La venganza

Descubriendo a los masones

Salimos de casa y cogimos un taxi. Destino: Galaxy Iraklio Hotel. Un lujoso edificio de cinco estrellas ubicado en el centro de la ciudad en el que solían hospedarse grandes nombres del mundo de la cultura, así como empresarios y políticos de ámbito nacional e internacional. Creta era una isla con un importantísimo valor arqueológico y cultural. Este tipo de actos solían ser habituales. Aún se desconocía bastante sobre el riquísimo pasado de la isla. Sin embargo, la presencia de Theodoros, uno de los posibles implicados en el robo del sepulcro, resultaba cuando menos sospechosa.

—¿A dónde les llevo, señores? —preguntó el taxista.

—Hotel Galaxy —respondí.

—¿Están invitados a la cena? La avenida permanece cortada, así que no podré entrar. Tengo que dejarlos un par de calles antes, salvo que tengan pase vip. Entonces no habrá problema. A nuestro alcalde le ha dado por este tipo de eventos. Estoy de acuerdo en que dejan dinero en la ciudad, pero para el común de los mortales supone un enorme trastorno para desplazarse. Hay policías por todos lados cortando el tráfico.

—No se preocupe. Déjenos en el sitio más cercano al que pueda llegar. Dígame, ¿qué puede contarnos sobre Theodoros Nikopoulos? —le pregunté.

—Nikopoulos es un corrupto —afirmó sin pensarlo mucho. Controla la policía, los medios de comunicación y hasta la justicia. Lo denunciaron en dos ocasiones por intento de soborno a un juez local y estuvo condenado por blanqueo de capitales. Sin embargo, quedó misteriosamente absuelto en segunda instancia. Ganó las elecciones prometiendo trabajo para todos y garantizando el orden y la lucha contra el crimen organizado. Nada más lejos de la realidad. La ciudad se ha convertido en un verdadero reguero de delincuentes en el que, los que acababan siendo detenidos, al poco tiempo salen en libertad.

—Vaya, menudo personaje —dijo Luis.

—Allí tienen el hotel. Espero que pasen una noche divertida. Denle recuerdos al señor alcalde de mi parte.

—Descuide. Tenga, quédese el cambio y no se vaya muy lejos por si le volvemos a necesitar.

—Gracias. No se preocupen. Estaré dando vueltas por la ciudad. Me toca el turno de noche.

Una gran fila de coches de alta gama ocupaba prácticamente toda la calle. En la puerta principal, dos guardias de seguridad vigilaban una de las entradas al hotel. No nos iba a resultar nada fácil entrar, ya que María estaba dentro infiltrada entre los invitados.

—Bien, Luis, prepárate para correr.

—¿Cómo? Ah, vale, me conozco ese plan. Vamos allá.

—¡Disculpe! Estoy buscando el hotel Galaxy, ¿es éste? Teníamos una reserva a nombre de Willian McCarthy.

—Un momento, señor. Déjeme comprobarlo… Lo siento pero parece que no están en la lista.

—¿Cómo? Somos amigos íntimos del señor alcalde. Venimos desde Inglaterra por expreso deseo suyo. Soy coleccionista de arte —dije—. ¿Puede mirar otra vez?

—Lo siento, ha tenido que ser un error. Voy a consultarlo. Tengan la bondad de esperar aquí fuera.

—¡Ahora, Luis!

—¡Oigan!

—¡Por aquí, sígueme! Escondámonos detrás de esas columnas. A la de tres, ¿vale?

—¡Un momento! ¿A la de tres y ya o a la de tres sólo?

—¡A la de tres sólo!

—Uno, dos y ¡tres!

—¡Menuda zancadilla, hermanito! Se ha llevado un buen golpe. Creo que pasará tiempo en el séptimo sueño —dijo Luis.

—No ha estado mal, aunque tenemos que mejorar la coordinación —dije—. Por cierto, se te soltó el nudo de la corbata, Luis. Póntela bien y subamos a la primera planta. No tardarán mucho en ir a buscarnos.

—¿No me ves guapo así? ¡Vale, me callo! ¿Qué se supone que buscamos? —preguntó Luis mientras subíamos por las escaleras.

