En busca del tesoro
Había llegado el día. Si la profecía que anunció el profesor Diamantidis era cierta, el anillo debería mostrarnos el camino hacia las reliquias del rey, o al menos eso pensaba yo. Quedamos en las puertas del museo y allí esperamos a que María llegase para recogernos. Eran las siete y media de la tarde y el sol poco a poco empezaba a ocultarse tras las hermosas montañas del sur de la isla. La noche de San Juan, la más corta del año, era una noche mágica que purificaba las almas y llenaba de luminosas hogueras todas las playas del mar mediterráneo. Creta no era una excepción, ni muchísimo menos. El camino hacia la basílica de Tito nos llevó una media hora más o menos. Había llegado el momento de descubrir qué se escondía tras aquella enigmática inscripción en el anillo. Situada en una inmensa llanura y aparentemente abandonada, nos encontramos con una pequeña iglesia.
—Bien, ya hemos llegado —dijo María.
—¿Por qué deberían estar las reliquias escondidas aquí? —preguntó Luis.
—No lo sé —dije—. Hace muchísimos años era común guardar las reliquias sagradas en los muros de las iglesias. Según esta vieja creencia, se pretendía que todo el edificio fuera purificado.
—Esta basílica tiene un gran valor religioso para los cristianos de la isla —afirmó María—. Se construyó en honor de Tito, discípulo de Pablo. Tito se encargó de introducir el cristianismo en la isla y, según la tradición, sus restos mortales se veneran en esta basílica que lleva su nombre.
—¡Fijaos allí! —exclamó Luis—. Creo que no somos los únicos que se han acercado a visitarla.
—Parece una visita programada. Es uno de los monumentos más visitados de Creta. Trataremos de infiltrarnos. ¿Tienes el anillo, Luis? —pregunté.
—Aquí está.
—A lo mejor lo necesitamos en algún momento. Seguramente esta noche no seamos los únicos que buscan el tesoro de Minos —dijo María.
Nos confundimos con los turistas y seguimos al guía de la expedición. Las puertas del legendario templo del siglo VI se abrieron, afortunadamente para nosotros. Me sentía un auténtico privilegiado por pisar el interior de aquel solemne y cautivador templo, venerado por tantas generaciones de cristianos. Mi primera impresión al entrar fue de recogimiento y emoción. Al final del silencioso pasillo había una gran cruz de piedra. Bajo ella, la tumba de Tito rezaba la siguiente inscripción: «Titus, qui in Christianorum pastoris in Cretam», que traducida al castellano quería decir «Tito, pastor de los cristianos de Creta». La iglesia se dividía en dos plantas. Sin embargo, la guía comentaba con los turistas que estuvo prevista la construcción de una tercera planta. Por alguna extraña razón, nunca se llevó a cabo. Sólo se conservaban las escaleras que conducían hacia el tejado del edificio. Me pareció realmente curiosa la explicación de la guía. A lo mejor nadie tenía pensado construir una nueva planta y todo era un extraño simbolismo para que alguien lo pudiera descifrar. De repente aquellas palabras me hicieron reaccionar.
—¡La tercera escalera! ¡Claro, ahora lo entiendo! —exclamé.
—Sí, hay que estar muy loco para hacer una escalera hacia ninguna parte —dijo Luis—. ¿Qué se te ha ocurrido ahora?
—«El anillo mostrará el camino hacia la tercera escalera…». ¿No lo entiendes? ¡Hay que subir allí arriba!
—¿Cómo? ¿Pretendes subir al tejado de la iglesia? —preguntó Luis con gesto de sorpresa—. Es más probable que allí arriba encuentres un nido de cigüeñas antes que un tesoro.
—¿Tienes un plan mejor? —preguntó María.
—¡Está bien! Al final siempre os hago caso —dijo Luis—. No sé por qué me caliento tanto la cabeza. Si queremos subir, hagámoslo ya. Están entretenidos viendo la tumba.
