Descifrando el enigma
A la mañana siguiente recibí una llamada inesperada. Todavía no me había recuperado del susto de ayer y el teléfono de la casa sonó en un par de ocasiones. Lucía aún dormía junto a Marta y yo decidí levantarme para escuchar las noticias. Me preparé un zumo de naranja y una tostada.
—David, es para usted —dijo la madre de María.
—Gracias, Herminia. ¿Sí? ¿Dígame?
—Señor Mesas, me alegra poder saludarle de nuevo.
—¿Goulas?
—He cambiado de opinión y le ayudaré a descifrar el enigma que encierra esa tablilla funeraria.
—Me alegra escuchar eso, doctor. Y dígame, ¿cuándo empezamos?
—Si le parece bien, esta tarde me gustaría echarle un vistazo. Lo primero que deberíamos hacer es aplicarle la prueba del carbono 14 para datar su edad y así poder ubicarla en una época concreta. Sin embargo, carezco del material necesario.
—No se preocupe. Conozco a una amiga policía que trabaja en el departamento de criminología. Allí suelen realizar este tipo de comprobaciones. Además, el código se encuentra custodiado en dicha comisaría. Por eso no habrá problema.
—Estupendo, ¿qué le parece si nos vemos allí dentro de un par de horas?
—De acuerdo. Allí estaré, y gracias por todo, doctor.
Era un giro inesperado. No contaba con él, sin embargo su ayuda era fundamental para discernir las dudas que una vez tras otra sobrevolaban mi cabeza. Hasta el momento sólo disponía de frágiles y fugaces intuiciones. El tipo de urna funeraria, el pájaro en su mano izquierda, la túnica, el ajuar… Todos estos elementos me hacían pensar que podía ser verdad mi teoría sobre una posible descendencia. Sin embargo, la ciencia debía confirmar o, por el contrario, desterrar mis hipótesis. La idea de que la Dama de Baza hubiese tenido un hijo fruto de un apasionado y fugaz romance con un soldado griego era tan tentadora como descabellada. Pero lo que más consistencia daba a mis argumentos era sin duda el mensaje que recibí por boca de ella cuando la visité antes de partir. Nunca me creerían. Eran casi las tres. Cerré la puerta de casa para reunirme con Goulas. De camino a la comisaría pensé en las consecuencias históricas del hallazgo. Mi última esperanza era el código.
—¡Doctor Diamantidis! Gracias por venir.
—Había algo en mi conciencia que no me dejaba tranquilo, pero la tarea, aunque difícil, resulta apasionante. No voy a engañarle, señor Mesas, pero las posibilidades de interpretar el código son escasas —dijo.
—Confío en usted. Bien, vayamos dentro.
Parecía uno de esos viejos historiadores románticos del siglo XIX. En su mano derecha llevaba un maletín marrón, rozado por una esquina y altamente envejecido. Los ojos saltones y vivos de Goulas escondían un cansancio evidente, debido quizá a los efectos de varias noches en vela. Sin embargo, sus pobladas cejas blancas casi los tapaban por completo. La piel arrugada y el eterno tic de su ojo lo convertían en un hombre bastante peculiar. Habíamos llegado. Me resultó raro no encontrarme a nadie en la entrada. Decidimos pasar y cruzar el interminable pasillo de la vieja comisaría hasta encontrarnos de frente con María.
—María, te presento al doctor Goulas Diamantidis. Trabaja en la Escuela de Arqueología y se ha ofrecido a ayudarnos a entender el mensaje de la tablilla.
—Encantada, doctor. He leído sobre usted en algunos libros. Dígame en qué puedo ayudarle.
—¿Puedo verlo?
—Acompáñeme. Nadie excepto yo conoce la clave para entrar en este sitio. Mire a su alrededor. Disponemos del material más avanzado en materia de investigación criminológica. Infrarrojos, análisis de balística y huellas dactilares… Por cierto, ¿qué lleva en esa maleta?