—María cree que Nikopoulos intenta sacar fuera una importante escultura y piensa que pueda ser el sepulcro del Niño. Se ha anunciado una subasta en media hora en el salón de actos del hotel.

—¿Cómo? Pero la gente sabrá que es el sepulcro robado.

—No si la imagen que expones es otra y luego le das el cambiazo. Nadie sabrá qué es lo que hay en una caja de madera, ¿no crees?

—¡Menudo listillo este Nikopoulos! —exclamó Luis.

Subimos las escaleras para intentar llegar hasta el salón principal, pero acabamos en la cocina del hotel. Nos escondimos tras la puerta y pensamos en la manera de poder cruzar. No podíamos volver hacia atrás, así que no nos quedaba otra opción.

—Tenemos que llegar a la subasta, Luis, antes de que sea demasiado tarde —dije.

—¿Piensas pujar por el sepulcro? —me preguntó Luis irónicamente.

—Haré todo lo posible para evitar que se lo lleven. Vamos, sígueme y procura no llevarte nada a la boca, ¡que te conozco!

—Buenas noches, caballeros, ¿les puedo ayudar en algo? No pueden estar aquí —dijo uno de los cocineros.

—Creo que nos hemos perdido —dijo Luis—. Estábamos buscando el baño. La estructura de estos edificios tan modernos ya no hay quien los entienda. ¡Un poco más y casi orino en la cocina! Por cierto, ¿dónde es la subasta? ¡No me gustaría tener que pujar en el casino del hotel!

—En el salón de actos, señores. Suban las escaleras y sigan por el pasillo hasta el fondo. La subasta empieza en una media hora. Y ahora, si me disculpan, tengo que seguir trabajando.

—Gracias. Un momento, ¿eso de ahí es tortilla de patatas?

—¡Luis!

—Sí, caballero. Forma parte del cóctel de bienvenida para los invitados.

—¿Puedo?

—Sí, claro, puede probarla.

—Muy rica. Si me permite un consejo, para la próxima vez póngale un poco de cebolla. Le da un toque especial.

—Le ruego disculpe a mi hermano. Gracias por la información.

—Ha sido un placer.

Tras la sutil anécdota de mi hermano Luis, cruzamos por la inmensa y resbaladiza cocina evitando el choque con los habilidosos camareros que repartían los canapés entre los invitados. Desde la primera planta teníamos una visión privilegiada de todo el gentío que se había congregado en el vestíbulo de la entrada. El lujo y la ostentación eran las notas predominantes. Las mujeres vestían elegantes y sofisticados vestidos, adornados con pedrería y costosos colgantes dorados. Los caballeros optaron por el sobrio esmoquin y la pajarita. Podíamos pasar desapercibidos entre tanta gente.

—Bien, éste es el pasillo —dije—. Creo que vamos a ser los primeros en llegar.

El sinuoso camino hacia el salón de actos estaba lleno de elementos decorativos. El suelo era una larguísima alfombra roja, cuyo esplendor se resaltaba aún más gracias a las pequeñas lucecitas que tenía adheridas. Todo estaba hecho a base de fina madera de color caoba. Era un lugar extremadamente barroco en cuanto a la decoración. Todos los detalles estaban cuidados al milímetro y la mezcla de luces y colores creaba un ambiente acogedor, aunque tremendamente misterioso y altamente recargado. Seguimos recorriendo el luctuoso pasillo evitando llamar en exceso la atención. Seguramente ya nos estarían buscando. La puerta había quedado entreabierta y decidimos entrar. Aún no había llegado nadie y empezamos a curiosear un poco, buscando alguna pista que nos llevase al sepulcro. De repente escuchamos una voz detrás de nosotros que nos cogió por sorpresa.

—Vaya, vaya… pero ¿qué tenemos aquí? Dejadme adivinarlo. Es el intrépido Sherlock Holmes y su eterno compañero de viaje.

—¿Quién es usted? —pregunté.

—Aquí las preguntas las hago yo. ¡Atadlos y encerradlos! Pronto empezará la función.