Hicimos caso a Luis y subimos por la retorcida escalera de caracol hacia ninguna parte hasta que nos detuvo una vieja puerta de madera. En la parte superior había dibujado un extraño y complejo símbolo. Era la imagen de una calavera con el ojo de Dios dibujado en su frente tal y como lo representaban los caballeros templarios, es decir, dentro de un triángulo. No había ninguna manivela ni elemento similar que permitiese abrirla. ¿Cómo podríamos entrar?, pensé. Echaba de menos el chispazo repentino de Luis, pero ni él encontraba alguna manera de cruzarla sin llamar en exceso la atención. María miraba a su alrededor, consciente de que no había mucho tiempo para pensar. De repente, algo mágico sucedió sin esperarlo. La puerta empezó a abrirse misteriosamente, como si esperase a que alguien llegara ese día y a esa hora concreta. Un ligero rechinar casi nos delata, pero el gentío hablaba en voz demasiado alta y pudimos pasar desapercibidos.
—¿Y ahora qué? —preguntó Luis.
—¡Mirad! Allí en la cruz parece que hay algo —dijo María.
El viento soplaba con intensidad en el tejado de la basílica y ya se había hecho prácticamente de noche.
—Supongo que estáis pensando lo mismo que yo, ¿no? —dije.
—Sí —afirmó Luis—. Me toca ir.
Agachado y andando como los gatos avanzaba cautelosamente, evitando ser tirado por el fuerte viento. Sus pasos, cada vez más lentos e indecisos, provocaban un intenso crujir en el viejo techo de madera. Ya casi había llegado. Sin embargo, la madera cedió y su pie quedó atrapado.
—¡Me parece que he roto algo! —dijo—. Luego me pedirán daños y perjuicios. Aunque, pensándolo bien, he dejado mi huella en esta iglesia como el astronauta ese que pisó la luna.
—¡No mires abajo! —dijo María.
—Con lo a gusto que estaba yo en mi huerto, con mis pimientos y mis tomates. Aunque, pensándolo bien, tengo que reconocer que desde aquí arriba hay unas vistas increíbles.
—¡Ya casi estás, Luis! —exclamé.
—¡Lo tengo! Es una especie de tubo de cristal y tiene un mensaje dentro. Voy a abrirlo. «¡Bajo el suelo de la iglesia, en la primera puerta, se encuentra el tesoro!». Está en latín pero más o menos viene a decir esto.
—No lo entiendo —dijo María—. Un momento… ¡Claro!, esta basílica se construyó sobre unas viejas catacumbas. Los cristianos celebraban allí sus rituales durante la ocupación romana de la isla. Todos sus cultos estaban perseguidos por el Imperio —afirmó María asombrada ante semejante sorpresa—. Es un buen sitio para guardar unas reliquias.
—¡Esperad! No os vayáis sin mí.
—¡Vamos, Luis! Ahora sólo tienes que volver. Es mucho más fácil —dije.
¿Cómo encontrar una entrada hacia las catacumbas?, empecé a preguntarme. Dejamos atrás el tejado y volvimos a la planta baja. La muchedumbre observaba con atención las laboriosas imágenes de santos dibujadas en los frisos de las paredes. En una de aquellas pinturas aparecía representado el santo Tito, jefe de la Iglesia en la isla y héroe del cristianismo en una época de persecuciones. En su mano derecha sostenía una llave que parecía entregar al obispo de Roma. En el fondo podía apreciarse con claridad el interior de la basílica. Tras él, había un grupo de hombres que parecía ir detrás. Aparentemente todo indicaba que formaban parte del grupo de seguidores o discípulos del santo. Debíamos encontrar algún pasadizo secreto que los antiguos cristianos hubieran utilizado como vía de acceso al subsuelo. No estaría a la vista, eso parecía obvio. Bajo nuestros pies, una auténtica ciudad de los muertos nos esperaba. Bien es cierto que a estas alturas de mi estancia en la isla la fina línea entre el mundo los vivos y el de los muertos se difuminaba con enorme facilidad. ¿Cuál sería la próxima víctima de ese niño? ¿Realmente la profecía de la que hablaba Goulas tenía algo de cierto o todo esto era fruto de un macabro juego? Los minutos simulaban ser largas horas de espera en el interior de la iglesia y la búsqueda de aquella puerta hacia las galerías seguía sin dar sus frutos. Sin embargo, y por sorpresa, algo despertó en mí una enorme curiosidad. Estaba pisando una lápida de mármol y, cuando quise levantar el pie, vi que no estaba completamente encajada en el suelo. Me agaché e intenté levantarla un poco. Viendo que cedía con facilidad decidí retirarla por completo. Tras ella había una compuerta de madera. Luis y María me miraron extrañados desde el mogollón de personas y decidieron acercarse con disimulo.