—Mi propio material. Algunos objetos que me han acompañado durante años —dijo.
Entramos en la sala de operaciones, por así decirlo. Goulas abrió de repente el dañado maletín y en su interior pude ver un conjunto de agujas de diferente tamaño, así como pinceles y otros utensilios algo gastados por el paso del tiempo. Estaba claro que pertenecía a la vieja escuela.
—Bien, lo único que necesito es que sus compañeros me ayuden con el carbono 14 y podamos situar la tablilla en una época determinada. Una vez obtenidos los resultados, analizaremos diversos tipos de escritura por medio de la paleontología comparativa.
—¿En qué consiste, doctor? —pregunté.
—¿Ha oído hablar del Titulus Crucis?
—Es una reliquia del cristianismo. La tablilla que Pilatos mandó poner en la cruz de Jesús con el motivo de su condena. Tengo entendido que fue datada en una época bastante posterior a la muerte de Jesús. En la Edad Media, si no me equivoco.
—Así es. El carbono 14, aun siendo un método bastante fiable, tiene algunos márgenes de error que no podemos despreciar. En el siglo IV después de Cristo, la emperatriz Santa Elena, madre de Constantino, encontró la tablilla en el sepulcro junto a restos de la sábana santa. Al igual que la sábana santa, el título fue sometido a la prueba del carbono 14, que lo ubicó, como usted dice, en la Edad Media. No obstante, la paleontología comparativa, es decir, el estudio de la forma de escribir en una época determinada, lo ha situado en el siglo primero. Si todo va bien, para mañana tendríamos los resultados.
—Doctor, la inscripción en su tumba hablaba de un rey íbero, enterrado en Creta por alguna extraña circunstancia que desconocemos. Según la descripción que usted me facilitó, aparecía sentado en un trono alado con la indumentaria típica de los íberos. ¿Es posible que tenga alguna relación con la enigmática figura de la Dama de Baza?
—La primera impresión que tuve al verlo fue ésa. Por eso es importante situarlo en una época concreta. A partir de ahí podemos continuar investigando. Los símbolos parecen hechos con una alguna especie de laja o punzón de piedra. Trataré de compararlos con otros de la época íbera. Es posible que ahí encuentre alguna semejanza. La verdad es que este disco es un auténtico misterio y tremendamente bello.
—Muy bien, doctor, le dejamos trabajar. Mañana regresaré para ver los progresos de su investigación. Que pase un buen día.
Aquel día me marché a casa pensando en el código y en todo su entramado de enigmáticos símbolos. Algo me decía que había llegado el día de descubrir toda la verdad. Mi estancia en la isla estaba llegando a su fin. Lo presentía. Mi locura, escrita con un mensaje desde la morada de los muertos, me había traído hasta aquí para cumplir mi misión. Siempre supe que era un elegido. Ignoraba los motivos, pero tampoco me importaban. Al igual que otros personajes de la historia, como Jesucristo, Martin Luther King o Abraham Lincoln, tenía que hacer frente a mi destino y dejar una huella en este mundo que otros se encargarían de reconocer para poder seguirla. Muchas veces pensé en abandonar, sin embargo mi familia me ayudó a no desfallecer. No podía irme de Creta sin dar descanso a ese difunto. Una vez más volví a recordar sus palabras: «En la espesa niebla del campo gris un guerrero fue concebido. Un mar de guerra lo arrebató de mí y en su tumba está mi secreto. Encuentra su paz para que mi descanso sea eterno».