Era la tercera persona que aparecía en la fotografía. Su frondoso bigote y su gran barriga lo delataban. Se trataba de Theodoros Nikopoulos, alcalde de Heraklion. Curiosamente no estaba solo.

—¡Doctora Astrid! —exclamé al verla.

—Mi querido amigo David. Has sido demasiado ingenuo. ¿Pensabas llegar hasta aquí sin ser visto?

—¡No os saldréis con la vuestra! Tarde o temprano se sabrá toda la verdad. Si no se encarga él de mandaros al otro mundo, me encargaré yo personalmente.

—¿Él? ¿Te refieres al niño del sepulcro? No digas bobadas. La muerte de Arthur no fue causa de ninguna maldición. Digamos que fue un pequeño accidente.

—Y Herman, ¿también fue un accidente?

—Unas gotas de cianuro en su copa fueron suficientes. Ese malnacido me seguía la pista y lo mejor era quitarlo de en medio. ¿De verdad crees en todas esas historias sobre el fantasma del niño?

—¿Y qué me dices del doctor Diamantidis? Él bajo a la tumba y lo vio llorar sangre.

—Me haces reír. Querido David, afortunadamente existen potentes alucinógenos que causan distorsiones de la realidad. Creemos ver horribles monstruos que nos persiguen y emiten voces aterradoras. ¿Has oído hablar del LSD? ¡Ese viejo quería robarme el protagonismo! Me fue muy fácil engañarle.

—¿Dónde está el sepulcro, doctora Astrid? La policía la estará esperando en la frontera si intenta huir con él. Entréguese y ponga fin a la maldición.

—¿La policía? Mi entrañable amigo periodista, déjeme que le cuente algo. Un nuevo tiempo está a punto de llegar. No habrá sitio para la mediocridad en un estado gobernado por la élite de la Orden. El gobierno de los débiles ha llegado a su fin y el comienzo de la tiranía se abre paso con fuerza. La sociedad de clases se tambalea tras la absurda y fracasada idea de igualdad. ¿Ve esta estrella? Es el emblema de los elegidos. Al igual que Hitler unió a los alemanes bajo la esvástica, Los Hijos del Rey Minos adorarán este símbolo sagrado y le rendirán pleitesía.

—¿Qué pretende, doctora? —pregunté abrumado ante semejante discurso.

—Creo que ya has hecho demasiadas preguntas. Ahora me toca a mí. ¿Dónde está el anillo?

—¿El anillo? ¿Por qué tanto interés en ese anillo?

—No se lo digas, David —dijo Luis.

—Veo que te niegas a colaborar con nosotros. Está bien. Te diré algo que quizá pueda hacerte cambiar de opinión. En treinta minutos todo este edificio volará por los aires. De ti depende evitar que suceda. ¿Realmente podrías vivir con tan pesada carga sobre tu conciencia?

—¿Cómo? —pregunté abrumado por la amenaza.

—No le hagas caso, David. Intenta asustarnos para que hablemos. ¡Muéstranos una prueba de que lo que dices es cierto!

—Señor Nikopoulos, cuando usted quiera.

—Sí, doctora. ¡Que empiece el espectáculo!

Tras la horrenda cortina gris del salón de actos, nuestros captores habían colocado un dispositivo con luces rojas parpadeantes. El reloj digital de lo que parecía una bomba casera marcaba treinta minutos. Parecía que sus amenazas iban en serio. Pretendían provocar una verdadera masacre. En apenas media hora aquella habitación estaría repleta de gente.

—¡Os habéis vuelto locos! —gritó mi hermano.

—¡Callad! Para entonces nosotros ya habremos conseguido nuestro objetivo —afirmó el señor Nikopoulos—, el primero de nuestros objetivos.

—¿Qué quieres conseguir con toda esta locura, Delia? —pregunté.