—¡Mirad, aquí hay una entrada! —dije.
Retiré la compuerta y me adentré en el oscuro agujero. Apenas había sitio para que entrara una persona. Bajé por una estrecha escalera de madera y caí en un sombrío y tenebroso pasadizo. Ellos entraron después y colocaron la lápida para no levantar sospechas.
—¿Las catacumbas? —preguntó Luis—. No es el mejor sitio para pasar unas vacaciones, pero bueno. ¡Fijaos! Allí al fondo hay una luz encendida. Parece un candil.
En efecto. Alguien se nos había anticipado en la búsqueda, o quizá nos estaba esperando para darnos la bienvenida.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó María—. Me ha parecido escuchar la voz de una persona, como si se quejase por algo.
—¡Yo también lo he oído! —dijo Luis—. Parece que ese maldito niño nos viene siguiendo. Estamos a tiempo de volver atrás.
—No digas tonterías, Luis —dije.
A los lados podían verse varias hileras de nichos con cadáveres momificados, construidos en la misma pared. Recuerdo que, según la tradición de los primeros cristianos, era común enterrar a los difuntos vestidos con sus mejores trajes. Era una imagen tétrica y aterradora a la vez. Las telarañas cubrían sus cuerpos por completo y daban la sensación de que en cualquier momento podían incorporarse y salir de su tumba. Opté por no mirar a los lados y centrarme en mi camino. Luis no se separaba de mí y María apuntaba con su pistola por si teníamos que defendernos de algo o de alguien. En esta ocasión escuchamos una especie de crujido, como si un objeto de madera se rompiera por un golpe seco. Sin embargo, no era madera lo que Luis había pisado, sino más bien la mano de un cadáver, que quedó destrozada en mil pedazos y reducida por completo a cenizas.
—Lo siento, amiguito. Espero que no te haya dolido —dijo Luis.
—Tengo la sensación de que no estamos solos —dije—. ¿Quién habrá dejado esa luz encendida?
Cogimos el candil y seguimos caminando, guiados por la tenue luz de la vela casi consumida. Había una gran humedad allí abajo y el frío empezaba a calar en mis huesos, lo que me provocaba algún que otro escalofrío.
—Aquí hay una puerta —dijo María mientras guardaba su arma—. No hay ninguna señal escrita. Déjame ver el anillo.
—Bueno, parece que no hay nada, chicos. Una vez más la profecía no se ha cumplido. Será mejor que regresemos a casa —dijo mi hermano Luis.
—No puede ser. Tiene que haber algo aquí dentro —dije—. Abramos la puerta.
—Empujemos a la de tres, ¿de acuerdo? —dijo María.
—Un momento, ¿a la de tres o a la de tres y ya?
—¡A la de tres, Luis! —exclamé.
El tremendo esfuerzo estaba a punto de dar resultado. La puerta estaba cediendo a cada empujón. Sin embargo, lo que nos esperaba allí dentro era de todo menos agradable.
—¡Uf, qué mal huele! —dije.
—La tienes tomada conmigo. Te prometo que yo no he sido. Dejadme que acerque el candil. Fijaos en el suelo, parece como mojado.
—No es agua, Luis, sino sangre —dijo María—. Mirad allí arriba.
—¡Por todos los santos! —grité—. ¿Qué diablos es eso?