Aquella noche tuve pesadillas y apenas conseguí descansar. Marta soñó con su amigo el fantasma y pasó la noche en nuestra cama. Estaba asustada y decía que Sinué (así lo llamaba ella), se había metido dentro del armario. Tenía un poco de miedo, pero cuando la abrazaba se quedaba más tranquila y conseguía dormir. En la habitación de al lado podía escuchar cómo mi hermano Luis no dejaba de roncar. No había cambiado nada. De pequeño le pasaba exactamente igual cuando vivíamos en el convento. Era todo un personaje. Pero le quería muchísimo, y a pesar de la intensidad de los días vividos echaba de menos vivir estas aventuras junto a él. Desde que marché a la capital apenas nos habíamos juntado, y la estancia en Creta me hizo recordar mi infancia nuevamente. Me sentía feliz por vivirla de nuevo, aunque con una pequeña diferencia. Ya éramos mayores y habíamos perdido un poco esa inocencia que tienen los niños. Antes nos enfrentábamos a seres imaginarios y los derrotábamos con nuestras espadas de madera, ahora teníamos que hacer frente a verdaderos villanos de carne y hueso; pero aun así, era igual de emocionante.
La luz del alba dejaba ver su eterno esplendor a través de la ventana avisándome de que un nuevo día estaba a punto de empezar. Posiblemente uno de los más importantes de mi vida. Aparté con cuidado el brazo de Marta para no despertarla y me vestí. Como de costumbre, me coloqué las gafas de sol y me ajusté el cuello de la camisa. Puse rumbo a la comisaría y me planté allí en una media hora. Goulas me esperaba en la puerta. Estaba ansioso por escucharle.
—Buenas días, señor Mesas. Vayamos adentro, tengo muchas cosas que contarle acerca de este disco. En primer lugar le diré que el carbono 14 ha establecido su antigüedad en el siglo IV antes de Cristo con un margen de error del cinco por ciento. De manera que estaríamos hablando de la misma época en la que fue datada la Dama de Baza.
—Eso confirma nuestras teorías, doctor. Pero ¿sería posible adivinar a qué pueblo pertenece? —pregunté entusiasmado por el hallazgo.
—Casi con toda probabilidad, y aun a riesgo de poder equivocarme, el código pertenece a la cultura íbera. Los símbolos hacen referencia a una sociedad con un alto nivel económico y cultural, y que dominaba la navegación. Esto se aprecia con claridad en los dibujos del centro. Hay relatos que hablan de un importante trasiego de mercancías por todo el mediterráneo en los siglos IV y V antes de Cristo. Es lógico pensar que una cultura como ésta, que mantenía un gran intercambio comercial más allá del mar, necesitara de la escritura al igual que los pueblos contemporáneos.
—Se refiere a algo similar a las cartas de navegación, ¿verdad?
—Digamos que es algo parecido, señor Mesas. Otro elemento curioso son los símbolos que aparecen a los lados. El esparto, las vides y estas ánforas inducen a pensar que el origen del código podría situarse en la región de la Bastetania. Pero repito que todo esto son meras especulaciones. Me sería imposible situarlo en un sitio determinado.
—Entiendo. Hábleme de la relación entre los símbolos. ¿Cuántos hay en total?
—La tablilla tiene un total de cuarenta símbolos diferentes entre las dos caras.
Están distribuidos en espiral y se agrupan entre sí constituyendo una unidad, como si cada grupo constituyera una frase. Eche un vistazo a esto y dígame a qué le recuerda.
—Déjeme ver. No sé, me recuerda un poco a mi infancia, cuando jugaba con Luis al juego de la oca.
—Correcto. Si me apura, diría que es muy similar a él. ¿Simple entretenimiento de mesa o algún significado oculto? He ahí la cuestión. El juego de la oca esconde símbolos en muchas de sus casillas. Si los analizamos uno a uno y en su conjunto quizá descubramos cuál es el fin último de este singular tablero.
—Suena divertido —dije.
—Casi todo el mundo ha jugado alguna vez al juego de la oca «y… tiro porque me toca». Es un sencillo entretenimiento de mesa cuyo objetivo es recorrer las casillas y alcanzar la meta antes que los demás jugadores. Esto no es algo nuevo, señor Mesas, de hecho hay estudios que sitúan el origen de este juego en el popular y transitado camino de Santiago, debido a ciertos elementos como los puentes que debían atravesar los peregrinos y la posada o el hospital en el que se alojaban.