—Sembraremos el caos en la ciudad. De esta manera, el pueblo no tendrá otra opción que no sea seguirnos. Heraklion está cansada de la ineptitud de los políticos para resolver los problemas. Una nueva raza está en auge y el tiempo de la luz empieza a abrirse camino entre las sombras. Somos los descendientes del legendario rey Minos y no permitiremos que los burócratas consigan adormecer a la sociedad bajo falsas promesas de progreso y libertad. Sé que usted guarda el sepulcro en algún sitio de la ciudad. No me interesa esa estatua tan horrenda, señor Mesas. Sólo quiero que me diga dónde está el anillo de Arthur. Ese anillo abre las puertas del mayor tesoro conocido de toda la humanidad: las reliquias sagradas de nuestro rey.

—No se haga la tonta, doctora. Sé que usted regresó a la tumba del Niño unas semanas después de su descubrimiento. Evitó que nadie lo viera al salir a la superficie ocultándolo en una caja de madera. Pero esa caja estaba vacía.

—Así fue. No me creerá, pero desconozco quién lo robó de la sala contigua del museo. ¡Lo que menos me interesa ahora mismo es esa escultura!

La situación en el hotel se estaba volviendo dramática y bastante tensa por momentos. La cuerda que me mantenía unido a la espalda de Luis apenas me permitía moverme y el tiempo se estaba agotando. Nos sellaron la boca con una especie de adhesivo aislante y nos llevaron a la trastienda. Toda mi investigación había dado un giro inesperado y los argumentos de Delia, aunque parecían ser sólidos y creíbles, no terminaban de convencerme por completo. Desconocía los motivos reales de toda esta conspiración, pero cada vez me quedaba más claro que tras la insistente búsqueda del tesoro del rey se escondía un fin mucho más grande: restaurar un gobierno tirano y déspota, basado en una supuesta herencia genética de los descendientes directos del rey Minos. El miedo había paralizado mi capacidad para pensar con claridad. Aquella habitación, sombría y desangelada, había secuestrado mis ideas y sólo algún chispazo de ingenio repentino podría ayudarme a salir de allí. En la pared había colgado un viejo reloj cubierto de telarañas con un péndulo algo desgastado. Hacía tiempo que nadie lo limpiaba, lo cual me resultaba tremendamente extraño en un sitio de lujo como ése. Se había convertido en mi única referencia para controlar el tiempo del que disponíamos. De repente se hizo el silencio. El tic tac permanente de los segundos angustiosos aceleró mi corazón a un ritmo fuera de lo normal. Tenía que pensar algo rápido. Una vez más recordé a mi Dama y su aliento me dio fuerzas para no rendirme. Luis me miraba, intentando pensar en algo, pero no podíamos movernos. Sorprendentemente algo inesperado iba a ocurrir en apenas unos segundos. El suelo empezó a temblar de repente, lo que provocó un gran estruendo. Parecía un terremoto y como si alguien quisiese traspasarlo con enorme virulencia. Luis, asustado y atónito, gritó desesperado «¡estamos perdidos!». Cerré los ojos con fuerza y empecé a rezar como nos enseñaron en el convento. Parecía que había llegado nuestro fin. La bomba va a estallar antes de tiempo, pensé. Escuché el sonido de unas campanas golpeando en varias ocasiones mi compungido y acelerado corazón. Una minúscula y temblorosa mano se asomó entonces, confundiéndose con la vieja solería en blanco y negro. Tras unos segundos de tensa espera, el abominable ser del inframundo logró sacar todo su cuerpo. Era él. El Niño de Creta había vuelto.

—¿Qué diablos es esa cosa? —preguntó Luis aterrorizado.

Permanecía erguido y con el cuerpo casi desnudo. Sus ojos, vacíos y hundidos en la carne, dejaban caer dos gotas de sangre por sus dos mejillas. Nos miró durante un momento y se dio la vuelta. De repente, empezó a escalar por la pared como si de una araña se tratase. Era fácil apreciar los huesos de su columna, profundamente marcados en toda su espalda. Cogió uno de los cuchillos que había colgados en el almacén y caminó hacia nosotros, decidido y con cara de pocos amigos. «Estamos perdidos», pensé. Andaba despacio, mirando hacia los lados y emitiendo un extraño quejido, rasgado e inteligible, como si tuviese una profunda ronquera. Tres pasos más y se detuvo justo enfrente de nosotros. Alzó su brazo dispuesto a atacar. Sentí su aliento cerca de mi cara y Luis y yo cerramos los ojos. Era el fin. Sin embargo, su intención no era matarnos, sino cortar la cuerda que nos mantenía unidos. Un golpe certero y limpio. Nos había liberado.

