del que emergimos en un cuarto donde había un carretón lleno a rebosar de ropa arrebujada. Siempre en pos de otros horizontes, dejamos el cuarto de la ropa sucia y salimos a un pasillo ancho y largo. El suelo estaba cubierto de una mullida alfombra, del techo colgaban lámparas de cristal y otros objetos de buen gusto y a los costados menudeaban puertas de madera noble. Todo daba a entender que estábamos en un hotel, pero ¿en cuál?