La escena era macabra y parecía el resultado de algún ritual hecho por caníbales. Colgados por los pies y amarrados a unas cuerdas, los cuerpos de Delia y Theodoros permanecían suspendidos en el aire. Alguien los había degollado sin piedad. La primera persona en la que pensé fue en el fantasma de ese niño. Sin embargo, la magnitud de la crueldad me impedía afirmar con rotundidad que había sido él.
—¿Quién demonios ha podido hacer algo así? —preguntó Luis horrorizado.
—Ha sido un corte profundo y limpio, hecho con algún machete o daga bastante afilada —afirmó María—. Los cuerpos aún están calientes, así que el asesino no debe andar muy lejos.
—Pero ¡no entiendo nada, María! ¿Qué horrendo ser puede perpetrar una barbarie como ésta? —pregunté impotente y desconcertado.
De repente la puerta empezó a moverse, lo que provocó un ruido estridente y siniestro a la vez. El candil que sostenía Luis se apagó sin explicación aparente.
—¿Quién eres? —preguntó María pistola en mano—. ¡Muéstrate!, no queremos hacerte daño.
María sacó una cerilla de su bolsillo y volvió a encender la vela.
—¡No tiene gracia, David! ¿Quieres dejar de tocarme la oreja? —dijo Luis.
—Creo que no he sido yo, Luis. Será mejor que te des la vuelta.
—¡Socorro! ¡Quitádmelo de encima!
—Eso va a estar complicado, Luis —dijo María—. ¡Estamos rodeados!
Decenas de cadáveres envueltos en telarañas se habían apoderado de la oscura habitación como por arte de magia. Espalda con espalda, empezamos a retroceder ante el incesante y firme caminar de aquellos seres venidos desde el más allá. Casi acorralados María efectuó el primer disparo. Fue un impacto certero en el cráneo, tras el cual se desmoronó como una montaña de arena. Siguió disparando y reduciendo a cenizas a las momias de ultratumba. Sin embargo, eran demasiadas y las balas se estaban acabando. Fue entonces cuando Luis y yo decidimos pasar a la acción. Nos tocó enfrentarnos a ellas cuerpo a cuerpo o, mejor dicho, cuerpo a esqueleto. No nos quedaba otra opción. La pelea fue intensa y Luis no paraba de hablar con ellos en cada golpe, como si los conociera de toda la vida.
—¡Éste por feo! —gritaba—. ¡Este otro por ese peinado tan horrendo!
—¡Luis! ¡Échame una mano! Me han cogido estas dos bellezas y no tienen intención de soltarme.
—¡Voy, aguanta un poco!
—¡Se me acabó la munición! —dijo María.
—¡Excelente noticia! ¡Utiliza el candil, Luis!
—¿Cómo? ¡Ah, ya entiendo! Buena idea David. Me quitaré la camisa y me ayudaré con este fémur. ¡Creo que es un fémur! ¿O será una tibia? No lo tengo claro.
—¡Date prisa, Luis! ¡No es momento para clases de anatomía! —grité completamente inmovilizado.
—¡Voy, voy, un poco de paciencia! Ahora enrollamos la camisa en este pedazo de hueso a modo de antorcha y listo. Lo prendemos con el candil y voilà! ¡Atrás, bichos! Vaya, parece que funciona.
El efecto del fuego ahuyentó a las momias, que empezaron a retroceder con cada amago de Luis. Finalmente, la incandescente luz que había provocado la bola de fuego acabó siendo un remedio bastante efectivo ya que hizo que aquellos seres tan horrendos se esfumaran al igual que un fantasma y acabasen por desaparecer.
—¡Ha faltado poco! —exclamó María aliviada.
—Tenemos que salir de aquí —afirmé—. ¿Quién habrá detrás de todo esto?
—¡Abran la puerta! ¡No van a asustarnos con cuatro muñecos de cartón piedra! —exclamó Luis algo asustado en el fondo.
—¡Un momento! ¿Qué es ese ruido? —preguntó inquieta María.