—¿Quién eres? —pregunté tras quitarme la cinta adhesiva—. Dinos tu nombre.

Pero no hubo respuesta. Regresó sobre sus pasos cuchillo en mano y atravesó la pared de la habitación, cual fantasma de dibujos animados. Aún perplejos e impactados por el tremendo susto, nos levantamos e intentamos abrir la puerta. La golpeamos con fuerza, intentando que alguien en el pasillo pudiese oírnos. Había que salir de allí, pero todo intento por escapar fue en vano. La puerta no cedía, ya que estaba cerrada con llave.

—¿Hay alguien ahí? —gritó Luis. Sin embargo nadie parecía oírnos.

—¿Se te ocurre algo? —pregunté, esperando una respuesta afirmativa.

—Después de esto, ¿crees que estoy para pensar? Déjame ver, por aquí tiene que haber algo. Esto parece interesante.

—¿Qué has visto? Tiene que haber otra salida.

—Nada. Sólo dije que esto parecía interesante.

—Muy gracioso. Tenemos quince minutos para salir de aquí.

—¡Gracias por meterme más presión! Sabes que no puedo pensar en esas condiciones. Vamos a ver, recuerdo una película en la que milagrosamente el actor escapaba de un sitio como éste. Creo que hacía algo parecido a esto: cogió una rendija del conducto de ventilación, vio que podía ceder fácilmente ejerciendo un poco de presión y agarró un elemento punzante para hacer palanca. En este caso, ese elemento será uno de los cuchillos que nos ha dejado tu amigo. Apretamos un poco por este lado y… ¡vaya, parece que se resiste!

—¡Date prisa! —dije.

—¡Un momento! Ya casi está. Un poco más y ya casi lo tengo. Voilà! Listo. Usted primero.

—Nunca dejarás de sorprenderme, hermanito. Espero que esto conduzca a alguna parte —dije.

—Cuando regrese al pueblo tendré muchas historias que contar. Una épica aventura en busca de una urna sagrada al más propio estilo de Hollywood. Me secuestraron a punta de pistola, se me apareció el fantasma de un niño, casi muero asfixiado en los conductos de ventilación de un hotel… ¿Tú crees que me creerán?

—Busca el lado positivo. Todo esto te servirá para escribir tus memorias. A lo mejor algún día haces una gran fortuna. ¡Vamos!, salgamos de aquí.

—¡Quién sabe! Vaya, parece que está un poco oscuro aquí dentro. No se ve nada. ¡Cuidado!, no me pises la cara.

—Lo siento, la grasa hizo que se me resbalara el pie. ¡Qué mal huele aquí!

—No, no. Esta vez no he sido yo. ¿Ves algo? —preguntó Luis.

—Un poco de luz. Ya casi estamos. Espero que nos lleve al salón del hotel. Supongo que ya estarán reunidos los invitados, esperando el inicio de la subasta. Lástima que vayamos a aguarles la fiesta. Allí parece que está el final.

Apenas había espacio para moverse y la grasa pegajosa nos dificultaba aún más el desplazarnos con facilidad. Habíamos recorrido buena parte del trayecto y tras algún que otro momento de agonía logramos ver algo de luz. El final estaba cerca, sin embargo la otra entrada del conducto estaba sellada con una ventana de ventilación. Empujamos con fuerza pero sin éxito. De repente escuchamos una voz proveniente de uno de los pasillos.

—¡Servicio de habitaciones!

—¡Aquí, ayúdenos! —exclamé.

—¿Qué hacen ustedes ahí dentro? —preguntó extrañado aquel hombre mientras empujaba un carrito con comida.

—¡Escúcheme! Han puesto una bomba en el salón del hotel. Quedan menos de quince minutos para que estalle. Necesito que nos abra y avise a la policía. ¡Rápido!

—¿Cómo?

—¡Ya ha oído a mi hermano! ¡Abra la maldita rendija! —exclamó Luis.