—Nunca se me había ocurrido. Quizá alguien trasladó el juego a la tablilla con la idea de recrear algunas escenas cotidianas de la época, doctor.
—Si analizamos cada una de las caras de forma independiente llegaríamos a una extraordinaria conclusión. He intentado agrupar cada una de ellas siguiendo un orden desde fuera hacia dentro.
—¿Y la conclusión es…? —pregunté intrigado.
—Si observa con atención, las terminaciones de cada frase parecen indicar que lo que se está relatando es algo parecido a un poema, cántico o ritual funerario.
»Lo que parece realmente relevante es este conjunto de símbolos de aquí abajo. Representan una rama, un pájaro, un hombre, un pez… Quiero decir que son elementos propios de los funerales íberos. El cuerpo se colocaba sobre troncos y ramas. A continuación se le prendía fuego. Acto seguido se celebraba el banquete funerario. Este tipo de rituales solían realizarse justo al lado de los ríos y de los arroyos, como símbolo del tránsito desde la vida hacia la muerte.
—Y ese pajarillo es igual al que sostiene la Dama de Baza en su mano izquierda.
—Sí, el niño del sepulcro sujetaba otro muy parecido. Podemos deducir que estamos ante lo que podía ser un cántico funerario, pero también una posible maldición para evitar que profanasen la tumba del difunto. Pero sobre todo llama la atención el símbolo que representa a un guerrero con aspecto de niño sujetando un escudo ovalado y una lanza de dos puntas. Es sin duda un soldado íbero. La verdad es que era algo que me esperaba.
—¿Qué hacía un soldado íbero en una tablilla funeraria griega? —pregunté extrañado.
—Señor Mesas, su pueblo tuvo grandes luchadores que forjaron una identidad extraordinaria en el arte de la guerra. El carácter del guerrero íbero fue descrito por los griegos, quienes se fascinaron por unos soldados que se lanzaban al combate sin miedo alguno y que resistían peleando sin retirarse, aun con la batalla perdida.
—¿Ese niño podría haber tenido tanto poder como para dirigir un ejército? —pregunté fascinado por la explicación.
—No sólo un gran poder, señor Mesas, sino también una gran capacidad de persuasión. Quizá era descendiente directo del rey, o a lo mejor tenía algún poder sobrenatural. De lo contrario, ¿qué batallón osaría ponerse bajo las órdenes de un niño?
—¿Qué hacía ese niño en Creta? —pregunté aún cautivado y deseoso por saber más y más.
—Querido amigo periodista, permítame decirle que los guerreros a los que se referían los griegos en sus escritos eran mercenarios íberos reclutados por los generales griegos para sus propias guerras. Hay relatos apasionantes que cuentan batallas memorables en la península Ibérica. Pero no sólo los griegos quedaron fascinados. Los romanos también volvieron a hacer hincapié, después, en el carácter guerrero de los íberos cuando, una vez eliminada la amenaza de Cartago, se lanzaron a la conquista de Hispania. Coincidían con los griegos en destacar el valor y el desprecio a la muerte en la batalla que habían forjado los íberos. Tanto Roma como Cartago los contrataban como mercenarios. Roma también define al íbero en algunos textos como un soldado tremendamente leal.
—¿De dónde venía esa fuerza, doctor? ¿Acaso era un pueblo tocado por la mano de algún dios?
—Cuentan que el origen de esa resistencia se encuentra en el juramento que antes de iniciar la batalla hacían ante la sacerdotisa o hechicera del poblado. Esto era conocido comúnmente como la devotio, una especie de oración consagrada a algún dios, al cual ofrecían seguramente su vida por la de su caudillo y le obsequiaban con armas y enseres antes de partir.