—¡Detrás de ti! —grité.
El juego de las momias no era el único regalito que nos habían preparado aquella noche. Tras unos segundos de pausa para reponernos del susto, las paredes del habitáculo mostraron de repente unos pinchos afilados que empezaban a moverse hacia dentro, con la intención de que no saliésemos con vida de allí. Se movían lentamente provocando un estridente y molesto sonido.
—¿Y ahora qué, David? —preguntó María.
—Tiene que haber una forma de parar este mecanismo —dije.
—¡Déjame probar algo! —exclamó Luis.
—¿Qué pretendes? —pregunté.
—Coge algunos huesos y júntalos. Ahora colócalos justo debajo de la pared. Presiona un poco a modo de palanca. ¡Espero que resistan lo suficiente!
La idea parecía funcionar, sin embargo, la fuerza de las paredes acabó arrollando los huesos y los convirtió en polvo, poniendo fin al plan de Luis. Se nos estaba acabando el tiempo, pero cuando todo parecía perdido escuché una voz en mi interior que me decía: ¡Utiliza el anillo, David!
—¿Mi diosa?
Encuentra la fuerza en tu corazón y vivirás.
—¡Luis, el anillo!
—¿Cómo?
—¡Déjamelo!
—¡Aquí tienes!
Me lo coloqué en la mano derecha y apunté hacia una de las paredes. Cerré los ojos. De repente empezó a brillar con intensidad y desprendió una potente luz que detuvo las paredes y nos salvó la vida.
—¡Menudo susto! ¿Cómo lo has conseguido? —preguntó Luis.
—Buen trabajo, David —dijo María—. Y ahora vayamos a ver a la persona que está jugando con nosotros.
Volvimos a empujar la puerta hasta conseguir abrirla con algún que otro esfuerzo. Estábamos exhaustos y algo aturdidos. Miramos hacia los lados, pero no vimos a nadie. Caminamos un poco por el lúgubre y tenebroso pasillo hasta que una prominente y rasgada voz nos hizo detenernos. Venía de detrás de nosotros y me resultaba bastante familiar. Nos giramos y vimos a una persona vestida con el traje de Los Hijos del Rey Minos. Tenía la cabeza cubierta con la capucha y no se le veía el rostro.
—¡Deteneos! —gritó—. Parece que no habéis tenido suficiente.
—¿Quién eres? —pregunté—. Muéstranos tu cara y dinos qué quieres de nosotros.
—Mi querido amigo David, será mejor que hagamos esto por las buenas si no queréis acabar como el alcalde y la arqueóloga. Dame el anillo y os dejaré ir —dijo.
—¿Lo quieres? Pues ven a por él —dijo Luis—. Te estamos esperando. Parece que tus jueguecitos no te han servido de mucho.
—¡Te encerraré seas quien seas! —exclamó María—. Pasarás unos cuantos años a la sombra hasta que pagues tu condena.
—¿Ah sí? ¡Vosotros lo habéis querido!
—Un momento, ¿eso que ha sacado es un cuchillo? —preguntó Luis.
—Más bien parece un machete, pero para el caso es lo mismo —dije—. Sabes lo que toca, ¿no?
—¡A correr!
A través de las interminables galerías subterráneas de la iglesia se inició una trepidante persecución de la que no sabíamos muy bien cómo escapar. Aquel hombre misterioso, vestido con la túnica de la Orden, tenía muy claras sus intenciones y no se cansaría hasta conseguir su objetivo. Habíamos llegado a una especie de pórtico con columnas. Era un pequeño templo en el que los cristianos de aquella época celebraban la eucaristía. Era un lugar místico y tenebroso a la vez. El centro estaba presidido por un pequeño altar. Justo arriba había un Cristo de madera. Aún se conservaba el cáliz y restos de objetos metálicos utilizados posiblemente para la misa. Incluso estaba el traje del sacerdote, perfectamente doblado y colocado sobre una pila bautismal. Allí esperamos a nuestro enemigo, ocultos tras las columnas de piedra.