—¡Está bien! Está cerrada, no puedo abrirla.

—¿Cómo se llama? —pregunté.

—Nikolas, señor.

—Muy bien, Nikolas, no se ponga nervioso. Sólo tiene que aflojar estos cuatro tornillos.

—De acuerdo. Utilizaré este cuchillo. ¿Cómo han acabado ahí dentro?

—Ya lo contaré algún día en mis memorias —dijo Luis—. Dese prisa.

—Ya casi está. ¡Listo! Empujen.

—¡Apártese! —grité—. Buen trabajo, Nikolas. ¿El salón de actos?

—Al final del pasillo a la derecha.

Casi sin aire y con el tiempo a punto de agotarse llegamos a nuestro destino. Golpeé la puerta con fuerza y me encontré la sala repleta de gente. La puja estaba a punto de empezar.

—¡Salgan todos de aquí! —grité—. ¡Hay una bomba en este salón y quedan menos de diez minutos para que estalle! ¡Desalojen el hotel inmediatamente!

De repente empezó a cundir el pánico y la locura. No había tiempo suficiente para huir y decidí acercarme hasta la bomba. La gente abandonó la sala corriendo despavorida por el hotel. El dispositivo adherido a la pared y escondido tras la cortina marcaba menos de cinco minutos. Creía que teníamos más tiempo.

—¡David!

—¡María! ¿Dónde te habías metido?

—¡No la toques, David!

—¡Salgamos de aquí! ¡No tenemos tiempo! —dijo Luis.

—¿Rojo o azul? ¡Quedan dos minutos!

—Déjame ver. Es una bomba casera. He desactivado alguna como ésta.

—¡Un minuto! —exclamé.

—Este líquido de aquí dentro es mercurio. Ahora toca abrir la tapa con esta horquilla para el pelo. Un cable rojo, otro azul y el violeta. Soltamos el azul con cuidado y… nada. Rojo o violeta, ésa es la cuestión.

—¡Treinta segundos, María!

—Me la jugaré al rojo. ¡Ya está!

—¡Uf! ¡Ha faltado bien poquito! —dijo Luis—. ¡Estoy hecho un asco! ¡Con lo bien que me quedaba este traje!

—¿Han sido ellos, verdad? —preguntó María.

—Sí, Delia y Theodoros están detrás de todo esto. Quieren provocar el terror en las calles de Heraklion y se presentan como salvadores de la patria —dije.

—No andarán muy lejos de aquí. Será mejor que os cambiéis de ropa y os marchéis a casa a descansar. Vamos a seguirles el rastro por la ciudad —dijo María.

—Iremos contigo —dije—. Por cierto, un viejo amigo ha venido a ayudarnos esta noche. Gracias a él estamos vivos.

—Sí. Ese niño es toda una monada, aunque no me gustaría compartir habitación con él. ¿Por qué no dejamos que se encargue de ellos? —preguntó Luis.

—No entiendo nada, María. Delia afirmó desconocer el lugar en el que se encontraba el sepulcro. Creo que le interesa más bien poco —dije—. Sin embargo me cuesta creerla.

—No sé, David. Han actuado como un verdadero grupo terrorista. Voy a poner este asunto en manos del fiscal. Es una cuestión de seguridad nacional. Esta noche se ha puesto en riesgo la vida de muchas personas inocentes. ¿Qué será lo próximo? —preguntó María algo aturdida por todo lo ocurrido—. Hacedme caso, id a casa y preparaos para pasado mañana. La noche de San Juan promete ser apasionante.

—Me temo que no vas a convencernos tan fácilmente. Es el momento de atraparlos. Ahora o nunca —dije.

—Está bien, pero no os separéis de mí. Los buscaremos por el centro de la ciudad. Tienen que estar reunidos en algún sitio cercano. Seguidme —dijo María—, tengo el coche aparcado en la entrada.

—¡Guau! ¡Que siga la fiesta! —exclamó Luis—. Esos bastardos me han estropeado este traje tan elegante. Voy a hacerles pagar el mal rato que me han hecho pasar encerrado en la cocina.