—¿Cómo? ¿De manera que esa divinidad podría ser la mismísima Dama de Baza? En su tumba, aparte de vasijas y otros elementos característicos del ajuar del difunto se encontraron armas. Algo realmente insólito y que a día de hoy no ha sido explicado de manera convincente.
—Es posible. Esa oración ligaba al guerrero a su divinidad y le procuraba protección en el combate. Vivir o morir era lo de menos, ya que tenían garantizada la vida eterna. Esto fue aprovechado por algunos emperadores romanos, que mediante este ritual sagrado se rodeaban de íberos porque sabían que tenían asegurada su lealtad, ya que el valor y la determinación de estos guerreros los protegería aun en las circunstancias más adversas y desfavorables.
—Es impresionante, doctor. Había leído mucho sobre los íberos, pero desconocía todo esto.
—Finalmente quería enseñarle algo.
—Estoy deseándolo —dije.
—Si limpiamos un poco justo al lado de este soldado obtendremos algo maravilloso. Tenga la bondad de acompañarme. Apenas puede distinguirse con claridad, pero gracias a esta potente lupa seguro que reconoce su imagen.
—¡No puede ser! —exclamé atónito por lo que veían mis ojos.
—Lo es. Estamos ante la mismísima Dama de Baza. Todo encaja, señor Mesas. Ese niño que está a su lado parece ser…
—Su hijo.
—Posiblemente nunca sepamos cómo acabó aquí, al menos por ahora. Pero este descubrimiento es sin duda el hallazgo del siglo —dijo Goulas tremendamente emocionado.
Yo derramé una lágrima y pensé en mi última esperanza para poder encontrarlo: la noche de San Juan. Me gustaría poder contemplarlo aunque sólo fuese una vez y conseguir que volviese a descansar en paz.
—Excelente trabajo, Goulas.
—Sólo dígame una cosa, señor Mesas. ¿Qué hará si encuentra la escultura del niño?
—No lo sé, doctor. ¿Usted qué haría?
—¿Yo? Déjeme pensar… Si me dieran a elegir entre descubrir uno de los mayores enigmas de la humanidad y guardarlo en secreto o llenar los diarios de medio mundo contando que una de las figuras más enigmáticas del arte íbero tuvo un hijo, seguramente no me lo pensaría demasiado. Sin embargo, le diré que los mayores misterios de la historia del arte siempre perdurarán por los siglos de los siglos. Sirva como ejemplo la irónica sonrisa de la Gioconda de Leonardo o la enigmática sábana santa de Turín. La gente necesita creer en algo. Si un mito se desmorona, se convierte en tragedia, pero si el mito se agranda, se transforma en heroicidad.
—Desde que la Dama fue descubierta hace nueve años, nadie ha llegado a comprender el origen de tan extraña figura. La pregunta que me hago en estos momentos es: ¿qué ganaría el mundo con este relevante hallazgo? Quizá haya llegado la hora de anunciar esta noticia, aunque me temo que la sociedad no se conformaría con la resolución del enigma. Lucharían por recuperar este código y se iniciaría una nueva guerra, en este caso entre dos naciones, por un pedazo de historia.
—Entiendo sus dudas, mi amigo periodista, pero déjeme decirle algo. No le quito ni un ápice de razón y suscribo sus palabras, pero la isla de Creta también reclamaría su parte de historia, de manera legítima, a mi entender. Ese niño tendría un padre que seguramente luchó por salvarlo de alguna terrible enfermedad en algún momento de su corta vida. El Niño debería descansar aquí. Es mi modesta opinión.
—Cuando Delia y su banda sean detenidos y juzgados como se merecen, el código estará a salvo. Hasta entonces será mejor que no comente nada de esto.
—No se preocupe. Mi boca permanecerá cerrada.
—Ahora, si me permite, debo ir a casa. La noche de San Juan se presenta movidita.
—Que tenga mucha suerte.
—Gracias, Goulas.