—Se me ha ocurrido una idea —dije.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Luis dándose por aludido.
—Toma, ponte esto y coge la cruz. Espera a mi señal, ¿de acuerdo?
—Espero que tu plan funcione, David —dijo María.
—¿Estoy guapo? ¿A que te recuerdo al padre Juan?
—Sí, aunque a él le faltaba la capucha. Póntela. Ahora sí que estás guapo —dije.
—¡Se acerca! —dijo María.
—¿Dónde os habéis metido, malditos? No os servirá de nada que os escondáis. Aquí dentro hasta los muertos me obedecen —dijo enfurecido y algo desquiciado.
—¡Atrás! —gritó Luis vestido con su nueva e impactante indumentaria. En su mano derecha sujetaba el crucifijo.
—¿Quién demonios eres tú?
—¡Soy la muerte y he venido a por ti! ¡Arrodíllate ante mí!
—¿Cómo? —preguntó extrañado—. ¡Está bien! ¡No me hagas nada!
—¿Dónde está el sepulcro del Niño? Dímelo y te dejaré ir —dijo Luis intentando atemorizarle.
—¡No lo sé! —respondió.
—¡Mientes! ¡Agáchate!
—Sí, señor.
—Muy bien. Y ahora déjame ver quién se esconde tras esta máscara. Se acabó tu juego.
—¿Goulas? No puede ser —dije.
No podía creerlo. La persona que hace poco me estuvo ayudando a interpretar el código era el asesino y cabecilla de toda esta trama.
—Goulas Diamantidis, queda detenido por el asesinato de Delia Astrid y Theodoros Nikopoulos —dijo María mientras le ponía las esposas.
—¿Por qué, doctor? —le pregunté sin obtener respuesta.
—Bien, parece que todo ha llegado a su fin —dijo Luis—. Estaba pasando un verdadero calvario con esta sotana de vete tú a saber de quién. Me llevaré esta cruz de recuerdo, ¿qué os parece?
—Vamos, Luis, ¿la pondrás en el salón? —pregunté sonriendo.
—No quedaría mal.
—Anda, ven que te dé un abrazo.
—¡Esperad! ¿Qué ha sido eso? —dijo María.
—¡Detrás de ti! —grité.
Detrás del altar de piedra, una puerta secreta empezó a abrirse lentamente. Tras ella, una radiante luz azulada nos deslumbraba por completo impidiendo que pudiésemos ver lo que había en su interior. Cuando la puerta terminó de abrirse del todo, la luz desapareció. Yo entré primero. Detrás de mí, Luis y María, que tenían cogido a Goulas. No podía creer lo que estaban viendo mis ojos. El sepulcro del Niño de Creta, tal y como me lo habían descrito. Ante mis ojos tenía al hijo de la mismísima Dama de Baza. Pero no estaba solo. La escultura estaba rodeada de multitud de joyas de todo tipo, así como de monedas, espadas y alguna que otra lanza. Habíamos encontrado las reliquias del rey Minos, el mayor y más preciado tesoro de la historia de la humanidad.
—Ahora lo entiendo todo —dije.
—¿El qué, David? —preguntó María.
—Arthur escondió la imagen del niño para protegerla. Sólo él sabía dónde encontrarla. Por eso lo persiguieron hasta asesinarlo. La profecía se ha cumplido.
—Vale, todo esto está muy bien, pero mi pregunta es: ¿y ahora qué?, ¿lo volverán a llevar a un museo?, ¿lo traeremos a Baza o, mejor dicho, a Madrid para que esté junto a su madre? ¡Menudo lío! —dijo Luis.
—No —dije—. Su deseo era que descansara en paz y así será. María, tienes que prometerme que regresará a su tumba.
—Quédate tranquilo. Es allí donde debe estar, custodiado y vigilado. Todo este tesoro estará en un sito de máxima vigilancia. Es incalculable su valor.
—Gracias —dije—. Por cierto, me recuerdas a una vieja amiga que conocimos de pequeños. Se llamaba igual que tú, María.