—Quizá alguien ya se nos haya anticipado, Luis. ¡Vamos, salgamos de aquí!

—¡Esperadme! Es posible que tengas razón, David. Ese niño tiene cuentas pendientes con ellos. En su mirada he visto odio y sed de venganza. Me temo lo peor. No olvides que ha cogido un cuchillo de recuerdo y no creo que lo utilice para cortar cebolla precisamente —dijo Luis—. Estoy convencido de que ha ido en busca de los masones y no descansará hasta darles caza.

Dijimos adiós al hotel Galaxy y abandonamos el tumulto de personas que bajaban las escaleras creyendo que la bomba aún podía explotar. En nuestro trayecto hacia la salida vimos que algunas de esas personas habían quedado atrapadas en el pasillo mientras intentaban llegar a la entrada más cercana.

—¡Ya ha pasado todo! ¡Salgan de manera ordenada! —exclamó María, intentando tranquilizar a la multitud. Sin embargo parecían no escucharla.

Conseguimos llegar a la puerta principal con alguna que otra dificultad y María nos invitó a subirnos a su Porsche descapotable. No tenía pinta de ser un coche de policía normal. Mis sospechas se confirmaron cuando nada más arrancar el vehículo adquirió una velocidad endiablada. «Este monstruo tiene que haberle costado una buena suma de dinero», pensé. El gesto de Luis lo decía todo. Permaneció callado durante todo el viaje y eso ya era una novedad.

—¿Te encuentras bien? —pregunté.

—Sí, sí, no os preocupéis. Algo mareado, pero todo bien —dijo.

—¡Mirad!, allí en ese bar parece que hay algo de movimiento. Me parece que están de reunión en la entrada —dije.

—Me acercaré un poco más —dijo María—. Muchos coches juntos. No me da buena espina. ¡Un momento! —exclamó—. Si mi vista no me falla aquel hombre que está fumando me parece que es el alcalde.

—Es él —dijo Luis—. Pero creo que son demasiados para nosotros tres. ¡Reunión de masones! Y nuestro amigo sin llegar.

De repente empezó a llover. Era una lluvia fina, constante pero débil. Empapados por el incesante manto de agua nos detuvimos a pocos metros del bar, esperando una señal para poder entrar. Eran unas diez personas y seguramente estarían armadas. Demasiado arriesgado. Necesitábamos pensar en un buen plan. A lo mejor el sepulcro estaba allí escondido, pensé.

—¡David, allí! —dijo Luis.

—¡Por todos los santos! ¿Qué es eso? —exclamó María.

—Es él. El Niño de Creta —dije asombrado.

—¿Cómo? ¿Dónde? ¡No lo veo! —se preguntaba Luis extrañado.

—¡Mirad aquella sombra entre la lluvia! Estoy seguro de que es él —dije.

—Ya lo he visto. Se dirige hacia el bar y lleva algo en su mano —dijo María. ¡Vamos, poneos detrás de mí y mantened la calma!

El agua mojaba su cuerpo casi desnudo y cada paso que daba causaba una sensación de estupor y miedo permanente. Estábamos muy cerca de él y de repente hizo algo que me dejó perplejo. Pegó un gran salto y se subió al tejado del bar. Empezó a andar por el techo mirando hacia los lados. ¿A dónde iría? ¿Qué pretendía? Sin duda alguna parecía que se estaba preparando para una carnicería humana. Era el momento de entrar, sin pensarlo dos veces.

—Bien —dijo María—, os he traído estos regalitos. Tomad, utilizadlas sólo si corréis verdadero peligro. Basta con apretar el gatillo. Entraremos a la de tres, ¿de acuerdo?

—Un momento —dijo Luis—. Cuando dices a la de tres te refieres a…

—A la de tres y ¡ya! —dije.

—Entendido.

—¿Estáis preparados? —preguntó María.

—Sí —dije convencido mientras sujetaba la pistola con fuerza.

—Uno, dos… y tres, ¡ya!¡Alto, policía! ¡Pongan las manos sobre la cabeza! —dijo María apuntando con el arma.

El escenario que nos encontramos fue verdaderamente espantoso, dantesco y abominable diría yo. Tenían a cuatro mujeres secuestradas. Estaban de rodillas con las muñecas unidas por grilletes. Les habían vendado los ojos y los cuerpos mostraban evidentes signos de violencia. ¡Qué macabro ritual estarían haciendo!, pensé en ese momento. Era un viejo bar con escasa iluminación y un exceso de humo en el ambiente. En el centro había una mesa de billar, rodeada por cuatro sillas de madera. Lo más extraño de todo era que aquellas personas parecían no inmutarse por nuestra presencia. Tenían los ojos bien abiertos y la mirada ausente, a causa, quizá, de algún potente narcótico. Todo indicaba que estaban drogados. Mi intuición me decía que así era. Las mujeres, de espaldas a nosotros, estaban temblando y no dejaban de llorar. Aquellos hombres vestidos de negro empezaron a caminar hacia nosotros, lenta pero decididamente.

—¡Un paso más y disparo! —gritó María.

Sin embargo, parecían no detenerse por aquella amenaza y a María no le quedó otra opción que abrir fuego. Un primer disparo al hombro y nada, tan sólo un pequeño agujero en la chaqueta y ningún efecto en su cuerpo. «¿Quiénes son esos hombres?», empecé a preguntarme. Un segundo disparo al pecho y la misma reacción. Parecían monstruos venidos desde otro mundo. Uno de ellos se detuvo justo delante de nosotros y cogió el arma de María. La apretó con fuerza con su mano hasta aplastarla como si fuera de juguete. Estábamos perdidos, rodeados por aquellos seres aparentemente indestructibles. A continuación Luis y yo empezamos a disparar. Un tiro tras otro y así hasta agotar todas las balas. Tenía que haber alguna forma de acabar con ellos, pero de momento la desconocíamos. Me cogieron por la espalda y casi no podía moverme. Luis lo golpeó con fuerza pero el duro impacto de su puño no sirvió para nada. No teníamos escapatoria. Sin embargo, la situación dio un giro inesperado y cambió por completo en cuestión de segundos. El fantasma del Niño de Creta había atravesado el techo del bar y cayó encima de la mesa de billar. Desde allí pegó un salto en busca de la persona que me tenía sujeta. Le cortó la cabeza con un certero golpe de cuchillo. Cayó desplomado sin hacer ningún ruido. Pero no fue el único. Continuó así, degollando cabezas y convirtiendo el bar en un mar de sangre. No existía el miedo en su mirada, ni la más mínima compasión. Cogieron los palos de billar y se lanzaron a por él. Se quedó esperándolos en el centro y cuando intentaron golpearle ya era demasiado tarde. Les había cortado los brazos en un abrir y cerrar de ojos. Se dirigió en busca de las mujeres que estaban secuestradas y les cortó los grilletes. Parecía que todo se había acabado. Se dio la vuelta y caminó hacia nosotros. Se detuvo y nos miró.

Sólo recuerdo una palabra. Era difícil entenderle porque hablaba en un idioma extraño, pero la pronunció hasta en tres ocasiones: «Basti». Lo había dicho. La gran Basti, capital de la región de la Bastetania. Lo que hoy se conoce como Baza, mi ciudad natal. Cuando todo parecía que había llegado a su fin, escuchamos unos pasos y el suelo empezó a temblar. Estaban escondidos en alguna habitación, o quizá se habían multiplicado. Increíble pero cierto. Aquellos hombres de negro estaban por todas partes y en esta ocasión iban armados con metralletas.

—¡Al suelo, rápido! —gritó María.

Abrieron fuego a discreción durante un buen rato y lo destrozaron todo. Por fortuna nos dio tiempo a agacharnos y escondernos tras la barra.

—Parece que ya han terminado —dijo Luis.

—Un momento, miradle. Las balas no le han hecho nada —dije—. Lo han traspasado.

Así fue. Ni un solo rasguño. Ese niño estaba muerto y no podía morir otra vez. Volvió de nuevo a hacer de las suyas, rebanando cabezas y no dejando a ninguno con vida. El fantasma se había vengado, sin embargo no había rastro ni de Delia ni de Theodoros.