—¡Qué curioso! Juraría que yo también os he visto en algún sitio —dijo María.
Mi extraordinario viaje a Creta había llegado a su fin. Seguramente no sería el último, pero en mi memoria quedaría grabado como uno de los más intensos y apasionantes de toda mi vida. Ahora tocaba descansar y pasar el verano junto a mi familia lejos del ajetreo diario de la gran ciudad. Pasaron unas semanas y Lucía me animó a relatar mi experiencia en la isla, y así lo hice. Escribí varios artículos a la prensa nacional. Sin embargo, por alguna extraña razón nunca llegaron a publicarlos. Me tomaron por loco. El código permaneció mudo durante varios años. Parecía un tema tabú. Una vez más, la Dama y su enigma quedaron olvidados en un cajón sin nombre. El mito se quedó en mito, esperando quizá a otro momento de la historia. Sin embargo, la leyenda se agrandó con la confirmación de mis sospechas. Yo lo vi con mis propios ojos. La Dama de Baza había tenido un hijo; un valiente guerrero que se convirtió en rey y que fue tratado como tal. Su reinado, intenso pero breve, ocupa un vacío en la historia de la humanidad y algún día tendrá que investigarse. Por el momento, nadie se atreve a sacarlo a la luz. ¿Masonería? ¿Luchas de poder? Nunca lo sabré. Hasta el momento nadie hizo nada. Goulas era uno más de tantos otros. Andan por todas partes. En el asiento del tren, en el trabajo, en la cafetería de todos los días… Quieren que creamos en ellos y nos prometen una vida mejor, éste es su mejor aval. En tiempos de crisis y desesperación, la necesidad por subsistir se ha convertido en el mejor cebo para que piques y acabes cayendo en sus redes. Te buscarán por todos sitios, en cada rincón, en el pub más cercano, en la estación de metro. Esperarán tu momento de debilidad y, cuando menos te lo esperes, acabarás convirtiéndote en uno de ellos. Tu piel quedará marcada por la señal que ellos elijan.
«Es mejor no hablar del tema y desenterrar viejas heridas», pensaron algunos. Sin embargo, y a pesar de todos los obstáculos con los que me encontré para que alguien me escuchara, yo me sentía satisfecho. Había cumplido mi misión. ¿Qué nos deparará el futuro? Eso es algo que no sabría contestar ahora mismo, pero posiblemente una nueva aventura en otro lugar mágico. Quedan grandes misterios por resolver a los que nadie parece darles respuesta, quizá por desconocimiento, a lo mejor porque no les interesa. Sólo hace falta que aparezca una persona con el valor y la imaginación suficientes para investigarlos.
—¡Cariño! ¿Has oído las noticias?
—No, ¿qué ha pasado?
—¡Mira! Un pastor ha encontrado una corona de espinas envuelta en un paño manchado de sangre.
—¿Cómo? ¿Dónde ha sido?
—En Jerusalén. Una delegación del Vaticano se ha desplazado hasta allí para investigar. Creen que puede ser la que llevó Jesús durante su martirio en el vía crucis.
—Interesante.
—¿David, estás ahí?
«¿Qué es la vida?», te preguntarás cuando ya no la tengas, cuando dejes de ser dueño de tu destino y regreses al mundo para ser otra persona. El impacto contra el cristal me había causado grandes daños. Estuve cinco meses en coma, viajando por un mundo desconocido en el que todo parecía tan real. Pasaron los años y nunca más se volvió a hablar de Creta. Marta jugaba con su hermano en el jardín y Lucía acabó en un programa de televisión nacional. Desde aquí arriba se las veía felices. Hasta en el cielo se escuchaban sus voces. Mi vida se apagaba, indomable como el viento, pero lentamente como las cenizas de una hoguera. Había llegado la hora, mi viaje hacia un nuevo mundo, ese que no conoce principio ni final y al que, tarde o temprano, todos viajaremos.
—¡David! ¡Has abierto los ojos! ¿Me conoces?
—Padre.